6. Nuevas deliberaciones. La señora Carmody. Nos fortificamos. Lo que fue de los Racionalistas

Las cuatro horas siguientes transcurrieron en una especie de sueño. Tras el testimonio de Brown, hubo una larga deliberación, rayana en la histeria; aunque quizá no haya sido tan larga en realidad, y que la impresión se haya debido a la premiosa necesidad que todos sentían de rumiar una y otra vez la misma información, de considerarla desde todos los puntos de vista posibles, de darles vueltas y más vueltas, como hace un perro con un hueso, hasta llegar a su médula. Fue un lento proceso que llevó al convencimiento. ¿Quién no ha visto algo similar en cualquier junta de vecinos de las que se celebran en marzo en las poblaciones de Nueva Inglaterra?

Surgió el grupo de los Racionalistas, de los que no creían nada de todo aquello, minoría que, encabezada por Norton, constaba de unas diez personas. Norton no se cansaba de señalar que éramos sólo cuatro los que atestiguábamos la desaparición del mozo capturado por lo que él llamaba los Tentáculos del Planeta X (humorada que le conquistó algunas risas la primera vez, pero que pronto perdió su gracia, por más que él, en su creciente agitación, no se percatara de ello). Añadió que, personalmente, ninguno de aquellos cuatro testigos le merecía crédito, encontrándose la mitad de ellos en estado de completa embriaguez. Esto último era indiscutible: con todo el mostrador de las cervezas y toda la estantería de los vinos a su disposición, Jim y Myron LaFleur habían pescado una borrachera fenomenal. Yo, a la luz de lo ocurrido con Norm y de la parte que habían tenido en ello, no se lo reprochaba. La borrachera, por lo demás, les duraría muy poco.

Ollie, indiferente a las protestas de Brown, no dejaba de beber con ahínco. Desistiendo al cabo de un rato, el otro se contentó con lanzarle esporádicas amenazas de llevar la cosa a conocimiento de la Empresa. Ni siquiera se daba cuenta de que la Federal Foods Inc., con establecimientos en Bridgton, North Windham y Portland, podía haber dejado de existir entretanto. Toda la costa oriental de los Estados Unidos podía haber corrido, a juzgar por lo que sabíamos, la misma suerte. Ollie, pese a beber sin parar, no se emborrachaba. Lo sudaba todo con la misma rapidez que lo ingería.

—¿Se empeña usted en no creerlo, señor Norton? —dijo, cuando la discusión con los Racionalistas se hizo decididamente agria—. Muy bien. Le diré lo que vamos a hacer. En la parte trasera hay un montón de envases vacíos, de cerveza y de agua de Seltz, que Norm, Buddy y yo dejamos allí esta mañana, para devolverlos. Salga usted por la puerta principal, rodee el edificio y tráiganos un par de esos botellines, en prueba de que ha llegado hasta allí. Si hace eso, le juro que me quito la camisa y me la como.

Como Norton volviera a lo suyo, Ollie le atajó en el tono de antes, suave y mesurado:

—Le diré que hablando así a la gente, no hace sino daño. Hay muchos aquí que querrían marcharse a casa, para comprobar que nada malo les ocurre a los suyos. Yo tengo en Naples a mi hermana y a su hijita de un año, y me gustaría asegurarme de que están bien, ¿qué duda cabe? Pero si estas personas acaban por creerle y tratan de salir, les ocurrirá a ellas lo mismo que le ocurrió a Norm.

No convenció a Norton, pero sí a algunos de los indecisos. Lo hizo no tanto con sus palabras como con sus ojos, llenos de desasosiego. Creo que la cordura de Norton dependía del no dejarse convencer, o que así lo estimaba él. En cualquier caso, no aceptó la propuesta de Ollie de dirigirse a la trasera del edificio y regresar con unos envases que demostraran el buen éxito de su excursión. No la aceptó nadie. No estaban dispuestos a salir, por lo menos, no de momento. Él y su grupito de Racionalistas (reducido por una o dos deserciones), apartándose todo lo posible de los demás, fueron a situarse junto al frigorífico de las carnes preparadas. Uno de ellos, al pasar, tropezó con mi hijo, que se despertó.

Billy, cuando me acerqué a él, se me colgó del cuello. Quise tenderle de nuevo, pero se aferró con aún más fuerza.

—No, papá —suplicó—. Por favor, no.

Me procuré un carrito y le acomodé en el asiento destinado a los niños. Situado allí, se le veía muy crecido. De no ser por su palidez, por el pelo, que, cubriéndole la frente, le caía oscuro hasta las cejas, y por el pesar que inundaba sus ojos, el efecto hubiera resultado cómico. Debía de hacer más de dos años que no subía a uno de aquellos carritos. Esas cosas suelen pasar inadvertidas; cuando reparamos en ellas, la sorpresa que nos producen es siempre desagradable.

Entretanto, y con la retirada de los Racionalistas, la discusión había hallado un nuevo polo magnético, esa vez en la persona de la señora Carmody, quien, por razones harto comprensibles, no encontraba apoyo.

A la menguante, mortecina luz, el amarillo chillón del traje, la blusa de brillante rayón y los montones de bisutería barata y resonante —cobre, concha, mica— que llevaba encima le daban, junto con el enorme bolso, un aspecto de bruja. Hondas arrugas verticales surcaban su rostro apergaminado. El pelo, crespo y gris, estirado por medio de tres peinetas de asta, estaba trenzado en la nuca. La boca era una línea de estriada cuerda.

—No hay defensa contra la voluntad de Dios. Esto se avecinaba. Yo vi los signos, y los he anunciado aquí. Pero no hay peor ciego que el no quiere ver.

—Bien, ¿y qué propone usted? —la interpeló, impaciente, Mike Hatlen.

Era concejal del municipio, pero en aquel momento, con su gorra de balandrista y sus bermudas de abolsados fondillos, no era ésa la imagen que daba. Al igual que muchos otros de los hombres presentes, estaba bebiendo cerveza. Bud Brown, que ya había desistido de sus protestas, no dejaba, sin embargo, de anotar nombres, en un intento de llevar las cuentas en la medida de lo posible.

—¿Que qué propongo? —repitió la Carmody girándose hacia él—. ¡Menuda cosa! Lo que propongo, Michael Hatlen, es que se prepare usted para encontrarse con su Dios —y nos abarcó a todos con la mirada—. ¡Preparaos para encontraros con vuestro Dios!

—Para un cuerno nos tenemos que preparar —le espetó Myron LaFleur en un ebrio gruñido desde el mostrador de las cervezas. A ti debieron de colocarte la lengua de través, vieja, para tenerla tan suelta.

Murmullos de aprobación saludaron ese comentario. Billy miró nervioso a su alrededor. Le rodeé los hombros con el brazo.

—¡No me impediréis hablar! —exclamó la otra, contraído el labio superior, con lo cual quedaron a la vista los dientes, descamados y amarillos de nicotina. Me vinieron a la memoria los animales disecados que tenía en la tienda, bebiendo eternamente en el polvoriento espejo que les hacía de arroyo—. ¡Los incrédulos lo serán hasta el fin! ¡Y, sin embargo, un ser monstruoso se llevó a aquel pobre muchacho! ¡Hay cosas en la niebla! ¡Todos los horrores de una pesadilla! ¡Engendros sin ojos! ¡Criaturas espectrales! ¿Dudáis? ¡Pues salid! ¡Salid y decidle: «Hola, ¿qué tal?»!

—Señora Carmody, va a tener que callarse —dije—. Está asustando a mi hijo.

El hombre que iba con la niñita se hizo eco de mi protesta. La pequeña, de rechonchos muslos y arañadas rodillas, había pegado la cara al vientre de su padre y se tapaba los oídos con las manos. El Gran Bill, aunque no lloraba, no estaba lejos de hacerlo.

—Sólo existe una posibilidad —dijo la exaltada señora Carmody.

—¿Qué posibilidad es ésa, señora? —preguntó, cortés, Mike Hatlen.

—Ofrecer un sacrificio —respondió ella con lo que me pareció, en la oscuridad, una ancha sonrisa—. Un sacrificio de sangre.

Un sacrificio de sangre. Las palabras se quedaron suspendidas en el aire, dando vueltas lentamente. Aun ahora, pese a saber que no era así, pienso que en aquel momento se refería a algún animal: por el local correteaban, no obstante la prohibición de entrar con ellos, los perros de un par de clientes. Sí: eso es lo que me digo aún ahora. Envuelta en las sombras, la anticuaria parecía una última, enajenada representante del puritanismo que antaño sembrara el terror en Nueva Inglaterra… pero sospecho que era algo más profundo y siniestro que el simple puritanismo lo que la movía. El puritanismo tenía un padre: el hombre primitivo, con sus manos manchadas de sangre.

La Carmody abría la boca para añadir algo, cuando un hombre de corta estatura y pulido aspecto, que vestía unos pantalones rojos y una elegante chaqueta deportiva, le dio un bofetón en plena cara. Usaba gafas y el pelo echado hacia la izquierda con una raya trazada con tiralíneas. Tenía, además, el inconfundible aspecto del veraneante.

—Sujete esa mala lengua —le dijo con voz contenida, átona.

La Carmody se llevó la mano a la boca y a continuación nos la mostró en ademán de muda acusación: tenía sangre en los dedos. Los negros ojos, en cambio, parecían bailar, locos de júbilo.

—¡Se lo ha buscado! —exclamó una mujer—. ¡Si no se la hubiese dado él, lo hubiera hecho yo!

—Los de afuera os llevarán a vosotros —dijo la anticuaria, mostrándonos la palma. El hilillo de sangre que brotaba de sus labios le corría en aquel momento por una comisura de la boca como una gota de lluvia por un canalón—. No ahora, tal vez, pero sí cuando oscurezca. Llegarán con la noche y se llevarán a otro. Con la oscuridad, llegarán. Los oiréis acercarse, arrastrándose, reptando. Y, cuando lleguen, le suplicaréis a la Madre Carmody que os diga cómo proceder.

El hombre de los pantalones rojos levantó despacio la mano.

—Venga, pégueme —prosiguió ella, y le obsequió su ensangrentada sonrisa—. Pégueme si se atreve.

El otro dejó caer la mano y la Carmody se alejó sola. Y entonces sí, Billy se echó a llorar, apoyando la cara en mis piernas como antes hiciera la chiquilla con su padre.

—Quiero irme a casa —dijo—. Quiero ver a mi mamá.

Le consolé lo mejor que pude. Que seguramente no fue muy bien.

La conversación tomó por fin rumbos menos destructivos y apabullantes. Salieron a relucir las lunas del escaparate, a todas luces el punto débil del supermercado. Mike Hatlen preguntó cuántas entradas más había; Ollie y Brown las enumeraron rápidamente: dos puertas de carga, amén de la que Norm había abierto, las puertas de entrada y de salida de la fachada principal, y la ventana de la gerencia (de grueso cristal reforzado y con sólidos cierres).

Aquellas deliberaciones surtieron un paradójico efecto: al tiempo que nos hacían más conscientes del peligro, conseguía que nos sintiéramos mejor. Le ocurrió incluso a Billy, que me preguntó si podía ir a buscar un caramelo. Le dije que no había inconveniente, siempre y cuando no se acercase a los ventanales.

Cuando el niño se hubo alejado lo suficiente, un hombre que se encontraba junto a Mike Hatlen, dijo:

—Bien, ¿y qué vamos a hacer con las lunas? La vieja aquella estará como una cabra, pero podría acertar en lo del ataque nocturno.

—Puede que para entonces se haya disipado la niebla —apuntó una mujer.

—Puede —respondió el otro—. Y puede que no.

—¿Se les ocurre algo? —pregunté a Bud y a Ollie.

—Un momento —dijo el hombre de antes—. Me llamo Dan Miller y soy de Lynn, Massachussetts. Ustedes no me conocen ni hay motivo para ello, pero se da el caso de que tengo una propiedad en el lago Highland. La compré este mismo año, con la ayuda de Dios, por cierto, pero el hecho es que la tengo —se oyeron unas cuantas risitas—. Pero a lo que iba: que he visto allí, al fondo, un montón de bolsas de fertilizantes y de abono para el césped, en su mayoría de diez kilos. ¿No podríamos apilarlas a modo de sacos terreros, dejando aspilleras para observar?

Se hacía mayor el número de los que asentían y hablaban animadamente. A punto de intervenir, me contuve. Miller tenía, razón: formar un parapeto con las bolsas en nada iba a perjudicarnos y, en cambio, sí podía resultar útil. Volvió a mi memoria, sin embargo, aquel tentáculo y su forma de destrozar la bolsa de alimento canino, y pensé que uno de los más gruesos podría hacer lo mismo con aquellos sacos de diez kilos de fertilizante. Pero un discurso sobre el particular no arreglaría nuestros problemas ni elevaría la moral de nadie.

Como la gente empezaba a romper filas, hablando de poner manos a la obra, Miller gritó:

—¡Un momento! ¡Un momento! Aprovechemos la reunión para estudiar esto a fondo.

Volvieron sobre sus pasos y se congregaron, en deshilachada asamblea de cincuenta o sesenta personas, en el rincón que formaban el mostrador de las cervezas, la puerta del almacén y el extremo del mostrador de las carnes, donde el señor McVey siempre parece poner los artículos que nadie quiere, como las mollejas, las criadillas, los sesos de cordero y la cabeza de jabalí. Billy se abrió paso por entre el público, con la inconsciente agilidad que le da a un niño de cinco años el vivir en un mundo de gigantes, y me tendió una especie de chocolatina.

—¿Quieres, papá?

—Sí, gracias.

La probé, y estaba muy rica.

—A lo mejor les parece una pregunta estúpida —prosiguió Miller—, pero no hay que dejar cabos sueltos. ¿Lleva alguien algún arma de fuego?

Hubo un silencio. Los presentes se miraban entre sí y se encogían de hombros. Un hombre mayor, de pelo entrecano, que dijo llamarse Ambrose Cornell, declaró que tenía una carabina en el portamaletas del coche.

—Si quieren, puedo tratar de hacerme con ella.

—La verdad, señor Cornell —interpuso Ollie—, no creo que sea el momento.

—La verdad, hijo —rezongó Cornell—, tampoco lo creo yo. Pero pensé que debía ofrecerme.

—En fin —volvió Dan Miller a lo suyo—, aunque ya me imaginaba que no las tendrían…

—Un momento —le interrumpió una voz femenina.

Era la joven de la camiseta color arándano y los pantalones verde oscuro. Tenía el pelo de un rubio suave y poseía muy buena figura. Era una mujer guapa. Abrió el bolso y de él extrajo una pistola mediana. Los reunidos reaccionaron con un ohhhhh colectivo, como si un mago les hubiera sorprendido con un truco de excepcional calidad. La mujer, que ya se había sonrojado, se ruborizó mucho más. Hurgando de nuevo en el monedero, sacó una caja de balas Smith & Wesson.

—Me llamo Amanda Dumfries —se presentó a Miller—. La pistola… es idea de mi marido. Pensó que necesitaba protección. La llevo hace dos años, siempre descargada.

—¿Se encuentra aquí su esposo, señora?

—No, en Nueva York. Negocios. Viaja muy a menudo por negocios. Por eso insistió en que llevase la pistola.

—Bien —respondió Miller—, si sabe servirse de ella, conviene que la tenga usted. ¿Qué es, una treinta y ocho?

—Sí. Y no he disparado en mi vida más que una vez, en una sala de tiro.

Miller tomó el arma, trasteó con ella unos segundos y por fin abrió el tambor. Comprobó que no estuviera cargado.

—Muy bien —dijo—, disponemos de una pistola. ¿Hay aquí algún buen tirador? Yo no lo soy, desde luego.

La gente volvió a mirarse. Al principio nadie se pronunciaba, hasta que al fin Ollie dijo remiso:

—Yo hago mucho tiro al blanco. Tengo un Colt 45 y una Llama 25.

—¿Usted? —se extrañó Brown—. Hmm. De aquí a la noche estará demasiado bebido para ver.

Con voz muy clara, Ollie replicó:

—¿Por qué no cierra el pico y se limita a llevar su lista?

Brown le lanzó una mirada furibunda, abrió la boca y luego decidió, creo que con muy buen tino, volver a cerrarla.

—Suya es —dijo Miller, un poco perplejo por la escena, tendiéndole el arma a Ollie, que volvió a verificarla, él de forma más profesional, antes de guardársela en el bolsillo derecho del pantalón y deslizar la munición en el de la camisa, donde abultaba como un paquete de cigarrillos.

Reclinándose entonces en el mostrador de las cervezas, cubierta todavía de sudor la redonda cara, abrió con un chasquido una nueva lata. Persistía en mí la sensación de estar descubriendo a un Ollie Weeks por entero insospechado.

—Gracias, señora Dumfries —dijo Miller.

—No hay de qué.

Se me ocurrió que, de ser yo su marido, el propietario de aquellos ojos verdes y de aquel cuerpo generoso, quizá no viajara tanto. Lo de proporcionarle una pistola a la esposa era, según se mirase, un acto ridículamente simbólico.

—De nuevo a riesgo de pasar por tonto —continuó Miller, y se volvió hacia Brown y Ollie, el uno con el anotador en la mano y el otro empuñando la cerveza—, ¿no habrá por aquí, verdad, nada parecido a un lanzallamas?

—Ohhh, ¡qué desastre! —exclamó Buddy Eagleton, el mozo del almacén, y en seguida se puso tan colorado como antes Amanda Dumfries.

—¿Qué pasa? —indagó Mike Hatlen.

—Pues que… hasta hace una semana tuvimos toda una caja de esos pequeños sopletes domésticos que se utilizan para soldar cañerías, o reparar el tubo de escape, o cosas así. ¿Los recuerda, señor Brown?

Brown asintió con expresión poco afable.

—¿Los vendieron todos? —preguntó Miller.

—No señor: sólo tres o cuatro; como no tenían salida, devolvimos el resto. Qué estupidez…, qué pena —rojo ya como la grana, Buddy Eagleton volvió a las filas de atrás.

Disponíamos de cerillas, desde luego, y de sal (alguien había apuntado que, para ventosas y cosas análogas, nada como la sal), además de toda clase de palos de fregar y escobas de mango largo. La mayor parte de los congregados seguía dando muestras de buen ánimo, y Jim y Myron estaban demasiado bebidos para dar la nota discordante; pero al encontrar la mirada de Ollie vi en ella una expresión de serena desesperanza que era peor que el miedo. Como yo, había visto los tentáculos: la idea de combatirlos con sal y con palos de fregar era puro humor negro.

—Mike —le dijo Miller a Hatlen—, ¿por qué no se pone al frente de estas pequeñas maniobras? Yo quisiera hablar un momento de todo este asunto con Ollie y con Dave.

—Con mucho gusto —repuso Hatlen, y le dio una palmada en el hombro—. Alguien tenía que tomar el mando de esto, y lo ha hecho usted muy bien. Bienvenido a la comunidad.

—¿Significa eso que el municipio me reducirá los impuestos? —quiso saber Miller.

De pequeño tamaño, pelirrojo, afectado por una calvicie incipiente, era la clase de tipo que le cae bien a uno a primera vista y, tal vez, la clase de tipo que sigue cayéndonos bien, a nuestro pesar, después de una temporada. A nuestro pesar, por ser la clase de sujeto que sabe hacerlo todo mejor que uno.

—Eso, ni hablar —respondió el concejal, echándose a reír.

Al alejarse Hatlen, Miller desvió los ojos hacia mi hijo.

—No se preocupe por Billy —le tranquilicé.

—Amigo, en mi vida había estado tan preocupado.

—Ni yo —terció Ollie, antes de dejar caer la lata vacía en el mostrador de las cervezas, tomar otra y abrirla: el gas produjo un leve siseo.

—He reparado en la mirada que intercambiaban ustedes dos —dijo Miller.

Terminada mi chocolatina, me agencié una cerveza para ayudarme a digerirla.

—He pensado —prosiguió Miller— que tendríamos que encargar a media docena de voluntarios que forrasen con tela unos cuantos palos de escoba y la asegurasen con un cordel. Si abriésemos unas latas de ese líquido inflamable que se utiliza para fogatas de campaña, pronto dispondríamos de una serie de antorchas.

Asentí. No era mala idea. No me parecía el procedimiento perfecto —después de haber asistido a la desaparición de Norm, no podía parecérmelo—, pero era mejor que la sal.

—Al menos mantendrá ocupada a la gente —comentó Ollie.

Miller comprimió los labios.

—¿Así de mal están las cosas? —dijo.

—Así de mal —repuso Ollie, y atacó su cerveza.

A las cuatro y media, sacos de fertilizante y de abono para césped tapaban por completo los ventanales, exceptuados unos pocos huecos a modo de aspilleras. Un hombre montaba guardia frente a cada una de éstas, y junto a cada hombre había una lata de líquido inflamable y cierto número de improvisadas antorchas. Las aspilleras eran cinco, y Dan Miller había montado un servicio de relevos que las atendiesen. Al toque de las cuatro treinta yo me encontraba sentado en una pila de sacos, de guardia, con Billy a mi lado, los dos escudriñando la niebla.

Enfrente mismo del escaparate había un banco rojo que solían utilizar, con sus compras al alcance de la mano, los que esperaban transporte. Detrás de ese banco comenzaba el estacionamiento. La niebla giraba lentamente, pesada y espesa. En contra de mi impresión primera, había en ella humedad en suspensión; pero qué opaca, qué tenebrosa se veía. El solo hecho de mirarla me apabullaba y hacía que me sintiese perdido.

—Papá, ¿qué está ocurriendo? —me preguntó Billy—. ¿Lo sabes?

—No, cariño.

Guardó un breve silencio, la mirada fija en las manos, flojamente enlazadas sobre la horcajada de los vaqueros.

—¿Por qué no viene alguien a rescatarnos? —preguntó por fin—. ¿La Policía Estatal, el FBI, o alguien?

—No lo sé.

—¿Crees que estará bien mamá?

—Billy —le rodeé los hombros con el brazo—. ¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo, reprimiendo las lágrimas—. Siento haberme portado mal con ella a veces.

—Billy… —comencé, y tuve que dejarlo: notaba en la garganta un regusto salado y se me quebraba la voz.

—¿Pasará esto? —insistió el niño—. Di, papá: ¿pasará?

—No lo sé —repetí, con lo cual reclinó la cabeza en el hueco de mi hombro y, al acariciársela percibí, bajo la espesura del pelo, la delicada curva del cráneo.

Sin darme cuenta, me puse a pensar en mi noche de bodas. Steff se había quitado el sencillo traje castaño con que sustituyera el de la ceremonia, y le vi en la cadera el largo cardenal que se había hecho la víspera al chocar con el canto de una puerta. Recuerdo que mirándolo pensé: «Cuando se hizo eso, era todavía Stephanie Stepanek», y esa reflexión me produjo una especie de asombro. Después hicimos el amor. Era un día de diciembre, de cielo plomizo, y afuera nevaba con ímpetu.

Billy se había echado a llorar.

—Vamos, vamos, Billy —susurré, estrechándole la cabeza contra el pecho.

Pero continuó llorando. Era la clase de llanto que sólo las madres saben remediar.

Una noche prematura invadió el supermercado. Miller, Hatlen y Bud Brown distribuyeron todas las linternas disponibles, que eran unas veinte. Norton, que las reclamó a voz en cuello para su grupo, recibió un par de ellas. Los haces luminosos danzaban por los pasillos como espectros inquietos.

Abrazando a Billy, atisbé por la aspillera. La luz del exterior, lechosa, traslúcida, no había cambiado apreciablemente: era el parapeto de sacos lo que oscurecía tanto el local. En varias ocasiones creí distinguir algo, pero era efecto de los nervios. Uno de los otros centinelas dio, indeciso, una falsa alarma.

Billy volvió a ver a la señora Turman y, aunque ésta no le había hecho de niñera en todo el verano, se dirigió ansiosamente hacia ella. La mujer, que estaba en posesión de una de las linternas, tuvo la amabilidad de dejársela. Poco más tarde, el niño jugaba a escribir su nombre con la luz en los laterales de vidrio del arcón de los congelados. Al parecer, ella se sentía tan dichosa como Billy con el encuentro. Al poco se me acercaron los dos. Hattie Turman era una mujer alta y delgada, de precioso cabello rojo que empezaba a entreverarse de gris. Llevaba un par de gafas colgando, a la altura del pecho, de una de esas ornamentadas cadenillas que en mi opinión nadie, salvo una mujer de cierta edad, puede lucir impunemente.

—¿Está Stephanie aquí, David? —me preguntó.

—No. Se quedó en casa.

Asintió con la cabeza.

—También Alan. ¿Hasta cuándo tienes guardia?

—Hasta las seis.

—¿Has visto algo?

—No. Niebla, nada más.

—Si quieres, puedo quedarme con Billy hasta tu relevo.

—¿Qué dices a eso, Billy?

—Que me gustaría —respondió, atento al juego de luces que creaba en el techo con la linterna.

—Dios protegerá a Steffy y también a Alan —dijo Hattie Turman antes de alejarse con Billy de la mano.

Hablaba con serena confianza, pero en sus ojos no se leía convicción alguna.

A eso de las cinco y media sonaron al fondo del local voces en acalorada discusión. Alguien se burlaba de algo que otro había dicho.

—¡Tiene que estar loco para querer salir! —exclamó un tercero. Me pareció Buddy Eagleton.

Los haces de varias linternas confluyeron en el foco de la controversia, y de ahí se desplazaron a la parte delantera del local. Una burlona, estridente risa de la señora Carmody había hendido el aire, desagradable como un chirriar de uñas en un encerado. Se alzó por encima de la algarabía, resonante como en los estrados, la voz de Norton.

—¡Abran paso, por favor! ¡Abran paso! —chillaba.

El hombre que guardaba la aspillera vecina abandonó su puesto, para averiguar las causas del griterío. Yo decidí quedarme donde estaba: fuera cual fuese su origen, el conflicto se desplazaba hacia aquel lado.

—Por favor —dijo Mike Hatlen—, discutamos esto con calma.

—No hay nada que discutir —proclamó Norton, cuyo rostro había emergido por fin de las sombras, obstinado, ojeroso y por completo afligido.

Portador de una de las dos linternas asignadas al grupo de los Racionalistas, con el pelo todavía levantado detrás de las orejas en aquellos tufos que le daban aire de cornudo, encabezaba una brevísima procesión, reducida a cinco de los nueve o diez seguidores primitivos.

—Vamos a salir —anunció.

—No se obstinen en esta locura —intervino Miller—. Mike tiene razón: podemos discutirlo con calma, ¿no? El señor McVey va a preparar unos pollos en el asador de gas. Sentémonos, comamos y…

Como se cruzara en el camino de Norton, éste le apartó de un empujón. Aquello no le sentó bien a Miller: primero acalorado, su rostro adquirió en seguida una expresión dura.

—Haga lo que quiera, pues —dijo—. Pero es como si asesinara a estas otras personas.

Con toda la firmeza que caracteriza las grandes resoluciones y las inquebrantables muestras de testarudez, Norton repuso:

—Les enviaremos ayuda.

Uno de sus acompañantes farfulló unas palabras de asentimiento, pero otro se escabulló en silencio. Tras eso, no le quedaban a Norton más que cuatro seguidores. Según se mirase, no estaba mal del todo: el propio Cristo sólo consiguió doce.

—Escuche, míster Norton… Brent… —insistió Mike Hatlen—, quédese siquiera para la cena. Ponga en el estómago algo caliente…

—¿Y darles ocasión de seguir hablando? He pisado demasiadas salas de tribunal para caer en eso. Han desorientado ya a media docena de los míos.

—¿De los suyos? —repitió Hatlen, gimiendo casi—. ¿De los suyos, dice? Por amor de Dios, ¿qué forma de hablar es ésa? Se trata de personas, y nada más. Esto no es un juego, y mucho menos una sala de tribunal. A falta de mejor palabra, hay cosas ahí fuera. ¿Qué sentido tiene hacerse matar?

—¿Cosas, dice? —replicó Norton, aparentando buen humor—. ¿Dónde? Su gente lleva ahí dos horas al acecho. ¿Quién las ha visto?

—Bien, allí atrás, en el…

—No, no, no —le atajó Norton, sacudiendo la cabeza—. Eso lo hemos discutido ya hasta la saciedad. Vamos a salir…

—No —musitó alguien, y el susurro se reprodujo: «No, no, no», como un rumor de hojas muertas que el viento arrastrara en un anochecer de octubre.

—¿Acaso piensan retenernos? —indagó una voz chillona. Su dueña era una señora de edad avanzada, perteneciente a los «de» Norton (por decirlo a su modo), que llevaba lentes bifocales—. ¿Piensan acaso retenernos?

El murmullo de negaciones se fue apagando.

—No —dijo Mike—. No creo que nadie quiera retenerles.

Le hablé a Billy al oído. El niño me miró entre sorprendido e inquisitivo.

—Ve ya —le pedí—. Rápido.

Se alejó.

Norton se peinó el pelo con los dedos, en un ademán tan calculado como los de cualquier autor de Broadway. Me caía más simpático cuando tiraba infructuosamente del cordón de la sierra y renegaba creyéndose a solas. No hubiera sabido decir entonces, ni lo sé ahora con mayor seguridad, si lo hacía con convicción o no. En el fondo de mi ser, pienso que sabía lo que estaba por ocurrir. Pienso que la lógica de la que toda su vida se había dicho esclavo se revolvió contra él al final, como un tigre que, rebelándose, atacara a su domador.

Miró a su alrededor con desasosiego, como quien siente que no hay más que decir, y, a la cabeza de su grupo, cruzó uno de los pasillos de las cajas. Además de la mujer mayor, iban con él un muchacho regordete, de unos veinte años de edad, una chica igualmente joven y un hombre que vestía tejanos y llevaba ladeada en la cabeza una gorra de golf.

Los ojos de Norton encontraron los míos, se ensancharon un poco y quisieron apartarse.

—Un momento. Brent —le dije.

—No quiero hablar más de este asunto. Y contigo, menos todavía.

—Ya lo sé. Sólo quería pedirte un favor —volví la cabeza y observé que Billy llegaba ya a la carrera.

—¿Qué es eso? —preguntó Norton receloso, al ver el paquete envuelto en celofán que me entregaba el niño.

—Cuerda de tender —repuse, en cierto modo consciente de que todo el público del supermercado, reunido sin demasiado orden al otro lado de las cajas, nos estaba observando—. Es el paquete grande. De cien metros.

—¿Y bien?

—Quería pedirte que antes de salir te ataras a la cintura un extremo de la cuerda. Yo la iré soltando. Cuando notes que se atirante, la atas a algo, cualquier cosa. A un coche, por ejemplo; al cierre de una portezuela.

—Y eso ¿para qué demonios?

—Me indicará que has avanzado por lo menos cien metros —contesté.

Algo relumbró en sus ojos… pero sólo un instante.

—No —dijo.

Me encogí de hombros.

—Está bien. Buena suerte, de todas formas.

—Lo haré yo, señor —dijo inesperadamente el hombre de la gorra de golf—. No veo motivo para negarme.

Norton giró vivamente hacia él, como con ánimo de decirle algo incisivo. El hombre de la gorra de golf le observó sereno. En los ojos de él nada relumbraba: había tomado una resolución y no albergaba ninguna clase de duda. También Norton reparó en ello, y guardó silencio.

—Gracias —dije.

Abrí el envoltorio con mi navaja y la cuerda de tender se desplegó en rígidos bucles. Localizado uno de sus extremos, lo amarré en una floja lazada a la cintura de Gorra de Golf. Éste la deshizo al momento y se la ciñó con un rápido y prieto nudo de gaza. En el supermercado se hubiera oído el vuelo de una mosca. Inquieto, Norton mudaba de uno a otro pie el peso del cuerpo.

—¿Quiere llevarse la navaja? —le ofrecí al hombre de la gorra de golf.

—Tengo —me dijo. Y, con el mismo sereno desdén de antes, añadió—: Usted cuídese de ir soltado bien la cuerda. Como se enrede, la corto.

—¿Listo todo el mundo? —preguntó Norton en voz demasiado alta, con lo cual el muchacho regordete brincó como si le hubieran pinchado en el trasero.

Al no recibir respuesta, Norton se volvió para emprender la marcha.

—Brent —le dije, tendiéndole la mano—. Buena suerte, hombre.

La estudió como si se tratase de un objeto extraño, poco digno de confianza.

—Os enviaremos ayuda —dijo por fin.

Y, seguido por el resto del grupo, empujó la puerta de salida y la traspuso. De nuevo se hizo perceptible aquel olor, ligeramente acre.

Mike Hatlen vino a situarse junto a mí. Los cinco componentes del grupo de Norton se habían detenido en mitad de la bruma que, lechosa, giraba lentamente. Norton dijo algo que yo debiera haber oído, pero la niebla parecía surtir un curioso efecto de impregnación. No capté otra cosa que el sonido de su voz y dos o tres sílabas aisladas, como una emisión de radio que sonase muy a lo lejos. Se pusieron en marcha.

Hatlen mantenía entreabierta la puerta. Yo fui soltando cuerda, atento a mantenerla floja: no había olvidado la promesa del otro, de cortarla si le frenaba. Seguía sin percibirse sonido alguno. Billy permanecía a mi lado, inmóvil pero vibrando por obra de su propia corriente interior.

Tuve nuevamente la extraña impresión de que los cuerpos, más que desaparecer en la niebla, se hacían invisibles. Durante un instante las ropas flotaban como vacías en el aire, y luego los cinco desaparecieron. No se percataba uno verdaderamente de la anormal densidad de la niebla hasta comprobar cómo ésta engullía a la gente en cuestión de segundos.

Seguí soltando la cuerda, primero en un cuarto, luego en una mitad de su largo. Y entonces dejó de correr por un momento. La cosa viva que se movía en mis manos, se convirtió en otra, muerta. Contuve el aliento. En ese punto se restableció el movimiento. Tendido el cordel entre los dedos, iba largándolo, y entonces, repentinamente, recordé el día en que mi padre me llevó a ver Moby Dick en la versión cinematográfica de Gregory Peck. Creo que sonreí un poco.

Tres cuartas partes de la cuerda habían desaparecido entre tanto: un extremo estaba ya entre los pies de Billy. Luego, una vez más, dejó de discurrir entre mis dedos. Después de permanecer inmóvil por espacio de quizá quince segundos, sentí un tirón y perdí de vista otro metro y medio. Y entonces, de súbito, dio un violento latigazo hacia la izquierda y se fijó, cimbreante, en el filo de la puerta.

Inesperadamente, seis metros de cordel partieron de golpe, dejándome en la palma de la mano izquierda una ligera rozadura. Y de la niebla llegó un chillido agudo, trémulo. Era imposible determinar si era una mujer o un hombre quien lo emitía.

La cuerda me saltó de entre las manos con un nuevo latigazo. A ése siguió otro. Dando bandazos a izquierda y derecha entre la abertura de la puerta, corrió acaso otro metro, y entonces se hizo audible, procedente del exterior, un trepidante alarido que halló respuesta en un gemido de mi hijo. Hatlen, con los ojos enormemente abiertos y la boca trémula y caída en una comisura, era la viva imagen del espanto.

El alarido se interrumpió bruscamente. Durante lo que pareció una eternidad, no se oyó cosa alguna. Luego, la mujer de edad avanzada que iba en la expedición de Norton —esa vez no había duda respecto de quién gritaba— aulló: «¡Quitadme esto de encima! ¡Ay, Dios mío, Dios mío, quitad…!».

Y también su voz se cortó.

Casi todo el largo de la cuerda pasó por mi puño mal cerrado, causándome esa vez una rozadura más dolorosa. A continuación, quedó completamente fláccida, y de la niebla surgió un sonido —un recio, pastoso rezongo— que hizo que la boca se me quedara completamente seca, sin saliva.

Aunque jamás había oído nada igual, era algo que podía situarse en una escena cinematográfica ambientada en el veld africano o en un pantano de Sudamérica. Era la voz de un animal de gran tamaño. Se oyó de nuevo, contenida, feroz, sobrecogedora. Tras sonar una vez más, se redujo a una serie de roncos refunfuños. Y finalmente se apagó por completo.

—Cierre esa puerta —dijo Amanda Dumfries con voz entrecortada—. Por favor.

—En seguida —repuse, y empecé a recuperar la cuerda.

Conforme llegaba de la niebla, se iba amontonando a mis pies en desordenados lazos y nudos. A cosa de un metro de su cabo, la flamante fibra blanca adquiría un color entre bermellón y carmesí.

—¡Es la muerte! —chilló la señora Carmody—. ¡Salir de aquí es la muerte! ¿Os convencéis ahora?

El extremo de la cuerda de tender era un mordido enredijo de fibra y pequeñas mechas de algodón. Estas últimas aparecían salpicadas de minúsculas gotas de sangre.

Nadie alzó la voz contra la señora Carmody.

Mike Hatlen dejó que la puerta se cerrase impulsada por su muelle.

7. La primera noche

El señor McVey había sido carnicero en Bridgton desde que era yo un muchacho de doce o trece años, y no tenía ni la menor idea de cuál era su nombre de pila ni de cuál podía ser su edad. Montó un asador de gas bajo uno de los pequeños extractores del local —que, si bien habían dejado de funcionar, seguramente procuraban aún alguna ventilación—, y a eso de las seis y media el aroma del pollo a la parrilla llenaba el supermercado. Bud Brown no puso reparos. Sería por la conmoción, o más probablemente por comprender que ni las carnes frescas ni la volatería de sus almacenes ganaba nada con el paso de las horas. Aunque el pollo olía bien, no eran muchos los que mostraban apetito. Con todo, el señor McVey, pequeño, delgado, pulcro, cocinó los muslos y las pechugas y los dispuso en bandejas de papel, al estilo de los restaurantes de autoservicio, sobre el mostrador de la carnicería.

La señora Turman nos trajo a Billy y a mí sendas bandejas aderezadas con ensaladilla de patatas. Yo me esforcé en comer, pero Billy ni siquiera quiso probar su ración.

—Tienes que comer, grandullón.

—No tengo hambre.

—Si no comes, no podrás crecer ni…

La señora Turman, que había tomado asiento detrás de Billy, me indicó, sacudiendo la cabeza, que no insistiera.

—Está bien —concluí—. Entonces ve a buscar un melocotón y come eso siquiera. Te gusta y es nutritivo. ¿De acuerdo?

—¿Y si el señor Brown me dice algo?

—Si lo hace, vuelves aquí y me lo dices.

—Está bien, papá.

Se alejó caminando despacio. Daba, no sé por qué, la impresión de haber perdido tamaño. Verle caminar de aquella forma me desgarró el corazón. Por lo visto indiferente al hecho de que sólo unos pocos lo consumieran, el señor McVey continuaba asando pollo. Como creo haber dicho ya, situaciones como aquélla provocaban las conductas más diversas. Las reacciones del cerebro humano son imprevisibles.

La señora Turman y yo nos sentamos en medio del pasillo de los medicamentos. Por todo el local se veían pequeños grupos de gente. Nadie, a excepción de la señora Carmody, se encontraba solo. Incluso Myron y su compadre Jim —a esas alturas, los dos durmiendo la borrachera— habían formado pareja junto al mostrador de cervezas.

Seis voluntarios habían sustituido a los que guardaban las aspilleras. Entre los del relevo se encontraba Ollie, que mordisqueaba un muslo de pollo y bebía una cerveza. En cada puesto de guardia había hachones de los improvisados con palos de escoba, y junto a éstos se veían latas de líquido inflamable; sólo que… dudo que nadie confiara ya como antes en aquellas defensas. Habiendo oído aquellos rezongos, ahogados y terriblemente vitales, habiendo visto la cuerda de tender, mordida y empapada en sangre, ¿quién iba a confiar? Si al ser o a los seres que andaban sueltos por allí fuera se les ocurría hacerse con nosotros, no habría remisión.

—¿Qué nos esperará esta noche? —me preguntó la señora Turman en un tono severo que sus ojos, asustados y llenos de malestar, desmentían.

—Hattie, no tengo ni la menor idea.

—Déjeme a Billy todo el rato que pueda. Estoy… Davey, creo que estoy aterrada —lo dijo soltando una risa gutural—. Sí, me parece que la palabra no es otra. Pero si tengo a Billy, aguantaré. Por él.

Tenía húmedos los ojos. Me incliné hacia ella y le di unas palmaditas en el hombro.

—Estoy tan preocupada por Alan —añadió—. Estoy segura de que ha muerto. Me lo dice el corazón.

—No, Hattie. No puede estar segura de eso.

—Pero es lo que intuyo. ¿No le ocurre a usted lo mismo con Stephanie? ¿No tiene ese… presentimiento?

—No —mentí con descaro.

Como le brotara de la garganta un sonido estrangulado, se apresuró a taparse la boca con la mano. Los lentes le relumbraron a la mortecina luz del local.

—Ahí llega Billy —le advertí por lo bajo.

Venía comiendo un melocotón. Hattie Turman, dando unas palmadas en el suelo, le indicó que tomara asiento a su lado y le dijo que, cuando hubiera terminado con la fruta, le enseñaría a hacer un hombrecillo con el hueso y un poco de hilo. Billy le dirigió una apagada sonrisa, y ella se la devolvió.

A las ocho, cuando relevaron a los que guardaban las troneras, Ollie vino a sentarse junto a mí.

—¿Dónde está Billy?

—Ahí detrás, con la señora Turman, haciendo manualidades —respondí—. Como ya han agotado los hombrecillos de hueso de melocotón, las caretas de bolsas de papel y las muñecas de manzana, el señor McVey le está enseñando a hacer limpiapipas.

Ollie, suspirando, tomó un trago de cerveza y dijo:

—Ahí fuera hay cosas en movimiento.

Le dirigí una viva mirada. Él me la sostuvo.

—No estoy borracho —dijo—. Bien que lo he intentado, pero no lo consigo. Ojalá pudiera emborracharme, Davey.

—¿Qué significa eso, de que hay cosas en movimiento ahí fuera?

—No sabría explicarlo. Lo comenté con Walter, y me dijo que él había tenido la misma impresión: como si a ratos la niebla se oscureciese en ciertos puntos; a veces es sólo un borrón, y a veces una mancha grande, como un morado. Luego toma el color de antes, el gris. Pero no dejan de danzar. El mismo Arnie Simms, que no ve más que un topo, dijo que era como si hubiese sombras.

—¿Y los otros?

—No conozco a ninguno, todos son forasteros —repuso Ollie—. No les pregunté.

—¿Estás seguro de que no serán figuraciones tuyas?

—Lo estoy —dijo. Indicó con la cabeza a la Carmody, que, sentada a solas al extremo del pasillo, y por lo visto no afectada en su apetito por nada de lo ocurrido, tenía en su bandeja un cementerio de huesos de pollo y estaba bebiendo o bien sangre o bien mosto tinto—. Creo que ésa acertaba en una cosa —concluyó Ollie—. La verdad la descubriremos cuando anochezca.

Pero no tuvimos que esperar a tanto. Como la señora Turman le retenía a su lado, al fondo, Billy asistió a muy poco de lo que había de suceder. Ollie continuaba sentado junto a mí cuando uno de los que se encontraban en la parte delantera del local dio una voz, se echó hacia atrás y, los brazos agitados en alto, abandonó su puesto. Eran cerca de los ocho y media y el blanco nacarado de la niebla había adquirido el gris opaco de un atardecer de noviembre.

Algo se había fijado en la cara externa del cristal, a la altura de una de las aspilleras.

—¡Ay, Jesús de mi vida! —gritó el hombre que montaba guardia allí—. ¡Líbrame, líbrame de esto!

Y se puso a girar sobre sí mismo atropelladamente, los ojos saliéndosele de las cuencas y con un hilo de brillante saliva resbalándole por una esquina de la boca. Hasta que por fin, enfilando el pasillo del extremo, se alejó hacia el fondo, dejando atrás los mostradores de los platos congelados.

Sonaron otros gritos. Algunas personas corrieron hacia los escaparates, para enterarse de lo ocurrido. Pero muchos otros, sin interés ni deseos de saber qué era lo que se había pegado a las lunas, se retiraron al fondo del local.

Yo me encaminé a la tronera que había estado guardando. Ollie me siguió, con la mano en el bolsillo en que llevaba la pistola de la señora Dumfries. De pronto, uno de los vigías soltó una exclamación, no tanto de miedo como de asco.

Ollie y yo nos deslizamos por uno de los pasos entre las cajas. Vi entonces lo que había sobresaltado al que abandonó su puesto. No hubiera sabido decir qué era, pero lo vi. Parecía uno de esos pequeños seres que se aprecian en los cuadros del Bosco, en sus lienzos más demoníacos. Y al mismo tiempo tenía algo de espantosamente cómico, porque también recordaba uno de esos bichejos de plástico, esos artículos baratos que compra uno para gastarles bromas a los amigos…, a decir verdad, la clase de engañifa que Norton me había acusado de colocar en la zona de almacenamiento.

Tendría tal vez tres palmos de largo, y el cuerpo, segmentado, era de ese color rosáceo que presentan las quemaduras en vías de sanar. Sus ojos, bulbosos, observaban en direcciones opuestas el extremo de los cortos peciolos delgados y flexibles. Gruesos pies acabados en ventosa le mantenían adherido al vidrio. Por su otra punta sobresalía algo: un órgano sexual o un aguijón. Y del lomo le brotaban dos alas membranosas descomunales, parecidas en cuanto a forma, a las de la mosca doméstica. Cuando Ollie y yo nos acercamos al cristal, las agitaba muy despacio.

Tres de aquellos engendros se arrastraban por la luna ante la tronera de nuestra izquierda, la vigilada por el hombre que había gritado alterado por la repugnancia. En su torpe paseo dejaban tras de sí un rastro viscoso, como de baba de caracol. Los ojos —si ojos eran— se balanceaban al extremo de sus pedúnculos, del grosor de un dedo. El mayor de aquellos bichos tendría acaso un metro de largo. Unos, a ratos, pasaban por encima de los otros.

—¿Habéis visto esas alimañas del demonio? —dijo, angustiado, Tom Smalley, que se encontraba ante la aspillera de nuestra derecha.

No respondí. En ese momento había bichos de aquellos en todas las troneras, lo cual quería decir seguramente que el edificio entero estaba cubierto de ellos, como gusanos congregados sobre un pedazo de carne descompuesta… La imagen no era agradable, y noté que el pollo se me revolvía en el estómago.

Alguien se había puesto a sollozar. La Carmody hablaba a gritos de abominaciones surgidas de las entrañas de la tierra. Una tercera persona le dijo, en tono áspero, que más le valía callar. Toda la vieja monserga de antes.

Ollie se sacó del bolsillo la pistola de la señora Dumfries, y yo le agarré del brazo.

—No seas loco.

Se liberó, de un tirón, y dijo:

—Sé lo que hago —a lo cual se puso a golpear el cristal con el cañón del arma.

El aleteo de los bichos se aceleró de tal forma que, de no haber sabido uno lo contrario, no habría pensado que tuvieran alas. Y por fin levantaron el vuelo, sin más.

Viendo lo que había hecho Ollie, y comprendiendo el propósito de su acción, algunos de los que montaban guardia comenzaron a golpear las lunas con el mango de los palos de escoba. Los bichos echaron a volar, pero para volver en seguida. Estaba claro que, también en cuanto a inteligencia, no diferían mucho de la mosca común. De la situación anterior, rayana en el pánico, se pasó a otra, de bulliciosa conversación. Oí que alguien le preguntaba a su vecino qué podía pasarle a uno, en su opinión, si uno de aquellos bichos se le echaba encima. No era una pregunta cuya respuesta me interesase presenciar.

El golpear en los cristales empezó a disminuir. Ollie se había vuelto hacia mí, con ánimo de decir algo, pero, antes de que llegase a abrir la boca, algo, surgido de la niebla, cayó sobre uno de los seres que se arrastraban por las lunas y se lo llevó. Aunque no estoy seguro de ello, creo que grité.

Se trataba de un animal volador. Es lo único que sé a ciencia cierta. La niebla pareció oscurecerse, exactamente como había explicado Ollie, con la única diferencia de que en lugar de desaparecer, el borrón se materializó en un cuerpo con alas coriáceas, batientes, tan falto de color como el pelo de un albino, y dotado de ojos rojizos. Cayó sobre el cristal con fuerza suficiente para hacerlo trepidar. Abrió el pico, se apoderó con él del bicho rosáceo y se esfumó. Todo ocurrió en no más de cinco segundos. La última, vaga impresión que me quedó, fue el haber visto a la presa retorciéndose y aleteando antes de ser engullida, a la manera de un pez pequeño que colea y se revuelve en el pico de una gaviota.

De pronto sonó un nuevo choque, y luego otro. La gente rompió a gritar otra vez, y se produjo una estampida hacia el fondo del local. Entre el vocerío se oyó un grito desgarrado, de dolor.

—Ay, Dios mío, aquella señora —exclamó Ollie— se ha caído y la gente la ha arrollado.

Cruzó a la carrera el paso de la caja, y yo me volvía ya, para seguirle, cuando vi algo que me dejó paralizado donde estaba.

En lo alto, a mi derecha, uno de los sacos de abono para césped resbalaba lentamente hacia atrás. Debajo, en la misma vertical del saco, Tom Smalley escudriñaba la niebla por su tronera.

Otro de los bicharracos rosados fue a adherirse al grueso cristal, frente al punto de observación que Ollie y yo habíamos estado ocupando. Y uno de los animales alados bajó en picado y cayó sobre él. La anciana que habían pisoteado seguía gritando con voz aguda, cascada.

El saco. El saco estaba por caer.

—¡Cuidado, Smalley! —voceé—. ¡Ahí arriba!

Con la algarabía no llegó a oírme. La bolsa acabó de ladearse y cayó verticalmente. Le alcanzó de lleno en la cabeza. Smalley se vino abajo y golpeó con la mandíbula la repisa que bordeaba el escaparate.

Uno de los voladores albinos trataba de abrirse paso por el mellado boquete del cristal. Según se iba acallando el griterío en el local, alcancé a oír el suave murmullo, como de raspado, que producía la bestia en su pugna. Los ojos destellaban rojos en la cabeza, triangular y un poco ladeada. El pico, recio, en forma de garfio, boqueaba voraz. Su aspecto era, en cierto modo, el de esos pterodáctilos que habréis visto en las planchas de los libros de zoología prehistórica, pero correspondía más bien a una visión de las pesadillas de un demente.

Agarré uno de los hachones y, como lo hundiese con demasiada viveza en la lata de líquido inflamable, ésta se ladeó y parte de su contenido fue a parar al suelo, donde formó un charco.

La bestia voladora se detuvo en lo alto de los sacos de abono y, mudando el peso del cuerpo de una a otra garra, miró alrededor con lenta, malévola intensidad. Era un animal estúpido, de eso estoy completamente seguro. Por dos veces trató de desplegar las alas, pero, como toparan con el techo, las retrajo en seguida sobre la gibosa espalda, a la manera de un grifo. En el tercer intento perdió el equilibrio y, cayendo torpemente de su percha, todavía empeñado en aletear, fue a aterrizar sobre la espalda de Tom Smalley. A una contracción de sus garras, la camisa de Tom se desgarró de lado a lado. Vi fluir sangre.

Yo me encontraba a menos de un metro de allí, con la antorcha goteando líquido inflamable y emocionalmente resuelto a acabar con aquel ser a poco que pudiera, cuando me di cuenta de que no tenía cerillas con que prenderle fuego. La última la había gastado, hacía una hora, en darle al señor McVey lumbre para su cigarro.

Para entonces, el supermercado se había convertido en un pandemónium, al reparar la gente en el engendro posado en la espalda de Smalley: un ser como nadie había visto otro en el mundo. Y que, avanzando la cabeza con aire inquisitivo, le arrancó a Smalley, de un picotazo, un pedazo de cuello.

Ya me disponía a utilizar la antorcha a modo de maza, cuando su extremo envuelto en hilas se inflamó inesperadamente. Vi a mi lado a Dan Miller, que tenía en la mano un encendedor con un emblema de la Marina. El horror y la rabia le petrificaban el semblante.

—Mátalo —dijo con voz ronca—. Mátalo si puedes.

Junto a Dan se encontraba Ollie, empuñando el revólver de Amanda Dumfries; pero el tiro no era seguro.

La bestia desplegó las alas y las batió una vez —visiblemente, no para echarse a volar sino para agarrar mejor a su presa—, y a continuación aquellos élitros membranosos, de un blanco acharolado, envolvieron todo el torso del pobre Smalley. Y a eso siguió una serie de sonidos, mortales, de desgarramiento, que no tengo coraje para describir con detalle.

Ocurrió todo eso en cuestión de unos pocos segundos. Y entonces arrojé el hachón contra el monstruo. La sensación fue la de haber golpeado algo no más sólido que una cometa de papel. Y un instante después de toda la masa de aquel ser ardía como una tea. Soltó un rechino y tendió las alas: la cabeza respingó y los ojos oscilaron en lo que sinceramente espero fuese un reflejo de terrible dolor. Se alzó en el aire con un gualdrapeo que se hubiera dicho de sábanas tendidas al azote de un ventarrón primaveral. Volvió a emitir su ronco chillido.

Los presentes giraron la cabeza para seguir su llameante vuelo agónico. Creo que ningún aspecto de todo lo ocurrido subsiste en mi memoria con tanta fuerza como el vuelo en zigzag de aquel pajarraco en llamas sobre los pasillos del supermercado, dejando caer aquí y allá, en sus evoluciones, pedazos de su cuerpo, humeantes y achicharrados. Por fin fue a estrellarse contra la estantería de las salsas —de tomate, para espaguetis, para ragú—, con lo cual todo el contorno resultó salpicado como de gotas de sangre. Del animal en sí no quedó sino unos huesos y un poco de ceniza. Pero el tufo de la combustión era intenso, nauseabundo. Y, por debajo de él, como una especie de contrapunto olfativo, se percibía el olor fino y acre de la niebla, que se filtraba al interior por la rotura del cristal.

Reinó durante un instante un gran silencio. Nos sentíamos unidos por la tenebrosa maravilla de aquel fulgurante vuelo de muerto. Luego alguien lanzó un aullido. Otros gritaron. Y a mí, desde un lugar impreciso del fondo, me llegó el llanto de mi hijo.

Sentí la presión de una mano. Era Bud Brown. Los ojos se le salían de las órbitas. Con un gruñido, en una mueca que dejaba a la vista su dentadura postiza, indicó el parapeto de sacos.

—Uno de esos bichos —dijo.

Uno de los descomunales insectos de cuerpo rosáceo se había colado por el boquete de la luna y, posado en una bolsa de abono, batía sus alas de mosca casera en un audible zumbido que recordaba el de un ventilador barato. Protuberantes los ojos al extremo de sus pedúnculos, el cuerpo de una carnosidad nociva, aleteaba rápidamente.

Me adelanté hacia él. Mi hachón, aunque empezaba a consumirse, no estaba apagado todavía. Pero la señora Reppler, la maestra de tercer grado, se me adelantó. De acaso cincuenta y cinco o sesenta años de edad, y con menos carne que un cuchillo, su cuerpo tenía un aspecto de dureza y sequedad que siempre me había recordado la cecina.

A la manera de un pistolero chiflado de alguna comedia existencialista, llevaba un bote de insecticida en cada mano. Y, lanzando un bufido de ira que en nada hubiera desdicho de un troglodita en el acto de partir el cráneo de su enemigo, presionó, tendidos los brazos en todo su largo, los pulsadores de ambos botes. Una espesa capa de insecticida cayó sobre el bicho, que, asaltado por las angustias de la muerte, comenzó a retorcerse y a girar locamente sobre sí mismo, cayó del rimero de sacos, fue a rebotar en el cuerpo de Tom Smalley —muerto ya, sin duda de ningún genero— y terminó en el suelo. Batía desesperadamente las alas, pero sin resultado alguno: estaban demasiado impregnadas de sustancia letal. Al cabo de unos instantes, el aleteo perdió fuerza y, por último, se interrumpió. Había muerto.

Se oyó llorar a la gente. Y gemir. Gemía la anciana que había sido pisoteada. Y también sonaron risas. Las risas de los condenados. La señora Reppler, plantada junto a su pieza, respiraba con un afán que le estremecía el flaco pecho.

Hatlen y Miller, que habían encontrado una de esas carretillas que utilizaban los mozos de almacén para trajinar cargas, la auparon sobre el parapeto de sacos y cerraron así el paso que permitía la cuña de cristal faltante. Como medida provisional, era aceptable.

Amanda Dumfries se acercó con paso de sonámbula. En una mano traía un cubo de plástico y en la otra, una escoba ordinaria, envuelta aún de material transparente. Inclinándose, los ojos todavía muy abiertos y vacíos de toda expresión, metió el bicho rosado —insecto, babosa o lo que fuera— en el cubo. Oímos el crujir de la envoltura de la escoba al rozar el suelo. A continuación la mujer se encaminó a la puerta de salida. No había allí ningún bicho a la vista. Entreabriéndola, lanzó al exterior el cubo, que cayó de lado y se quedó basculando en arcos cada vez más cortos. Uno de los bichos rosados surgió zumbando de la oscuridad, aterrizó en el cubo y se cebó en él.

Amanda rompió a llorar. Me acerqué a ella y le rodeé los hombros con el brazo.

A la una y media de esa madrugada dormitaba yo, sentado en el suelo, la espalda contra el banco lateral esmaltado del mostrador de las carnes. Billy, la cabeza reclinada en mi regazo, dormía profundamente. No lejos de nosotros, Amanda Dumfries le imitaba, ella con la chaqueta de alguien por almohada.

Poco después de que el animal volador cayese consumido por las llamas, Ollie y yo habíamos vuelto al almacén y recogido allí media docena de mantas del mismo estilo de la que antes había utilizado yo para tapar a Billy. Varias personas las utilizaban ahora como colchoneta. También retiramos una serie de pesadas cajas de naranjas y peras; trabajando en equipo de cuatro, conseguimos situarlas encima de los sacos de abono, frente al cristal roto. A los animales alados no les resultaría fácil desplazar aquellos obstáculos, todos de no menos de cuarenta kilos de peso.

Pero los pájaros y los bichos rosados que los pájaros se comían no eran las únicas formas de vida que pululaban afuera. Estaba el monstruo tentacular que se había llevado a Norm. Había que pensar en la desgarrada cuerda de tender. Y en el ser invisible que había emitido aquel rezongo profundo y gutural. Posteriormente habíamos oído otros gruñidos semejantes, a veces muy lejanos…, pero ¿qué significaba «lejanos», dado el efecto impregnador de la niebla? Otras veces, en cambio, habían sonado muy próximos, lo bastante para hacer que el edificio retumbara y que se tuviese la sensación de que los ventrículos del corazón se habían llenado súbitamente de agua helada.

Billy se agitó en mis rodillas y lanzó un gemido. Cuando le acaricié el pelo, gimió más fuerte. Y luego volvió a su sueño, como si en éste encontrara aguas más quietas. Interrumpido mi dormitar, me desvelé, los ojos abiertos como platos. En toda la noche no había conseguido dormir más de una hora y media, y había sido un sueño sembrado de pesadillas. Una de éstas me había devuelto a la noche anterior. Billy y Steffy estaban frente a la ventana panorámica, contemplando las tenebrosas aguas del lago y el avance de la tromba que anunciaba la inminente tempestad. Sabiendo que el viento podía alcanzar fuerza suficiente para destrozar la ventana y lanzar una lluvia de mortales dardos de cristal que atravesara el salón, trataba de correr hacia ellos. Pero por más empeño que pusiera, no parecía avanzar lo más mínimo. Y entonces surgía de la tromba un pájaro, un gigantesco oiseau de mort escarlata, cuyos miocénicos vuelos oscurecían todo el ancho del lago. Abría sus fauces y dejaba a la vista un buche de las dimensiones de un túnel ferroviario. Y conforme la bestia se abatía sobre mi mujer y mi hijo, para engullirlos, una voz apagada y siniestra rompía a susurrar una y otra vez: «El Proyecto Punta de Flecha…, el Proyecto Punta de Flecha…, el Proyecto Punta de Flecha…».

Tampoco puede decirse que Billy y yo fuéramos los únicos que descansábamos mal. Otros gritaban en sueños, y algunos seguían haciéndolo después de haber despertado. Las cervezas iban desapareciendo del refrigerador a ritmo acelerado. Buddy Eagleton lo había vuelto a llenar, con existencia del almacén, sin decir palabra. Mike Hatlen me comunicó que los somníferos se habían agotado. No de forma paulatina, sino de golpe. Según él, alguien se había llevado hasta seis u ocho frascos.

—Sólo quedan unos cuantos de Nytol —concluyó—. ¿Quieres uno, David?

Negué con la cabeza, pero le di las gracias.

Y al otro extremo del pasillo, junto a la Caja número 5, teníamos a los borrachines, unos siete y todos ellos forasteros, a excepción de Lou Tattinger, el del taller de lavado de coches. Tattinger no era, según rumores, de los que necesitan razones especiales para descorchar una botella. El pelotón de los beodos estaba cabalmente anestesiado.

Ah, sí: también estaban las seis o siete personas que se habían trastocado. Aunque lo de trastocado puede no ser la palabra apropiada, no se me ocurre otra. Se trataba de gente que, sin necesidad de cerveza, vino ni pastillas, había quedado totalmente embrutecida y te miraba con ojos vacuos, vidriosos, saltones. El sólido pavimento de la realidad se había abierto por obra de algún seísmo difícil de imaginar, y aquellos pobres diablos habían caído en una sima.

Los demás conservábamos la razón a fuerza de concesiones, en algunos casos, imagino, bastante peculiares. La señora Reppler, por ejemplo, aseguraba que todo aquello era un sueño… y lo decía con no poca convicción.

Desvié la mirada hacia Amanda. Me iban embargando, relacionados con ella, unos sentimientos de una intensidad turbadora… turbadora pero no precisamente desagradable. Sus ojos eran de un verde tan increíblemente vivo que la había estado observando durante un rato, en la creencia de que acabaría por quitarse las lentillas que le daban aquel color. Pero estaba visto que éste era natural. Deseaba hacerle el amor. Mi mujer estaba en casa, quizá con vida, aunque más probablemente muerta, y en cualquier caso, sola, y la amaba; volver junto a ella con Billy era lo que más deseaba en este mundo, y sin embargo, también quería acostarme con aquella tal Amanda Dumfries. Traté de convencerme de que ese impulso obedecía a la situación en que nos encontrábamos, lo que posiblemente fuera cierto, pero sin modificar mi anhelo.

Seguí dando cabezadas hasta eso de las tres, cuando por fin me desvelé del todo. Amanda había adoptado una especie de postura fetal —las rodillas dobladas a la altura del pecho, las manos apresadas entre los muslos— y parecía dormir profundamente. La camiseta, un poco levantada, dejaba ver algo del costado, de piel limpia y blanca. Mirando ese punto, empecé a experimentar una erección por demás incómoda e inútil.

En una tentativa de encaminar mis pensamientos por otros derroteros, evoqué el deseo, que había sentido la víspera, de pintar a Brent Norton. O, más que de hacer algo tan serio como pintarle, de sentarle allí, en un leño, con la cerveza en la mano, y…, bueno, bosquejar su rostro sudoroso, fatigado, con los dos mechones que, rebeldes al cuidadoso corte de pelo, le sobresalían de su nuca. Pudo haber sido un buen retrato. Me había llevado veinte años de convivencia con mi padre el descubrir que el ser competente era ya un logro de mucha importancia.

¿Sabéis qué es el talento? Es la maldición de ambicionar. Algo a lo que uno ha de enfrentarse en la adolescencia, y tratar de superarlo. Si tienes dotes de escritor, piensas que Dios te puso en el mundo para borrar el recuerdo de Shakespeare. Y si se te dan bien los pinceles, imaginas —yo lo imaginaba— que Dios te puso en el mundo para borrar el recuerdo de tu padre.

Resultó que yo no era tan competente como mi padre. Y tal vez dediqué a ese propósito más tiempo del debido. Hice en Nueva York una exposición que no marchó bien: los críticos arremetieron contra mí por no tener la talla de mi padre. Un año más tarde ganaba mi sustento y el de mi mujer trabajando para el comercio. Steff había quedado embarazada, y mantuve una conversación en serio conmigo mismo. De ella resultó el convencimiento de que para mí la pintura de mérito nunca sería más que un pasatiempo.

He realizado anuncios para una marca de champú, los de la Chica: el que la muestra a horcajadas en la bicicleta; el otro, donde sale jugando al Frisbee, esa especie de disco, en la playa; y el que la representa en el balcón de su casa, con un refresco en la mano. He hecho ilustraciones para relatos breves en la mayor parte de las grandes revistas nacionales, un terreno en el que me introduje tras haber ejecutado dibujos rápidos para los cuentos de revistas masculinas de muy inferior calidad. Tengo en mi haber algunos carteles de películas. El dinero afluye. Nos mantenemos muy a flote.

Mi última exposición la presenté en Bridgton, el verano pasado. Exhibí nueve lienzos, obra de cinco años, y vendí seis. Había uno que me negaba en redondo a vender. Por alguna extraña coincidencia, representaba el Supermercado Federal, visto desde la otra punta de la explanada del estacionamiento. Ésta, en el cuadro, aparecía desierta, a excepción de una hilera de latas de judías con salchichas de la marca Campbell, de tamaño que iba en aumento conforme se acercaban al ojo del espectador. La última daba la impresión de medir dos metro de alto. Titulé ese lienzo Judías y falsa perspectiva. Un californiano, director de una empresa que fabrica pelotas y raquetas de tenis y toda una infinidad de otros artículos de deporte, mostró un vivísimo interés por el cuadro. Pese a la tarjeta de «Reservado» que tenía el delgado marco de madera en su ángulo inferior izquierdo, no aceptaba un no por respuesta. Comenzó a ofrecerme seiscientos dólares, y de ahí fue subiendo hasta los cuatro mil. Lo quería, dijo, para su despacho. Como me negara a vendérselo, se marchó tan perplejo como contrariado. Eso sí: sin renunciar del todo, pues me dejó su tarjeta personal, por si cambiaba de opinión.

Aquel dinero me hubiera venido muy bien —era el año en que construimos el anexo de la casa y compramos el Saab—, pero de ningún modo podía vender aquel cuadro. No podía porque me daba cuenta de que era el mejor que había pintado en mi vida, y quería tenerlo para poder mirarlo el día en que alguien, con crueldad por completo inconsciente, me preguntara cuándo iba a pintar por fin algo serio.

Hasta que un día del pasado otoño se me ocurrió enseñarle el cuadro a Ollie Weeks. Me pidió permiso para fotografiarlo y tenerlo como anuncio en el súper durante una semana, y eso puso fin a mi propia falsa perspectiva. Ollie había apreciado mi obra en lo que era exactamente: un buen ejemplo de arte comercial; ni más ni —a Dios gracias— menos.

Le dejé sacar la foto, y luego telefoneé a aquel director a su casa de San Luis Obispo y le dije que, si seguía interesándole, podía quedarse con el cuadro por dos mil quinientos dólares. Aceptó, y se lo envié a California a portes debidos. Y a partir de entonces la voz de la ambición defraudada —la voz del chiquillo que no sabía conformarse con un calificativo tan modesto como el de competente— se ha callado casi por completo. Y exceptuados algunos lejanos ecos —como los que llegaban de afuera, de la niebla y de la noche, producto de los seres no vistos que poblaban la oscuridad—, así ha seguido siendo durante todo este tiempo. Me gustaría que alguien me dijera por qué el haber silenciado aquella voz pueril y exigente crea una sensación tan intensa de haber muerto.

A eso de las cuatro, Billy se despertó —siquiera en parte— y echó a su alrededor una mirada turbia, estulta.

—¿Todavía estamos aquí? —dijo.

—Sí, cariño —repuse—. Todavía.

Se echó a llorar con un manso desamparo que resultaba horrible. Amanda se despertó y se volvió hacia nosotros.

—Eh, chiquito —le dijo, atrayéndolo suavemente hacia sí—, ya verás cómo las cosas pintan mejor por la mañana.

—No —contestó Billy—. No lo creo, no, no lo creo.

—Chitón —insistió ella. Sus ojos se fijaron en los míos por encima de la cabeza del niño—. Hace rato que deberías estar dormido.

—¡Quiero estar con mi madre!

—Pues claro —respondió Amanda—. Como es natural.

Billy se revolvió en el regazo de ella hasta quedar frente a mí. Y se quedó mirándome un rato. Por fin volvió a dormirse.

—Gracias —dije—. Tenía necesidad de usted.

—Ni siquiera me conoce.

—Eso no cambia la situación.

—Dígame, ¿qué piensa? —me interrogó. Sus ojos verdes sostuvieron impasibles mi mirada—. ¿Qué piensa usted realmente?

—Pregúntemelo por la mañana.

—Se lo pregunto ahora.

Me disponía a responder, cuando Ollie Weeks surgió de las sombras cual un personaje de un cuento fantástico. Llevaba en la mano una linterna —la lente enmascarada con una blusa de saldo— que mantenía enfocada hacia el techo. La luz proyectaba extrañas sombras en su demacrado semblante.

—David… —susurró.

—¿Qué sucede, Ollie? —quise saber.

—David —susurró de nuevo. Y en seguida—: Ven, por favor.

—No quiero dejar solo a Billy. Acaba de dormirse.

—Yo me quedo con él —intervino Amanda—. Mejor será que vaya usted —dijo. Y en voz más baja añadió—: Jesús, esto no va a terminar nunca.

8. Lo que fue de los soldados. Con Amanda. Conversación con Dan Miller

Seguí a Ollie. Se encaminó a la zona de almacenamiento. Cuando pasábamos junto al refrigerador, agarró una cerveza.

—¿Qué ocurre, Ollie?

—Quiero que lo veas.

Empujó la puerta de doble hoja, que se cerró a nuestra espalda con un breve reflujo de aire. Hacía frío allí. Después de lo sucedido con Norm, no me gustaba aquel lugar. Una parte de mi cerebro insistía en recordarme que aún había allí, por el suelo, un trozo de tentáculo muerto.

Ollie dejó caer la blusa con que enmascaraba la linterna y orientó el foco hacia arriba. Mi primera impresión fue la de que alguien había colgado un par de maniquíes de uno de los conductos de la calefacción que corrían a ras del techo. Que los había colgado con un alambre grueso o algo por el estilo: una de esas bromas que los niños gastan la víspera del Día de Todos los Santos.

Y entonces reparé en los pies, suspendidos a un palmo del suelo de cemento. Vi dos montones de cajas que habían sido derribadas de un puntapié. Alcé la vista, y en la garganta empezó a formárseme un grito. Porque las caras no eran de maniquíes de escaparate. Ambas aparecían ladeadas, como para celebrar un chiste terriblemente gracioso, un chiste que les había hecho reír hasta amoratarse.

Las sombras… las sombras proyectadas en el muro del fondo… Y las lenguas… salidas de la boca.

Los dos vestían uniforme. Eran los muchachos en quien había reparado al principio de la tarde, para luego perderles la pista. Eran los soldaditos de…

Oí el grito. Me brotó de la garganta, en forma de gemido, y fue cobrando volumen, como una sirena de la policía, hasta que Ollie me asió del brazo a ras del codo.

—No grites, David. Nadie está al tanto de esto, excepto tú y yo. Y así quiero que continúen las cosas.

No sé cómo, logré tragarme la voz.

—Son los dos soldados —conseguí tragarme la voz.

—Sí, los del proyecto Punta de Flecha —completó Ollie. Me encontré en la mano un objeto frío. La lata de cerveza—. Bebe esto. Te hará bien.

Apuré completamente la lata.

—Entré aquí —explicó Ollie— para ver si quedaban cartuchos de gas de los que el señor McVey había utilizado para el asado. Y entonces vi a los chicos. Imagino que dispusieron los lazos y luego se encaramaron sobre ese montón de cajas. Debieron de atarse mutuamente las manos a la espalda; luego, se subirían a las cajas y se ajustarían los lazos al cuello, me figuro yo, dando tirones con la cabeza ladeada. Y puede que entonces saltaran juntos a la de tres. Quién sabe.

—Eso es imposible —dije, con la boca reseca.

Y, sin embargo, era cierto que tenían las manos atadas a la espalda. No conseguía apartar de ellos la mirada.

—No lo es, David. Si tenían verdadero empeño, no lo es.

—Pero ¿por qué habían de hacer una cosa semejante?

—Tú deberías saberlo. Los turistas, los forasteros como ese tal Miller, no; pero la gente de por aquí podemos avanzar suposiciones muy aceptables.

—¿El proyecto Punta de Flecha?

—Yo me paso el día entero junto a una de esas cajas —repuso Ollie—, y oigo cosas. Durante toda la primavera pasada no he dejado de oír comentarios acerca de esa historia de Punta de Flecha, y ninguno bueno. El que el hielo de los lagos se volviera negro…

Recordé a Bill Giosti, apoyado en la ventanilla de mi coche y echándome en la cara relentes de alcohol. No ya átomos, sino átomos de otra clase. Y, de pronto, aquellos cadáveres suspendidos del conducto de la calefacción. Las cabezas ladeadas. Los pies colgando en el vacío. Las lenguas desbordando de la boca como gruesas salchichas…

Me percaté, con renaciente horror, de que en mi interior se abrían las puertas de nuevas percepciones. ¿Nuevas? Qué va. Viejas percepciones. Las del niño que todavía no ha aprendido a protegerse creando en sí esa visión de túnel que excluye nueve décimas partes del universo. Los niños ven cuanto se ofrece a su mirada, oyen cuanto entra en su campo auditivo. Pero si la vida es un aumento de la conciencia (como proclamaba el techado que había bordado mi mujer en sus días de instituto), también es una disminución de las percepciones.

El terror viene del ensanchamiento de las percepciones y las perspectivas. Y mi espanto venía de saber que me estaba deslizando hacia regiones que la mayoría abandonamos cuando sustituimos los pañales por el primer pantalón. Vi, por su cara, que a Ollie le sucedía lo mismo. Cuando lo racional comienza a resquebrajarse, los circuitos del cerebro humano pueden sufrir una sobrecarga. Las neuronas se recalientan y se consumen de fiebre. Las alucinaciones se toman reales: el lago de azogue donde, por efecto de la perspectiva, las líneas paralelas parecen confluir, existe en realidad; los muertos caminan y hablan; una rosa se pone a cantar…

—Les he oído comentarios a quizá veinte personas —continuó Ollie—. Justine Robards, Nick Tochai, Ben Michaelson… En una pequeña ciudad no hay secretos. Las cosas se saben. A veces es como un manantial, que brota de la tierra sin que nadie sepa de dónde sale. Oyes algo en la biblioteca, o en el puerto deportivo de Harrison, o Dios sabe en qué otro sitio, ni por qué, y se lo cuentas a otro. Y en toda la primavera pasada, y en lo que va de verano, no he dejado de oír lo mismo: el proyecto Punta de Flecha, el proyecto Punta de Flecha.

—Pero esos dos… ¡si no son más que chiquillos, Ollie! —protesté.

—En el Vietnam los había que cortaban testículos al enemigo. Lo vi con mis propios ojos.

—Pero… ¿qué ha podido inducirles a hacer esto?

—Qué sé yo. Quizá supieran algo. O lo sospecharan. Debieron de comprender que la gente de aquí terminaría por acosarles a preguntas antes o después. Suponiendo que haya un después.

—Si es cierto lo que dices —aventuré—, la cosa tiene que ser bastante fea.

—La tormenta de anoche… —expresó Ollie en su tono ponderado, suave—. A lo mejor liberó algo donde el proyecto. A lo mejor se produjo un accidente. Quién sabe en qué andarían metidos. Hay quien dice que experimentaban con láseres y masers de alta intensidad. He oído alusiones a la energía termonuclear. ¿Y si… y si jugando con eso hubieran abierto un boquete que nos comunicase con… con otra dimensión?

—Tonterías —sentencié.

—Y eso —indicó los cadáveres—, ¿también son tonterías?

—No. La cuestión, ahora, es: ¿qué hacemos?

—Yo creo que tendríamos que cortar las cuerdas y esconderlos —respondió prontamente—. Ponerlos detrás de algo que nadie vaya a tocar. Las cajas de comida para perros, los tambores de detergente, algo así. Como esto se sepa, no hará más que empeorar las cosas. Por eso he recurrido a ti, David. Pensé que eras el único en quien podía confiar.

—Recuerda a los criminales de guerra nazis que se ahorcaban en sus celdas después de la derrota alemana.

—Sí. En eso mismo pensé yo.

Guardamos silencio. Y entonces, de pronto, se oyó de nuevo, procedente del otro lado de la puerta metálica, aquel suave murmullo… el de los tentáculos que la palpaban lentamente. Nos pegamos el uno al otro. A mí se me había puesto carne de gallina.

—De acuerdo —dije.

—Démonos prisa —pidió Ollie. El zafiro de la sortija le refulgió tenuemente, mientras orientaba la linterna—. Quiero salir de aquí lo antes posible.

Miré las cuerdas. Eran de tender, del mismo tipo de la que yo había atado a la cintura del hombre de la gorra de golf. Los lazos corredizos se les habían clavado en la tumefacta carne del cuello, y me pregunté, una vez más, qué podría haberles llevado a dar semejante paso. Comprendí a qué se refería Ollie al decir que la noticia del doble suicidio, si llegaba a conocerse, no haría sino empeorar las cosas. Pues no era otro el efecto que había surtido en mí… convencido, como estaba, de que la situación ya no podía ir a peor.

—¿Quién lo hace, tú o yo? —preguntó Ollie.

Tragué saliva.

—Uno cada uno.

Así lo hicimos.

Al volver junto a Billy, no encontré a Amanda con él: la señora Turman la había sustituido. Los dos estaban durmiendo. Eché a andar pasillo abajo y, a la altura de la escalera que daba acceso al despacho de gerencia, oí una voz:

—Señor Drayton… David… —era Amanda. Los ojos le fulgían como esmeraldas—. ¿Qué ha sucedido?

—Nada —repuse.

Se me acercó. Percibí un hálito del perfume que llevaba. Ah, cómo la deseaba.

—Embustero —dijo.

—No era nada. Una falsa alarma.

—Lo que usted diga —me tomó de la mano—. Vengo del despacho. Está vacío, y la puerta tiene un pestillo.

Aunque su semblante denotaba una calma total, los ojos le relumbraban, casi feroces, y un latido uniforme le estremecía la garganta.

—No quisiera…

—Vi como me miraba —me atajó—. Y si necesitamos hacer discursos, mejor dejarlo. Su hijo está con la Turman.

—Ya lo sé —di en pensar que aquello podía ser una forma de apartar de la mente lo que acabábamos de hacer Ollie y yo: no la mejor forma, quizá, pero sí una forma, y tal vez la única.

Enfilamos el estrecho tramo de escaleras hasta el despacho. Tal como había dicho Amanda, no había nadie allí. Y la puerta tenía pestillo. Lo corrí. En la oscuridad, la mujer se convirtió sólo en un cuerpo. Tendí los brazos, la toqué y la atraje hacia mí. Estaba trémula. Primero nos arrodillamos en el suelo, y nos besamos. Al cerrar la mano en torno a su duro pecho izquierdo, noté, bajo la camiseta, los rápidos latidos de su corazón. Me vino al recuerdo la recomendación que Steffy le hiciera a Billy, de no tocar los cables del tendido eléctrico. Y pensé en el cardenal que le vi en la cadera en nuestra noche de bodas, cuando se quitó el vestido. Y en la primera vez que la vi, cruzando en bicicleta el paseo de la Universidad de Maine, en Orono, yo con el cartapacio bajo el brazo, camino de una de las clases de Vincent Hartgen. Y experimenté una enorme erección.

Entonces nos tendimos, y ella me dijo:

—Hazme el amor, David. Dame calor.

Al alcanzar el clímax, me clavó las uñas en la espalda y me llamó por un nombre que no era el mío. No me importó. Con eso quedábamos más o menos en paz.

Una especie de lento amanecer se insinuaba cuando bajamos. La oscuridad visible por las troneras viró desganada a un gris mate y de ahí a un cromado, para concluir en el blanco, espeso y sin matices, de una pantalla de cine. Mike Hatlen dormía en una silla plegable encontrada quién sabe dónde. A cierta distancia de él, Dan Miller, sentado en el suelo, comía un buñuelo azucarado.

—Tome asiento, señor Drayton —me invitó.

Busqué con los ojos a Amanda, que se alejaba hacia el fondo del pasillo. Siguió adelante sin volverse. El acto amoroso que habíamos consumado en la oscuridad, parecía ya formar parte de una fantasía, algo imposible de creer, aun a la luz de aquella extraña alborada.

—Tome un buñuelo —me tendió la caja.

Sacudí la cabeza.

—¿Con todo ese azúcar? Es mortal, peor que el tabaco.

Eso le arrancó una risita.

—En tal caso —dijo—, cómase dos.

Correspondí riendo un poco a mi vez, y la sorpresa que me causó el descubrimiento de que todavía era capaz de reír, hizo que sintiese simpatía por Miller. Tomé, desde luego, las dos pastas, que sabían muy bien. Y aunque no suelo fumar por la mañana, las rematé con un pitillo.

—Tendré que volver con mi hijo —me excusé—. No tardará en despertarse.

Asintió con la cabeza, pero añadió:

—Los bichos esos rosados… han desaparecido por completo. Y los pájaros, también. Hank Vannerman dice que el último golpeó las vidrieras a eso de las cuatro. Por lo visto, la… la fauna se muestra mucho más activa de noche.

—No creo que Brent Norton estuviera de acuerdo con eso —objeté—. Ni Norm.

De nuevo asintió con un cabeceo, y durante un rato guardó silencio. Luego encendió un cigarrillo suyo y, mirándome, dijo:

—No podemos quedarnos aquí, Drayton.

—Tenemos alimentos. Y hay bebida en abundancia.

—No lo digo por las provisiones, y usted lo sabe. ¿Y si a una de esas bestias, en vez de contentarse con salir de caza cuando oscurece, se le ocurre irrumpir aquí directamente? ¿Qué hacemos entonces, expulsarla con las escobas o echarle líquido inflamable?

Tenía razón, claro está. Era posible que la niebla nos diese cierta forma de protección. Que nos escondiera. Pero quizá no nos escondiera por mucho tiempo, y tampoco acababa ahí la cuestión. Llevábamos más o menos dieciocho horas en el supermercado, y yo empezaba a sentirme invadido por una especie de letargo, no muy distinto del que había experimentado en un par de ocasiones en que, nadando, me había alejado más de lo conveniente. Sentía el prurito de no correr riesgos, de aferrarme al terreno, de cuidar de Billy («y, quizá, de cepillarme a Amanda Dumfries en mitad de la noche», murmuró una voz interior), de esperar a ver si se disipaba la niebla y todo volvía a ser como antes.

Quizá porque había visto cruzar todos esos pensamientos por mi rostro, Miller dijo:

—Había aquí alrededor de ochenta personas cuando llegó esa condenada niebla. De esa cifra hay que restar al mozo, a Norton, a los cuatro que se fueron con él y a ese hombre, Smalley. Con eso quedamos setenta y tres.

Y deduciendo a los dos soldados, en ese momento enterrados bajo una montaña de bolsas de alimento canino, teníamos setenta y uno.

—De ahí hay que rebajar a los que no están presentes más que en cuerpo —continuó—. Que son unos diez o doce. Digamos diez. Nos quedan sesenta y tres. Ahora bien —alzó un dedo cubierto de azúcar en polvo—: de esos sesenta y tres, hay aproximadamente una veintena que se niega a salir. Habría que sacarlos a rastras, pataleando y chillando.

—Y todo eso, ¿qué viene a demostrar?

—Pues, sencillamente, que hemos de salir de aquí. Yo voy a hacerlo. Sobre el mediodía, creo. Y me propongo llevarme conmigo a cuantos quieran seguirme. Me gustaría que usted y su chico se viniesen.

—¿Después de lo que sucedió con Norton?

—Norton salió como un borrego al matadero. Ni yo ni los que vengan conmigo tenemos por qué seguir sus pasos.

—¿Y cómo impedirlo? Disponemos de una sola y única pistola.

—Que ya es una gran suerte. Pero si pudiéramos alcanzar el cruce, quizá lográramos llegar al Sportman’s Exchange de Main Street. Tienen allí más armas de las que podamos llegar a usar jamás.

—Ahí sobre un «si» y un «quizá».

—Drayton —dijo—, es una situación que está plagada de interrogantes.

En su boca sonaba muy bien, pero él no tenía un chiquillo de quien cuidar.

—Si le parece, déjelo en suspenso por ahora —prosiguió—. Pero ocurre que apenas he dormido esta noche, y eso me ha dado ocasión de considerar unas ideas. ¿Quiere oírlas?

—No faltaría más.

Se puso en pie y se desperezó.

—Acérquese conmigo hasta el escaparate.

Lo hicimos por el paso que quedaba más cerca de la estantería del pan. Nos situamos junto a una de las aspilleras. El hombre que la guardaba dijo:

—Los bichos se han retirado.

Miller le dio una palmada en la espalda.

—Vaya a tomar un café con leche, amigo. Me quedo yo vigilando.

—De acuerdo. Gracias.

Se alejó, y Miller y yo le reemplazamos.

—Bien, dígame qué ve ahí fuera —me preguntó.

Miré. El barril de los desperdicios había sido volcado, probablemente por una de las bestias aladas, y el pavimento aparecía cubierto de papeles, latas y recipientes parafinados de la lechería situada calle abajo. Un poco más allá distinguí, envueltos en una blancura que los iba difuminando, los coches de la hilera más próxima al supermercado. No veía nada más, y así se lo dije.

—Aquella furgoneta azul, la Chevrolet, es mía —señaló. Escudriñando la niebla, advertí un atisbo de azul—. Pero si refresca la memoria, recordará que ayer, cuando estacionó, la explanada estaba muy llena, ¿no es así?

Volviendo los ojos hacia mi Saab, me acordé, en efecto, de que sólo había podido situarlo tan cerca del súper porque otro coche acababa de salir. Asentí.

—Y ahora atemos cabos, Drayton —continuó Miller—. Norton y sus cuatro… ¿cómo les llamó usted?

—Racionalistas.

—Sí, eso es. El nombre que les correspondía. Bien, el grupo sale, ¿no? Y se alejan casi todo el largo de la cuerda aquella. Y entonces oímos aquellos bramidos tremendos, como si afuera hubiese una condenada horda de elefantes.

—A mí no me parecieron elefantes —argüí—. Era un sonido como de… —«como de algo que surgiese del magma primigenio», fue la definición que me vino a la mente. Pero no quise expresarme así con Miller, un tipo que le daba una palmada a otro en la espalda y le pedía que se fuera a tomar un café como podría hacer hecho un entrenador de béisbol con un pupilo. Podría haberle hablado así a Ollie, pero no a Miller—. No sé lo que me pareció —concluí torpemente.

—Pero eran bichos grandes.

—Eso sí —a juzgar por las voces, vaya si lo eran.

—Entonces ¿cómo explicar que no oyésemos ruido de coches destrozados, de plancha retorcida, de cristales rotos?

—Bien, sería porque… —dejé la frase en suspenso: no me esperaba aquella observación—. No lo sé.

—Es imposible —declaró Miller— que esa gente hubiera salido del estacionamiento cuando les atacó lo que les atacó. Le voy a decir lo que pienso. Pienso que no oímos ruidos de coches porque muchos pueden haber desaparecido. Desaparecido, sí: tragados por la tierra… evaporados… llámelo como quiera. ¿Recuerda la sacudida que sentimos? Fue tan violenta, que astilló los marcos del escaparate, los deformó, hizo que cayeran cosas de las estanterías. Y, al mismo tiempo, las sirenas dejaron de sonar.

Yo trataba de imaginarme la desaparición de media explanada. Trataba de imaginarme el salir y tropezar con una inesperada falla del terreno, donde el alquitrán, con las bien dibujadas líneas amarillas que señalaban las placas de estacionamiento, desapareciese bajo los pies. Una falla, un corte, o quizá… un auténtico precipicio que se perdiese en la niebla blanca y amorfa…

Pasado un instante, repuse:

—De ser cierto lo que dice, ¿hasta dónde cree poder llegar en su furgoneta?

—No pensaba en mi furgoneta. Pensaba en el vehículo de usted, que tiene tracción en las cuatro ruedas.

Era algo que valía la pena rumiar, pero no en ese momento.

—¿Qué otra cosa le preocupa? —quise saber.

—Me preocupa —respondió ávido— la farmacia de aquí al lado. ¿Qué me dice de eso?

Me disponía a contestar que no tenía idea de a qué se refería, pero cerré de golpe la boca. La Farmacia Bridgton estaba abierta la víspera, cuando llegamos en el coche. No la lavandería, pero sí la farmacia, que tenía abiertas las puertas, sujetas con cuñas, para que entrase un poco de fresco: el corte del fluido eléctrico la había dejado, claro está, sin acondicionamiento de aire. Y la entrada de la farmacia no quedaba a más de ocho metros de la puerta del supermercado. Así pues, ¿por qué…?

—¿Por qué no ha aparecido por aquí ninguno de los que estaban en la farmacia? —se me anticipó Miller en la pregunta—. Han pasado dieciocho horas. ¿Acaso no tienen hambre? ¿O va a decirme que la sacian con tarritos de alimento infantil, o comiendo compresas?

—Hay provisiones allí —repuse—. Siempre han vendido alimentos de régimen, galletas dietéticas, y qué sé yo cuántas otras cosas. Sin contar con todos los caramelos…

—A mí me cuesta creer que nadie se conforme con eso, habiendo aquí toda clase de artículos.

—¿Y concretando?

—Concretando, que quiero salir de aquí, pero sin que se me meriende algún monstruo de película de la Serie B. Podríamos formar un grupo de cuatro o cinco personas, llegarnos a la farmacia y ver qué ocurre allí. Como una especie de sondeo.

—¿Y eso es todo?

—No, queda algo más.

—¿A saber?

—La tipa esa —señaló, con un brusco movimiento del pulgar, uno de los pasillos centrales—. Esa loca. Esa bruja.

Se refería a la señora Carmody, que ya no estaba sola: dos mujeres se le habían unido. A juzgar por sus ropas, de vistosos colores, serían turistas, o veraneantes, dos infelices que a lo mejor habían dejado a la familia con aquello de: «me acerco un momento a la ciudad, a por un par de cosas», y que en ese momento estarían consumidas de ansia a cuenta del marido y de los hijos. Mujeres que estarían dispuestas a agarrarse a un clavo ardiendo. Quizás incluso al tenebroso consuelo de la anticuaria.

Su traje brillaba con matices siniestros. En cuanto a ella, mientras hablaba y accionaba, su semblante era duro, torvo. Las dos mujeres de llamativa indumentaria (llamativa, pero, desde luego, no como la de la Carmody, con su conjunto de chaqueta y pantalón y su bolso como una alforja, todavía sujeto bajo el brazo) la escuchaban embelesadas.

—Ella es otra de las razones por las que quiero salir de aquí, Drayton. Al anochecer tendrá un auditorio de seis personas. Y si esta noche vuelven los bichos rosados y los pájaros, para cuando amanezca tendrá a su alrededor toda una feligresía. Y entonces será cuestión de preocuparse, a ver a quién señala como víctima de un sacrificio con que mejorar la situación. ¿Seré yo, o usted, o ese tipo, Hatlen? ¿O será acaso su chico?

—Eso es una idiotez —repliqué.

Pero ¿lo era? El escalofrío que me recorrió la espalda decía que no forzosamente. La boca de la anticuaría estaba en constante movimiento. Las turistas no despegaban los ojos de sus arrugados labios. ¿Era verdaderamente una idiotez? Pensé en los polvorientos animales disecados, bebiendo en su arroyo de espejo. La Carmody tenía poderes. Incluso mi mujer, de ordinario tan sensata y equilibrada, invocaba con malestar el nombre de la vieja.

«Esa loca —la había llamado Miller—. Esa bruja».

—Una cosa está clara —dijo Miller—, y es que la gente, aquí, está viviendo una situación capaz de enloquecer a cualquiera —señaló el rojo reticulado de las vidrieras, hendido, retorcido, deformado—. ¿Ve esos marcos? Así deben de sentir el cerebro. Al menos, así siento yo el mío, se lo aseguro. Me he pasado la mitad de la noche pensando que sin duda había perdido el juicio, que estaba en el manicomio, con una camisa de fuerza, desvariando sobre tentáculos y dinosaurios voladores, y que todo desaparecería en cuanto llegara el celador y me diera un calmante —estaba pálido y tenía tenso el rostro. Desvió los ojos hacia la anticuaria y volvió a centrarlos en mí—. Le aseguro que puede ocurrir. A medida que la gente se vaya desmoronando, la encontrará más convincente. Y no quiero estar aquí cuando eso ocurra.

Los labios de la Carmody, en incesante movimiento. La lengua, deslizándose sobre sus descamados dientes de vieja. Era cierto que parecía una bruja. Lo único que le faltaba era el sombrero, negro y puntiagudo. ¿Qué les estaría contando a sus dos presas de vistoso plumaje estival?

¿Lo del proyecto Punta de Flecha? ¿Lo de la Primavera Negra? ¿Hablaría de abominaciones surgidas de los sótanos de la tierra? ¿De sacrificios humanos?

Majaderías.

Y sin embargo…

—Entonces, ¿qué me dice usted?

—Sólo me comprometo a una cosa —repuse—. Intentar acercarnos a la farmacia. Usted, yo, Ollie, si quiere venir, y un par de otros voluntarios. Y después volvemos a discutirlo.

Aun eso me causaba la impresión de cruzar un insondable abismo haciendo equilibrios sobre un listón. Matarme no era forma de ayudar a Billy.

Por otra parte, tampoco lo era el quedarme allí, sentado, tocándome las narices. La farmacia quedaba a ocho metros del supermercado. No era una distancia enorme.

—¿Cuándo? —preguntó Miller.

—Concédame una hora.

—De acuerdo —dijo.

9. La expedición a la farmacia

Hablé con la señora Turman, luego con Amanda y por fin con Billy. El niño parecía encontrarse mejor. Había desayunado dos rosquillas y un tazón de chocolate. Pasado un rato, me lo llevé a dar una vuelta por los pasillos, e incluso conseguí arrancarle algunas risas. Los chiquillos tienen un pasmoso poder de adaptación. Pero estaba demasiado pálido, mostraba aún, bajos los ojos, la hinchazón producida por el llanto de la víspera, y tenía un aspecto terriblemente gastado. La suya era, en cierto modo, la cara de un viejo, como si hubiera soportado por demasiado tiempo un exceso de tensión emocional. Pero seguía vivo, y capaz de reír…, y por lo menos recordaba dónde estaba y por qué.

Terminado el paseo, nos reunimos con Amanda y con Hattie Turman, y, mientras tomábamos unos zumos en vasos de papel parafinado, le anuncié que iba a llegarme a la farmacia junto con algunos otros.

—No quiero que vayas —respondió de inmediato, ensombrecido el semblante.

—No va a pasar nada, Gran Bill. Y te traeré unas historietas del Hombre Araña.

—¡Quiero que te quedes! —la suya no era ya una expresión ensombrecida: amenazaba tormenta.

Le agarré la mano. La retiró bruscamente. Se la volví a tomar.

—Billy, tenemos que salir de aquí tarde o temprano. Lo comprendes, ¿verdad?

—Cuando se vaya la niebla… —pero hablaba sin la menor convicción, y volvió a su zumo, que bebía despacio y sin gusto.

—Billy, llevamos aquí casi un día entero.

—Quiero volver con mamá.

—Bien, pues lo que te digo puede ser el primer paso.

—No le dé esperanzas al niño antes de tiempo, David —intervino la señora Turman.

—Qué diablos —repliqué vivamente—, finalmente tendrá que confiar en algo.

La mujer bajó los ojos.

—Sí, supongo que sí.

Billy no había prestado atención a ese intercambio de palabras.

—Papá… papá, hay cosas ahí afuera —dijo—. Cosas.

—Sí, ya lo sabemos. Pero parece que la mayor parte, no todas pero la mayor parte, no salen a acosarnos sino de noche.

—Esperarán —dijo. Mantenía fijos en los míos sus ojos, grandes como platos—. Esperarán en la niebla y, cuando te vean salir, vendrán a comérsete. Como en los cuentos de ogros —me abrazó con la fiereza del pánico—. Por favor, papá, no vayas.

Con toda la suavidad posible, me libré de su abrazo y le dije que era necesario que fuese.

—Pero volveré, Billy.

—Muy bien —dijo, huraño; pero ya no quiso mirarme.

No creía que fuera a volver. Lo proclamaba su cara, donde el pesar y la desazón sustituían el enfurruñamiento. De nuevo me pregunté si obraría acertadamente. Y entonces, de forma casual, la mirada se me fue hacia el pasillo del centro y vi a la señora Carmody. Se había hecho con un tercer oyente, un hombre de mejillas hirsutas de barba blanca y ojos inyectados en sangre y de expresión malévola. Su descompuesto semblante y sus manos trémulas hablaban, casi a gritos, de resaca. ¿Y quién era aquel sujeto? Pues nada menos que nuestro amigo Myron LaFleur, el que había mostrado tan poco reparo en mandar a hacer a un muchacho el trabajo que correspondía a un hombre.

«Esa loca. Esa bruja».

Besé a Billy y le abracé con fuerza. Y, a continuación, me encaminé a la parte delantera del local. Pero evitando el pasillo de los artículos para el hogar. No quería atraerme la atención de la anticuaria.

Recorridas tres cuartas partes del camino, Amanda me dio alcance.

—¿De veras tiene que ir? —me preguntó.

—Sí, eso creo.

—Perdóneme que se lo diga, pero me parece puro machismo idiota —los pómulos se le habían sonrojado, y tenía los ojos más verdes que nunca; no estaba enojada, sino furiosa.

La tomé del brazo y le resumí mi conversación con Dan Miller. El misterio de los coches y el hecho de que ninguno de los clientes de la farmacia hubieran venido al supermercado no parecieron impresionarla demasiado. Sí lo hizo, en cambio, el asunto de la Carmody.

—Miller podría estar en lo cierto —dijo.

—¿De veras lo cree?

—No sé. Esa mujer tiene algo de ponzoñoso. Si el miedo de la gente se agudiza lo bastante y dura el tiempo suficiente, seguirán a cualquiera que prometa una solución.

—¿Hasta llegar al sacrificio humano, Amanda?

—Los aztecas los practicaban —respondió impertérrita—. Atienda, David. Si algo ocurre…, a la menor cosa…, regrese. Eche a correr, si es necesario. No por mí; lo de anoche fue bonito, pero eso fue anoche. Hágalo por su hijo.

—Sí. Lo haré.

—Ojalá —concluyó.

De pronto presentaba el mismo aspecto que Billy, macilento y avejentado. Se me ocurrió pensar que la mayoría de nosotros debía de ofrecer ese mismo semblante. Pero no la Carmody: a la anticuaria se le veía en cierto modo rejuvenecida, más vital, como si estuviera en su elemento, como si todo aquello le encantase.

No nos pusimos en marcha hasta las nueve y media. La expedición la componíamos siete: Ollie, Dan Miller, Mike Hatlen, Jim, el viejo amigo de Myron LaFleur (con resaca a su vez, pero al parecer decidido a expiar sus culpas), Buddy Eagleton y yo. La séptima era Hilda Reppler, a quien Miller y Hatlen, poco entusiasmados, trataron de disuadir; pero la mujer no quiso ni oír hablar de ello. Por mi parte, ni siquiera intenté convencerla. La consideraba más competente que la mayoría de los otros, exceptuando, tal vez, a Ollie. Llevaba consigo una bolsa de lona repleta de botes de insecticida, todos ellos destapados y listos para el combate. En la mano libre tenía una raqueta de tenis, procedente de un exhibidor de artículos deportivos situado en el segundo pasillo.

—¿Qué se propone hacer con eso, señora Reppler? —le preguntó Jim.

—No lo sé. Pero me siento a gusto con ella en la mano —repuso con una voz contenida, crispada, que tenía el timbre de la eficiencia. Y observando al otro detenidamente, con mirada fría, añadió—: Tú eres Jim Grondin, ¿no? ¿No te tuve a ti en mi clase?

Jim sonrió con malestar, tensos los labios.

—Sí, señora. A mí y a mi hermana Pauline.

—¿Se te fue anoche la mano con la bebida?

El otro, que le sacaba medio cuerpo de estatura y probablemente pesaba cuarenta kilos más que ella, se sonrojó hasta las raíces del pelo, que llevaba cortado al estilo legionario.

—No, lo que…

La mujer le dio la espalda, dejándolo con la palabra en la boca.

—Cuando quieran —dijo.

Todos llevábamos algún objeto defensivo, aunque como armamento habría que calificarlo de heterodoxo. Ollie tenía la pistola de Amanda; Buddy Eagleton, una barra de hierro que había encontrado por la parte trasera del local; yo, un mango de escoba.

—Muy bien —dijo Dan Miller, levantando un poco la voz—. A ver ¿quieren prestarme atención un momento?

Una docena de curiosos se había acercado a la puerta de salida. Formaban un grupo desperdigado, a cuyo extremo se encontraban la Carmody y sus nuevos amigos.

—Vamos a acercarnos a la farmacia, para ver cuál es allí la situación. Es de esperar que podamos traer algo que alivie a la señora Clapham —se refería a la anciana que había resultado atropellada la víspera: tenía rota una pierna y sufría grandes dolores.

Miller paseó entre nosotros con la mirada.

—No es cuestión de correr riesgos —continuó—. Al primer indicio de peligro, hay que regresar sin pérdida de tiempo…

—¿Y atraer sobre nosotros todas las furias del averno? —le atajó a gatos la Carmody.

—¡Tiene razón! —terció una de las veraneantes—. ¡Harán que reparen en nosotros! ¡Los traerán aquí! ¿Por qué no dejan como está una situación aceptable?

Entre los que se habían congregado para asistir a nuestra partida, sonaron murmullos de asentimiento.

—A esto, señora —intervine—, ¿le llama usted una situación aceptable? La forastera bajó los ojos.

La señora Carmody avanzó un paso. Echaba rayos por los ojos.

—¡Perderá la vida ahí fuera, David Drayton! ¿Qué quiere, dejar huérfano a su hijo?

Levantó la mirada y nos asaeteó con ella. Buddy Eagleton dejó caer la vista, y simultáneamente blandió la barra de metal como para rechazar violentamente a la anticuaria.

—¡Todos morirán ahí fuera! ¿Acaso no comprenden que ha llegado el fin del mundo? ¡El Maligno ha sido liberado! Luce la estrella de la Amargura. ¡Despedazarán a cualquiera que cruce esa puerta, y luego, como acaba de decir esta buena mujer, vendrán en busca de los que quedemos! ¿Vais a permitir que ocurra eso? —esa pregunta la dirigía a los mirones, entre los cuales se oyeron susurros—. ¿Permitiréis eso después de lo que ayer les ocurrió a los descreídos? ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La m…!

Inesperadamente, una lata de guisantes que había cruzado el aire desde dos cajas más allá, alcanzó a la Carmody en el pecho izquierdo. La anticuaria dio un tumbo hacia atrás, con un graznido de sobresalto.

Amanda se adelantó hacia ella.

—Calle —dijo—. Cállese, buitre miserable.

—¡Es la sierva del Impuro! —gritó la Carmody. Una atemorizada sonrisa se dibujo en su rostro—. ¿Con quién durmió usted anoche, señora? ¿Con quién se acostó? La Madre Carmody ve; ah, sí: la Madre Carmody ve lo que pasa inadvertido a otros.

Pero el momentáneo hechizo que creara con su intervención se había disipado, y Amanda le sostuvo con firmeza la mirada.

—¿Qué, salimos o nos vamos a quedar aquí todo el día? —exclamó la señora Reppler.

Y salimos. Sí, válgame Dios, salimos.

Dan Miller iba en cabeza, Ollie ocupaba el segundo lugar, y yo, precedido por la señora Reppler, cerraba la fila. Estaba asustado, creo, como nunca en mi vida, y notaba sudorosa la mano con que asía el mango de la escoba.

Se percibía aquel fino olor acre de la niebla, aquel olor anormal. En el tiempo que me llevó cruzar la puerta, Miller y Ollie se habían desvanecido ya en la bruma, y Hatlen, que marchaba tercero, estaba a punto de perderse de vista.

«Sólo ocho metros —me repetía yo—. Ocho metros nada más».

La señora Reppler caminaba frente a mí con paso lento y seguro, balanceando ligeramente la raqueta en la diestra. A nuestra izquierda se elevaba un muro de aglomerado rojo. Del lado contrario, la primera línea de coches se perfilaba en la niebla como un buque fantasma. Aparecieron un segundo barril de desperdicios y, detrás, el banco en que solía sentarse la gente que esperaba turno para utilizar el teléfono público. «Tan sólo ocho metros. Miller ha llegado ya probablemente. Ocho metros son nada más que diez o doce pasos, de modo que…».

—¡Oh, Dios mío! —gritó Miller—. ¡Oh, Dios bendito, mirad esto!

Sí, por cierto: Miller había llegado ya.

Buddy Eagleton, que marchaba delante de la señora Reppler, se dio la vuelta, los ojos dilatados y fijos, con ánimo de echar a correr. La maestra le golpeó suavemente el pecho con la raqueta y dijo, en aquel tono suyo, duro y un poco crispado:

—¿Adónde piensa ir usted?

Y a eso se redujo el pánico.

Los demás nos reunimos con Miller. Yo hurté una mirada hacia el supermercado: la niebla lo había engullido. El rojo muro de aglomerado se disolvía en un rosa desvaído, y luego, probablemente a un metro y medio de la puerta por la que habíamos salido, se esfumaba por completo. Me sentí aislado y solo como nunca en mi vida. Era como separarse para siempre del útero materno.

En la farmacia se había desarrollado una matanza.

Miller y yo estábamos muy cerca del cuadro… casi encima. Estaba claro que los seres que poblaban la niebla se regían básicamente por el olfato. La vista no les hubiera servido casi de nada. El oído, algo más; pero, como ya he dicho, la niebla deforma curiosamente la acústica, de modo que sonidos distantes se antojaban cercanos, y en ocasiones ocurría a la inversa. Los seres que poblaban la niebla recurrían a su instinto más certero. Les guiaba el olfato.

A los que nos encontrábamos en el supermercado nos había salvado, más que otra cosa, el corte de fluido eléctrico. Inmovilizadas sus puertas de cédula fotoeléctrica, el local estaba como sellado cuando llegó la niebla. Las puertas de la farmacia, en cambio, se hallaban abiertas: eliminado el acondicionamiento de aire por el apagón, las dejaron sujetas con cuñas, para que entrase un poco de brisa. Sólo que, con ésta, entró algo más.

Un hombre que vestía una camiseta color café yacía de bruces en el umbral. La prenda me pareció de color café, hasta que advertí unas pocas manchas blancas en su parte baja; me percaté entonces de que en su momento había sido completamente blanca. El resto era sangre seca. Y había algo más, que no comprendí de inmediato, ni siquiera después de que Eagleton se volviese y rompiera a vomitar violentamente. Será que cuando a alguien le ocurre algo tan… tan extremo, la mente, al principio, se niega a asimilarlo, a menos, quizá, que ocurra en tiempo de guerra.

Le faltaba la cabeza: he aquí lo que me desconcertó. Como las piernas se extendían, abiertas, hacia el interior de la farmacia, la cabeza debía de haber estado sobre el escalón de la entrada. Pero no estaba.

Jim Grondin, incapaz ya de sufrir aquello, se volvió hacia mí, ambas manos sobre la boca y los enrojecidos ojos clavados con expresión demente en los míos. Y dando tumbos emprendió el regreso al supermercado.

Los otros no advirtieron nada. Miller había entrado en el local. Mike Hatlen le siguió. La señora Reppler se encontraba plantada, raqueta en mano, a un lado de la puerta de doble hoja. Ollie, con la pistola de Amanda en la mano y apuntada hacia la acera, ocupaba el otro extremo de la puerta.

—Me parece que estoy perdiendo toda esperanza, David —dijo en voz baja.

Eagleton, apoyado flojamente en la casilla del teléfono público, tenía el aire de quien acaba de recibir malas noticias de casa. Sus anchos hombros se agitaban por la fuerza de los sollozos.

—Todavía no estamos acabados —le contesté a Ollie, y entré en el local: no quería hacerlo, pero le había prometido a mi hijo un libro de historietas.

La Farmacia Bridgton era un caos indescriptible. Había libros de bolsillo y revistas regados por todas partes. Casi junto a mis pies se encontraban un ejemplar del Hombre Araña y otro del Increíble Hulk. Los recogí sin pensarlo y me los guardé en el bolsillo trasero. Los pasillos aparecían sembrados de cajas y botellas. Una mano sobresalía por encima de un estante.

La incredulidad me envolvió como una ola. Los destrozos, la carnicería, eran lo bastante horribles. Pero, además, daba la impresión de que se hubiera celebrado allí una fiesta desenfrenada. Colgaban por todas partes lo que se hubieran dicho serpientes. Sólo que no eran ni planas ni anchas; parecían más bien tiras de cables muy delgados. Me extrañó su color, del mismo blanco intenso de la niebla, y entonces me recorrió la espalda un estremecimiento frío como la escarcha. Si aquello no era papel rizado, ¿qué era? Aquí y allá, revistas y libros pendían de las tiras.

Mike Hatlen estaba hurgando con el pie en un extraño objeto negro, largo y peludo.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular.

Y repentinamente lo comprendí. Comprendí lo que había causado la muerte de los infelices que se encontraban en la farmacia cuando llegó la niebla, la muerte de la gente que había tenido la mala fortuna de ser olida. Olida…

—Fuera —dije. Reseca como tenía la boca, la palabra brotó como una bala cubierta de pelusilla—. Fuera de aquí.

Ollie me miró.

—¿David…?

—Son telarañas —añadí.

Y en ese momento sonaron dos gritos en la niebla. Uno, quizá de miedo. Y el otro de dolor. Este último era de Jim. Si tenía deudas que pagar, las estaba saldando.

—¡Salid! —les grité a Mike y a Dan Miller.

Y entonces algo llegó flotando de la bruma. Con la blancura del fondo, era imposible verlo; pero lo oí. Emitió el sonido de un flojo latigazo. Y lo divisé cuando se le enroscó a Buddy Eagleton en la pernera de los tejanos, a la altura del muslo.

Eagleton lanzó un grito y se asió a lo primero que encontró a mano, que resultó ser el teléfono. El auricular cayó de su rodilla y quedó balanceándose al extremo del cordón.

—¡Oh, Dios mío, cómo DUELE! —exclamó Buddy.

Ollie quiso agarrarle, y entonces vi lo que estaba ocurriendo. Y al mismo tiempo comprendí por qué le faltaba la cabeza al hombre tendido en el umbral. El fino hilo blanco que se le había enrollado a Eagleton en la pierna como una cuerda de seda, se le estaba hundiendo en la carne. Cortada limpiamente la tela del pantalón, la hebra se le hincaba en la pierna. Y según iba ahondando, la sangre afloraba al bien dibujado tajo circular.

Ollie tiró de él con fuerza. A un tenue chasquido, Buddy quedó libre.

La conmoción le había amoratado los labios.

Mike y Dan venían hacia nosotros, pero demasiado despacio. Y entonces Dan tropezó con varios hilos colgantes, y se quedó prendido en ellos exactamente como un insecto en un papel matamoscas. Se soltó con un formidable tirón, dejando un jirón de camisa en la telaraña.

El aire se pobló súbitamente de aquellos lánguidos latigazos, y a nuestro alrededor aparecieron lanzantes hebras por todas partes, impregnadas de la misma corrosiva sustancia. Más por suerte que por habilidad, esquivé dos de ellas. Una fue a parar a mis pies y oí un siseo de alquitrán fundido. Otra llegó flotando hacia la señora Reppler, que la rechazó serenamente con la raqueta. Al prenderse el hilo en ésta con firmeza, varios agudos ¡ting! hendieron el aire, conforme las cuerdas estallaban corroídas. Fue como si alguien hubiera pellizcado rápidamente las cuerdas de un violín. Un instante más tarde, un segundo hilo se enroscaba en la parte superior del mango, y la raqueta salía disparada hacia la niebla.

—¡Volved! —gritó Ollie.

Emprendimos el regreso. Ollie sostenía a Eagleton con un brazo. Dan Miller y Mike Hatlen flanqueaban a la señora Reppler. De la niebla seguían brotando blancos hilos, invisibles a menos que se los percibiese sobre el fondo rojizo de la pared de aglomerado.

Uno se le prendió a Mike en el brazo izquierdo. Otro le rodeó el cuello en una serie de rápidos chasquidos ascendentes. La yugular le estalló en un explosivo borbotón, y salió arrastrado, con la cabeza oscilando. Por el camino perdió un mocasín, que quedó en el suelo, de lado.

Buddy dio de improviso un tumbo hacia el frente, que estuvo a punto de hacer caer a Ollie de rodillas.

—Se ha desmayado, David —dijo éste—. Ayúdame.

Enlacé a Eagleton por la cintura y lo arrastramos torpemente, a trompicones. Aun sin sentido, Eagleton seguía aferrando su barra de hierro. La pierna que había sido ceñida por la hebra flotadora le colgaba junto al cuerpo en un ángulo espantoso.

La señora Reppler, que se había dado la vuelta, exclamó con su voz cascada:

—¡Cuidado! ¡A su espalda!

Empezaba a volverme, cuando uno de los hilos de araña descendió flotando sobre la cabeza de Dan Miller. Éste lanzó las manos en aquella dirección, aspando con ellas el aire.

Una de las arañas había salido de la niebla detrás de nosotros. Era del tamaño de un perro grande. Su cuerpo, negro, tenía estrías amarillas. «Sus colores típicos», pensé disparatadamente. Sus ojos eran de un rojo púrpura, como granadas. Trotó dinámicamente hacia nosotros sobre quizá no menos de doce o catorce patas de múltiples coyunturas; no se trataba de una araña ordinaria ampliada a dimensiones de película de horror, era algo enteramente distinto, y quizá no fuese en modo alguno una araña. De haberlo visto, Mike Hatlen habría comprendido qué era en realidad aquella masa negra, velluda, que había estado hurgando con el pie en la farmacia.

Según se acercaba, iba sacando su hilo de un orificio ovalado que mostraba en la parte superior de la panza. Las hebras flotaron hacia nosotros en una proyección como de abanico. A la vista de aquella pesadilla, que tanto me recordaba a las viudas negras que había observado en los rincones oscuros de nuestro cobertizo del río, rumiando sobre los cadáveres de las moscas y los pequeños insectos que eran sus víctimas, noté que mi mente pugnaba por librarse de sus ataduras. Ahora creo que fue sólo el pensar en Billy lo que me permitió conservar una apariencia de cordura. Emití no sé qué especie de sonido. ¿Risa? ¿Llanto? ¿Un grito? No lo sé.

Pero Ollie Weeks se mantenía firme como una roca. Alzando la pistola de Amanda con toda la calma de un hombre que se ejercitase en un campo de tiro, vació pausadamente el cargador, a quemarropa, sobre la bestia. Fuera ésta lo que fuese, no era invulnerable. De su cuerpo brotó a borbotones algo así como un pus negro, y eso vino acompañado de una especie de espantoso maullido, tan bajo, que más que oírse se sintió, como una nota grave surgida de un sintetizador. Y a renglón seguido echó a correr en dirección inversa y desapareció en la niebla.

Sin el testimonio de los charcos de negra sustancia viscosa que el animal había dejado a su paso, podría haberse tomado por una alucinación, producto de un horrible sueño narcótico…

Con un ruido metálico, Buddy dejó caer por fin su barra.

—Ha muerto —dijo Ollie—. Suéltale, David. Ese maldito bicho le acertó en la femoral; está muerto. Larguémonos de aquí, por Cristo.

La cara volvía a chorrearle sudor, y los ojos resaltaban desorbitados en su cara redonda. Un hilo llegó flotando ágilmente y se le posó en el revés de la mano. Ollie lo partió lanzando el brazo en un rápido arco. El contacto le había dejado un verdugón.

A un nuevo grito de advertencia de la señora Reppler, nos volvimos hacia ella. Otra araña surgida de la bruma había lanzado sus patas alrededor de Dan Miller en el abrazo de un amante vesánico. Dan acometió contra ella a fuerza de puños. En el momento en que yo me agaché para tomar la barra de Eagleton, el animal empezó a envolver a Miller en su hilo letal, y la pugna del hombre se convirtió en una danza de la muerte, horrorosa en su denuedo.

La señora Reppler avanzó hacia la araña, tendido el brazo y empuñando un bote de insecticida. Cuando el bicho hacía por agarrarla, la maestra apretó el pulsador, y una nube de la mortífera sustancia salió proyectada hacia uno de los destellantes ojos de gema. De nuevo sonó uno de aquellos maullidos ultragraves. Como estremeciéndose en toda su masa, la araña empezó a recular dando tumbos y raspando la acera con las peludas patas. Y tras de sí se llevó, rodando y chocando, el cuerpo de Dan Miller. La señora Reppler le arrojó al animal el recipiente de insecticida. Éste rebotó en el cuerpo de la araña y fue a parar a tierra con un repique. Después de golpear con un costado un pequeño coche deportivo, que del impacto se balanceó sobre sus suspensiones, el monstruo desapareció.

Me acerqué a la señora Reppler. Estaba a punto de perder el equilibrio y tenía una palidez mortal. La enlacé con un brazo.

—Gracias, joven —dijo—. Me siento un poco mareada.

—No hay nada que agradecer.

—Si hubiera podido, le habría salvado.

—Ya lo sé.

Ollie se reunió con nosotros. Por todas partes caían hilos a nuestro alrededor. Echamos a correr hacia el supermercado. Uno de los filamentos cayó en la bolsa de la maestra y se hundió en la lona. La mujer se aferró a su pertenencia, tirando de ella con ambas manos, pero le fue arrebatada. Salió despedida hacia la bruma, dando tumbos.

Cuando ya alcanzábamos la puerta, una araña más pequeña, de no mayor tamaño que un cachorro de cocker, salió corriendo de la niebla y bordeó el edificio. Aquélla no generaba hilo. Quizá no tuviera aún la madurez necesaria.

Mientras Ollie empujaba la puerta con el hombro, a fin de dejar paso a la señora Reppler, yo lancé la barra contra el bicho, a modo de jabalina, y lo empalmé. Se retorció enloquecido, desgarrando el aire con las patas; me pareció que sus ojos encontraban los míos, que se fijaban en mi persona…

—¡David! —gritó Ollie, que seguía sujetando la puerta.

Corrí al interior. Ollie me siguió.

Rostros lívidos, asustados, se volvieron hacia nosotros. Al salir éramos siete; regresábamos tres. Ollie se reclinó en el cristal de la puerta, el abombado pecho sacudido por una respiración afanosa. Se puso a cargar nuevamente la pistola de Amanda. Tenía pegada al cuerpo la blanca camisa de su uniforme de encargado, bajo cuyos brazos habían aparecido grandes manchas de sudor.

—¿Qué ha sido? —preguntó alguien con voz ronca, ahogada.

—Arañas —replicó ceñuda la señora Reppler—. Las muy puercas me han robado la bolsa de la compra.

En ese momento, Billy se me arrojó en los brazos, llorando. Le abracé. Con toda el alma.

10. El influjo de la señora Carmody. La segunda noche en el supermercado. El choque final

Me correspondía dormir, y no recuerdo nada de lo sucedido en las tres horas siguientes. Aunque, según Amanda, hablé mucho en sueños y grité en una o dos ocasiones, no guardo memoria de aquéllos. Me desperté por la tarde, con una sed espantosa. Parte de la leche se había estropeado, pero también la había en buenas condiciones. Me bebí un litro.

Billy, la señora Turman y yo estábamos juntos. Amanda se reunió con nosotros seguida por el hombre de avanzada edad que había ofrecido intentar hacerse con la carabina que tenía en el portamaletas. Recordé que se llamaba Cornell, Ambrose Cornell.

—¿Qué tal se siente, hijo? —me preguntó el hombre.

—Bien —lo cierto, sin embargo, es que seguía sediento y que me dolía la cabeza. Enlazando a Billy con el brazo, miré alternativamente a Amanda y a su acompañante—. ¿Qué ocurre?

—Al señor Cornell le preocupaba la Carmody —respondió ella—. Y a mí también.

—Billy, acompáñame a dar una vuelta —intervino Hattie Turman.

—No quiero —respondió el niño.

—Venga, Gran Bill, acompáñala —le dije.

Obedeció… de mala gana.

—Y bien, ¿qué pasa con la Carmody? —quise saber.

—Está alborotando el gallinero —explicó Cornell. Me miró con la severidad de los viejos—. Creo que tendríamos que poner coto a eso. Por cualquier medio posible.

—Ya tiene casi una docena de oyentes —terció Amanda—. Parece un servicio religioso, pero con locos.

Me vino al recuerdo una conversación que había mantenido con un escritor amigo mío, que vivía en Otisfield y sacaba adelante a su familia —la esposa y dos hijas— criando gallinas y presentando anualmente una novela de espías. Como saliese a colación la gran popularidad obtenida por la literatura fantástica, me dijo que en los años cuarenta la publicación Historias Extraordinarias pagaba verdaderas miserias por los originales, y que una década más tarde había ido a la quiebra. Cuando las máquinas fallan (añadió, mientras su mujer miraba huevos al trasluz y los gallos alborotaban en el patio), cuando falla la tecnología y fallan los sistemas religiosos tradicionales, la gente necesita aferrarse a algo. Ni el deambular nocturno de un zombi resulta tan pavoroso como la desintegración de la capa de ozono bajo el ataque conjunto del fluorocarbono de millones de botes de sustancias pulverizadas.

Llevábamos treinta y seis horas encerrados en el mercado y no habíamos sido capaces de hacer absolutamente nada. Nuestra única expedición al exterior se había saldado con un cincuenta y siete por ciento de bajas. No tenía nada de asombroso que la Carmody se estuviera convirtiendo en un valor en alza.

—¿De veras tiene una docena de oyentes? —insistí.

—Bueno, no: sólo ocho —precisó Cornell—. ¡Pero es que no calla ni un instante! Parece uno de aquellos discursos de diez horas que solía pronunciar Castro. Es una condenada obstruccionista.

Ocho personas. No eran muchas, ni siquiera las suficientes para completar un jurado. Y sin embargo, comprendí la preocupación que ambos tenían pintada en la cara: al ser ocho, se convertirían en el grupo político más numeroso del lugar, en particular tras la desaparición de Miller y Hatlen. La idea de que ese grupo mayoritario estuviera prestando oídos a los desvaríos de la anticuaria, sobre las simas del averno y la ruptura de los siete sellos, me producía una agudísima sensación de claustrofobia.

—Otra vez está hablando de sacrificios humanos —señaló Amanda—. Cuando Bud Brown se le acercó y le dijo que le prohibía seguir disparatando de aquella forma en su tienda, dos de los que están a su lado, uno de ellos ese tal LaFleur, replicaron que era él quien debía cerrar el pico, porque éste era todavía un país libre. Como Brown se negó a callar, hubo… bueno, creo que podríamos llamarlo una agarrada.

—Brown terminó sangrando por la nariz —dijo Cornell—. Esa gente va en serio.

—Pero no llevarán las cosas —objeté— hasta el extremo de matar a nadie.

Cornell repuso en voz baja:

—Como persista la niebla, no sé hasta dónde son capaces de llegar. Ni quiero averiguarlo. Me propongo salir de aquí.

—Es fácil decirlo…

Sin embargo, una idea empezaba a abrirse paso en mi cerebro. El olor. Ésa era la clave. A los que estábamos en el supermercado nos habían dejado más o menos en paz. Era posible que los bichos rosados, como la mayor parte de los insectos ordinarios, se vieran atraídos por la luz. En cuanto a los pájaros, sólo buscaban su fuente de alimentación. Pero los grandes monstruos nos habían dejado tranquilos, salvo en las ocasiones en que por una razón u otra rompimos nuestro aislamiento. De una cosa estaba seguro: la carnicería de la Farmacia Bridgton se había producido porque sus puertas estaban abiertas de par en par. A juzgar por el sonido, el ser o los seres que habían dado cuenta de Norton y de su grupo eran del tamaño de una casa, y ello no obstante, no se habían acercado a nosotros. Eso significaba tal vez…

Sentí la imperiosa necesidad de hablar con Ollie Weeks.

—Me propongo salir de aquí, aunque me cueste la vida —declaró Cornell—. No tengo intención de pasarme el resto del verano en este local.

—Ha habido cuatro suicidios —dijo Amanda inesperadamente.

—¿Cómo? —lo primero que me vino a la cabeza, con un vivo sentimiento, en cierto modo de culpa, fue que, por lo que fuera, habían descubierto los cadáveres de los soldados.

—Píldoras —fue la lacónica respuesta de Cornell—. Yo y otros dos nos llevamos los cuerpos a la trastienda.

Tuve que reprimir la risa. Habíamos montado en el almacén una funeraria en toda regla.

—Vamos quedando pocos —concluyó Cornell—. Yo quiero marcharme.

—No conseguirá llegar a su coche. Créamelo.

—Pero si está en la primera fila —insistió—. Hay menos distancia que hasta la farmacia.

No quise contestarle. No era el momento.

Cosa de una hora más tarde encontré a Ollie, plantado junto al mostrador de las cervezas, tomándose una. Aunque con semblante impasible, parecía observar atentamente a la Carmody. Por lo visto, la anticuaria era infatigable. Y, desde luego, estaba hablando de sacrificios humanos, con la sola diferencia de que ya nadie la mandaba callar. Algunos de los que lo habían hecho la víspera, ahora formaban en su grupo, o por lo menos se mostraban dispuestos a escuchar. El resto se encontraba en minoría.

—Es posible que de aquí a mañana los haya convencido —comentó Ollie—. A lo mejor me equivoco… pero, en caso contrario, ¿a quién crees que designará ese honor?

Bud Brown le había plantado cara. Y también Amanda. Y estaba el hombre que la había abofeteado. Y yo, claro está.

—Ollie —dije—, creo que un grupo de cinco o seis personas podríamos salir de aquí. No sé hasta dónde llegaríamos, pero creo que al menos podríamos salir.

—¿Cómo?

Le expuse mi plan, que era bastante sencillo. Si cruzábamos a la carrera hasta mi Saab y entrábamos apresuradamente, no percibirían olor humano alguno, a condición de que mantuviéramos cerradas las ventanillas.

—¿Y si les atrae algún otro olor? —objetó Ollie—. El del escape, por ejemplo.

—En tal caso estamos perdidos —convine.

—¿Y el movimiento? —agregó—. El movimiento del coche en la niebla podría atraerlos, David.

—No lo creo. Si no hay olor de presas humanas, no. Creo de veras que en eso estriba la posibilidad de escapar.

—Pero no lo sabes.

—Con certeza, no.

—¿Adónde irías?

—¿Inmediatamente? A casa. A buscar a mi mujer.

—David…

—Como quieras. A comprobar. A cerciorarme.

—Bichos como los de ahí afuera puede haberlos por todas partes, David. Pueden caer sobre ti nada más bajar del coche, en la misma puerta de su casa.

—Si ocurriera eso, te quedas con el Saab. Sólo te pediría que cuidases de Billy como mejor supieras y mientras te fuera posible.

Terminada la cerveza Ollie arrojó la lata al interior del frigorífico, donde chocó con el resto de los envases vacíos. La culata del arma que el marido le había dado a Amanda le asomaba por el bolsillo del pantalón.

—¿Qué rumbo seguirías? —preguntó—. ¿Hacia el sur?

—Sí, hacia el sur. E intentaría salir de la niebla. Lo intentaría con toda mi alma.

—¿Tienes gasolina?

—El depósito está casi a tope.

—Podría ser imposible salir de la niebla ¿Has pensado en eso?

Lo había hecho. Los experimentos que se traían entre manos los del proyecto Punta de Flecha podían haber lanzado toda aquella zona a otra dimensión, como quien le da la vuelta a un calcetín.

—Se me ha ocurrido —repuse—. Pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Esperar a ver a quién depara la Carmody el honor del sacrificio?

—¿Y cuándo pensabas hacerlo? ¿Hoy?

—No, ya está cayendo la tarde, y esos bichos se activan con la oscuridad. Había pensado en mañana, a primerísima hora.

—¿Quiénes iríamos?

—Tú, Billy y yo. Hattie Turman, Amanda Dumfries, este tipo mayor, Cornell, y la señora Reppler. Quizá también Bud Brown. Eso supone ocho personas, pero si Billy se sienta en las rodillas de alguien, hay sitio para todos.

—De acuerdo —dijo por fin—. Intentémoslo ¿Lo has consultado con alguien más?

—No, todavía no.

—Pues te aconsejo que no lo hagas; espera hasta eso de las cuatro de la mañana. Yo colocaré un par de bolsas con provisiones debajo de la caja más cercana a la puerta. Con un poco de suerte, podemos quitarnos de en medio sin que nadie lo advierta —los ojos se le desviaron de nuevo hacia la Carmody—. Si ésa se enterase, podría tratar de detenernos.

—¿Tú crees?

—Sí, lo creo —dijo, y agarró otra cerveza.

Esa tarde —la de ayer— transcurrió como en cámara lenta. Con el anochecer, la niebla volvió a adquirir aquel gris mate, de cromo. Lo que percibíamos del mundo exterior se fundió en la negrura alrededor de las ocho y media.

Reaparecieron los bichos rosados, y a continuación los voladores, que, abatiéndose sobre las lunas, los devoraban. Algo aullaba a ratos en la niebla, y poco antes de la medianoche, un largo, sostenido ¡Aaaa-ruuuuu! hizo que la gente se volviera hacia la oscuridad con sobrecogida expresión escrutadora. Era la clase de voz que podría emitir un enorme caimán en un pantano.

Ocurrió poco más o menos lo que Miller había predicho. Hacia la madrugada, la Carmody se había hecho con otras cinco o seis almas. Entre los nuevos se encontraba el señor McVey, el carnicero, que escuchaba en pie, con los brazos cruzados, observándola.

La anticuaria estaba excitadísima. Por lo visto, el sueño no existía para ella. Su sermón, un flujo uniforme de horrores como los concebidos por Doré, el Bosco y Jonathan Edwards, se prolongaba incesante, camino de alguna especie de clímax. Los congregados empezaron a murmurar con ella, balanceándose inconscientemente de atrás hacia adelante, como auténticos fieles en una asamblea evangélica. Los ojos brillaban, las miradas estaban vacías. Estaban hechizados por la anticuaria.

Hacia las tres —la plática continuaba, interminable, y los que no sentían interés por ella se habían retirado a la trasera del local, con ánimo de dormir un poco—, vi que Ollie colocaba una bolsa de comestibles sobre un estante, debajo de la caja más próxima a la puerta de salida. Media hora más tarde dejó otra bolsa junto a la anterior. No me pareció que nadie reparase en él. Billy, la señora Turman y Amanda dormían en grupo junto a los desnudos exhibidores de los fiambres. Me reuní con ellos y caí en un agitado entresueño.

Mi reloj indicaba las cuatro y media cuando Ollie me despertó sacudiéndome. Le acompañaba Cornell, cuyos ojos destellaban tras los cristales de las gafas.

—Es la hora, David —dijo el primero.

Sentí en el vientre un calambre nervioso, que luego pasó. Desperté a Amanda. Me había planteado las posibles consecuencias de reunir en el coche a Amanda y a Stephanie, pero la cuestión se me fue en seguida del pensamiento. En la jornada que estaba por comenzar era preferible tomar las cosas como vinieran.

Aquellos extraordinarios ojos verdes se abrieron y encontraron los míos.

—¿Qué ocurre, David?

—Vamos a tratar de salir de aquí. ¿Vienes?

—¿De qué hablas?

Mientras se lo explicaba, desperté a la señora Turman. De esa forma sólo tendría que contarlo una vez.

—Lo que dices sobre el olor —comentó Amanda—, es sólo una conjetura, supongo.

—Sí.

—A mí no me importa —dijo Hattie. Estaba pálida y, a pesar del descanso, muy ojerosa—. Haría lo que fuera, me expondría a cualquier peligro, con tal de ver otra vez el sol.

«Con tal de ver otra vez el sol». Un ligero estremecimiento recorrió mi cuerpo. Había tocado un punto muy próximo al núcleo de mis propios temores, a la sensación de irremediable fatalidad que se había apoderado de mí al ver desaparecer a Norm por la puerta del almacén, arrastrado. Entre la niebla, el sol se había convertido en una monedita de plata. Era como estar en Venus.

Lo que minaba mis fuerzas y socavaba mi voluntad no era tanto el pensar en los monstruos que pululaban en la niebla —el episodio de la barra de hierro me había demostrado que no se trataba de engendros lovecraftianos, dotados de inmortalidad, sino de seres orgánicos, vulnerables a su propia manera—, como la idea de la niebla misma. «Con tal de ver otra vez el sol». Hattie estaba en lo cierto. Por aquel solo hecho valía la pena arrostrar toda clase de calamidades.

Le dirigí una sonrisa, a la que correspondió con indecisión.

—Sí —dijo Amanda—. Yo también voy.

Me puse a despertar a Billy zarandeándole tan suavemente como pude.

—Estoy con ustedes —fue la sucinta respuesta de la señora Reppler.

Nos habíamos agrupado junto al mostrador de las carnes. Todos, salvo Bud Brown, que nos agradeció la invitación pero la declinó. No quería abandonar su puesto en el supermercado, dijo, pese a lo cual, añadió con meritoria gentileza, no le reprochaba a Ollie el que lo hiciera.

Del blanco cajón esmaltado comenzaba a surgir un desagradable tufillo dulzón, que me recordó lo que nos había pasado en casa cuando, encontrándonos de vacaciones en el Cabo por una semana, se nos averió el congelador. Pensé que a lo mejor era el olor de la carne descompuesta lo que había decidido al señor McVey a unirse al grupo de la anticuaria.

—… expiación! ¡En lo que tenemos que pensar ahora es en la expiación! ¡Se nos azota con flagelos y escorpiones! ¡Se nos castiga por hurgar en secretos que Dios mantenía sellados de antiguo! ¡Hemos visto abrirse los labios de la tierra! ¡Hemos visto horrores de pesadilla! ¡Ni la roca nos esconde de ellos, ni el árbol muerto ofrece cobijo alguno! ¿Qué le pondrá fin? ¿Qué lo detendrá?

¡La expiación! —coreó el bueno de Myron LaFleur.

—La expiación… la expiación… —susurraron los otros, indecisos.

¡Que os lo oiga con verdadero sentimiento! —gritó la Carmody.

Las venas del cuello le resaltaban, abultadas como cuerdas. La voz, aunque cascada y enronquecida a esas alturas, seguía llena de poder. Y se me ocurrió que era la niebla la que le daba ese poder —el poder de obnubilar, nunca mejor dicho, la mente humana—, de la misma manera que a los demás nos había privado de la luz del sol. Antes no era sino una vieja un poco excéntrica, propietaria de una tienda de antigüedades en una pequeña ciudad que estaba plagada de tales tiendas. Una simple vieja que guardaba en su trastienda unos cuantos animales disecados y a quien se atribuían

(esa loca… esa bruja)

… conocimientos de medicina popular. Le reconocían la facultad de encontrar agua valiéndose de una varita de madera de manzano, la de secar las verrugas y, por medio de un ungüento que vendía, borrar las pecas. Incluso había oído decir (¿no fue a Bill Giosti?) que podía uno consultar a la señora Carmody —con discreción asegurada— a propósito de su vida amorosa; que a quien tenía problemas en la alcoba, ella le proporcionaba un bebedizo que le devolvía a sus veinte años.

—¡EXPIACIÓN! —gritaron a coro.

¡Eso es: expiación! —aulló, delirante, la anticuaria—. ¡La expiación disipará la niebla! ¡Ella conjurará los monstruos y los engendros! ¡Ella nos quitará de los ojos las escamas de la niebla y nos dejará ver! —su tono bajó un punto—. ¿Y qué dice la Biblia de la expiación? ¿Qué es, a los Ojos y en el Animo de Dios, lo único capaz de lavar los pecados?

—La sangre.

Esa vez un vivo estremecimiento me sacudió todo el cuerpo hasta erizarme el vello de la nuca. La respuesta había partido de labios del señor McVey, el carnicero de Bridgton, que ya ejercía su oficio cuando yo era un chiquillo que caminaba de la creativa mano de mi padre. El señor McVey, tomando encargos y cortando carne vestido con su manchada bata blanca. El señor McVey, de larga experiencia en el manejo del cuchillo… sí, y en el del rajador y la sierra también. El señor McVey, capaz como nadie de comprender que el agente limpiador del alma ha de brotar de las heridas del cuerpo.

La sangre… —susurraron los demás.

—Papá, tengo miedo —dijo Billy; tensa y descolorida la carita, me apretó fuertemente la mano.

—¿Y si saliéramos de esta casa de locos? —le dije a Ollie.

—Ahora mismo —respondió—. En marcha.

Cuidando de no apiñarnos, enfilamos el segundo pasillo: Ollie, Amanda, Cornell, Hattie Turman, la señora Reppler, Billy y yo. Eran las cuatro y cuarto de la mañana y la niebla empezaba a iluminarse de nuevo.

—Tomad tú y Cornell las bolsas de comestibles —dijo Ollie.

—De acuerdo.

—Yo saldré primero. Tu Saab tiene cuatro puertas, ¿no?

—Así es.

—Está bien. Yo abriré la del conductor y la trasera del mismo lado. Señora Dumfries, ¿puede usted cargar a Billy?

Amanda lo tomó en brazos.

—¿Peso mucho? —le preguntó el niño.

—No, tesoro.

—Menos mal.

—Usted y Billy se colocan delante, bien pegados a la puerta contraria —prosiguió Ollie—. La señora Turman, en ese asiento, junto a usted. Tú, David, al volante. Los demás nos…

—A ver, ¿adónde van ustedes?

Era la Carmody.

Se encontraba al final del pasillo bajo cuya caja Ollie había escondido las bolsas de las provisiones. El amarillo de su conjunto de chaqueta y pantalón detonaba en la penumbra. Su cabellera, disparada en rizos grotescos que partían en todas direcciones, me recordó por un instante la de Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein. Sus ojos soltaban chispas. A su espalda, un grupo de entre diez y quince personas obstruían las dos puertas del local. Tenían el aspecto de quien acaba de sufrir un accidente de circulación, o el de quien ha visto aterrizar un ovni, o ante cuyos ojos un árbol ha desenterrado sus raíces y ha echado a andar.

Billy se estrechó contra Amanda y ocultó la cara en su cuello.

—Nos disponemos a salir, señora Carmody —repuso Ollie en tono curiosamente dulce—. Tenga la bondad de apartarse.

—No pueden salir. Hacerlo es la muerte. ¿Acaso no lo han comprendido todavía?

—No le hemos estorbado a usted para nada —intervine—. Sólo aspiramos al mismo trato.

Inclinándose, dio certeramente con las provisiones. Debía de saber desde el principio lo que planeábamos. Tiró de las bolsas y las sacó de la repisa donde Ollie las había puesto. Una se abrió por la mitad y dejó caer su contenido de latas. La otra la arrojó al suelo, donde reventó con un estrépito de vidrios rotos. Espumosos regueros de agua de seltz partieron en todas direcciones, salpicando el niquelado frontal del mostrador vecino.

—¡Ésta es la clase de gente que atrajo el castigo! —vociferó—. ¡Gente que no quiere doblegarse ante la voluntad del Todopoderoso! ¡Culpables del pecado de orgullo, altivos, de tiesa cerviz! ¡De ellos tiene que salir el sacrificio! ¡La sangre de la expiación ha de ser la suya!

Un creciente murmullo de asenso la acicateó. Lo suyo era ya un frenesí. Rociaba saliva mientras se dirigía a gritos a los que formaban a su espalda.

—¡Lo que necesitamos es el chico! ¡Haceos con él! ¡Tomadlo! ¡Necesitamos al chico!

Avanzaron en bloque, encabezados por Myron LaFleur, en cuyos ojos brillaba un gozo vacuo. Detrás mismo de él se encontraba el señor McVey, el rostro estólido, privado de expresión.

Amanda retrocedió un vacilante paso, estrechando a Billy con más fuerza. El niño le rodeaba el cuello con los brazos. Me miró aterrada.

—David, ¿qué puedo…?

¡Haceos con los dos! —chilló la anticuaria—. ¡Atrapad también a su ramera!

Se había convertido en un apocalipsis de amarillo y de siniestro júbilo. Con el bolso colgándole todavía del brazo, empezó a brincar de un lado para otro.

—¡Haceos con el chico, haceos con la ramera, haceos con los dos, haceos con todos, haceos…!

Sonó, reverberante, un solo, violento disparo.

Todo movimiento cesó, como en un aula llena de niños indómitos en la que hubiera entrado el maestro dando un inesperado portazo. Myron LaFleur y McVey se paralizaron donde estaban, a unos diez pasos de distancia. Myron miró indeciso al carnicero. Éste no correspondió a su mirada, y ni siquiera advirtió su presencia. Su semblante tenía una expresión que en las últimas dos jornadas había visto yo en demasiados rostros. Estaba ausente. Le había abandonado la razón.

Myron retrocedió, mirando a Ollie Weeks con ojos dilatados por el miedo. El retroceso se convirtió en una carrera. Rodeó el extremo del pasillo, allí tropezó con una lata, cayó, volvió a levantarse y desapareció.

Ollie mantenía la típica postura de los que practican el tiro al blanco, la pistola de Amanda asida con ambas manos. La Carmody seguía junto a la salida de la caja, las manos, cubiertas de manchas hepáticas, hincadas en el abdomen. La sangre que le brotaba entre los dedos salpicaba de rojo sus pantalones amarillos.

Por dos veces abrió la boca y volvió a cerrarla. Trataba de hablar. Por fin lo consiguió.

Todos moriréis ahí fuera —dijo, y, con mucha lentitud, cayó de frente.

El bolso le resbaló del brazo, dio contra el suelo y desparramó su contenido. Un cilindro de cartón rodó hacia nosotros y se detuvo al chocar con la puntera de mi zapato. Con irreflexivo ademán, me agaché y lo recogí. Era un cartucho de pastillas de goma consumido en su mitad. Lo solté en seguida. No quería tocar nada que perteneciese a aquella mujer.

Roto el núcleo, la «congregación» retrocedía, se dispersaba. Todos mantenían los ojos clavados en el cuerpo yacente y en la oscura sangre que se extendía bajo su masa.

—¡La habéis asesinado! —gritó alguien, presa del temor y la cólera.

Nadie señaló, sin embargo, que esto mismo planeaba hacer ella con mi hijo.

Ollie continuaba en su anterior postura, pero la boca le había empezado a temblar. Le toqué suavemente.

—Vámonos, Ollie. Y gracias.

—La he matado —dijo con voz ronca—. Vaya si la he matado.

—Sí —dije—. Y por eso te doy las gracias. Anda, vamos.

Reemprendimos la marcha.

Sin bolsas de comestibles —gracias a la señora Carmody— que me ocupasen las manos, pude cargar a Billy. Nos detuvimos un instante junto a la puerta.

—Yo no la habría abatido, David —dijo Ollie—. Si me hubiera dejado otro camino, no lo hubiera hecho.

—Lo sé.

—¿Me crees?

—Claro que sí.

—Entonces, en marcha.

Salimos.

11. El fin

Ollie avanzó ágilmente, la pistola en la diestra. Billy y yo apenas habíamos traspuesto la puerta cuando Ollie —un Ollie incorpóreo, como una imagen de televisión— había alcanzado ya mi Saab. Abrió la puerta del conductor y seguidamente la trasera. Y en ese momento algo surgió de la niebla y le partió casi por la mitad.

No llegué a ver claramente qué era, y creo que lo celebro. Me pareció de color rojo, del rojo irritado de una langosta hervida. Tenía garras. Y producía un sordo gruñido, no muy distinto del que oyéramos cuando Norton y su grupito de Racionalistas abandonaron el supermercado.

A un disparo de Ollie, las garras de la bestia retrocedieron en un movimiento de tijera, y el cuerpo de él dio la impresión de plegarse con un enorme borbotón de sangre. La pistola de Amanda se le escapó de las manos, cayó sobre la acera y se disparó. Distinguí, en un atisbo de pesadilla, dos ojos negros y mates, gigantescos, como de un pulpo descomunal, y entonces el monstruo corrió a refugiarse en la niebla, llevándose como presa lo que quedaba de Ollie Weeks. El largo cuerpo, de escorpión multisegmentado, rechinó en el pavimento.

A eso siguió un instante de elección. Es posible que todos lo sean, siquiera fugazmente. Una mitad de mi ser quería volver al supermercado a la camera, estrechando fuertemente a Billy. La otra mitad se lanzó hacia el Saab, arrojó a Billy a su interior y entró a toda prisa tras de él. Entonces Amanda soltó un grito. Fue un sonido agudo, que ascendió como en espiral hasta alcanzar una frecuencia casi ultrasónica. Billy se apretujó contra mí, la cara hundida en mi pecho.

Una de las arañas había cazado a Hattie Turman. Era un bicho grande. Derribó a la mujer, cuyas flacas rodillas quedaron a la vista, levantadas las faldas, cuando la araña se le echó encima y, acariciándole los hombros con las velludas patas, comenzó a devanar activamente su hilo.

«La anticuaría tenía razón —pensé—. Todos moriremos aquí. Moriremos sin remedio».

¡Amanda! —bramé.

No hubo respuesta. Estaba por completo enajenada. La araña se encontraba a horcajadas sobre la que había sido la niñera de Billy, una mujer aficionada a los rompecabezas y a aquéllos endemoniados damerogramas que ningún ser corriente hubiera podido resolver sin trastocarse. La blanca trama envolvía sus restos, coloreándose ya con el rojo de la sangre que brotaba conforme el corrosivo hilo se hundía en la carne.

Cornell retrocedía lentamente hacia el supermercado, los ojos como platos tras los cristales de las gafas. De pronto se dio media vuelta y echó a comer. Engarfiados los dedos, abrió la puerta y entró precipitadamente.

La grieta que había interrumpido mi pensamiento se cerró cuando, acercándose a ella con paso rápido, la señora Reppler le dio un doble bofetón a Amanda, primero con la palma de la mano y luego con el revés, que puso fin a su grito. Me acerqué a ella, la hice girar sobre sí misma y la empujé hacia el Saab.

—¡AL COCHE! —chillé.

Se puso en marcha. La señora Reppler se deslizó junto a mí, empujó a Amanda al asiento trasero, subió detrás de ella y cerró de un portazo.

Yo me desprendí a Billy de un tirón y le arrojé al interior. En el momento en que entraba a mi vez, uno de aquellos hilos de araña llegó flotando y se me posó en el tobillo. Me causó el tipo de escocedura que produce un sedal al escurrirse velozmente entre los dedos. Y era duro. Di un vivo tirón con el pie y lo rompí. Salté al volante.

—¡Cierra, cierra la portezuela, por el amor de Dios! —aulló Amanda.

Cerré. Apenas un instante más tarde, una araña topaba suavemente con la carrocería. Yo estaba a unos pocos centímetros de sus ojos, candentes, malignos, estúpidos. Sus patas, gruesas como mi muñeca, acariciaron de aquí para allá el cuadrado capó. Amanda chillaba sin parar, como una sirena de incendios.

—Calle, mujer —dijo la señora Reppler.

La araña desistió. Como no alcanzaba a olernos, ya no estábamos allí. Sobre sus numerosas patas desequilibradas, trotó de regreso hacia la niebla, se convirtió en un espectro y desapareció.

Me asomé a la ventanilla, para cerciorarme de que se había marchado, y abrí la portezuela.

—¿Qué haces? —clamó Amanda.

Pero ya sabía muy bien lo que estaba haciendo, y me complazco en pensar que Ollie hubiera hecho exactamente lo mismo. Medio sacando el cuerpo, medio inclinándolo, me hice con la pistola. Algo avanzó rápidamente hacia mí, pero no llegué a ver qué era. Salté de nuevo al interior y cerré con fuerza.

Amanda rompió en sollozos. La señora Reppler la rodeó con el brazo y la consoló enérgicamente.

Billy dijo:

—¿Vamos a casa, papá?

—Lo intentaremos, Gran Bill.

—Está bien —dijo en voz queda.

Pasé un terrible instante al descubrir que no tenía las llaves del coche. En vano recorrí todos los bolsillos. Luego, imponiéndome calma, los registré de nuevo, uno por uno, despacio. Por fin las localicé en el de los tejanos, donde se habían colado debajo de las monedas, como a veces ocurre con las llaves. El Saab arrancó a la primera. Al oír el confortable rugido del motor, Amanda se echó a llorar nuevamente.

Me quedé esperando, con el motor en punto muerto, para ver qué atraía su zumbido, o quizá el olor del escape. Transcurrieron cinco minutos, los más largos de mi vida. Nada sucedió.

—¿Hemos de quedarnos aquí o nos vamos? —preguntó por fin la señora Reppler.

—Nos vamos —repuse.

Salí, marcha atrás, de la zona de estacionamiento y encendí las luces de cruce.

No sé qué —probablemente un impulso maligno— me hizo pasar lentamente frente al Supermercado Federal, donde el guardabarros derecho del Saab topó, desplazándolo, con el barril de desperdicios. Me había acercado todo lo posible al edificio, pero, salvo por las troneras, no era posible ver el interior —donde, con todos aquellos rimeros de sacos de fertilizantes, parecía desarrollarse alguna disparatada liquidación de artículos de jardinería—; aun así, en cada aspillera había dos o tres caras pálidas, vueltas hacia nosotros.

Torcí entonces a la izquierda, y la niebla se cerró detrás de nosotros, impenetrable. Y no sé qué habrá sido de aquella gente.

Enfilé Kansas Road a diez kilómetros por hora, tanteando el terreno. La visibilidad, aun con los faros y las luces de posición encendidos, se reducía a dos o tres metros.

La tierra había sufrido alguna terrible convulsión; Miller acertaba en eso. En algunos puntos la calzada sólo estaba hendida, pero en otros, donde grandes porciones de pavimento resaltaban ladeadas, parecía haber fallado el propio suelo. Conseguí abrirme camino gracias a la tracción de las cuatro ruedas. Daba gracias a Dios por eso, pero me aterraba la posibilidad de tropezar en breve con un obstáculo que ni un coche de aquellas características pudiera superar.

Me llevó cuarenta minutos cubrir un trayecto que de ordinario hacía en siete u ocho. Por fin se perfiló en la niebla el indicador de nuestro camino particular. Billy, despierto desde las cuatro y cuarto, dormía profundamente: el interior del coche, tan conocido, debió darle la sensación de estar en casa.

Amanda miró con nerviosismo el camino.

—¿De veras te vas a meter por ahí?

—Voy a intentarlo —contesté.

Pero fue imposible. La tormenta de la antevíspera había aflojado muchos árboles, y aquel extraño, violento temblor de tierra remató la tarea de derribarlos. Conseguí salvar los dos primeros, bastante delgados. Pero en seguida apareció, cruzando el camino como una barricada de forajidos, un corpulento pino añoso. La casa quedaba todavía a casi cuatrocientos metros de distancia. Billy dormía a mi lado. Dejé el motor en punto muerto, me tapé los ojos con las manos y traté de decidir mi próximo movimiento.

Ahora, sentado en el parador que se alza cerca de la Salida 3 de la autopista de Maine, donde escribo todo esto en papel de cartas de la casa, pienso que la señora Reppler, esa vieja entera y capaz, habría podido esbozarme en cuatro trazos la profunda futilidad de la situación. Pero tuvo la bondad de dejarme discurrir por mi cuenta.

No podía salir del coche. No podía dejarles. Ni siquiera podía engañarme con la idea de que todos los monstruos de película de terror habían quedado atrás, en el Federal: al entreabrir la ventanilla, oí sus pisadas y sus tumbos en la espesura, junto al escarpado despeñadero que por aquí llaman las Cornisas. El relente goteaba de lo alto, de las hojas. La niebla se oscureció al frente por un segundo cuando una pesadillesca y sólo entrevista cometa viviente pasó volando sobre nosotros.

Traté de convencerme —entonces y ahora— de que si había sido muy rápida y se había encerrado a cal y canto en la casa, disponía de comida para entre diez días y dos semanas. Pero no da resultado más que a ratos. El obstáculo está en el último recuerdo que guardo de ella, con el deforme chambergo y los guantes de jardín, camino del huertecillo mientras la niebla, inexorable, cruzaba el lago a su espalda.

En quien debo pensar ahora, me repito, es en Billy. En el Gran Bill, en el Gran Bill… Debiera escribirlo cien veces en esta cuartilla, como un niño obligado a copiar No lanzaré bolitas de papel en clase cuando la soleada calma de las tres de la tarde se derrama por las ventanas y la maestra corrige deberes sentada a su mesa, sin más ruidos que el garrapatear de la pluma, mientras en un lejano recodo los otros chicos forman equipos para un partido de pelota.

Total que, por último, hice lo único que podía hacer. Saqué cuidadosamente el coche, marcha atrás, hasta Kansas Road. Y entonces lloré.

Amanda me tocó tímidamente el hombro.

—David, cuánto lo siento —dijo.

—Sí —repuse, tratando sin éxito, de contener las lágrimas—. Sí, yo también.

Seguí hasta la Nacional 302, que enfilé a la izquierda, en dirección a Portland. También allí la calzada aparecía hendida y rota a trechos, pero en conjunto resultaba más transitable que Kansas Road. Me preocupaban los puentes. Todo Maine está surcado de cursos de agua, debido a lo cual hay puentes, grandes y pequeños, por doquier. Ello no obstante, el paso elevado de Naples estaba intacto y, a partir de ese punto, la marcha, aunque lenta, no ofrecía dificultades hasta Portland.

La densidad de la niebla no disminuía. En una ocasión, pensando que había árboles atravesados en la carretera, tuve que detenerme. Luego, y como empezaran a ondular y moverse, comprendí que se trataba, una vez más, de tentáculos. Esperé, detenido el coche, y al cabo de un instante se retiraron. En otro momento un bicho verde, de cuerpo tornasolado y largas alas transparentes, aterrizó en el capó. Su aspecto era el de una gigantesca libélula groseramente contrahecha. Después de reposar allí un instante, alzó el vuelo y desapareció.

Billy despertó cosa de dos horas después de que hubiéramos dejado atrás Kansas Road y quiso saber si habíamos recogido ya a su madre. Le respondí que a causa de los árboles no había podido llegar a la casa.

—¿Estará bien, papá?

—No lo sé, Billy. Pero volveremos allí y nos enteraremos.

No lloró. Lo que hizo fue dormirse otra vez. Yo hubiera preferido sus lágrimas. Dormía demasiado, y eso no me gustaba.

A causa de la tensión, empezaba a dolerme la cabeza. Una consecuencia del tener que conducir sin visibilidad, siempre entre diez y quince kilómetros por hora, y el saber que en cualquier momento podía surgir de la niebla algo, cualquier cosa: una falla, un corrimiento de tierras o la Hidra, el monstruo de las tres cabezas. Creo que recé. Le pedí a Dios que Stephanie se encontrara viva, y que no hiciese recaer en ella mi adulterio. Le pedí que me permitiese llevar a Billy a lugar seguro, porque era mucho lo que el niño había pasado.

Libre la carretera, porque la mayor parte de los automovilistas se habían retirado al arcén con la llegada de la niebla, alcanzamos North Windham sobre el mediodía. Intenté cruzar por River Road, pero después de un trecho de unos diez kilómetros, me encontré con un ruidoso riacho cuyo puente había caído al agua. Tuve que retroceder, en marcha atrás, casi dos kilómetros antes de encontrar un punto lo bastante ancho para dar la vuelta. Fuimos hacia Portland por la Nacional 302.

Al llegar allí, tomé el atajo que lleva a la autopista. En su acceso, la bien delimitada hilera de cabinas de peaje se había convertido, destrozadas sus mamparas de cristal ahumado, en un grupo de calaveras de huecas cuencas. Todas las casillas estaban vacías. En una de ellas vi, asomando por la puerta corredera, una chaqueta del uniforme de las Autopistas de Maine, según indicaban los distintivos de la manga. Estaba teñida en sangre medio seca. Desde nuestra salida del Federal, no habíamos visto un solo ser humano vivo.

—David, pruebe la radio —dijo la señora Reppler.

Escandalizado por mi torpeza, me di una palmada en la frente. ¿Cómo podía haber olvidado hasta entonces el receptor del coche?

—No diga eso —intervino incisiva la maestra—. No puede usted pensar en todo. Como lo intente, se volverá loco y dejará de ser útil.

En la onda corta no encontré más que un sostenido crepitar de parásito, y la frecuencia modulada no produjo más que un uniforme silencio de mal augurio.

—¿Significa eso —preguntó Amanda— que todas las emisoras han dejado de funcionar?

Me pareció adivinar lo que pensaba: encontrándonos ya tan al sur, tendríamos que haber captado toda una serie de emisoras de Boston —la WRKO, la WBZ, la WMEX—; y si Boston había dejado de…

—En realidad, no significa nada —repuse—. Esos parásitos de la onda corta sólo indican interferencias. El efecto de impregnación de la niebla afecta también a las señales de radio.

—¿Seguro que sólo se trata de eso?

—Seguro —dije sin la menor seguridad.

Seguimos hacia el sur. Los indicadores kilométricos desfilaban a la derecha en orden descendente, a partir, creo, del setenta. Cuando alcanzáramos el kilómetro 1 estaríamos en la divisoria de New Hampshire. La marcha por la autopista era dificultosa: muchos conductores se habían negado a desistir, y menudeaban las colisiones en cadena. En varias ocasiones tuve que pasar por la franja de separación.

Sobre la una y veinte —yo empezaba a tener hambre—, Billy me aferró el brazo.

—Papá, ¿qué es eso? ¡Qué es eso!

En la niebla se perfiló una sombra que la tiñó de oscuro. Tenía el tamaño de un risco y avanzaba derecho hacia nosotros. Pisé a fondo el freno. Amanda, que venía dormitando, salió proyectada hacia adelante.

Se acercaba algo; una vez más, es cuanto puedo decir con certeza. Aunque pueda deberse al hecho de que la niebla sólo nos permitiera breves atisbos de las cosas, creo igualmente probable atribuirlo a que el cerebro se niega, sin más, a registrar cierta imágenes. Las hay tan tenebrosas y horripilantes —como también, supongo, de tan excelsa belleza—, que las minúsculas puertas de la percepción humana no tiene cabida para ellas.

Tenía seis patas, eso lo sé; y también que su piel, de un gris de pizarra, era, en determinados puntos, de un castaño oscuro. Absurdamente, estas últimas manchas me recordaron el moteado hepático de las manos de la señora Carmody. Llena de arrugas y de profundos surcos, la piel tenía adheridas docenas, centenares de aquellos «insectos» rosados de ojos pedunculares. Ignoro cuál seria el verdadero tamaño de la bestia; lo cierto es que pasó limpiamente sobre nosotros. Una de las arrugadas patas grises golpeó el suelo justo al lado de mi ventanilla, y la señora Reppler comentó más tarde que no había alcanzado a ver la parte inferior del cuerpo, por más que estirara el cuello con ese propósito. Sólo distinguió dos patas ciclópeas batiendo en la niebla hasta que el animal se perdió de vista.

En el instante en que pasó el Saab, tuve la impresión de que era un cuerpo de tales proporciones que, comparada con él, una ballena no abultaría más que una trucha; en otras palabras: algo tan enorme que la imaginación no acertaba a captarlo. Desapareció haciendo trepidar el suelo con el impacto de sus pisadas. Sus huellas hundían el asfalto de la autopista; huellas tan profundas que no conseguí ver su fondo. Cualquiera de ellas, en todo caso, hubiera podido alojar el volumen del Saab.

Por un instante todos guardamos silencio. Sólo se oía el resuello de nuestra respiración y las menguantes sacudidas que aquel Ser gigantesco producía a su paso.

Billy preguntó por fin:

—¿Era un dinosaurio, papá?

—No lo creo. No creo que nunca haya existido un animal tan grande. Al menos, no sobre la tierra.

Pensé en el proyecto Punta de Flecha, y de nuevo me pregunté qué locos, endiablados experimentos se traerían allí entre manos.

—¿No podríamos continuar? —terció Amanda tímidamente—. Lo digo por si volviese…

Podía volver, sí, pensé; y también podíamos encontrar otros más adelante. Pero ¿a qué mencionar eso? A alguna parte teníamos que ir. Reanudé la marcha, atento a sortear aquellas terribles huellas, hasta que se desviaron de la calzada.

Y he ahí lo ocurrido, o casi todo. Queda un último detalle, al que me referiré en seguida. Pero no debéis esperar un final claro. Esto no concluye ni en un: «Y escaparon de la niebla hacia el bendito sol de un nuevo día», ni en un: «Al despertar descubrieron que la Guardia Nacional había llegado por fin», ni menos aún el clásico y manido: «Todo había sido un sueño».

Se trata, creo, de lo que mi padre llamó siempre, con contraída mueca, «un final a lo Alfred Hitchcock»; es decir, un desenlace ambiguo que deja al lector, o al espectador, en libertad de decidir por su cuenta cómo terminaron las cosas. Lleno de desdén hacia este tipo de relatos, mi padre solía llamarlos «de salva».

Llegamos a este parador de la Salida 3 hacia el anochecer, con cuya irrupción el conducir se convertía en un riesgo suicida. Antes habíamos probado suerte en el puente del río Saco. Parecía muy deformado, y con la niebla era imposible determinar si estaba entero o no lo estaba. En esa partida concreta salimos virtualmente ganadores.

Pero hay un mañana en que pensar, ¿no es así?

En este momento son las doce y cuarto de la madrugada del veintitrés de julio. La tempestad que, al parecer, señaló el principio de todo esto fue hace sólo cuatro días. Billy está durmiendo en el vestíbulo, en un colchón que le saqué allí. Amanda y la señora Reppler descansan no lejos de él. Escribo estas líneas a la luz de una potente linterna, y afuera los insectos rosados chocan con los cristales de las ventanas y los palpan. De vez en cuando se oye un choque más fuerte, al caer algún pájaro sobre uno de ellos.

El Saab tiene gasolina suficiente para quizás otros ciento cincuenta kilómetros. La alternativa es repostar aquí: hay un poste en la zona de servicio, y aunque está cortado el fluido eléctrico, creo que podría sacar carburante por succión. Pero…

Pero eso significa salir.

Si conseguimos gasolina —aquí o más adelante— continuaremos viaje. Es que, verán, ahora tengo a la vista un punto de destino. Es el detalle que dejaba para el final.

Lo malo del caso, lo maldito del caso, es que no lo sé con certeza. Podría ser imaginación mía, puro anhelo. Y aunque así no fuera, es una posibilidad tan remota… ¿Cuántos kilómetros, cuántos puentes habría que salvar? ¿Cuántas bestias ansiosas de despedazar a mi hijo y devorarlo en medio de sus gritos de agónico terror?

Son tantas las probabilidades de que no se trate más que de un ensueño, que por el momento no se lo he mencionado ni a las mujeres ni al niño.

En el apartamento del director encontré un receptor de radio multiondas, a pilas. Un cable plano, de antena, partía de su reverso hacia el exterior, a través de la ventana. Cambié el selector a la posición de «pilas», puse en marcha el aparato y comencé a mover los botones del sintonizador y el modulador. Una vez más, sólo encontré parásitos, o total silencio.

Y entonces, inesperadamente, justo cuando me disponía a desconectar, me pareció oír, o soñé que oía, una palabra, sólo una, en un punto situado en el extremo mismo de la onda corta.

No capté nada más. Estuve a la escucha tal vez una hora, pero no capté nada más. Aquella palabra, aquella única palabra, tenía que haberme llegado gracias a un minúsculo cambio del efecto impregnador de la niebla, una brecha infinitesimal que volvió a cerrarse de inmediato.

Una sola palabra.

Tengo que dormir un poco… supuesto que pueda hacerlo, hasta que raye el día, sin verme acosado por los rostros de Ollie Weeks, de la señora Carmody y de Norm, el mozo… o por el rostro de Steff, sombreado a medias por la ancha ala del sombrero.

El parador tiene un restaurante, el típico restaurante de parador, con un mostrador, en el centro, en forma de herradura. Voy a dejar estas páginas encima de ese mostrador, en la esperanza de que alguien las encuentre un día y las lea.

Una palabra.

Si fuera cierto que la oí. Si lo fuera…

Voy a acostarme. Pero antes quiero besar a mi hijo y decirle dos palabras al oído. Ya saben: por conjurar malos sueños que puedan asaltarle.

Esas dos palabras tienen algo en común.

La una es «Connecticut».

La otra, «esperanza».