El soldado Leslie Westmore
Me negaba a escuchar la voz que me susurraba. «Eso sería un acto de cobardía. Nunca más podría ir con la cabeza bien alta. Nunca más podría mirar a los demás a los ojos», pensé.
«Pero si te quedaras ciego... —me decía la voz—, ¡nadie podría culparte si te quedaras ciego! ¡Piensa un poco! Tu tío Fred se quedó ciego y tu abuela perdió la vista antes de morir. Es una condición genética.»
«Es cierto —accedí—, pero el tío Fred tenía cataratas, y se las podría haber extraído, y la abuela gozó de una buena vista hasta los setenta y cinco años.»
«Muy bien —dijo la voz—. Adelante, pues, si prefieres que te maten. Pero eres un necio, y con eso no tengo nada más que añadir.»
«Prefiero que me maten a quedarme ciego —aseguré—. Correré el riesgo de que me maten.»
«Es mentira —me recriminó la voz—. Sabes muy bien que es mentira.»
Me di la vuelta en la litera, pensando en lo cómoda que me parecía aquella casa de descanso comparada con los refugios de la guerra. Dentro de unos días íbamos a volver a la batalla.
«¡Pruébalo! —me animó la voz—. Tampoco está tan mal. Tu tío Fred fue feliz después, ¿verdad? Y recuerda cómo todo el mundo mimaba a tu abuela y la trataba a cuerpo de rey. Cierra los ojos y pruébalo durante un rato. Ya verás como no se está tan mal.»
«De acuerdo, pero solo un minuto», repuse.
Cerré los ojos y me dije: «Me he quedado ciego». Entonces volví a abrirlos, pero cuando lo hice no veía nada. «Esto es ridículo —pensé—. A tus ojos no les pasa nada. Es absurdo.»
«¿Y cómo lo sabes? —preguntó la voz—. Acuérdate de tu abuela y de tu tío Fred.»
Salté de la cama, asustado. Delante de mí solo había negrura, y cuando di unos pasos me tropecé con unos hombres que estaban sentados en el suelo jugando a la veintiuna.
—¡Mire por dónde va! —se molestó el sargento Howie—. ¿Dónde demonios cree que está?
Me quedé dónde estaba, inmóvil. Entonces intuí que Walt Rose se ponía de pie. Oía cómo respiraba y sabía que me estaba mirando fijamente.
—¡Eh! ¡Venid aquí, rápido! —dijo con voz nerviosa.
La litera de Carter Atlas crujió cuando se levantó de un salto. Oí las voces de Walter Landt y Lawrence Dickson y noté cómo se congregaban a mi alrededor, pero permanecí donde estaba, sin abrir la boca.
—¿No nos ves? —preguntó Walt Rose—. ¿No nos ves en absoluto, Les?
—No —repuse—. Me he quedado completamente ciego.
De repente me invadió una sensación de alivio. Hacía meses que no me sentía tan feliz.
—La guerra ha terminado para mí —dije.