El cabo Jerry Blandford
—Creo que la que debería pagar la cuenta soy yo —se opuso, riéndose.
Salimos del local y echamos a andar calle abajo. Le confesé que, a pesar de las ganas que había tenido de disfrutar de unos días de permiso, me sentía decepcionado. No era tan divertido cuando uno no conocía a nadie. Como no tenía adonde ir, caminé en la misma dirección que ella, pero finalmente me dijo que había llegado el momento de separarnos.
—En fin, adiós —me dijo, ofreciéndome la mano.
—No me dejes —le pedí—. Acompáñame al hotel y quédate conmigo. No pretendo insultarte —le aseguré—. Te respeto. Mi intención no es insultarte.
Vaciló durante un minuto y negó con la cabeza.
—Solo quiero que estés a mi lado —insistí—. Quiero sentir el olor a colonia en el cuerpo de una mujer y verla con el cabello suelto. No te haré nada que no quieras. Ni siquiera te tocaré, a no ser que me des permiso...
—Debes de tener un concepto muy poco favorable de mí para pensar que soy una de esas mujeres que se conquistan en la calle.
—No —repliqué—. Yo te respeto. Si no te respetara no te pediría que vinieras conmigo. Si buscara una mujer de la calle, podría conseguir cincuenta, y lo sabes. A ti te respeto —reiteré—. Te lo digo en serio.
Se quedó donde estaba, mirándome. Entonces negó una vez más con la cabeza.
—Lo siento —dijo.
—La semana que viene me mandan al otro lado —le expliqué—. Es posible que me maten de aquí a un mes. Es posible que sea mi última oportunidad de estar con una mujer decente...
De repente la mujer se decidió.
—Muy bien. Vendré. Estaré contigo cada minuto del tiempo que te queda de permiso. Ve a buscar tus cosas e iremos a otro hotel, donde nos registraremos como marido y mujer.
—Procuraré no avergonzarte. Mantendré mis promesas y no diré nada al resto de los muchachos.
—No me importa —repuso—. No me importa quién se entere. No vendría contigo si me importara todo eso.
Entonces me cogió del brazo y nos alejamos.