El soldado Edward Romano
De repente salió disparada una bengala Very, fragmentando el cielo con un suave beso, y bajo su luz vi las vallas intrincadas hechas de alambre de púas oxidado. También me fijé en las lentas gotas de lluvia que brillaban como cristales contra la luz y caían formando líneas rectas y exactas sobre el campo. Me tumbé, acurrucado y tembloroso, en la trinchera poco profunda con el fusil aplastado contra mi cuerpo. La lluvia también empapaba los cadáveres de los hombres enterrados a toda prisa y el aire se inundó de hedor a descomposición.
Vi a un hombre que se acercaba a mí, erguido e impertérrito. Iba descalzo y sus hermosos cabellos eran largos. Alcé el fusil para matarlo, pero cuando me di cuenta de que era Cristo volví a bajarlo.
—¿Me habrías hecho daño? —me preguntó con tristeza.
Le dije que sí y empecé a blasfemar:
—¡Debería darte vergüenza dejar que siga todo esto! ¡Debería darte vergüenza!
Entonces Cristo extendió sus brazos hacia el campo anegado, hacia la alambrada enredada, hacia los árboles chamuscados cual dientes en una mandíbula macilenta.
—Dime qué debo hacer —dijo—. ¡Dime qué debo hacer, si lo sabes!
En ese momento me puse a llorar y él lloró conmigo y nuestras lágrimas fluyeron con las lentas gotas de la lluvia.
A medianoche llegó el relevo. Era Ollie Teclaw y quise decirle lo que había visto, pero sabía que lo único que iba a conseguir era que se mofara de mí.