El soldado Sidney Borgstead

couturier decidió, propenso como es a meter solemnemente la pata, trasladarme a la cocina y convertirme en cocinero. A él le pareció completamente lógico que un hombre acostumbrado a manipular gasas y preciosos tafetanes tuviera la misma destreza a la hora de gestionar reses muertas y patatas deshidratadas.

Al principio procuré preparar las raciones de la forma más atractiva posible, pero no tardé en darme cuenta de que a nadie le importaba cómo presentaba la comida. Es decir, lo único que les interesaba era la cantidad, y literalmente horas antes de que la comida estuviera lista los hombres ya hacían cola, observando con avidez cada uno de mis movimientos. ¡Cómo no iba a ponerme nervioso y de mal humor! Lo peor, sin embargo, venía cuando tocaba repartir: entonces los hombres miraban sus raciones y gruñían, no por la calidad, eso no (a pesar de ser una reacción que habría comprendido e incluso tolerado), sino por el mero hecho de que no hubiera más. (Dios sabe que no podía preparar más comida de la que me proporcionaban los del cuartel general. A fin de cuentas, no soy mago.) Se lo zampaban en un santiamén y volvían a hacer cola con la esperanza de poder repetir.

Un día en Corcelles estaba preparando un estofado en una olla reglamentaria. Todavía faltaba una hora para la cena, pero cuando alcé la vista comprobé que ya se había formado una cola de hombres. Lamento reconocer que me puse un poco histérico. Me entraron ganas de decirles: «¡Tranquilos, lechoncitos míos, que mamá cerda pronto tendrá lista la cena!».

En una estantería, a un lado de la cocina, había unos medicamentos y pomadas que Mike Olmstead, el sargento de comedor, llevaba consigo para casos de emergencia. La idea se me ocurrió de forma imprevista y no pude reprimir unas risitas. Destapé la olla y lo eché todo al estofado.

Esa noche, una vez acostado, pensé: «¡Bien! ¡De esta manera no aparecerá nadie a la hora del desayuno y eso sí que será un alivio!». Pero, cuando el guardia del comedor me despertó a las cinco de la mañana, lo primero que oí fue el tintineo de un soldado que limpiaba su plato sucio con una cuchara. Luego oí cómo los hombres corrían y tosían y se daban empujones para asegurarse un sitio en la cola. Cuando entré en la cocina y encendí los fogones, la cola ya era larguísima. Si faltaba alguno, era imposible distinguirlo a simple vista.

Di media vuelta y eché a correr. No sabía adonde iba, pero sabía que tenía que alejarme de allí. Me topé con el sargento Olmstead en la puerta. Se dio cuenta de que estaba profundamente nervioso y disgustado. Me planté delante y me puse a golpearle el pecho.

—¡Déjeme pasar! —le exigí—. El capitán Matlock tendrá que buscarse otro cocinero, porque yo ya no aguanto más. ¡Que me encierren, que me fusilen si quieren, pero yo ya no aguanto más!

El sargento Olmstead, un tipo legal, supongo, aunque terriblemente soso, me pasó el brazo por el hombro y me dio unas palmaditas en la espalda.

—Cálmese, guisandero, y no se deje llevar por las entrañas —dijo en tono tranquilizador.

—¡Déjeme pasar! —insistí con firmeza.

—No me dejaría en la estacada, ¿verdad? —preguntó.

—¡Sí! —repuse.

Ya no trató de retenerme más tiempo.

—De acuerdo, pero antes de que se vaya me gustaría que me preparara unas empanadillas de manzana. Nunca he comido nada tan delicioso en mi vida.

Me lo quedé mirando con incredulidad.

—¿Le parecieron más ricas que las tartas de melocotón que le hice en Saint-Aignan?

El sargento Olmstead se lo pensó bien y finalmente optó por la diplomacia:

—Las dos cosas estaban tan buenas que me cuesta mucho decidirme por cuál me gustó más —dijo.

Vacilé durante unos instantes y el sargento Olmstead los aprovechó:

—¿Cómo cree que les iría a estos muchachos si usted no se ocupara de ellos cuando vuelven de las trincheras? —preguntó.

Solté una risa burlona.

—¡Estarían encantados! —repuse—. Lo que les preparo les da asco.

El sargento Olmstead movió la cabeza con gesto adusto.

—Eso no se lo crea ni por un momento, porque andaría muy equivocado —dijo—. En el bar oí cómo algunos presumían de comer mejor que cualquier otra compañía del regimiento. Decían que compadecían al resto de compañías.

—¿Está seguro de que me está diciendo la verdad? —quise saber.

—Por supuesto. Se lo cuento tal y como ocurrió.

Y, siendo un tonto a las tres y a falta de medio seso que me valga, permití que se beneficiara de mi buen corazón y volví a la cocina, donde me puse de nuevo a preparar el desayuno.

Compañía K
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