El cabo Lloyd Somerville
Al otro lado de la sala un hombre forcejeaba, tratando de respirar. El sudor le caía a chorros por la cara y aspiró haciendo un ruido agudo como de ventosa. Después de cada ataque, se recostaba, extenuado, y emitía un sonido burbujeante con los labios, como si quisiera disculparse por molestar a los demás, porque cada vez que alguno daba boqueadas los demás luchábamos inconscientemente con él, y cuando se recostaba extenuado los demás también aflojábamos los puños y nos relajábamos un poco. Pensé: «Ese tipo me recuerda a una soprano cascada que pretende practicar escalas».
Un hombre cuyo rostro se había tornado de un color parecido al del cemento mojado se inclinó hacia un lado del catre y vomitó dentro de un cubo de hojalata. La soprano entonces intentó alcanzar una nota aguda y me di cuenta de que ya no lo soportaba más. Golpeé el colchón con los puños, se me aceleró el corazón y recordé que los médicos me habían dicho que solo me curaría si conseguía estar tranquilo y sereno.
La enfermera de noche acudió a mi lado. Era gorda y vieja, y caminaba sobre los lados de los pies como un oso domesticado. Tenía un antojo en la barbilla. Se quedó allí, mirándome con impotencia.
—A usted debe de resultarle muy divertido, ¿verdad? —le dije.
La mujer no respondió, y yo me puse a reír y a llorar y a decir todas las obscenidades que había oído en mi vida, pero ella se inclinó hacia mí en silencio y me dio un beso en la boca.
—Un chico tan grande como tú... —me reprendió con sorna—. ¡Debería darte vergüenza, hombre, mucha vergüenza!
Le agarré la mano y la apreté con fuerza. Noté cómo empezaba a recuperar el pulso. Los dedos del pie se me abrieron y conseguí relajar las piernas, que estaban agarrotadas y entumecidas. Sentía como si me las hubieran golpeado con un palo.
De modo que la enfermera permaneció de pie al lado de la cama pensando en cómo podía ayudarme. Volví la cabeza y apreté los labios contra la palma de su mano. Quería que comprendiera que ya no tenía miedo. La miré fijamente a los ojos y sonreí; ella también me sonrió.
—Se me ocurre algo que quizá te ayude —dijo—. Un buen trago de coñac.
Le dije que sí, que estaba de acuerdo.
—Has probado alguna vez el coñac, ¿verdad? —se inquietó—. No voy a ser yo la primera en servirte una copa...