El soldado Rowland Geers
Faltaba una hora para la cena, de modo que Walt Webster y yo decidimos ir a darnos un baño, pero cuando llegamos al lavabo descubrimos que no había agua caliente y durante unos minutos esperamos ahí, desnudos y tiritando de frío. Entonces, conteniendo la respiración y a toda prisa, nos duchamos con agua fría, dando saltos y pegándonos el uno al otro en el pecho hasta que una agradable sensación de calor empezó a recorrernos el cuerpo entero.
—Esto es maravilloso —dije—. ¡Es maravilloso, Walt!
Pero Walt, que estaba cantando disparates a grito pelado, simplemente porque era joven y rebosaba vida, se paró en seco, me levantó con sus poderosos brazos, me llevó hasta la puerta de la caseta e intentó arrojarme a un montículo de nieve. Yo, sin embargo, lo rodeé fuertemente con las piernas y los dos caímos juntos al montículo. Nos revolcamos en la nieve, forcejeando y riéndonos. Los otros nos vieron desde la barraca y minutos después todos los hombres de la compañía se desnudaron y se echaron a la nieve entre gritos de euforia.
Walt se levantó, se dio unas palmadas en los muslos y se puso a cacarear como un gallo.
—¡Que salga el ejército alemán entero! —clamó—. ¡Que salgan todos a la vez, o uno por uno, que yo solito les daré su merecido!