Se despertó.
Estaba oscuro. Hacía frío y todo estaba silencioso.
Tengo sed, pensó. Bostezó y se irguió; volvió a desplomarse lanzando un grito de dolor. Su cabeza había chocado con algo. Se frotó el palpitante tejido de la frente y sintió como el dolor iba extendiéndose hacia el nacimiento del cabello.
Volvió a erguirse, más despacio que antes, pero su cabeza chocó nuevamente con algo. Estaba atrapado entre el colchón y un objeto situado sobre su cabeza. Levantó las manos para tocarlo. Era blando y suave, y su textura cedió bajo la presión de sus dedos. Fue siguiendo sus contornos. El objeto llegaba hasta donde podía alcanzar con las manos. Tragó saliva, y se estremeció.
En el nombre de Dios, ¿qué era?
Quiso volverse hacia la izquierda y se detuvo con un jadeo ahogado. La superficie también estaba allí, impidiéndole todo movimiento. Alzó la mano derecha y su corazón empezó a latir más de prisa. También estaba al otro lado. Se hallaba rodeado por los cuatro costados. Su corazón se comprimió sobre sí mismo como si fuera una lata de refresco estrujada por un puño, y la sangre empezó a correr cien veces más de prisa.
Unos segundos después se dio cuenta de que estaba vestido. Tocó unos pantalones, una chaqueta, una camisa y una corbata, un cinturón… Llevaba puestos unos zapatos.
Deslizó la mano derecha hasta el bolsillo del pantalón y la metió dentro. Sintió un frío cuadrado metálico y se sacó la mano del bolsillo, llevándolo hasta su cara. Sus dedos temblorosos alzaron la parte superior del objeto, que se movía sobre un pequeño gozne, y su pulgar hizo girar la ruedecilla que había dentro. Vio unas chispitas pero no hubo llama. Otro giro a la ruedecilla y logró encender el mechero.
Bajó los ojos hacia su cuerpo, iluminado por la claridad anaranjada del mechero, y volvió a estremecerse. La luz de la llama le permitía ver cuanto le rodeaba.
Y lo que vio le hizo gritar.
Estaba en un ataúd.
Dejó caer el mechero y la llama tiñó el aire con una estela amarilla antes de extinguirse. Volvía a estar sumido en la oscuridad más absoluta. No podía ver nada. Lo único que oía era el sonido de su respiración aterrorizada, que brotaba de su garganta en jadeos espasmódicos.
¿Cuánto tiempo llevaba allí dentro? ¿Minutos? ¿Horas?
¿Días?
Pensó que quizá estuviera sufriendo una pesadilla y eso sirvió para darle unos segundos de esperanza; aquello no era más que un sueño, su mente dormida había quedado atrapada en alguna extraña visión. Pero sabía que no era así. Sabía muy bien qué le había ocurrido, y lo que le había ocurrido era algo horrible.
Le habían metido en el único sitio que le daba pavor. El sitio del que les habló, cometiendo un error fatal. No podrían haber escogido una tortura mejor. No, ni aunque se hubieran pasado cien años pensando en qué sistema emplear…
Dios, ¿tanto le aborrecían? ¿Cómo podían hacerle eso?
Empezó a temblar, pero logró contenerse. No dejaría que se saliesen con la suya. Pensaban robarle no sólo el negocio, sino también la vida, ¿eh? ¡No, maldita sea, no!
Buscó el mechero. Ése ha sido su error, pensó. Bastardos, imbéciles… Probablemente pensaron que era una excelente ironía final: un regalo por haber conseguido que la corporación llegara a convertirse en lo que era. Sobre el mechero de oro estaban grabadas las palabras: A Charlie / Si hay voluntad…
—Cierto —murmuró.
No dejaría que esos asquerosos hijos de perra se salieran con la suya. No permitiría que le asesinaran y le robasen el negocio que él había construido. Sí, había una voluntad…
La suya.
Sus dedos se cerraron alrededor del mechero y su puño se tensó hasta que los nudillos palidecieron, levantándolo sobre su pecho jadeante. La ruedecilla rechinó contra la piedra cuando la hizo girar con el pulgar. La llama apareció ante sus ojos, y trató de respirar con más calma mientras examinaba el espacio disponible dentro del ataúd.
Unos pocos centímetros a cada lado.
¿Cuánto aire puede haber en un espacio tan pequeño? Apagó el mechero. No quemes el oxígeno, pensó. Trabaja en la oscuridad.
Sus manos salieron disparadas hacia arriba y trataron de levantar la tapa. Apretó con todas sus fuerzas, tensando los antebrazos. La tapa siguió donde estaba. Apretó los puños y golpeó la tapa hasta quedar cubierto de sudor y conseguir que se le humedeciera el cabello.
Se metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y sacó de él una cadenita con dos llaves. También le habían dejado las llaves… Bastardos, estúpidos. ¿Pensaban que estaría tan aterrorizado que no podría ni pensar? Otra broma muy graciosa que habían querido gastarle. Sí, la forma perfecta de ponerle el broche final a su vida… No volvería a necesitar las llaves de su coche ni las de su despacho, así que ¿por qué no las metemos en el ataúd?
Han cometido un error, pensó. Volvería a utilizarlas.
Se puso las llaves delante del rostro y clavó el borde serrado de una de ellas en el tapizado del ataúd. Logró abrirse paso a través de la tela y llegó al relleno. Tiró de él con los dedos hasta que logró arrancarlo de sus soportes. Trabajó rápidamente, tirando de aquella sustancia plumosa y colocándola a los lados del ataúd. Intentó respirar despacio. Tenía poco aire, había que racionarlo.
Encendió el mechero y examinó la zona de donde había arrancado el relleno, golpeándola con los nudillos de su mano libre. Lanzó un suspiro de alivio. El ataúd era de roble, no de metal. Otro error por su parte. Sonrió despectivamente. Sí, era fácil comprender por qué siempre les había llevado tanta delantera…
—Bastardos —murmuró, con los ojos clavados en la gruesa madera del ataúd.
Sujetó las llaves con más firmeza y hundió los bordes serrados en la madera de roble. La llama del mechero tembló mientras observaba como las llaves iban arrancando astillitas al ataúd. Los diminutos fragmentos de madera fueron cayendo sobre su cuerpo. El mechero no paraba de apagarse, y tenía que hacer girar la ruedecilla una y otra vez, repitiendo cada movimiento hasta que se le entumecieron las manos. Temía quedarse sin aire, por lo que acabó apagando el mechero y siguió raspando la madera, notando las astillas que caían sobre su cara y su cuello.
Empezó a dolerle el brazo.
Estaba quedándose sin fuerzas. Las astillas ya no caían tan de prisa como antes. Dejó las llaves sobre su pecho y volvió a encender el mechero. Pudo ver el surco que había tallado en la madera, pero sólo tenía unos centímetros de longitud. No es suficiente, pensó. No es suficiente.
Relajó los músculos y tragó una honda bocanada de aire, deteniendo la inhalación a medio camino. El oxígeno empezaba a escasear. Alzó los brazos y golpeó la tapa del ataúd.
—Abrid esta cosa, maldita sea —gritó, y las venas de su cuello se tensaron bajo la piel—. ¡Abrid esta cosa y dejadme salir!
Tengo que hacer algo o moriré, pensó.
Se saldrán con la suya.
Los músculos de su rostro empezaron a contraerse. Nunca había aceptado la derrota. Nunca. Y no se saldrían con la suya. Cuando tomaba una decisión, nadie podía interponerse en su camino.
Ya les enseñaría a esos bastardos lo que podía conseguirse con la fuerza de voluntad…
Cogió el mechero con la mano derecha e hizo girar la ruedecilla varias veces seguidas. La llama se alzó como un estandarte, oscilando ante sus ojos. Se sujetó el brazo izquierdo con el derecho, pegó la llama a la madera del ataúd y empezó a quemarla.
Respiraba con breves jadeos, sintiendo el olor del butano y la madera quemada, que iban invadiendo el ataúd. La tapa empezó a cubrirse de chispitas cada vez que pasaba la llama a lo largo del surco. La sostuvo en el mismo punto durante varios segundos y luego pasó a otro punto. La madera crujía levemente.
Y, de repente, vio nacer una llama que prendió en la madera. El roble empezó a quemarse, produciendo un humo grisáceo que le hizo toser. Cada vez quedaba menos aire, y sus pulmones tenían que hacer grandes esfuerzos para respirar. El poco aire disponible sabía a humo pegajoso, como si estuviera tumbado dentro de una chimenea horizontal. Tenía la sensación de que iba a desmayarse y su cuerpo quedaría totalmente insensible.
Intentó quitarse la camisa y se arrancó varios botones. Logró rasgar un pedazo de tela y lo usó para envolverse la mano derecha y la muñeca. Un trozo de la tapa estaba poniéndose negro y parecía haberse vuelto frágil y quebradizo. Golpeó la madera humeante con el puño envuelto en tela y sintió como caía sobre él, las ascuas llovieron sobre su cara y su cuello. Sus brazos se movieron frenéticamente para apagarlas. Unas cuantas lograron producirle quemaduras en el pecho y en las palmas de las manos, y gritó de dolor.
Una parte de la tapa se había convertido en un reluciente esqueleto de madera, y el calor que desprendía le bañaba el rostro. Intentó alejarse de él, ladeando la cabeza para evitar los trocitos de madera que iban desprendiéndose. El ataúd estaba lleno de humo y no había aire que respirar, sólo aquel acre olor a quemado. Tosió hasta dejarse la garganta en carne viva. Chorros de ceniza tan fina como el polvo le llenaron la boca y la nariz mientras golpeaba la tapa con el puño. Vamos, pensó. Vamos…
—¡Vamos! —gritó.
Un trozo de la tapa cedió bruscamente y cayó a su alrededor. Se dio manotazos en la cara, el cuello y el pecho, pero las partículas calientes sisearon sobre su piel y tuvo que soportar el dolor mientras intentaba apagarlas.
Las ascuas empezaron a oscurecerse una a una y sintió un olor nuevo. Buscó el mechero, lo encontró y volvió a encenderlo.
Lo que vio le hizo estremecer.
Tierra húmeda surcada de raíces, firmemente apisonada sobre su cabeza.
Alzó los brazos y pasó los dedos por ella. La parpadeante llamita del mechero le permitió ver los insectos y la blancura de los gusanos que colgaban a unos pocos centímetros de su rostro. Se apartó todo cuanto pudo de ellos, no queriendo que su rostro sintiera el roce de aquellos cuerpos sinuosos.
Y, de repente, un gusano se desprendió de su nido de tierra y cayó sobre su cara. Sintió que se le quedaba pegado al labio superior, y notó su tacto gelatinoso. Un incontenible estallido de repugnancia se apoderó de su mente y levantó las manos, hundiendo los dedos en el suelo. Meneó salvajemente la cabeza y el gusano salió disparado. Siguió cavando, sintiendo como la tierra caía sobre él. Empezó a metérsele por la nariz; apenas podía respirar. Se le pegaba a los labios e iba deslizándose al interior de su boca. Cerró los ojos pero pudo sentir como se acumulaba sobre sus párpados. Contuvo el aliento y siguió moviendo las manos hacia arriba y hacia adelante, igual que una excavadora enloquecida. Fue irguiendo el cuerpo poco a poco, dejando que la tierra se amontonara debajo de él. Sus pulmones luchaban por encontrar algo de aire. No se atrevía a abrir los ojos. Los dedos le ardían y ya había perdido unas cuantas uñas. Ni siquiera podía sentir el dolor, o la sangre que fluía de las heridas, pero sabía que la tierra estaba empezando a mancharse de rojo. El dolor de sus brazos y sus pulmones empeoró a cada segundo que pasaba, hasta que una terrible agonía invadió todo su cuerpo. Siguió tratando de llegar más arriba, subiendo los pies y las rodillas hacia el tronco. Empezó a contorsionarse espasmódicamente hasta que logró quedar medio agazapado, con las manos sobre la cabeza y los antebrazos protegiéndole el rostro. Cada nueva embestida de sus dedos hacía que la tierra cediera un poco más. Sigue, se dijo. Sigue. Se negaba a perder el control de sí mismo. No quería parar, no quería morir bajo tierra. Tensó las mandíbulas con tanta fuerza que sus dientes estuvieron a punto de romperse. Sigue, pensó. ¡Sigue! Atacó la tierra con creciente vigor, sintiendo como caía sobre su cuerpo, acumulándose en su pelo y en sus hombros. El barro y el polvo le rodeaban por todas partes. Tenía la sensación de que sus pulmones iban a estallar de un momento a otro. Era como si hubiesen pasado minutos desde su última inhalación… Necesitaba el aire tan desesperadamente que deseaba gritar, pero no podía hacerlo. Sintió el comienzo de una dolorosa palpitación en las uñas: las cutículas y los nervios que habían quedado al descubierto rozaban las partículas de tierra. El dolor le hizo abrir la boca y sintió como se le llenaba de tierra, cubriéndole la lengua y acumulándose en su garganta. El reflejo de vomitar le produjo una oleada de náuseas, y el vómito y la tierra se mezclaron al salir disparados de su boca. Sintió que volvía a respirar tierra: iba a morir de asfixia, su cabeza ya empezaba a vaciarse, se dejaba invadir por la oscuridad… El polvo obturaba los conductos por los que habría debido entrar el aire y su corazón latía cada vez más de prisa. ¡No voy a conseguirlo!, pensó angustiado.
Y, de repente, un dedo se abrió paso por la capa de tierra que le cubría. Movió la mano de un lado para otro, como si fuera un azadón, y logró hacer que saliera a la superficie. Sus brazos parecieron volverse locos: atacaron la tierra, golpeándola y dándole puñetazos hasta que lograron practicar una abertura. Trató de agrandarla. Tenía la sensación de que todo su cuerpo estaba lleno de tierra, y le parecía que su pecho iba a partirse en dos.
Sus brazos salieron de la tumba y unos segundos después logró tener todo el torso al aire. Siguió luchando, hundiendo los destrozados dedos en la tierra, y sus piernas asomaron del agujero. Un último tirón y todo su cuerpo se derrumbó sobre el suelo. Intentó llenarse los pulmones de aire, pero el aire no podía atravesar la muralla de tierra que se había acumulado en su boca y su tráquea. Empezó a retorcerse, dando vueltas sobre sí mismo hasta que consiguió quedar de rodillas, y se puso a toser, expulsando el barro cubierto de flemas y mucosidades. Vomitó y una saliva negruzca corrió por su mentón mientras la tierra salía de su boca. Cuando hubo logrado escupirla casi toda, empezó a jadear y el oxígeno entró en su cuerpo y el aire fresco lo llenó de vida.
He ganado, pensó. ¡He vencido a esos bastardos, les he vencido! Se echó a reír, dominado por una rabia victoriosa, y cuando logró abrir los ojos miró a su alrededor, frotándose los párpados cubiertos de sangre. Oyó el ruido del tráfico y luces cegadoras se posaron sobre él. Las luces se movían en zigzag sobre su rostro, viniendo tanto de la derecha como de la izquierda. Frunció el ceño, atontado por aquel resplandor, y un instante después comprendió dónde estaba.
El cementerio situado junto a la autopista…
Coches y camiones rugían de un lado para otro con un veloz zumbido de neumáticos. Volver a estar cerca de la vida le hizo suspirar; el movimiento, la gente… Una feroz sonrisa curvó sus labios.
Miró hacia la derecha y vio el poste indicador de una gasolinera a unos centenares de metros de donde estaba.
Logró ponerse en pie y echó a correr.
Mientras corría hizo planes. Iría a la gasolinera, se lavaría en el retrete, pediría prestada una moneda y llamaría a las oficinas pidiendo que una limusina de la compañía viniera a recogerle. No, mejor un taxi. Así podría pillar desprevenidos a esos hijos de perra. Debían de estar seguros de que habían conseguido liberarse de él. Bueno, les había vencido. Apretó el paso, sabiendo que lo había conseguido. Si deseas algo con todas tus fuerzas nadie puede detenerte, se dijo, volviendo la cabeza hacia la tumba de la que acababa de escapar.
Se acercó a la gasolinera por la parte de atrás y fue hacia el lavabo. No quería que nadie le viera así, sucio y cubierto de sangre.
Había un teléfono público en el lavabo, y cerró la puerta antes de registrar sus bolsillos en busca de alguna moneda. Encontró un par de centavos y una moneda de veinticinco, y echó la moneda plateada por la ranura del teléfono; estúpidos, pensó, hasta le habían dejado algo de cambio…
Marcó el número de su esposa.
Respondió y, cuando él le explicó lo que había ocurrido, su esposa empezó a gritar. Gritó y gritó. Qué broma tan horrible, dijo por fin. No sabía con quién estaba hablando, pero era una broma horrible. Colgó antes de que él pudiera decir nada más. Dejó el auricular en su soporte y se volvió hacia el espejo del lavabo.
Ni siquiera pudo gritar. Lo único que pudo hacer fue contemplarse en silencio.
El rostro que le devolvía la mirada desde el espejo estaba cubierto de piel grisácea. La carne se había desprendido en algunos sitios, revelando el hueso amarillento que había debajo.
Y entonces recordó qué más le había dicho su mujer antes de colgar, y se echó a llorar. Su sorpresa y estupor iniciales se convirtieron en un abatido fatalismo.
Han pasado más de siete meses, había dicho.
Siete meses.
Volvió a contemplarse en el espejo y comprendió que no había ningún sitio al que pudiera ir.
Se le quedó la mente en blanco. Sólo podía pensar en una cosa: la inscripción del mechero.