El soldado William Nugent
—¿Y para qué demonios querría ver a ese hombre? —me revolví—. A ver si me entiende de una vez por todas: ¡será mejor que ese cuervo se mantenga bien lejos de aquí, porque si no se va a enterar! ¡Si hay algo que odio más que a los poÜs, son los predicadores!
Todos los hombres del pabellón escuchaban cómo le leía la cartilla a ese grillero.
—Soy un tipo duro, sí —le dije—. Yo maté a ese poli, claro que lo maté. Y no lo negué durante el juicio, ¿verdad que no? No fue el primero, además. Ahora mismo liquidaría a otra docena si pudiera. Haga el favor de decírselo al capellán, ¿quiere?
El carcelero se fue y al cabo de un rato se abrió la puerta y apareció el capellán. En la mano llevaba una biblia con una cinta morada para marcar la página. Entró sin hacer ruido y cerró la puerta tras de sí. Un par de guardias lo esperaron fuera para asegurarse de que no intentara hacerle daño.
—¡Arrepiéntase, hijo, y entregue su alma a Dios! ¡Arrepiéntase antes de que sea demasiado tarde!
—¡Largo de aquí! —le espeté—. ¡Largo! ¡No quiero tener nada que ver con usted!
—Ha pecado, hijo mío —me advirtió—. Ha pecado a los ojos de Dios Todopoderoso. «¡No matarás!» Esas son las palabras de nuestro Santísimo Dios.
—Escúcheme bien —lo corté—, y no me venga con esas tonterías porque me reiré en su cara. Sé perfectamente cómo hay que hacer las cosas. Sí, maté a ese poli. ¡Odio a los polis! Algo me corroe por dentro y me mareo cada vez que me cruzo con uno. Sí, yo liquidé a ese poli. ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Quién demonios se han creído que son para obligar a un hombre a hacer algo en contra de su propia voluntad? Mire, le voy a hablar de un trabajito que me tocó hacer una vez mientras estaba en el ejército. Entonces era joven y me creía todas las chorradas de las que usted me habla. Me lo creía todo. Pues bien, un día cogimos un grupo de prisioneros. Como suponía demasiado esfuerzo mandarlos a la retaguardia, el poli de nuestra unidad nos obligó a llevarlos a un barranco, donde los pusimos en fila y los matamos a tiros. Entonces, una semana después, de vuelta en el alojamiento de descanso, el mismo tipo nos puso en fila y nos obligó a ir a la iglesia a escuchar a un cuervo como usted que decía las mismas tonterías.
—Hijo mío —dijo el capellán—, hoy es el último día de su vida. ¿No se da cuenta? ¿No va a dejar que le ayude?
—Fuera de aquí —le dije, y me puse a insultarlo con todas las palabrotas que conocía—. ¡Largo de aquí, he dicho! ¡Si hay algo que odio más que a los polis, son los predicadores! ¡Fuera!
El predicador cerró su biblia y los guardias abrieron la puerta.
—Me imagino que le habrá quedado claro —dije—. Me imagino que se ha ido con las orejas gachas.
Los otros hombres del pabellón empezaron a golpear las paredes de sus celdas.
—¡Así se hace, muchacho! —gritaron—. ¡Así se hace!
Entonces me senté en el catre y esperé a que vinieran a cortarme los pantalones y afeitarme la cabeza.