Todavía puedo ver la sangre. Había resultado ser más oscura de lo que esperaba; y fluía muy despacio, igual que un río a cámara lenta durante un sueño.

Otra vez la niñita de papá…

—¿Valió la pena? —Eso me dijo mi padre hacía treinta años. Yo tenía siete—. Así que te estuvieron persiguiendo durante todo el trayecto desde que saliste de la escuela —siguió diciendo—. Danny y el idiota de su hermano… Cosas de críos. ¿Y qué? ¿Qué habrían hecho si te hubieran cogido? —Me lanzó una mirada interrogativa—. No importa —añadió. Mi padre afirmaba medir metro ochenta pero debían de faltarle sus buenos cinco centímetros. Con todo, desde donde yo le veía daba la impresión de medir dos metros—. ¿Recuerdas lo que te dije ayer?

—Dijiste que te esconderías en los árboles que hay detrás de la escuela. Y dijiste que si volvían a perseguirme me ayudarías. Les tirarías bolas de nieve.

—Estabas muy nerviosa. Me refiero a lo que dije después. Después de la cena.

No contesté.

—Te pregunté si no te parecería injusto que te echara una mano para darles una paliza —me dijo—. Esperé a que te hubieras calmado un poco.

—Yo sólo quería que estuvieses allí. —Me ardían los ojos pero ya no me quedaban lágrimas—. Sólo quería que me ayudaras a tirarles bolas de nieve.

Me miró en silencio.

—Bolas de nieve —dijo por fin—, no piedras.

Me tocó el turno de guardar silencio.

—Dan puede perder la visión de un ojo. —Mi padre me miró, atravesándome con su mirada, viendo dentro de mí—. ¿Valía la pena?

Treinta años después, estaba mirando por encima del hombro de mi clienta, escuchando su parloteo sin captar ni una sola palabra. Era una pesada que siempre andaba autocompadeciéndose. Dejé que mi rostro se convirtiera en una máscara cortés. Había hecho lo que quería y estaba ocupándome de todo; soy una profesional. Pero hay ciertas cosas y ciertas personas que no debería verme obligada a soportar. Intenté perderme en las frías y oscuras profundidades del restaurante.

Allí, en el Café Cerberus, sentada ante un bloody mary y la sopa de cebolla al estilo francés, vi un fantasma.

El Café Cerberus podría ser descrito como uno de esos sitios que están de moda, aunque eso sería hacerle un favor. Madera…, todo es madera. Un enrejado de vigas de roble en el techo; las paredes están cubiertas con tablones de establos descoloridos por el sol de los campos. Vidrieras emplomadas con dibujos abstractos llenan los marcos de las pocas ventanas que dan al exterior. De vez en cuando algún artista local cuelga una de sus obras en las paredes, aprovechando el mecenazgo ofrecido por la gerencia del restaurante, que cambia las exposiciones cada dos semanas. Las obras siempre tienen el precio debajo, y son muy caras. Verdor…, plantas impecablemente cuidadas cuelgan del techo en maceteros hechos a mano rodeados por redecillas de macramé. Cuando como en el Cerberus, siempre pienso en los jardines colgantes de Nínive.

Y, por encima de todo, el local posee una oscura elegancia. Siempre fue muy oscuro, incluso antes de las crisis energéticas. La penumbra envuelve a los jóvenes abogados con sus trajes elegantes y los jóvenes ejecutivos con sus carísimos uniformes de jogging, y tus ojos vagan de un lado para otro en busca de los atletas profesionales, las personalidades importantes de los medios de comunicación locales, los representantes artísticos y las estrellas de la música que aparecen de vez en cuando para dar un concierto o actuar en los clubs. Saber si alguien es importante o no resulta bastante difícil, pero ellos se encuentran en tu misma situación; tampoco saben si eres una estrella.

Es un gran juego, algo a lo que puedes dedicarte cuando la conversación empieza a decaer entre el primer cóctel y la sopa con ensalada. No soy inmune a su atractivo. A veces me asombra el ingenio de que es capaz mi piloto automático mientras mi mente está concentrada en ese tipo enigmático de la mesa contigua.

¿Se han dado cuento de que a veces es como si en todo el mundo sólo hubiera ocho tipos físicos distintos… y todas las personas a las que conoces encajan en uno o en otro? Te vuelves hacia el hombre que está sentado al otro lado del pasillo del avión, o hacia la mujer que está de pie en la esquina, esperando a que el semáforo cambie de color, o miras al cajero del banco, y durante un segundo tienes la seguridad de que les conoces. Sí, los ojos son los mismos, igual que la boca, la inclinación de la cabeza, el corte de pelo… No, no les conoces. Pero durante unos momentos han conseguido engañarte. La experiencia te desorienta. Sospecho que para muchas personas es como una pálida versión de lo que sería ver un fantasma.

Ver cualquiera de esos fantasmas en el Café Cerberus no habría hecho que se me cayera el resto de la bebida en el regazo. Pero aquél era un espectro muy particular.

Mi mente hizo que todo fuera muy despacio: el zumo de tomate y el vodka se derramaron por el borde del vaso inclinado, cayendo en una lenta cascada para mancharme. La penumbra de la sala hacía que el bloody mary pareciera muy oscuro, una mancha negra que contrastaba con el marrón de mis pantalones. Sentí el frío abriéndose paso por mi piel. La mayor parte del líquido fue absorbido por la tela. Noté como una gran gota corría por la parte trasera de mi pantorrilla.

Me miré.

—¿Qué pasa? —le oí decir a mi clienta desde muy lejos—. Parece que haya visto…

Todo se aceleró hasta volver a la velocidad normal.

—No me pasa nada —dije—. Se me ha caído. Qué torpe soy.

Mi clienta mojó la punta de su servilleta en el vaso de agua y me la entregó.

—Espero que se vaya.

—Ya se ha ido. —Froté vigorosamente la tela con la servilleta.

—Como por acto de magia. —Sonrió, como si creyera haber dicho algo graciosísimo.

—Sí. —Miré de nuevo hacia donde había visto al fantasma. Estaba solo, en una mesa a diez metros de distancia, y parecía totalmente absorto en el menú. Quizá me hubiese confundido.

—No sé si podré pronunciar bien todo esto —dijo mi clienta—. Tendría que haber incluido una guía de pronunciación.

Se atascó en la primera sílaba. Le quité suavemente el portafolios de las manos y lo puse ante mí. Mi clienta tendría unos cincuenta años; era una rubia desvaída con una expresión perpetuamente temerosa. Comprendía muy bien su situación. La empatía tiene sus exigencias.

Pchagerav monely —dije muy despacio—. Pchagerav tre vodyi. Rumano. Quiere decir: «Tres veces las velas humean junto a mí. Tres veces se te romperá el corazón».

—Y no hace falta que sean especiales, ¿verdad? Me refiero a las velas.

Meneé la cabeza.

—Compre las primeras que encuentre, por baratas que sean. Puede ir a los almacenes Woolworth’s. —Le devolví el portafolios.

Examinó los papeles.

—No creo que pueda comprar las… —vaciló—, las partes íntimas de un lobo en Woolworth’s, si es que hace falta llegar a la siguiente etapa.

—Eso es un gran sí —dije yo—. Empezaremos a preocuparnos de ese problema sólo si la ceremonia de las velas no da resultado. Puedo proporcionarle los nombres de unos cuantos vendedores que disponen de un gran surtido de artículos.

La camarera nos trajo el almuerzo. Mi clienta había escogido el menú de dieta con la hamburguesa especial superhecha. Yo tomé lo mismo sin el queso. Normalmente todo tiene su precio, y yo tenía que pagar el de los hidratos de carbono que había en mi cóctel, aunque me hubiera tirado encima la mitad. Mientras comíamos seguí observando al fantasma o al hombre que creía conocer, pero él se negaba a mantener el contacto visual durante más de unos segundos.

Mi clienta siguió hablando de sus problemas y yo asentí, fruncí el ceño, sonreí y dije «Oh», «Claro» y «¿De veras?» en los momentos adecuados. Cuando la camarera nos preguntó si queríamos postre, ambas nos lo estuvimos pensando durante unos cuantos segundos. Finalmente, ninguna de las dos cedió a la tentación. Mi clienta le dio una tarjeta de crédito a la camarera.

Yo recibí un sobre.

—Antes de que se me olvide —dijo. A través del papel pude ver que en el cheque ponía «por consulta profesional». Lo metí en mi bolso—. Bien… —añadió, doblando cuidadosamente el resguardo de la factura—, tengo que pasar a recoger a la pequeña después de su clase de violín.

—Yo me quedaré un ratito más —dije—. Necesito descansar y quiero pensar un poco. Gracias por el almuerzo.

No creo que mi clienta se diera cuenta de la fuerza con que sus dedos apretaban el portafolios.

—Gracias a usted por esto.

—Manténgame informada —le dije—. ¿De acuerdo?

Asintió y se fue. Me recliné en el asiento y esperé, envuelta en la fría penumbra del local. El fantasma se levantó de su mesa y vino lentamente hacia la mía. En cuanto se hubo acercado un poco estuve segura. Obviamente mayor, con menos cabello y un poco de barriga, con los mismos ojos… Adoraba sus ojos. Entonces era más romántica y le dije que sus ojos eran fríos lagos de montaña en los que sería capaz de nadar. Eran fríos, sí…

Y, sí, estaba segura.

—Disculpe —me dijo—. Se parece usted mucho a una conocida mía.

—Usted también se parece mucho a un conocido mío.

—¿Angie? —dijo—. ¿Angie Black?

Asentí levemente con la cabeza.

—Jerry.

—Dios mío —exclamó—. Deben de haber pasado quince años.

—Veinte.

—Veinte —repitió, sonriendo como un idiota—. Dios mío. —Estaba claro que aguardaba una invitación.

—Siéntate —le dije. No podía creerlo; todo era tan banal… No podía creer que estuviera hablando con él. No podía creerlo, pero al menos aún no había cogido el tenedor de la ensalada para castrar a aquel hijo de puta.

Jerry tomó asiento frente a mí.

—¿Vives aquí?

—¿En Colorado Springs? —Meneé la cabeza—. Denver. Estoy aquí por negocios.

—Yo también. Quiero decir que también estoy aquí por negocios… Viajo mucho. Vendo instrumentos médicos. Estoy especializado en suministros ginecológicos.

«Oh, claro, no me extraña —pensé—. Hijo de puta».

—Has dicho que estabas aquí por negocios, ¿no?

—Trabajo por mi cuenta —repuse.

Esperó a que le diera un poco más de información. No lo hice. Veinte años no eran tanto tiempo. Podía ver cómo giraban los engranajes dentro de su cabeza. La sonrisa se hizo más amplia, más confiada.

—Así que trabajas por tu cuenta…

Me encogí de hombros.

—Una chica tiene que ganarse la vida, ¿no?

Es posible que se me fuera un poco la mano, pero la sonrisa de Jerry siguió inalterable, igual de radiante. Dudaba que dos décadas hubieran producido ninguna alteración significativa en su coeficiente intelectual. Hijo de puta.

—Esto es realmente increíble —dijo él—. Tropezarme contigo de esta forma… He venido a un congreso regional. Estoy en un motel de East Platte.

Le observé sin hacer ningún comentario.

—Quizá sea un atrevimiento por mi parte pero…, bueno, me gustaría mucho cenar contigo esta noche, de veras. Si estás libre, claro.

—Bueno, Jerry… —dije yo—. La verdad es que debería volver a Denver esta misma noche. Los negocios y todas esas cosas… —Seguía sin estar muy dispuesto a permitir que nuestros ojos se encontraran. Vi cómo me miraba los pechos—. Supongo que podría volver más tarde. Después de todo… Ha pasado mucho, mucho tiempo.

—Cierto. ¿Dónde puedo recogerte?

—Yo vendré a buscarte. No te importa, ¿verdad? ¿En qué hotel estás?

Me lo dijo. Fijamos la hora, pagó su cuenta y se marchó porque su conferencia de la tarde estaba a punto de empezar. Se detuvo antes de cruzar el umbral del Cerberus y me saludó con la mano. No había parado de sonreír ni un segundo. Le devolví el saludo con una leve oscilación de la mano, esperando que resultara algo irónica.

Se fue y yo me quedé: la historia de nuestras vidas. Le hice una seña a la camarera y le pedí que me trajera un vaso de agua mineral del bar. Las cosas estaban conspirando para hacer que me sintiera un poco indispuesta. Desde luego, la ovulación no es mi época favorita del mes. Hay momentos en que me gustaría olvidarme de la iluminación personal y no estar tan en contacto con mi cuerpo. Sentir lo que parece un pequeño ataque de apendicitis doce veces al año es algo de lo que prescindiría muy a gusto. ¡Maldita mittelschmerz! Me encontraba algo mejor que antes, pero seguía teniendo un poco de dolor abdominal.

Decidí seguir sentada y beber despacio mi agua mineral. Y pensé en Jerry. Y me pregunté por qué infiernos estaba haciendo lo que parecía estar haciendo. Sí, por qué infiernos… Ése era precisamente el porqué adecuado. Las deudas de sangre tienen la piel dura y les cuesta mucho morir. Y sólo se pueden saldar con sangre. Veinte años no habían cambiado nada.

Al principio el silencio y la calma del atardecer en el Cerberus me consolaron. La paz y la oscuridad me resultaban relajantes. Pero me dieron tiempo para pensar y recordar. «¿Vale la pena?». Creí oír la voz de mi padre cuando lo decía.

La sección de humanidades de la biblioteca de la Universidad de Colorado me había dejado impresionada. La edición facsímil de la Magia de Kirani, Rey de Persia traducida por Cyranus, Londres, 1685, no había sido sacada de su estante en lo que parecía toda una eternidad. Tuve que soplar para quitar la capa de polvo que cubría aquellas páginas mal cortadas, y no exagero.

Ya había usado a Cyranus antes para una clienta más difícil que yo, por lo que sabía qué terreno pisaba, pero no quería confiar en mi memoria. Tomé notas: «Si por lo tanto deseas que la concepción sea fuerte e infalible…, 4 onzas de semilla de satirión; todo el licor de la vesícula biliar de un animal astado, 3 onzas de miel; mézclalo todo y ponlo en un recipiente de cristal. Y cuando haya ocasión, dáselo a una joven, en cuanto se haya secado, y haz que use de la coyunda». El pasaje añadía lo obvio: para concebir un varón, usa la vesícula biliar de un macho; para concebir una hembra, usa la de una hembra.

Doblé el papel, pedí un poco de cambio en la mesa de la bibliotecaria y fui al teléfono público. Encontrar un astado de alguna especie exótica en Colorado no fue tan difícil como me imaginaba. Podría haber utilizado la variedad doméstica, pero quería asegurarme. Uno de mis amigos, que también era cliente ocasional, se pasaba los veranos trabajando para el Zoo de Montaña de Cheyenne. Me debía un gran favor. Esperaba que no me hiciese preguntas.

Poco a poco, sin perder la calma, empezaba a darme cuenta de que podía matar.

Como de costumbre los preparativos me tomaron más tiempo del que esperaba. Llamé al motel de Jerry y le dejé un mensaje pidiéndole disculpas y diciéndole que llegaría una hora más tarde de lo que había planeado. Tenía la corazonada de que Jerry no se dejaría dominar por la ira y no cancelaría nuestra cena juntos.

Llegué al motel poco después de que hubiera anochecido, cuando la claridad de los neones aún no era capaz de herir mis ojos. Jerry estaba en la habitación número siete. Me pregunté si sería supersticioso.

Jerry respondió a la primera llamada. Se había puesto un traje azul que hacía juego con sus ojos.

—¿Quieres tomar una copa antes? —me preguntó. Dio un paso atrás y me examinó. Llevaba dos años sin ponerme un traje de noche. Lo había comprado esa misma tarde.

Me quedé en el umbral, sin moverme. Niños de ojos enormes me devolvieron la mirada desde el cuadro que había sobre la gigantesca cama.

—Gracias —dije—. Esperemos un poco.

—De acuerdo. Un momento, voy a coger mi abrigo.

Quiso coger su Ford alquilado en la agencia Avis. Le sugerí que fuéramos al Café Checo, en Manitou Springs.

—El pato asado te encantará —le dije.

—El pato tiene mucha grasa —respondió Jerry.

—Eso es lo que le da sabor.

Y esto resume más o menos el tono general de nuestra conversación durante la cena. Parecía estar un poco nervioso. Me fui dando cuenta de que realmente lo estaba. Acabé preguntándole por su familia. Quería saber algo sobre su vida. Se removió en el asiento, como si estuviera incómodo.

—Vamos… —dije.

Miró algo situado más allá de mi oreja izquierda.

—Falta poco para nuestro catorce aniversario —dijo—. Linda, mi esposa…, está en Las Vegas. Nunca viaja conmigo.

—¿Hijos?

Meneó la cabeza y no dijo nada.

—¿Un buen matrimonio?

Tenía la esperanza de que me dijera que eso no era asunto mío. Se limitó a guardar silencio durante unos segundos y encendió otro cigarrillo.

—Linda no me comprende. —Supongo que debí de lanzarle una mirada algo dubitativa, porque se apresuró a seguir hablando—. No, de veras. Sé que probablemente has oído esa misma frase un millar de veces; pero es cierto. No me comprende… Lo he intentado todo, pero es inútil.

Me apoyé en el respaldo y me concentré, tratando de mantener la calma.

—Entonces, ¿por qué no te divorcias?

Se puso muy serio.

—Tengo ciertas obligaciones.

—Oh, seguro.

Nadie dijo nada durante lo que debió de ser por lo menos un minuto largo.

—¿Te molesta? —acabó preguntándome Jerry—. Quiero decir…, el que yo esté casado.

Mi turno de mirar hacia otro lado.

—No.

Más silencio.

—Entonces, ¿qué es lo que te molesta? —me preguntó.

—Veinte años.

—¿Qué es lo que te molesta? —insistió.

En ese instante necesité hasta el último gramo de energía y todos los recursos que poseía para conseguir que mi voz sonara tranquila, firme y desapasionada.

—Esos veinte años son casi un aniversario —dije. Jerry me miró como si no supiera qué expresión adoptar—. No el de la primera vez que nos acostamos juntos; no el de nuestra separación —seguí diciendo—, sino de algo que ocurrió más tarde. Hace veinte años yo era una chica de diecisiete que estaba en una cabina telefónica de la calle principal de su pequeña ciudad natal. Era más de medianoche y el coche patrulla no paraba de dar vueltas a la manzana porque no comprendía qué diablos hacía yo allí. Tenía veinte dólares de cambio en monedas de veinticinco centavos y los iba metiendo por la ranura. Estaba llamando a Estocolmo.

Jerry tenía la boca entreabierta.

—Estaba llamando a Suecia porque había leído cosas sobre el hombre que hacía la columna de opinión en el Expressen, un periódico de Estocolmo. Había viajado por toda Norteamérica hablando en favor de la legalización del aborto. Armó mucho jaleo. Pensaba que quizá él pudiera ayudarme.

Jerry abrió un poco más la boca.

—No pudo ayudarme. No sé qué hora debía de ser allí, pero se mostró muy amable conmigo. Se disculpó y me deseó buena suerte, pero acabó diciendo que no podía ayudarme. No podía hacer nada. Debí de quedarme algo así como una hora dentro de la cabina telefónica, escuchando el zumbido de la línea. Luego me fui a casa y lloré.

»¿Sabes cómo era el estado entonces? Yo era demasiado joven y no sabía qué hacer. Ni siquiera podía conseguir un aborto ilegal. Ni las chicas malas del pueblo eran capaces de ayudarme… ¿Puedes creértelo?

»Me dediqué a leer todo lo que pude encontrar y empecé a hacerme cosas. No conseguí nada. Unas cuantas mutilaciones menores, un poco de sangre… Nada.

»Finalmente decidí tener el bebé y quedármelo. Mis padres me mandaron a un sitio de Wichita. Dijeron que había conseguido un trabajo como recepcionista en una fábrica de aviones. ¿Y sabes qué ocurrió entonces?

Jerry me miró, y en su rostro había la expresión del conejo que se enfrenta a una cobra. Movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Aún tenía la boca entreabierta. Reaccionaba como si se hallara en la primera fila de un teatro donde estuvieran representando un número algo fuerte.

—La ironía final: el bebé nació muerto. Y casi consiguió acabar conmigo. Además, tengo el cuello de la matriz dañado. No volveré a tener hijos.

—Lo siento. —Su voz apenas llegaba a la categoría de murmullo—. No lo sabía.

—Claro que no lo sabías. Te habías ido. Te largaste en cuanto te dije que estaba embarazada.

Sus manos se agitaron vagamente en el aire.

—Entonces todo era distinto. Para los dos… Nos habríamos casado. Yo quería ir a la universidad. Quería estudiar una carrera. No habría funcionado.

Le miré fijamente.

—Y una mierda. Quería que estuvieras allí, eso es todo. —Examiné su rostro buscando alguna señal, algo que sirviera para negar las verdades de veinte años. Nada. Sentí como si tuviera el vientre lleno de hielo.

—No lo sabía —musitó él.

—Ya lo has dicho antes.

—Sé cómo te sientes.

—¿Ah, ?

Jerry apartó la vista sin decir nada. Se había rendido con tanta facilidad que me sentí estafada. ¡Maldita sea! Lo único que hacía era quedarse sentado allí, en silencio. Plántame cara, pensé. Di algo. Demuestra que me equivoco, si es que puedes. Venga, es el momento de hablar. Pero él se limitó a seguir sentado en silencio.

Eché mi silla hacia atrás.

—Vamos.

—¿Adónde?

—A tu motel.

Se incorporó lentamente y se apartó de la mesa. El camarero parecía algo nervioso.

—¿Jerry?

—¿Qué?

—Paga la cuenta.

En el coche, Jerry pareció recobrar la compostura; me puso la mano sobre el muslo izquierdo, muy suavemente, sin apretar. Tuve la sensación de que seguía sin estar demasiado seguro de lo que pasaba pero había decidido recuperar el control de la situación. Estupendo. Bajamos por la montaña y volvimos al motel, y ninguno de los dos abrió la boca durante todo el trayecto.

Cuando entramos en la habitación tampoco nos dijimos nada. Jerry abrió la puerta en silencio y encendió una lámpara. Fui hacia la cama tan en silencio como él y esperé a que cerrara la puerta y echara el pestillo. Conectó la televisión y buscó el canal que daba música ambiental. La apagué.

Me pasé el vestido por encima de la cabeza; estaba a medio metro de él. Debajo no llevaba nada. Alargué la mano y empecé a desnudarle. Me arrodillé para desatarle los cordones de los zapatos y sentí el leve temblor de sus miembros. Me puse en pie, muy despacio, y me acerqué un poco más. Para ser un hombre pillado por sorpresa parecía estar recuperándose bastante de prisa.

Le besé los labios, rozándoselos. Después fui hacia la cama, aparté la colcha y me apoyé en las almohadas. Jerry vino hacia mí y creí ver que sus labios se curvaban en el comienzo de una sonrisa. Su boca, sus toscas manos y su cuerpo cayeron sobre mí.

Tenía prisa. Yo estaba seca, y me dolía. Hice que me mojara con saliva.

Oí acelerarse su respiración mientras me masajeaba los pechos. Tenía los pezones muy sensibles, un poco irritados.

—Me duele —le dije. Se quedó quieto. Esperé unos segundos y le dije—: Me gusta. No se lo diría a cualquier hombre. A veces me vuelve loca. —Volvió a moverse, recuperando el ritmo de antes.

Cuando llegó al clímax le observé desde cien años luz de distancia.

Estaba tumbado en la cama con la sábana hasta la cintura. Vio como me ponía el vestido y los zapatos de tacón.

—Me gustaría que te quedaras.

—No.

—Tenemos muchas cosas de que hablar.

—No, no es cierto —le dije, intentando no perder la paciencia.

—¿Volveré a verte?

—Lo dudo.

Encendió un cigarrillo.

—Lo que ocurrió hace veinte años… Fue un error. Un terrible error.

—Sí, lo fue. —Cómo deseaba haberme llevado conmigo un cepillo de dientes. No pensaba pedirle prestado el suyo.

—Tendría que haber alguna forma de corregir los errores.

—Quizá la haya. —Recordé el sonido de los tejidos al desgarrarse.

—Creo que podríamos intentarlo.

—¿Intentar el qué? —dije. Olí el pesado aroma de la sangre del pasado.

—Hacer algo acerca del… error.

—No. Es demasiado tarde. —Fui hacia la puerta—. Es más de medianoche, tengo que recorrer mucha distancia y me siento sucia.

—¿Valía la pena? —Su voz, confusa e irritada.

No volví a Denver. Me metí en el Audi y fui hacia el este por la carretera 24 de Colorado. Más allá de la ciudad la calle se convertía en una carretera asfaltada de dos direcciones que apenas era patrullada por la policía.

Y en todo caso tampoco habría importado. Bajé las ventanillas, pisé a fondo el acelerador y volé por las llanuras. Había luna nueva y las nubes ocultaban las estrellas. Estuve sola con el viento hasta que Kansas apareció ante mí y me detuve en la frontera del estado.

Probablemente no valía la pena. Aparqué en el arcén y les grité a las estrellas. Lloré hasta quedarme dormida en el asiento. Desperté poco antes del amanecer con un sabor de algodón grisáceo en la boca. El sol parecía más grande que de costumbre, como si estuviera embarazado. Volví a Denver sin rebasar el límite de velocidad.

Sabía que la poción me haría concebir.

Mi siguiente período no llegó, y el otro tampoco; no fue ninguna sorpresa.

La única tensión era la de esperar y permitir que mi cuerpo se encargara de llevar a cabo unos cuantos procesos propios sin ninguna influencia del exterior. Seguí trabajando mientras esperaba. Los clientes venían a verme con sus problemas y yo concebía estrategias y soluciones. Mi clienta del Cerberus vio confirmadas sus sospechas sobre su esposo y volvió a visitarme para que la consolara y le diera más consejos. Mi amigo del Zoo de Montaña de Cheyenne se portó de maravilla y me proporcionó las partes íntimas de lobo que se necesitaban. Daba la casualidad de que un lobo de las montañas había muerto de viejo, por lo que nadie tuvo problemas éticos. Adquirir los materiales deseados de especies en peligro de extinción resulta cada vez más difícil. Por no hablar de los dragones… En esos casos ni Cheyenne puede ayudarme.

Pasados dos o tres meses mi cuerpo acabó tomando una decisión. La pagué con una noche del dolor más terrible que nunca haya soportado.

La pagué con fiebre y sangre. Por la mañana arranqué un trocito de la compresa ensangrentada y lo guardé dentro de una botella que cerré herméticamente. Después engullí unos cuantos calmantes y me quedé dormida.

Necesité nueve días para dormir, comer y recuperar las fuerzas. Pasado ese tiempo me sentí lo bastante bien para enfrentarme a la tarea. Saqué un puñado de barro de la nevera. El que más se adecua a mis propósitos viene de las rojizas orillas de un río que hay en Ely, Nevada. A la temperatura de la habitación tenía una consistencia parecida a la de la carne.

Hice la muñeca en muy poco tiempo: piernas, brazos, cabeza, genitales. Le incrusté dos minúsculos zafiros en la cara para que sirviesen de ojos. No tenía a mano ninguno de los materiales tradicionales: pelos, trozos de ropa, uñas…, nada. Pero poseía algo más poderoso. Sostuve la muñeca en mis manos durante unos minutos, sin moverme. Luego, con una de las pocas uñas que aún no me había roído, hendí limpiamente su vientre.

Después saqué la botella que guardaba en la nevera. La sangre llevaba mucho tiempo coagulada y el trocito de compresa estaba pegado al fondo. Lo raspé con una cucharilla hasta que logré despegarlo. No quería tocarlo, pero cogí el trocito de carne entre el pulgar y el índice y lo inserté en el vientre de la muñeca. Después apreté los bordes de la incisión hasta unirlos y alisé la cicatriz hasta que el vientre de la muñeca no mostró ninguna señal de lo que le había hecho.

Ayuné; tenía que purificarme. Después de ducharme me había rociado el cuerpo con raíz de mandrágora molida. Ya no tenía más excusas para posponerlo, no había razones para esperar más tiempo. Me di cuenta de que los acontecimientos habían seguido su propio rumbo, como si tuvieran voluntad propia. Las 23.45, decía el reloj digital. Jueves. Descorrí las cortinas del apartamento y la claridad de la luna llena inundó la habitación.

Fui hasta el armario, desnuda, y cogí el cinturón y la túnica negra. Me eché un poco de azafrán en la garganta. El cofre de teca tallada me proporcionó una jarra de ungüento en el que había algo de damiana y un poco de clavo molido. Tracé el pentáculo adecuado.

El reloj de la salita empezó a dar las doce. Puse la muñeca ante mí y pronuncié las palabras: «Calicio seou vas dexti fatera crucis patena ante set ad quam! Esteri adsit siti vas seu capula pamini consecrando!».

Sentí como algo se retorcía en mi interior. Parecía un puño hecho de cristales rotos.

—¡Te conjuro, Noble Señor! ¡Preséntate inmediatamente ante mí y haz lo que te pido sin quejarte, como es misión del alto cargo que ocupas!

El dolor me desgarró el abdomen. Quería tumbarme en el suelo y abrazarme, levantando las rodillas hasta pegarlas al mentón.

—Te conjuro. No me hagas daño alguno o conocerás la ira del Gran Señor. —Seguí con el hechizo. Me pareció que la muñeca movía sus miembros minúsculos—. Extersi adsit siti vas seu copula pamini consecrando!

Pronuncié las palabras de liberación una y otra vez hasta haber terminado con todo el pasaje. Una ola de fatiga inundó mi cuerpo. Me acosté sobre el suelo de madera, deseando dormir para siempre. Dormí, pero antes de ir a la cama examiné el suelo para ver si había sangre que limpiar. Pensaba que la habría, pero no era así.

Pasaron las semanas. La muñeca empezó a hincharse y deformarse, igual que mis sueños. Sabía que tenía pesadillas, pero por la mañana nunca lograba recordar los detalles. Lo que sí sabía —y me sorprendía—, era que tenía mis dudas. Empezaba a sentir cierto escepticismo, a no creer en mis propios pensamientos y acciones.

¿Cuál era el auténtico precio de la represalia?

¿Valía la pena?

Mis amistades se dieron cuenta de que estaba preocupada. Y mis clientes también. No quería que empezaran a concebir hipótesis equivocadas. Finalmente, me pareció que no tenía elección. «… Corregir los errores», había dicho Jerry. Dos décadas hacen que la gente cambie, para mejorar o para empeorar. En el caso de Jerry quizá hubiera sido para mejorar. Tal vez había cometido un error. Tenía que averiguarlo.

Jugar a los detectives fue la parte más fácil. Empecé por ir a la Biblioteca Pública de Denver y buscar en el listín de Las Vegas. Allí estaba su número: Jerry Hanford, en East Kalahari Court. Llamé a mi agente de viajes y me consiguió una reserva en el primer vuelo de la Western para Las Vegas. Me pasé la hora siguiente haciendo las maletas, regando las plantas y yendo al aeropuerto. Dos horas después yo y mi bolsa de viaje estábamos en la terminal del Aeropuerto Internacional McCarran; eran las doce del mediodía. Cogí un taxi para que me llevara a East Kalahari Court. La dirección resultó ser un gran complejo de apartamentos construido en una calle polvorienta que empezaba al este del Strip y sus luces brillantes. Conseguí el número del apartamento de los Hanford examinando las hileras de buzones que había junto al edificio de la gerencia y me abrí paso por un laberinto de jardines rocosos y caminitos de cemento.

Encontré el número que buscaba y llamé a la puerta de una villa construida en un estilo seudoespañol. Nadie contestó. Me pasé cinco minutos llamando a intervalos. Finalmente, una mujer bastante mayor asomó la cabeza por la puerta del apartamento contiguo.

—No está —me dijo.

—Necesito hablar con el señor Hanford —dije yo—. Tengo que entregarle un cheque de la compañía de seguros y debo dárselo en mano.

—No sé cuándo volverá. A veces está fuera semanas enteras. Ayer le vi, pero creo que ahora está en una convención en Phoenix.

Tuve la impresión de que no se creía mi historia sobre la compañía de seguros. Cogí mi bolsa de viaje de la acera.

—¿Y Linda…, la señora Hanford? ¿Está en casa?

—Sería un milagro que estuviera —dijo ella—. Murió. —Mi sorpresa debió de ser evidente—. ¿No lo sabía? Sí, ya hace mucho que murió. Se mató con la pistola de Jerry. Oí el disparo —añadió la anciana, empezando a entusiasmarse con el asunto—. Llamé a la policía.

—No lo sabía —dije indecisa.

—Usted no trabaja para ninguna compañía de seguros —afirmó la mujer.

Meneé la cabeza.

—Debe de ser una de esas mujeres que Jerry engatusa y a las que siempre acaba dejando tiradas, ¿no?

Asentí en silencio, animándola a que siguiera hablando.

—No sé cómo lo consigue. Ese cabrón… —dijo la mujer.

—¿Por qué se mató? —le pregunté.

—Bueno, no quiero meterme en cosas que no me conciernen, pero… —Quizá no quisiera, pero no le costó mucho decidirse a contármelo—. Jerry la trataba fatal. Sí, de veras. Le pegaba. Le hacía daño. Yo podía oírlo todo. —Señaló los apartamentos que nos rodeaban—. Estas paredes son una auténtica mierda. Bueno, una noche Jerry le dio una verdadera paliza porque el médico le había dicho que no podía tener hijos. Al día siguiente se marchó a Oklahoma para vender esos trastos suyos y ella se voló la tapa de los sesos. Ya le he dicho que es un cabrón, y disculpe mi lenguaje.

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

—Finch —dijo ella—. Señora Mona T. Finch… El señor Finch se compró una parcelita en Corea y allí está.

—Gracias, señora Finch. Gracias por hablar conmigo. Tengo que irme. He de coger el avión para Phoenix.

—Buena suerte. ¿Quiere usar mi teléfono para llamar un taxi?

Podía coger un vuelo para Phoenix a las tres y media. Antes de subir al avión llamé a la Cámara de Comercio de Phoenix y me enteré de que los representantes de suministros médicos celebraban una gran convención en el hotel Hyatt Regency. No hablé con mi compañero de asiento, no leí la revista de la compañía aérea, rechacé toda oferta de bebidas y no probé la comida. Incliné el respaldo de mi asiento, miré por la ventanilla y traté de dejar mi mente lo más en blanco posible. Me dediqué a observar cómo el desierto desfilaba bajo nosotros.

Cuando llegué a Phoenix cogí un taxi y fui hasta el Hyatt Regency, una estructura de bloques color arena de escasa altura. Me presenté en recepción, me identifiqué como Linda Hanford y pregunté por mi esposo, Jerry.

—Oh, sí —dijo el conserje, examinando el libro de registro—. Hanford, Jerry. Habitación setecientos veintiuno. ¿Quiere que le llame?

—Quiero darle una sorpresa —dije.

Cuando abrió la puerta, Jerry puso cara de asombro.

—¿Tienes alguna amiguita dentro?

—Estoy solo —dijo, y se apartó para dejarme entrar. Pasé junto a él. La habitación se parecía bastante a la del motel de Colorado Springs—. Disculpa, volveré dentro de un momento. —Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta a su espalda; le oí vomitar. Escuché el ir y venir del cepillo sobre sus dientes y el agua corriendo por el lavabo.

—Tienes mala cara —le dije en cuanto salió.

—Me encuentro fatal. Llevo unos cuantos días así y los malditos médicos no saben decirme a qué es debido. Dicen que todo va bien y que no tengo ningún problema de salud.

Parte del hechizo, pensé. Nadie más puede verlo; nadie más puede enterarse. Cuando llegue el momento estará solo… Nadie puede revelarle el porqué.

—Yo sé lo que te pasa —dije. Me miró fijamente—. Te lo explicaré. Estuve en Las Vegas. Me enteré de lo de Linda.

—Supongo que tuviste una agradable conversación con Mona Finch, la bocazas. Lo de Linda no fue culpa mía.

—No estoy segura —dije—. Déjame contarte unas cuantas cosas. —Le hice una seña para que tomara asiento y me senté junto al escritorio. Empecé a hablar.

—¿Que eres una qué? —exclamó.

—Creo que «bruja» es una descripción bastante adecuada.

—Debes de estar bromeando.

—No podría hablar más en serio. Bien, déjame explicarte unas cuantas cosas más.

Se acarició el abdomen y volvió a reclinarse en su asiento.

—¿Por qué no te tumbas en la cama? Creo que estarás más cómodo.

Lo hizo.

Le hablé de la muñeca.

El silencio se prolongó hasta resultarle casi insoportable.

—Pero eso es… —Tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para pronunciar la palabra, y estuvo a punto de atragantarse—. Eso es vudú.

—Sí, es algo parecido.

—Es magia. La magia no funciona a menos que creas en ella.

—Yo creo en ella.

—Yo no —dijo.

—¿Y ese malestar tuyo? —le pregunté—. ¿Y las náuseas, los espasmos…?

No sabías nada de la muñeca, ¿recuerdas?

—Una coincidencia.

—Todo lo que te estoy diciendo es cierto. El paso del tiempo hará que estés más dispuesto a creer en mis palabras. Te tocarás el estómago y notarás cómo patalea.

—Esto es una locura —dijo Jerry—. Es…

—Ojo por ojo.

—Creo que será mejor que te vayas.

—Oh, sí —dije yo—. Cuando estoy enferma siempre prefiero estar sola.

—Puta —masculló.

—Sí. —Fui hacia la puerta y le miré antes de salir—. Hay una cosa que todavía no te he dicho.

Sus ojos, duros como piedras, contemplándome desde la cama.

—Dímela, Angie, y sal de aquí.

—La muñeca, ¿recuerdas? Hice algunas modificaciones radicales, pero no demasiadas.

—¿Y qué?

—Recuerdo que estabas muy orgulloso de tu pene. Lo he conservado. No lo he sustituido por una vagina.

Me miró. No lo entendía.

—La muñeca no tiene ningún conducto para el parto —le dije.

Jerry seguía sin comprender a qué me refería. Ya lo comprendería. Le lancé un triste beso de adiós con la punta de los dedos y me marché.

Cuando entré en el ascensor me temblaban las piernas y tuve que apoyarme en un rincón de la cabina. Todo el mundo puede cometer un error, me dije. Sólo uno. Y, de repente, quise estar fuera del ascensor, del hotel, de Phoenix. No quería volver a Denver. Quería marcharme a cualquier otro sitio.

Llegué a la calle. Deseaba echar a correr. El crepúsculo teñía de sangre las nubes del oeste. Oí gritos a mi espalda, en el hotel. Aún le faltaba mucho para dar a luz. Sabía que los gritos no existían: sólo eran ecos de mi mente.