El soldado Howard Bartow
En mayo ya supe, por lo que nos dijeron los franceses, que se iba a armar una gorda, de modo que cuando llegó la orden pidiendo que un hombre de cada compañía tomara un curso de lanzamiento de granadas me apunté sin dudarlo. No se presentó nadie más. Y cuando los de mi compañía se dirigieron a la batalla en furgones militares atestados, yo pasé a la retaguardia y viajé cómodamente sentado en un camión. Cuando me reincorporé, los enfrentamientos en el bosque de Belleau ya habían terminado y el puñado de hombres que seguían con vida habían retrocedido.
Más adelante, en julio, hasta un idiota podría haber anticipado que se avecinaba otra ofensiva. Así que me las arreglé, un día que salí con un equipo de trabajo, para que me cayera un escritorio de campaña encima del pie. Las tres semanas que pasé en el hospital fueron gloriosas, y cuando salí Soissons ya formaba parte de la historia. Me hizo gracia que ese imbécil de Matlock le hubiera mandado a Steve Waller, el administrativo, preparar los juicios para varios hombres cuyas heridas resultaron ser autoinfligidas. Waller no las tenía todas consigo y lo ayudé a rellenar los formularios, asegurándome de que fueran irrefutables. Me pareció hasta divertido.
En septiembre volví a la sede de la división a hacer de intérprete. Pronto descubrieron que mi nivel de francés apenas superaba el de un colegial y que no sabía ni una palabra de alemán. Pero me mostré tan arrepentido y tan deseoso de agradar que a los oficiales les apenaba devolverme a mi compañía. «Ya has servido bastante —me dijeron—, y unos días de descanso te vendrán bien. Mejor que te quedes con nosotros de todas formas, y que te reincorpores cuando regrese tu compañía.»
No obstante, en noviembre creí que me tenían acorralado cuando entramos en el Argonne, pero me ofrecí a llevar un mensaje a la sede del regimiento. Opté por arriesgarme. Pasé seis días escondido en un sótano en Les Eyelettes y cuando me reincorporé a la compañía en Pouilly, el día después de que se firmara el armisticio, les conté que me habían capturado los alemanes. Todos se tragaron la patraña porque yo mismo procuré darme un papel pusilánime y ridículo.
Durante todo el tiempo que estuve alistado solo estuve presente en una descarga. Nunca llegué a disparar el fusil. Ni siquiera vi un solo soldado alemán, salvo unos prisioneros en Brest, en un campo de detención. Sin embargo, cuando nos tocó desfilar en Nueva York, nadie sospechaba que yo era el que menos había sufrido de toda la compañía. El mismo número de ancianas bobas lloraron cuando me vieron pasar y el mismo número de rosas llovieron sobre mi cabeza que sobre las cabezas de Harold Dresser, Mart Passy y Jack Howie. ¡Hay que echar mano de la inteligencia en el ejército si quieres salir vivo!