William March

Apartment 16-G

302 West 12th St.

New York, N.Y.

Más abajo, centrado en la página y subrayado, aparece de nuevo el título: Company K.

A esta hoja le sigue una página de dedicatoria, que reza: «A Ed Roberts, un amigo invariable». Entonces pasamos directamente al primer relato. En el texto publicado, viene encabezado, como el resto de los capítulos, por el nombre del narrador, al que llama «el soldado Joseph Delaney». Sin embargo, aquí, en el manuscrito, no aparece tal título. Empieza el texto sin más: «Hemos cenado y mi esposa y yo estamos sentados en el porche».

El narrador de este capítulo, descubrimos enseguida, resulta ser el «autor» del libro. Se pregunta qué ha logrado. Su intención no es escribir únicamente acerca de su compañía de hombres en la guerra, sino acerca de cualquier compañía de hombres en cualquier guerra, acerca de nada menos que la guerra misma. Su mujer señala que quizá convenga suprimir, por lo menos, la parte que describe el fusilamiento de los prisioneros. También se aventura a expresar una teoría sobre la manera que tiene la naturaleza de centrar unas fuerzas de regeneración especiales en los paisajes que han sido campos de batalla. «Delaney», como lo conoceremos solo en el texto publicado, discrepa. «A mí —concluye— siempre me ha parecido que Dios está tan asqueado de los hombres, y de la infinita crueldad que se infligen unos a otros, que cubre cuanto antes los lugares en los que han estado.»

Si prestamos atención a la paginación del texto mecanografiado mientras leemos esta sección introductoria, comprobamos que, a buen seguro, la omisión del nombre de Delaney no fue casual. Las cuatro páginas en cuestión están ordenadas por letras y no por números. Se trata de las páginas A, B, C y D. A partir de entonces, el texto continúa con las otras narraciones individuales que integran el libro. Cada una lleva por encabezamiento el nombre del narrador. Las páginas están numeradas consecutivamente de la 1 a la 198.

Esto produce una impresión global de resolución y de control. Todo parece estar en su lugar: la encuadernación, las páginas con letras, el orden, los títulos (y en la primera narración, la falta de título) y la paginación. Puede que este texto de la novela bélica más furiosa que hubiera escrito un norteamericano hasta la época, y, potencialmente, al menos tan furiosa y vivida como cualquiera que se haya escrito desde entonces, se nos antoje sereno y formal. Y en eso consiste gran parte de la historia. (Por la más curiosa casualidad, el original definitivo de la única novela predecesora que pueda presumir de una sinceridad impávida y naturalista comparable, El rojo emblema del valor, de Stephen Crane, se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Virginia; un borrador de parecida formalidad y en el que, en las primeras páginas, aparecen unos nombres tachados tales como «Fleming», «Wilson» y «Conklin», cuidadosamente sustituidos por personajes más genéricos como «el joven», «el soldado gritón», «el soldado alto», entre otros similares.) Uno percibe que la promulgación de dicho control se pagó muy cara. Y resulta ser que la historia del nacimiento de Compañía K fue exactamente eso: para William March, sobre todo, el precio fue altísimo.

William March y Compañía K

Las circunstancias biográficas de la génesis de Compañía K también están envueltas de la misma extraña sensación de enigma callado e impenetrable. Lo que sabemos a ciencia cierta es que William Edward Campbell, recordado por el mundo literario como William March, nació en Mobile en septiembre de 1893, donde pasó una infancia sureña bastante típica por aquel entonces en las pequeñas poblaciones de Alabama y el noroeste de Florida. Durante los primeros años del siglo XX cursó la carrera de Derecho entre la Universidad de Alabama y la Universidad de Valparaíso, en Indiana, y después de trabajar de asistente jurídico en un bufete de abogados se alistó en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos y combatió en algunas de las campañas más duras que se libraron durante la primera guerra mundial en Francia. Asimismo, sabemos con certeza que como consecuencia de sus acciones, específicamente durante un ataque a Mont Blanc, March recibió la Cruz de Guerra francesa y, además, tanto la Cruz por Servicio Distinguido como la Cruz de la Armada otorgada al valor. Esta última hazaña, hay que añadir, y como bien saben los conocedores de los servicios militares, es literalmente pasmosa. Ambas son segundas máximas condecoraciones —superadas exclusivamente por la Medalla de Honor— otorgadas por los que entonces se consideraban los dos principales cuerpos de las fuerzas armadas de los Estados Unidos: el ejército y la armada. Nos consta que después de la guerra ejerció de organizador y luego de vicepresidente de la Waterman Steamship Corporation. Más adelante, se mudó a Nueva York, donde pasó una larga temporada, y, renunciando finalmente al próspero cargo ejecutivo que en los años treinta lo llevó a ciudades como Hamburgo y Londres, escribió Compañía K y una extensa colección de relatos, entre ellos algunos de los más singulares de toda una generación americana de autores sumamente talentosos, y varias novelas posteriores, de las que destacan Come in at the Door (Entren por la puerta), The Tallons (Los Tallón) y The Looking Glass (El espejo). Sabemos que hacia el final de su vida volvió a su tierra natal, en el sur, donde, en una casa tranquila ubicada en el barrio francés de Nueva Orleans, escribió su última obra, The Bad Seed (La mala semilla). Irónicamente, después de su muerte, la novela se transmutó primero en una obra de teatro y luego en una película, un largometraje de cierta mala reputación que le hubiese parecido gracioso y, en la misma medida, un tanto desagradable. A mediados de mayo de 1954, William March falleció una noche mientras dormía.

De lo que le ocurrió a William Edward Campbell en Francia que lo convirtió específicamente en William March, el autor de Compañía K, solo conservamos unos informes de carácter general. Infante del Quinto Regimiento de Marines de la Segunda División de los Estados Unidos, March luchó por primera vez en el viejo campo de batalla de Verdún, cerca de Les Eparges, y poco después en la batalla del bosque de Belleau, donde fue herido en el hombro y en la cabeza. Regresó a tiempo para participar en la batalla de Saint-Mihiel y en el ataque a Mont Blanc con una actuación tan extraordinaria que le mereció las tres condecoraciones antedichas. Poco después, participó en la ofensiva del Meuse-Argonne y, junto con su compañía, estaba preparando el cruce del mismo río Meuse a la altura de Mouzon cuando terminó la guerra.

Aparte de este resumen global, March también nos dejó un testimonio más preciso y sugerente de recuerdos y declaraciones posteriores a los hechos y, sobre todo, de sus numerosas conversaciones acerca del pasado, a través de las cuales nos revela un episodio crítico: según parece, quedándose aislado del resto de su compañía, se topó cara a cara con un joven alemán, rubio y de ojos azules, contra quien embistió por instinto con su bayoneta. Roy S. Simmonds, el biógrafo de March, describe que a continuación el joven alemán «tropezó y la bayoneta le perforó la garganta, matándolo en el acto, con los ojos muy abiertos y mirando fijamente el rostro de William» (p. 23)[1]. A este respecto, debemos aducir algunos hechos adicionales de la historia psicológica posterior, sobre todo en vista de lo que la actual generación de guerra estadounidense, una vez más, trata de asimilar bajo tamaña designación clínica conocida como «estrés postraumático». La descripción de Simmonds es escueta: «No hay que restarle importancia a que, durante varias etapas de su vida, March padeció unos trastornos histéricos relacionados tanto con su garganta como con sus ojos» (p. 23).

Curiosamente, existe poca información acerca del episodio concreto de valentía que le valió a William March ese pecho repleto de medallas. Disponemos, al menos, de la mención a la Cruz de Guerra, que reza: «Durante las operaciones en la región de Mont Blanc, 3-4 de octubre de 1918, abandonó un refugio para socorrer a los heridos. El 5 de octubre, durante un contraataque, viendo que el enemigo había avanzado a menos de 300 metros del puesto de primeros auxilios, se sumó de inmediato al combate y, a pesar de sus heridas, se negó a abandonarlo hasta que los alemanes se hubieron batido en retirada».

También disponemos de las menciones referentes a la Cruz por Servicio Distinguido y a la Cruz de la Armada, pero ninguna entra en los pormenores. Lo único que debemos tener en cuenta de la valentía de William March, por lo general, es que no le faltaba, de eso no cabe duda. Y aunque careciéramos de la información biográfica y de las condecoraciones y certificados, seguiríamos sabiendo que era valiente. Seguiría estando ahí, grabada en Compañía K, en una novela escrita por un hombre que a todas luces había ido a la guerra, que a todas luces había visto su cuota de atrocidades, que de alguna forma había sobrevivido y que se había comprometido posteriormente a la nueva hazaña de dar sentido a su experiencia, plasmándola en la creación de un arte literario supremo. Y de esta hazaña todavía conservamos el testimonio de un logro magnífico, el obsequio tan valiente como terrible de Compañía K.

Contexto y profecía: Compañía K y la literatura de guerra estadounidense

La historia del lugar que ocupa Compañía K en la tradición estadounidense de la literatura sobre la guerra es, al menos hasta la fecha, curiosa. Cuando apareció en escena apenas tenía precedentes en una literatura sobre batallas que había tratado con sorprendente reserva la realidad. Fue descatalogada durante algunos años, tras los cuales apareció una nueva edición que ahora se presenta ante nosotros como una rareza propia de los clásicos de culto poco reconocidos. El tema que ocupa sus páginas es, a su vez, propio de un libro que forjó un contexto literario real y, con ello, se convirtió en la materia de la que está hecha la profecía literaria.

Nuestra nación es, al fin y al cabo, una nación engendrada por la guerra. También es una nación que entre 1861 y 1865 sufrió el episodio más cataclísmico de fratricidio masivo de la historia. Resulta chocante, por lo tanto, que la ficción realista que produjo antes del siglo XX niegue y omita de forma casi absoluta la guerra como tema literario. Las obras de ficción del período colonial y clásico que versan sobre el tema suelen describir guerras «literarias», como en las novelas románticas de Simms y Cooper. Salvo unos pocos capítulos de Miss Ravenel's Conversion from Secession to Loyalty (La conversión de la señorita Ravenel de la secesión a la lealtad) de John DeForest, algunos párrafos de dos o tres novelas ya casi olvidadas y un puñado de ensayos breves de Ambrose Bierce, hay que buscar mucho para dar con alguna descripción narrativa de la misma guerra civil[2]. La única novela bélica famosa que habla sobre aquella guerra, El rojo emblema del valor, fue escrita por un hombre que no participó en ella. En resumen, para tener una idea de lo que los estadounidenses habían escrito acerca de lo que John Keegan llama «el rostro de la batalla» antes de la primera guerra mundial, hay que referirse de forma casi exclusiva a fuentes no literarias: cartas, publicaciones, diarios y autobiografías.

La primera guerra mundial lo cambió todo. Por primera vez, en las novelas de John Dos Passos, Thomas Boyd, Ernest Hemingway y William March, entre otros, apareció en la literatura norteamericana una descripción narrativa realista de la guerra moderna como tema trascendental e incluso fundamental. De estos inicios ha brotado una tradición importante, que incluye las obras, entre otras muchas, de James Jones, Norman Mailer, Irwin Shaw, Joseph Heller, Kurt Vonnegut, Jr. y, hace poco, Philip Caputo, Tim O’Brien y Larry Heinemann.

Dentro de semejante tradición, Compañía K puede atribuirse una doble importancia. Refleja prácticamente todas las cuestiones principales planteadas por la primera generación de obras norteamericanas que exponen de forma realista la experiencia de las guerras modernas desde el punto de vista del combatiente, y por ello podría considerarse la obra que, en la misma medida que cualquiera de las demás, contribuye a determinar un contexto para esa tradición. A la vez, debido a su experimentalismo literario, tan complejo e innovador, también podría considerarse una profecía de varias de las más importantes obras bélicas norteamericanas que se publicaron posteriormente.

De todas las características que sitúan a Compañía K contextualmente en el centro de la naciente tradición estadounidense del realismo bélico originada por la primera guerra mundial, la más significativa es la intensidad de su empeño en dar testimonio directo, ante todo, a lo que realmente les ocurre a los hombres normales y corrientes que luchan en combates modernos, mecanizados y masivos. Posiblemente destaque por ser la gran obra de su generación; una obra que, más que cualquier otra, se centra de forma única y obsesiva o bien en la experiencia de los combates en sí o bien en los efectos concomitantes que padecen los que han tomado parte en ellos. Quizá Boyd, en su novela Through the Wheat (A través del trigo), sea el único en escribir de manera tan sistemáticamente directa y gráfica. No obstante, sus descripciones suelen ir tan sobrecargadas de una estilización naturalista que a menudo, igual que en el caso de John Dos Passos en su novela Tres soldados, atenúa la sensación del lector de lo experiencial y lo real. Como sucede con Hemingway, mezclado con la violencia y la brutalización, se habla de la desilusión, de la traición mediante las mentiras patrióticas. En la obra de March, sin embargo, mucho más que en la de cualquiera de sus contemporáneos, esto también termina subsumiéndose en las profundidades de un horror que trasciende de todo concepto de «generación perdida». En este libro, unos soldados se presentan por separado sin tregua, uno detrás de otro, confundiéndose los vivos con los muertos, para ofrecer sus testimonios espantosos en primera persona, y, narración tras narración, estos testimonios exponen fundamentalmente un único hecho de las guerras modernas: el hecho de la muerte violenta, repugnante y obscena. Los hombres mueren gaseados, fusilados, destrozados por granadas. Mueren de bayonetazos. Fallecen literalmente desintegrados por explosivos de gran potencia. Se suicidan. Matan a los prisioneros. Se matan entre sí. Matan de forma gratuita y arbitraria, a veces por equivocación y casi siempre en contra de los instintos más benévolos que todavía conservan, por pocos que sean. Matar y morir, morir y matar; han perdido el contacto con toda realidad de la vida, salvo la realidad del dominio absoluto de la muerte. March insiste en esta última realidad hasta tal punto que a menudo parece tener menos en común con sus compatriotas que con los poetas británicos de su generación, como Wilfred Owen, Robert Graves y Siegfried Sassoon. Y, al igual que este, las muertes que describe nunca suponen un noble sacrificio. No se trata de una muerte triunfal, ni valerosa, ni denodada. Se trata de una muerte que desgarra las entrañas, que destroza el cráneo, que despedaza el cuerpo. Se trata de la clase de muerte que hace que los hombres invoquen a sus madres a gritos, que defequen en los pantalones, que se aneguen en llanto con los nervios destrozados. Además, se trata de la muerte que alcanza todas las proporciones inmensas de la mecanización moderna.

Un incidente emblemático de esta omnipotencia tan macabra se describe en uno de los primeros capítulos, en el que una patrulla, bajo el mando de un teniente estúpido, inexperto y obstinado, recibe la orden de dirigirse hacia una posición avanzada desde la cual sus movimientos serán observados y su posición será marcada por un grupo de árboles destacado. De camino, unos observadores enemigos ocultos cursan una comunicación inmediata. Minutos después, los soldados reciben el impacto directo de una artillería que ellos tampoco han visto y con la que nunca entablarán batalla. Uno de los cadáveres encontrados está completamente destripado, abierto desde la barriga hasta la barbilla, con los órganos vitales reventados en un instante por una muerte metálica que procede de varios kilómetros de distancia. Cuando hallan al resto de los muertos, ninguno tiene rostro (p. 90). El único superviviente, perdonado sin ninguna razón aparente, permanece de pie, erguido y en silencio, «mirándose la mano, cuyos dedos habían sido cercenados de un estallido» (p. 91).

Otro rasgo de Compañía K que contextualiza buena parte de la ficción de guerra estadounidense es hasta qué punto su centro temático —la muerte arbitraria, sin sentido y producida en serie— encuentra su correlato formal y exacto en un único modo dominante: la ironía. En ocasiones, las ironías concretas son flagrantes y manifiestas, como en el capítulo titulado «El soldado desconocido». Un joven americano herido de muerte cuelga enredado en la alambrada de la tierra de nadie y da rienda suelta a la furia de su agonía. Clama contra los constructores de monumentos y los oradores. Por lo menos su nombre, se promete, no será profanado de la misma manera. Con un último gesto antes de morir, arroja sus etiquetas de identificación lo más lejos posible, asegurando así el anonimato. Lo que no puede imaginarse, por supuesto, es que su anonimato será precisamente lo que hará que su cadáver sea consagrado como el máximo icono del patriotismo (pp. 219-223). En otra escena que recuerda mucho a la muerte de Snowden en Trampa 22, de Joseph Heller, el soldado Wilbur Bowden venda con cuidado lo que cree ser una herida relativamente leve en la pierna de un compañero y entonces, entre burlas y veras, lo insta a que descanse hasta que llegue el equipo de rescate. Bowden recuerda que el soldado herido, incluso mientras le habla, parece haberse quedado plácidamente dormido. Al final llegan los salvadores. Encuentran al soldado, pero resulta que ha fallecido horas antes a causa de una enorme herida en un costado que ha pasado completamente desapercibida (pp. 198-200). Sus piernas están intactas.

La mayoría de las ironías que aparecen en Compañía K, sin embargo, no son ni mucho menos tan palmarias. Más bien, en el ambiente se respira algo parecido a un prosaísmo irónico. Apropiándonos de la frase reveladora aplicada por Paul Fussell —que a su vez imita a ese maestro de la ironía prosaica, Thomas Hardy— para describir la experiencia de los británicos en las trincheras, podríamos decir que la guerra para los americanos de Compañía K es, asimismo, «una sátira de circunstancias». En efecto, gran parte del horror del libro estriba en el hecho de que el horror en sí, en última instancia, llega a parecer algo muy corriente. Los relatos se desenvuelven narración tras narración y, a menudo, el que tenemos delante desarrolla y amplía un asunto recogido en otro u otros. En su mayoría, son sencillos, sobrios, extrañamente desapasionados. Uno tras otro, estos hombres medios hablan de las cosas terribles que, en líneas generales, parecen haber sucedido por el mero hecho de que han sucedido. Después de ocupar un nido de ametralladoras, el soldado Carroll Hart descarga su arma sobre un alemán malherido que trata de sacar algo del interior de la trinchera. Hart abre la mano del hombre, pero lo que agarra no es una granada ni una pistola, sino una fotografía de una niña pequeña (p. 94). Un grupo de compañeros del soldado Philip Wadsworth conspiran con una prostituta francesa para ayudar al recatado Wadsworth a perder la virginidad. El soldado contrae una enfermedad venérea, le forman consejo de guerra y lo mandan a un batallón de trabajos forzados (pp. 142-144). El soldado Leo Brogan cuenta cómo el cervato domesticado de una niña francesa se niega misteriosamente a separarse del tragaldabas de la compañía, el soldado Hymie White. En una escena conmovedora, la niña se niega a vender el cervato a White, pero posteriormente se lo regala. Esa misma noche, el soldado le corta el cuello al animal con un cuchillo de pan. Desde el comienzo, ha querido convertirlo en estofado (pp. 227-236).

De modo que desde el principio de Compañía K hasta el final, las narraciones de los soldados se transforman en una letanía de crueldad, brutalidad y degradación. Esto queda reflejado con claridad meridiana en un único incidente encajado literal y figuradamente en medio del libro y que podría considerarse la principal escena de la novela: la ejecución de veintidós prisioneros alemanes. La orden, según nos revelan varias de las narraciones, pasa del capitán al sargento, y de este al cabo que manda el destacamento. Hombres que en otras circunstancias hubieran retrocedido ahora intervienen en la matanza. El soldado Walter Drury, el único que se niega a acatar la orden y huye, acaba sentenciado a veinte años de cárcel (pp. 165-167). Su amigo, el soldado Charles Gordon, se queda y, mientras abre fuego, comprende la atrocidad del acto en toda la envergadura de su espantosa realidad. «Todo cuanto me han enseñado a creer acerca de la misericordia, la justicia y la virtud es mentira —piensa—. Pero la más grande de todas las mentiras son las palabras “Dios es Amor”. Esa es sin duda la peor mentira jamás inventada por el hombre» (pp. 168-170). Entretanto, una vez ejecutada la orden, el soldado Roger Inabinett hurga tranquilamente entre los cadáveres buscando objetos de valor y de recuerdo (pp. 171-172). El domingo, nos cuenta el soldado Howard Nettleton, reciben la orden de asistir a misa (pp. 176-177).

Al término de la guerra, los supervivientes regresan a casa y casi todos, salvo aquellos cuya estupidez o insensibilidad les ofusca el juicio, llevan consigo sus horrores íntimos y, en muchos casos, se tropiezan con otros nuevos. El soldado Everett Qualls, que intervino en la masacre, sospecha que las desgracias que han hecho estragos en su granja y en su familia forman parte del castigo que le toca recibir y se suicida (pp. 265-267). El soldado William Nugent, refiriéndose al mismo incidente y despotricando contra los «polis» y los «predicadores», acaba en la silla eléctrica por haber matado a un agente de policía (pp. 252-254). El soldado Ralph Nerion, que avanza inexorablemente hacia la locura irreversible, se retuerce evocando viejos recuerdos de las persecuciones insignificantes que sufrió en el ejército y abrigando nuevos sueños paranoicos de sedición (pp. 255-256). El soldado Arthur Crenshaw vuelve a casa convertido en un héroe, pero no consigue un préstamo para montar una granja de pollos del mismo banquero que, el día anterior, ha hecho de maestro de ceremonias en un banquete celebrado en su honor (pp. 263-264). El soldado Walter Webster se reencuentra con su prometida pero descubre que está demasiado desfigurado para casarse (pp. 270-272). El soldado Leslie Jourdan, que antes había sido un pianista virtuoso y cuya mano ha quedado destrozada, se ha establecido en Birmingham, donde dirige una fábrica de pintura (pp. 275-276). A pesar de la metralla que todavía tiene incrustada en la cabeza, el soldado Howard Virtue asevera con vehemencia que es un hombre cuerdo —proclamando ser el mismísimo primo de Jesús— desde la soledad de su celda en el manicomio (pp. 287- 289). El soldado Manuel Burt pierde el juicio a causa de los sueños en los que lo visita un joven soldado alemán a quien ha atravesado el paladar con su bayoneta (pp. 292-300)[3]. Durante el incidente, Burt no pudo extraer la hoja que clavó en el cerebro de su enemigo. Las secuelas que sufre ahora le impiden extraer el cuchillo del recuerdo que se ha alojado en el suyo.

Mientras tanto, la vida continúa. El soldado Colin Wiltsee relata un cuento en una clase de catequesis acerca de la conversión en el campo de batalla y de la muerte hermosa, acabando con un panegírico «al Creador del universo y al presidente Hoover» y la orden de que «¡siempre debemos someternos a su voluntad sin hacer preguntas!» (p. 281). Un exoficial belicista, el teniente James Fairbrother, vitupera a los «propagandistas pacifistas» y arremete contra Japón, Inglaterra, Alemania y Francia. Se presenta como candidato al Congreso (pp. 303- 304).

Así termina Compañía K, con una nota de pura profecía que vincula el libro a otras obras clarividentes como 1919, de Dos Passos, o En nuestro tiempo, de Hemingway. En los Estados Unidos, la política continúa como si no hubiera pasado nada. En el extranjero, los ejércitos retoman rápidamente la marcha.

En comparación, para que se cumpliera la profecía literaria de Compañía K, iba a hacer falta una nueva novela sumamente vanguardista sobre otra guerra mundial todavía por llegar, concretamente Trampa 22, de Joseph Heller. Además, es significativo que la publicación y la notoriedad de esta obra tuvieran que esperar no hasta el período subsiguiente a la segunda guerra mundial ni hasta la displicente y próspera década de los cincuenta, sino hasta los turbulentos años sesenta. Pues Trampa 22, en las elocuentes palabras de Alfred Kazin, aunque «en apariencia trate de la guerra entre 1941-45», se centra «realmente en la próxima guerra, y por lo tanto en una guerra que carecerá de límites y de sentido, una guerra que terminará solo cuando no quede nadie con vida que pueda luchar» (Bright Book of Life [Libro luminoso de la vida], p. 83). Y a la luz retrospectiva de la próxima guerra, en concreto, que está a punto de estallar, aquella guerra encarnizada, impopular e infinitamente destructiva que entregó a las llamas una nueva generación perdida —y a su paso arrasó con todo— en las junglas de Vietnam, este podría ser el principal motivo por el cual Trampa 22 en particular parece proyectarse de tantas maneras tan trascendentales como el correlato temático y formal de Compañía K[4]. Y es que por descomunales que fueran la magnitud y la masacre, la segunda guerra mundial sería recordada por la mayoría de los estadounidenses, en términos morales y políticos, como una guerra esencialmente aceptable e incluso, en la opinión de Studs Terkel, como «la buena guerra». En consecuencia, en buena parte de las «grandes» novelas bélicas (algunas de las excepciones más notables serían primero Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, y De aquí a la eternidad,, de James Jones, y más adelante Trampa 22 y Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut), aunque el combatiente individual casi siempre sufre las formas más violentas y gráficas del desencanto y la brutalización, a la guerra en sí se le sigue otorgando un sentido de justificación global que subsume ciertas ironías y brutalidades en la idea más extendida de su necesidad a nivel individual y colectivo. Hizo falta la guerra de Vietnam para volver a poner en máximo relieve las viejas ironías, la traición de hombres jóvenes por parte de los oradores y los pronunciadores de discursos, los mandamases, los burócratas, los ideólogos y los políticos chaqueteros. E hizo falta la novela de Heller, justo en el ínterin entre la segunda guerra mundial y Vietnam, para recordar a los americanos que las viejas ironías seguramente no habían desaparecido, sino que habían sido asimiladas por un sistema generador de guerras tan omnipotente y monolítico que era capaz de absorber prácticamente cualquier forma de objeción humana. El producto, como en el caso de March, es una ironía totalizadora con una temática concomitante y resultados formales.

Las similitudes textuales básicas entre Compañía K y Trampa 22 son por sí mismas asombrosas y sugerentes. Aunque no se narren en la primera persona que emplea March, casi todos los capítulos de Trampa 22 llevan por título los nombres de combatientes individuales. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos que gran parte de ellos ya han muerto y que sus nombres y sus experiencias han quedado completamente absorbidos por la lista funesta de sacrificios en bien de todo un sistema inmenso, impasible y generador de guerras. Esta disposición ficticia-temporal también posibilita, igual que en Compañía K, una estructura narrativa que permite dar saltos en la cronología de los acontecimientos y las acciones, con incidentes, escenas, episodios e imágenes frecuentemente prefigurados mucho antes del momento en que se describen en detalle y frecuentemente repetidos más adelante en post-imágenes múltiples y variadas. En ambas novelas, estrategias como la de emplear imágenes recurrentes culminan en la confluencia de unas energías simbólicas en una única escena principal —la ejecución de los prisioneros en Compañía K y la muerte de Snowden en Trampa 22— que se transforma en la imagen maestra de la guerra mundial en general. En resumen, al igual que Compañía K, Trampa 22 es una novela formada por una combinación de fragmentos individuales que se convierte en un extenso y enorme testamento de la absoluta insignificancia de la individualidad en un mundo en el que predomina la guerra moderna y producida en serie[5].

Como quizá se haya sugerido, la ironía predominante representativa de Compañía K se vuelve, en Trampa 22, global y absorbente. La «sátira de circunstancias» literal y un tanto seria de March da un último paso en la evolución hacia la absurdidad frenética sistemática. La guerra acaba siendo una fantasmagoría bufonesca de aniquilación caprichosa, de alguna manera mareante y aterradora en la misma medida. Aquí no hay margen ni para la indignación irónica, sino únicamente la indiferencia irónica sublime. La agudeza se mezcla con la atrocidad, las culadas con los accidentes y percances horribles, que a menudo se combinan y, espantosamente, se funden. Un Dios cenutrio que, como dice el protagonista, Yossarian, seguramente no conseguiría trabajo «ni como chupatintas» (p. 212) preside la enorme comedia negra de la muerte, absorbiendo en última instancia toda la creación en sus fauces atiborradas. Sin embargo, igual que la locura que acaba impregnando Compañía K, el histerismo incesante de Trampa 22 no debe impedir que apreciemos la verdadera esencia que une este libro con su predecesor. Todo está ahí, observa Yossarian, en el secreto que lee en las tripas desparramadas de Snowden: «El hombre es materia: en eso consistía el secreto de Snowden. Arrojadlo por una ventana y caerá. Prendedle fuego y se quemará. Enterradlo y se pudrirá, como cualquier otro desperdicio. Una vez desaparecido el espíritu, el hombre es basura. En eso consistía el secreto de Snowden. La madurez lo es todo» (p. 512). Se trata poco menos que de una variación posmoderna de las palabras del soldado Charles Gordon de March. «Dios es Amor.» «La madurez lo es todo.» Las grandes citas de la literatura son mentiras vacías que se autoparodian. La ironía «literaria» de Trampa 22, como en Compañía K, nos conduce implacablemente de vuelta a su esencia temática obsesiva. Citando de nuevo las palabras perceptivas de Alfred Kazin, «la emoción más impresionante de Trampa 22 no es su “humor negro” ni su “absurdez total”, meros artículos contemporáneos de las políticas liberales, sino el horror» (p. 84)[6].

Como era de esperar, en la literatura sobre la misma guerra de Vietnam, no obstante, aquella dimensión profética de la obra de March iba a encontrar mayor realización creativa, sobre todo, naturalmente, entre las obras que iban a impulsar la narrativa bélica estadounidense hacia nuevas formas con límites hasta entonces desconocidos. Una de ellas fue la historia oral. Al igual que Compañía K, novelas como Everything We Had (Todo lo que tuvimos), de Al Santoli, y Bloods (Sangres), de Wallace Terry, están narradas por participantes individuales con sus propias voces y este efecto compuesto nos conduce hacia unos patrones más amplios de comprensión y significado[7]. Otra obra, Nam, de Mark Baker, fue más lejos, agrupando en varios apartados de actualidad unas narraciones compuestas de numerosas voces anónimas que nos hablan desde un amplio abanico de perspectivas, y que juntas equivalen a algo parecido a una narración maestra sobre la guerra en general. A su vez, Vietnam Voices (Voces de Vietnam), de John Clark Pratt, fue aún más allá y eliminó las fronteras entre la realidad y la ficción, la vida y el arte, la memoria y la imaginación. El resultado es una tragedia narrativa en cinco actos compuesta de materiales reunidos de todos lados: desde publicaciones, diarios, memorias, novelas, poemas y obras de teatro hasta órdenes de misión, declaraciones de políticos, reportajes informativos, canciones populares, anécdotas de los soldados, eslóganes publicitarios y grafitis de letrina. Quizá la mejor manera de describir el efecto de esta obra tan sumamente original sea como un asalto de los medios de comunicación. Contiene todo el horrible estruendo y barullo del ruido, el dolor, la confusión y el derroche que fue la guerra. Sin embargo, como era de esperar, el germen de aquella idea resulta haber sido expresado, prácticamente a la letra, casi medio siglo antes, y expresado, además, por la primera voz que escuchamos en esta obra de William March. Mientras repasa el libro que ha terminado acerca de la guerra —el que estamos leyendo, se supone—, el soldado Joseph Delaney piensa: «Ojalá hubiera una manera de coger estas historias y clavarlas en una gran rueda, cada una colgada de una pinza diferente hasta que se completara el círculo. Entonces me gustaría hacer girar la rueda, cada vez más deprisa, hasta que los temas sobre los que he escrito cobraran vida, se regeneraran y formaran parte de la rueda, fluyendo los unos hacia los otros, fusionándose, desdibujándose y luego mezclándose hasta constituir un todo compuesto, un interminable círculo de dolor... Esa sería la imagen de la guerra. Y el ruido que haría aquella rueda y el ruido que harían los mismos hombres mientras reían, lloraban, juraban o rezaban sería, junto con el derrumbe de los muros, la lluvia de balas y las explosiones de proyectiles, el ruido de la propia guerra...» (p. 42). Comparemos ahora la última evolución del tema tal y como lo descubrimos en una de las obras experimentales más logradas acerca de la guerra de Vietnam, la extraordinaria Despachos de guerra, de Michael Herr: «Guerra santa terco yijad en el que se enfrentasen un dios que te sujetaba la piel de mapache a la pared mientras la clavabas y otro cuya indiferencia viese manar la sangre de diez generaciones, si era eso lo que tardaba la rueda en girar» (pp. 48-49).

Para citar una de las canciones populares de la época de Vietnam, sigue siendo «el círculo dentro del círculo, la rueda dentro de la rueda». Y a medida que la nueva literatura sobre Vietnam siga brotando, incluso ahora, comprobamos que Delaney tenía razón. Tal fue el poder profético de William March, el artista que lo creó.

Obras citadas

Fussell, Paul: The Great War and Modern Memory, Nueva York: Oxford University Press, 1975 [en español: La Gran Guerra y la memoria moderna, trad, de Javier Alfaya, Madrid: Turner, 2006].

Heller, Joseph: Catch-22, Nueva York: Simon and Schuster, 1961 [en español: Trampa 22, trad, de Flora Casas, Barcelona: RBA, 2005].

Herr, Michael: Dispatches, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1977 [en español: Despachos de guerra, trad, de José Manuel Alvarez y Angela Pérez, Barcelona: Anagrama, 1980].

Kazin, Alfred: Bright Book of Life, Boston: Little, Brown, 1973.

Keegan, John: The Face of the Battle, Nueva York: Viking Press, 1976 [en español; El rostro de la batalla, trad, de Juan Narro, Madrid: EME, 1990].

March, William: Company K, Nueva York: Harrison Smith and Robert Haas, 1933 [en español: Compañía K, trad, de Bianca Southwood, Barcelona: Libros del Silencio, 2012].

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