El soldado Abraham Rickey
Un muchacho de la tercera sección, un tal Mart Passy, vino cuando me oyó gritar y juntos levantamos al capitán y lo llevamos a una trinchera, donde los camilleros lo cogieron y lo trasladaron a la retaguardia.
Una vez acabada la ofensiva y ya de vuelta en Fly Farm, donde fuimos a buscar un lote de repuestos, les conté a algunos de los muchachos que habían ametrallado a Bocapez Terry.
—Se desplomó sin hacer ruido —dije—. O sea, cayó sobre el trigo y se encogió. Estaba convencido de que lo habían matado, pero todavía respiraba cuando se lo llevaron los camilleros. Solo fue una bala, pero le atravesó la cabeza. Cuando lo puse boca arriba vi una cucharadita de sesos desparramados en el suelo.
—¡Alto ahí! ¡Vayamos por partes, bisoño! —saltó el sargento Dunning—. ¿Cuántos sesos has dicho que salieron de la cabeza de Bocapez Terry?
—Una cucharadita, más o menos —repuse.
Todos movieron la cabeza con gesto incrédulo y se encogieron de hombros.
—¿Estás seguro de que el hombre que recogiste era el capitán Matlock? —receló el sargento.
—Por supuesto —confirmé—. Completamente convencido.
Todos se echaron a reír.
—¡Sé razonable, hombre! —intervino Vester Keith—. ¡Sé razonable! ¡Si se le desparramaron tantos sesos, no podía ser nuestro Terry!