El sargento Wilbur Tietjen
Entonces calculaba la resistencia al viento y la elevación, alineaba las miras, relajaba los músculos, tomaba aliento y apretaba el gatillo muy lentamente. La mayoría de las veces, el hombre a quien apuntaba se levantaba de un brinco y giraba un par de veces antes de desplomarse. Parecía muy cómico desde donde estaba yo, como un soldado de plomo tallado que caía derribado por el viento.
Era el mejor fusilero del regimiento, o eso decían todos. Una vez, en julio, di a nueve hombres de los doce que tenía delante. El coronel estaba en la línea esa tarde y, junto con su edecán, observaron mis tiros a través de sus potentes gemelos. Me pusieron por las nubes cuando le di al noveno y yo sonreí como un paladín. Y es que aquellos hombres estaban tan lejos que no parecía que matara a nadie, en realidad. De hecho, nunca los había considerado hombres, sino muñecos, y resultaba difícil pensar que algo tan pequeño pudiera sentir dolor o pena. Si por ejemplo hubiera una raza humana que midiera menos que el dedo gordo de la mano, digamos, ni la persona más bondadosa del mundo iba a lamentarlo si pisaba a alguno de esos hombrecitos. Cuando se me ocurrió la idea, se la conté a Alian Methot, pero me dijo que ya la había usado otro en un libro.
—Bueno, pues es cierto, por mucho que se haya escrito un libro sobre ello —repuse.