El soldado Thomas Stahl
—Espera un momento —dijo Wilbur—. Iré a la casa a decírselo a la anciana y le pediré otro cubo.
Unos minutos después salió la señora, arrancándose los pelos y dándose golpes en el pecho, con Wilbur a la zaga, tratando de explicarle qué había pasado. Cuando la anciana llegó al pozo, Wilbur y yo las pasamos moradas para impedir que se tirara a por el cubo. La mujer estaba cada vez más alterada.
Alian Methot, que domina el francés, salió de la casa y le aclaró que había sido un accidente y que Wilbur y yo estábamos dispuestos a pagarle el cubo, pero la anciana le golpeó la mano, haciendo caer el dinero, y se echó al suelo. Mientras tanto un grupo de franceses se había congregado alrededor. Miraban por encima de la valla y la mujer nos señaló y se puso a vociferar. Los franceses chasquearon la lengua y, uno por uno, se acercaron al pozo y se asomaron, moviendo la cabeza con gesto de disgusto y extendiendo los brazos.
—Menudo cubo tenía que ser —observó Wilbur—. Viendo cómo se comportan, cualquiera diría que era de platino.
Al día siguiente, todos los habitantes de la población habían acudido a asomarse al pozo, a escuchar las penas de la anciana y a compadecerse de ella. Por la tarde, cuando recibimos la orden de traslado, había una multitud alrededor del pozo, como si esperaran que el cubo saliera de un salto por impulso propio. La mujer, mientras tanto, se secaba las lágrimas con el dobladillo de la enagua.
—Todo esto me está sacando de quicio —dijo Wilbur—. No me faltan ganas de largarme de aquí. Esta gente está chiflada.