«La antigua Ciudad Roja de Marrakesh es el último gran oasis para los viajeros que piensen seguir camino hacia el sur y llegar al Sahara. Es la más exótica de todas las ciudades marroquíes, un lugar donde el África árabe y el África negra se encuentran en un decorado que ha cambiado muy poco durante los últimos mil años».
Eso decía su guía turística.
El libro no decía que a primera hora de la tarde hace tanto calor que hasta las moscas dejan de volar.
El aparato del aire acondicionado de su ventana emitía un zumbido impresionante, pero ni removía el aire ni lo enfriaba. Ya se había quejado tres veces, y el conserje le había respondido con dos encogimientos de hombros y una mirada inexpresiva. A las dos su cuartucho se había vuelto insoportable. Huyó de él y bajó a la calle, donde todavía hacía más calor.
Scott Lindsay era viajante de comercio, especializado en artículos de cristal para laboratorio, y trabajaba para una gran firma de suministros científicos cuya central estaba en los suburbios de Washington, D. C. Como todos los habitantes de Washington, Lindsay pensaba que una persona capaz de sobrevivir al verano en las orillas del Potomac, era capaz de sobrevivir a cualquier clase de verano. Había ido acumulando seis semanas de vacaciones y a finales de julio cogió el avión para Europa. París le resultó bastante agradable, y en los Pirineos hasta hacía fresco, pero nadie le había dicho que el uno de agosto toda Europa se va de vacaciones; todas las habitaciones de los hoteles dignos de ese nombre estás reservadas para seis meses, los restaurantes están o cerrados, o llenos hasta los topes, y te pasas la vida de retraso en retraso y de un medio de transporte a otro, para llegar a ciudades donde sólo los hoteles más caros siguen teniendo plazas libres.
En Niza un canadiense le dijo que acababa de llegar de Marruecos; allí hacía más calor que en el infierno, pero apenas había turistas, al menos en esa época del año. Scott contempló con melancolía el envenenado pero todavía azul Mediterráneo, sintió la presión de veinte millones de compañeros de viaje a su espalda, se acordó de Bogart, y tomó el siguiente vuelo para Casablanca.
Casablanca combinaba todo el encanto de Pittsburgh con el clima de Dallas. No hacía ni pizca de viento, y el aire estaba cargado de polvo a causa de los rascacielos en construcción. Lindsay compró una guía turística, la hojeó y, basándose en aquellos pocos párrafos, cogió el tren nocturno a Marrakesh.
«La Ciudad Roja toma su nombre del color de la piedra arenisca local con que fueron construidos los edificios y sus murallas», seguía diciendo el libro. Scott pensó que sería más preciso llamarla la Ciudad Rosa, aunque el nombre quizá no resultara tan atractivo. La Ciudad Rosa Sucio… Avanzó con paso vacilante por la acera del lado donde no daba el sol. Los veinticinco centímetros escasos de sombra estaban repletos de mendigos dormidos. La atmósfera era tan seca que no podía ni sudar.
Pasó ante dos bares cerrados. El tercero que vio estaba abierto, y Scott entró en él, agradeciendo el refugio que le brindaba. Era un bar musulmán, así que no servía alcohol, pero al menos le permitiría escapar del sol. Dos jóvenes apoyados en el mostrador discutían en susurros guturales, y un par de ancianos, vestidos con chilabas, estaban sentados a una mesa, enzarzados en una partida de damas; ninguno parecía dispuesto a mover sus piezas.
Un ventilador agitaba la atmósfera y el polvo que contenía, esparciéndolo por el local. Alzó un dedo para llamar al camarero, quien le contempló con impasible hostilidad, y usó su francés de colegial para pedir una botellita de agua de Vichy sin hielo y, como deferencia a su guía, un vaso de té de menta caliente. El camarero le trajo el té de menta, una botella de litro de agua Sidi Harazim, sin gas, y un vaso con hielo. Scott intentó discutir con él, pero el hombre se limitó a mirarle fijamente, repitiendo el precio una y otra vez. Scott acabó pagando y tiró el hielo en el cenicero (según el libro, lo mejor era abstenerse de consumirlo). Los jóvenes apoyados en el mostrador contemplaron toda la transacción con soñolienta indiferencia.
El té de menta era una infusión aromática de hojas de menta y agua caliente con azúcar. Tomó un sorbo; estaba muy bueno, lo que le sorprendió y le hizo sentir una especie de perversa irritación. Sacó la novela que llevaba en el bolsillo y empezó a leer el mismo par de párrafos una y otra vez, sintiendo como sus ojos se deslizaban por ellos; el calor hacía que le resultara imposible concentrarse.
Cerró el libro y permitió que su mirada recorriera lentamente todo el local, intentando dejarse impresionar por aquella atmósfera que tan nueva le resultaba. La puerta estaba abierta, y al otro lado de la calle podía ver un parquecito que daba sombra a los primeros puestos de la Djemaa El Fna, el mayor mercado al aire libre de todo Marruecos, el más pintoresco y animado. El mercado era la puerta de entrada al misterioso laberinto de la medina, donde ahora mismo alguien estaba siendo asesinado para quitarle las pocas monedas que llevaba en el bolsillo, las cabras eran utilizadas de formas que Alá no aprobaba, los hombres fumaban una mezcla de opio y excrementos de camello, los niños eran vendidos igual que si fuesen hortalizas; el lugar donde hombres y mujeres de piel morena harían cualquier cosa a cambio de un precio, y el precio no era demasiado alto… Scott se acarició inconscientemente el bolsillo y comprobó que el duro bulto del condón seguía allí.
Los mejores condones del mundo vienen dentro de un cilindro de plástico azul cuyo eje vertical termina en un reborde cuadrado; el cilindro tiene el tamaño de una cajita de fósforos. El estuche, una maravilla de la tecnología, se mantiene cerrado gracias a una combinación de geometría y cinta adhesiva, y un hombre que se encuentre tranquilo y con la cabeza despejada puede abrirlo en menos de un minuto, siempre que la luz sea buena. Scott había comprado seis de esos condones en la tienda del aeropuerto internacional de Dulles y sólo había abierto uno. No lo había abierto para usarlo con la parisina que parecía una prostituta pero que había respondido a su educada proposición con una tempestad de insultos y gritos. Lo abrió a petición del gordo inspector de aduanas del aeropuerto de Casablanca; tuvo que explicarle para qué servía mientras el inspector lo sostenía delicadamente entre sus dedos, igual que si fuera el cadáver de una criatura marina, y cuando acabó, el inspector llamó a sus compatriotas para que pudieran echarle un vistazo.
Hacía tanto calor que la Djemaa El Fna estaba cerrada, y las polvorientas telas anaranjadas de los puestos colgaban fláccidamente porque no hacía viento para moverlas. Y los árboles a través de los que contemplaba el mercado al aire libre, los souk, también estaban cubiertos de polvo; el cielo era de un color tan pálido que casi parecía blanco, y la calle y la acera exhibían un sucio color pizarra. Era como contemplar una acuarela descolorida iluminada por una bombilla demasiado potente.
—Eh, míster. —Un delgado adolescente árabe se materializó junto a Lindsay, acodándose en el mostrador. Iba bastante aseado y vestía ropas occidentales, en las que se veían algunos discretos remiendos—. Eh, míster —repitió—. ¿Usted norteamericano?
—Nu. Eeg bin jugoslav.
El chico asintió.
—¿De Nueva York? Yo tengo cuatro amigos de Nueva York.
—Jugoslav.
—¿De Chicago? Yo tengo cuatro amigos de Chicago. No, cinco. Cinco amigos de Chicago.
—Jugoslav —dijo él.
—¿De qué parte de Estados Unidos usted?
Cogió uno de los cubitos de hielo medio derretidos que había en el cenicero, se lo metió en la boca y masticó.
—Nueva Caledonia —dijo Scott.
—¿No gusta hielo? Hielo bueno a esta hora del día. —Repitió el proceso anterior con otro cubito—. ¿Nueva qué? —farfulló.
—Nueva Caledonia. Una pequeña comarca de las Rocosas, entre Georgia y Wisconsin. No me gusta el hielo hecho con agua contaminada.
—No, míster, este hielo bueno. Hielo hecho con agua de botella. —Le lanzó un rápido chorro de palabras árabes al camarero, quien respondió con un seco monosílabo—. Vamos, yo guío por medina.
—No.
—Yo guío usted gratis. Estudiante, estudiante de inglés. Yo llevo gratis, llevo usted a fábrica de mi padre.
—Está bien, llévame allí.
—Vale, ahora ir. No mierda turistas, hacer buen trato.
Bueno, Lindsay, tú querías experiencias. ¿Qué te parecería recibir un golpe en la cabeza y ser violado por una cabra?
—Está bien, iré. Pero no pienso pagar nada.
—Claro, nada paga.
Cogió a Scott de la mano y le hizo salir del bar, llevándole hacia el parque.
—¿Hay algún sitio en la medina donde se pueda comprar cerveza fría?
—Seguro, muchos sitios. Cerveza helada. ¿Tiene cigarrillo?
—No fumo.
—No importa, usted compra paquete aquí.
Señaló un pequeño quiosco situado a la entrada del parque.
—No, diablos, te he dicho que no. Consígueme una cerveza y puede que te compre algunos cigarrillos.
Salieron del parque y cruzaron la plaza de tierra apisonada de la Djemaa El Fna. El polvo se le metió por la boca y por las fosas nasales, irritándoselas, pero ya no hacía tanto calor como antes; ahora soplaba un poco de brisa. Un tendero estaba subiendo la persiana metálica de su tienda, revelando estantes donde se amontonaban artículos de cuero. «¡Eh, usted compra!», gritó, pero Scott no le prestó atención, y el chico le hizo una seña con el pulgar erguido asomando por entre los dos primeros dedos de la mano.
Scott se había saltado un párrafo de la guía: «No visite nunca la medina sin un guía; las calles se cruzan unas con otras en una loca confusión de ángulos imprescindibles, y quien no viva allí, se encontrará irremediablemente perdido en cuestión de minutos. Los mejores guías son los ancianos, o los jóvenes norteamericanos que viven allí porque las drogas son muy baratas; con ellos se puede convenir un precio por adelantado, precio que normalmente será de cinco dirhams (un dólar diez). Sean cuales sean las circunstancias, no se deje guiar por ninguno de los golfillos callejeros que dicen ser estudiantes y le ofrecen sus servicios gratis; le timarán, y hasta es posible que le roben después de haberle dado una paliza».
Pasaron por detrás de la doble fila de tiendas y entraron en la medina por la puerta de Bab Agnou. La calle principal era un sucio callejón que tendría dos metros y medio de ancho, flanqueado a ambos lados por tiendecitas y pequeños puestos callejeros; casi todos estaban cerrados, ya fuera por cortinas, persianas metálicas o por el cuerpo del propietario, que dormitaba en la entrada. El lado que daba al callejón no tenía pared, pero los que servían comida, normalmente, disponían de un mostrador que llegaba a la altura del pecho. Si pasaban ante un puesto abierto, el propietario intentaba impedirles el paso, y se dirigía a Scott en un entrecortado inglés o en un francés elemental, tirándole de la manga.
La atmósfera de la medina era sorprendentemente fresca; los rayos del sol quedaban en parte detenidos por celosías de madera suspendidas sobre el callejón. El lugar olía a castañas asadas y a sémola, con aromas de ajo y hierbas extrañas cociéndose al fuego, pero también se notaba el olor acre de los tubos de escape y la dulzona pestilencia de la basura y los desagües que llevaban mucho tiempo sin ver el sol. El chico le llevó por un callejón lateral y luego por otro más. Scott no sabía dónde estaba el sol y no tardó en perder el sentido de la orientación.
—¿Adónde diablos vamos?
—Cerveza fría. Usted ver.
Se metió por un oscuro y siniestro callejón todavía más angosto que los anteriores y Lindsay le siguió, sintiéndose peligrosamente indefenso.
Tuvieron que pegarse a una húmeda pared blanca para dejar pasar a un hombre de cabello cano que iba montado en un viejo scooter petardeante de un solo cilindro.
—¿Falta mucho para llegar a ese sitio? No voy a…
—Aquí, una esquina.
El chico le hizo doblar la esquina y le metió en un local oscuro que olía a rancio. El tendero, un hombrecillo regordete, les sonrió enseñando un montón de dientes de oro y saludó al chico por su nombre, Abdul.
—La palabra para cerveza es «bera» —dijo el chico.
Scott le repitió la palabra al hombrecillo regordete y Abdul añadió algo más. El hombre abrió dos cervezas y las puso sobre el mostrador, acompañándolas con un paquete de cigarrillos.
Bueno, Lindsay, ya has aprendido un poquito de árabe, pero la cara dura del chico resulta más bien graciosa, ¿no? Lindsay pagó y le entregó sus cigarrillos y su cerveza a Abdul.
—¿No eres musulmán? Creía que los musulmanes no bebían.
—Sí, hombre, diablos.
Metió un dedo por el gollete de la botella y lo sacó rápidamente, sacudiéndose una gotita de cerveza. Después inclinó la botella y engulló la mitad del líquido de un solo trago. Lindsay tomó un sorbo de cerveza. Estaba caliente y era bastante amarga.
—¿Qué haces en Estados Unidos, amigo?
Encendió un cigarrillo, sosteniéndolo torpemente entre dos dedos. ¿Vendedor de artículos de cristal para laboratorio?
—Conduzco un camión.
El acre humo del tabaco turco hizo que le escocieran los ojos.
—Ganas montones de dinero.
—No, nada de eso.
Apenas dijo aquella mentira, tuvo la sensación de que se estaba portando como un imbécil. Lindsay, el gran viajero, te has gastado más dinero en tu billete del que este chico verá en toda su vida.
—Vamos a fábrica de mi padre.
—¿Qué es lo que fabrica?
—Toda clase de cosas. Alfombras.
—No sabría qué hacer con una alfombra.
—Envolvemos, mandamos por correo a Nueva Caledonia.
—No. Volvamos a…
—Yo te llevo a fábrica de mi tío. Latón, cobre, todo muy bonito.
—No. Volvamos a la plaza, ya tienes tus ciga…
—Claro, vamos.
Se bebió el resto de la cerveza y salió al callejón, con Scott detrás. Después de haber dado un par de vueltas más, pasaron ante una tienda de armas antiguas; Scott sabía que si hubieran venido por allí se habría fijado en ella. Se detuvo.
—¿Adónde me llevas ahora?
Abdul pareció dolido.
—Yo llevo de vuelta a Djemaa El Fna. Como tú decir.
—Y un cuerno. Piérdete, Abdul. Ya me las arreglaré para encontrar el camino de regreso.
Dio media vuelta y volvió por donde habían venido. El chico le seguía a unos diez pasos de distancia, fumando.
Lindsay caminó durante unos veinte minutos, intentando encontrar aquel callejón un poco más ancho que le llevaría a la puerta. El carácter de la medina cambió; ahora había cada vez menos puestos que vendieran recuerdos y, finalmente, llegó a una zona donde ya no había ninguno; sólo viviendas, pequeños comercios y algunos talleres de artesanos, donde uno o dos hombres, que trabajaban a un ritmo febril, fabricaban los artículos que se vendían en las tiendas. Nadie intentó venderle nada, y cuando una niña alargó la mano hacia él para pedirle limosna, una anciana fue hacia ella y le dio una bofetada. Cuando pasaba, todo el mundo se le quedaba mirando.
Acabó deteniéndose y dejó que Abdul le alcanzara.
—Está bien, tú ganas. ¿Cuánto quieres por sacarme de aquí?
—Diez dirhams.
—Olvídalo. Te daré dos dirhams.
Abdul le contempló en silencio durante unos cuantos segundos, las manos en los bolsillos.
—Nueve dirhams.
Regatearon un poco y acabaron acordando que Lindsay le pagaría siete dirhams, un dólar cincuenta aproximadamente, la mitad ahora y la otra mitad cuando llegaran a la puerta.
Empezaron a cruzar otra parte desconocida de la medina, caminando en fila india por angostos callejones; Abdul iba delante, fumando en silencio. De repente se detuvo.
Scott casi tropezó con él.
—Oye, ¿tú quieres chica?
—Eh…, no sé —dijo Scott.
La sorpresa le había hecho hablar con toda sinceridad.
Abdul lanzó una carcajada sorprendentemente ronca y salaz.
—¿Chico, entonces?
—No, no. —Compostura, Lindsay—. Supongo que te referirás a tu hermana, ¿no?
—¿Qué?
No habría debido decirlo eso.
—Nada, nada, es una broma de mi país… ¿Es amiga tuya?
—Buena amiga, buen polvo. Cincuenta dirhams.
Scott suspiró.
—Diez.
El precio acabó quedando establecido en treinta y dos dirhams. Abdul esperaría fuera hasta que Scott volviera a necesitar sus servicios como guía.
Abdul le llevó a una tienda que vendía caftanes y habló en voz baja con su gordo propietario, dándole una parte del dinero. Lindsay fue conducido hasta la parte trasera de la tienda y le hicieron pasar detrás de una cortina. Una mujer estaba sentada sobre los talones junto a la cama, haciendo ganchillo. Se puso en pie, moviéndose con considerable falta de gracia. Era delgada y bajita; su coronilla apenas llegaba a la altura de los hombros de Scott, y vestía el atuendo tradicional: llevaba la parte inferior del rostro cubierta por un velo, y un caftán azul oscuro que le llegaba hasta los tobillos. Cuando el propietario se lo ordenó, la mujer se subió el caftán hasta las caderas y se tumbó en la cama, separando las piernas.
—¿Ves? Muy limpia —dijo Abdul.
Scott nunca había visto desnuda —o parcialmente desnuda— a una mujer más flaca: los huesos de la pelvis tensaban su lisa piel morena. Tenía muy poco vello púbico, y los labios de su vulva estaban muy secos y eran de un color grisáceo. Pero a Scott le pareció que aún no había cumplido los veinte años; eso, y lo exótico que resultaría tirarse a una desconocida vestida y con un velo en la cara, bastó para que Scott se sintiera considerablemente excitado.
—Está bien —dijo con voz ronca—. Nos veremos fuera.
La mujer le observó con curiosidad mientras que Scott luchaba con el estuche del condón, y el único sonido que emitió durante su relación sexual fue una leve risita cuando Scott se colocó el artilugio encima del pene. El condón había sido diseñado para que pudiera ser utilizado por toda la gama de tamaños imaginable, y a Scott le sobraban unos cuatro centímetros.
Este maravilloso condón de primera clase, que permite entregarse a las más originales perversiones, está recubierto de un fluido tan similar a las secreciones femeninas naturales, tan perfectamente isotónico y capaz de mezclarse con éstas, que puede engañar al interior de cualquier vagina. Pero a Scott se le acabó el suministro de fluido en unos pocos segundos, y la fisiología de aquella dama distante y silenciosa no le proporcionó nada con que sustituirlo, por lo que debió recurrir a la saliva y a su vieja fantasía de costumbre. El seco trayecto le resultó largo y pesado; la paja del jergón crujía monótonamente bajo sus cuerpos, y la mujer no paraba de moverse para encontrar posturas más cómodas, a medida que Scott, irritado, la embestía con todo su peso. Al final logró vaciar sus glándulas, más gracias a la hidrostática que a la pasión, y el acto le dejó más nervioso que satisfecho. Cuando se apartó de ella, el condón se quedó metido en el interior de la vagina, pues había más lubricación dentro que fuera. La mujer se lo sacó e, impulsada por algún motivo inexplicable, le hizo un nudo en el extremo y lo dejó caer detrás de la cama.
En cuanto Scott hubo terminado de vestirse, la mujer alargó la mano pidiéndole una propina. Scott se rió y le dijo en inglés que era él quien merecía recibir algo de dinero, ya que se había encargado de todo el trabajo, pero aquellos ojos vulnerables y su inicial oleada de excitación hicieron que acabara dándole cinco dirhams.
Abdul no estaba esperándole. Intentó interrogar al vendedor de caftanes en francés, pero lo único que consiguió fue que sus hombros le dedicaran una interesante gama de encogimientos. Salió a la calle, no vio rastro alguno del bribonzuelo, volvió a entrar en la tienda, le dio cinco dirhams al propietario y le preguntó cómo podía volver a la Djemaa El Fna. El propietario asintió con la cabeza y le escribió unas cuantas instrucciones en un papel; estaban redactadas en inglés y escritas con una pulcra caligrafía de escolar.
—¿Habla inglés?
—No —respondió el propietario, pronunciando la vocal con un claro acento de Oxford.
Scott se abrió paso a través del laberinto de callejuelas, intentando acordarse de cada esquina por si daba el caso de que se viera obligado a retroceder. Ninguno de los callejones tenía nombre. El sol se encontraba lo bastante bajo para que toda la medina quedara sumida en las sombras, y empezaba a hacer más fresco. Se detuvo en un puesto con mostrador para beberse una botella de cerveza y se sintió invadido por una agradable lasitud; estaba relajado por primera vez desde que pusiera los pies en el aeropuerto de Casablanca. Siguió caminando, pasó ante una tintorería y una vespa aparcada y torció hacia la izquierda.
Abdul estaba en medio del callejón, acompañado de siete u ocho chicos más que hablaban y reían.
Scott medio corrió medio caminó hacia ellos, y Abdul alzó la vista, sobresaltado, al oírle rugir «¡Pequeño bastardo!»…, pero se limitó a sonreír, murmuró algo a sus compañeros y todo el grupo se lanzó sobre él.
Scott no era hombre violento, pero aquel chico se las había hecho pasar bastante mal, por lo que plantó sólidamente los pies en el suelo, apretó lo puños, enseñó los dientes, y todo su cuerpo escuchó el dulce cántico de la adrenalina. Durante el servicio militar había recibido doce horas de instrucción en el combate cuerpo a cuerpo: hizo caso omiso de la primera regla (Si te superan en número, corre); no logró acordarse de la segunda (No uses los puños, da patadas), y asestó un satisfactorio puñetazo al primer rostro que entró en su radio de acción, rompiendo labios, dientes y un nudillo (cosa de la que se daría cuenta más tarde); después intentó patear una ingle y la patada sólo alcanzó la cadera, pero bastó para que la víctima no pudiese seguir participando en la refriega; tocó el suelo para recuperar el equilibrio y se levantó de un salto, quitándose a un chaval del brazo derecho mientras lanzaba un izquierdazo contra el cuello de Abdul, fallando; otra patada, esta vez dirigida a un riñón, patada que logró provocar un grito bastante sonoro. Pero ahí termina todo, porque Abdul se mantiene fuera de su alcance y Scott se encuentra cubierto de chicos, que le dan patadas y puñetazos y que acaban consiguiendo ponerle de rodillas. Abdul da un paso hacia adelante y le patea primero en el pecho y luego en el plexo solar, y Scott empieza a perder el conocimiento, despacio, poco a poco, mientras que alguien le coge la cartera, y otra mano se introduce en su bolsillo para quitarle los cheques de viaje, Lindsay, diles que te dejen los cheques, no les servirán de nada, nadie querrá pagárselos, lo hacen por joderme, nada más, hijos de perra…
Estaba lloviendo y oía un suave canturreo. Abrió un ojo y vio una mancha marrón oscuro. Tenía la lengua pegada al suelo y su boca captaba el interesante sabor granulado de la tierra y el polvo, venga, Lindsay, mete la lengua dentro, no hagas idioteces, aquí la gente se mea en la calle. Lluvia y un suave canturreo, he muerto y he ido a Marrakesh. Logró deslizar el antebrazo y el codo debajo del pecho y se alzó unos cuantos centímetros. Una mancha de sangre formaba una costra de contornos irregulares sobre la tierra que tenía delante, y la razón de que no pudiera abrir el otro ojo era que también estaba cubierto de sangre. Se quitó el barro de la boca con una manga y luego usó la otra para despegarse el párpado.
La fuente de la lluvia era una arrugada anciana sin velo que estaba rociándole pacientemente la cabeza con el agua de una jarra. La anciana parecía viejísima y tenía una expresión de inmensa tristeza. Cuando Lindsay logró erguirse, le ofreció dos tabletas blancas sobre las que se veía la letra «A» y un vaso de la misma agua. Lindsay aceptó las tabletas, muy agradecido, estuvo a punto de atragantarse con ellas y se tomó otro vaso de agua para hacerlas pasar. Le dio las gracias a la impasible anciana en tres idiomas distintos —esperaba que el agua hubiera salido de una botella—, y se puso en pie con cierto esfuerzo; la cabeza le dolía como si se la hubieran golpeado con un martillo pilón. La hoja de papel con las instrucciones para salir de la medina yacía sobre el polvo, arrugada pero todavía legible. Lindsay empezó a caminar.
El canturreo era un muecín que llamaba a los fieles a la plegaria. Pudo oír el cántico de otros muecines en partes más lejanas de la ciudad. ¿Tendría que quitarse el sombrero? Su sombrero había desaparecido. Algunos nativos iban de un lado para otro, ocupándose de sus asuntos. Un anciano se había arrodillado sobre una esterilla de oraciones en pleno centro de la calle; Scott pasó junto a él andando de puntillas.
Salió de la medina por una puerta distinta y la Djemaa El Fna se extendió ante él en todo su frenesí de primeras horas del atardecer. Un grupo de bailarines negros hacía cosas asombrosas siguiendo el ritmo de unos tambores tan veloces que parecían ametralladoras; los acróbatas formaban inmensas pirámides temblorosas que se derrumbaban para volver a formarse; la gente cantaba, gritaba y reía.
Estuvo un buen rato observando a un encantador de serpientes que utilizaba un espeluznante repertorio de cobras, víboras, escorpiones y tarántulas. Dejó caer medio dirham en el tazón del encantador y siguió adelante. Un grupo bastante numeroso rodeaba un cartón tan grande como una sábana, sobre el que se contoneaban unos gallos que iban de una zona marcada con tiza a otra, picoteando un jarrón en el que había flores de plástico, una muñeca rota, una lata de conservas pintada o una maltrecha baraja de cartas; los hombres hacían apuestas incomprensibles, recogían su dinero, les gritaban a los gallos, el bebé necesita un par de sandalias nuevas.
Después se encontró con una silenciosa hilera de hombres y mujeres acuclillados en el suelo, que esperaban pacientemente los servicios de un curandero. La mujer a la que estaba atendiendo tenía el vestido púdicamente metido entre los muslos, y enseñaba la espalda desde los hombros hasta las nalgas; el curandero usaba el extremo humeante de un trapo para ir dibujando una pauta simétrica de quemaduras rojizas, y Scott siguió adelante, encantado en el verdadero sentido de la palabra, como si le hubieran hipnotizado.
La gente se apartaba de su rostro ensangrentado, y Scott se reía de ellos, sintiéndose parte del espectáculo y, unos instantes después, teniendo la sensación de que era un visitante excluido de todo aquello. Scott se pasea ante las filas de puestos callejeros: cuero, latón, cerámica, tallas, telas, libros, trastos viejos, mantas, armas, electrodomésticos, joyas, comida. Cuando se inclina para comprar una bolsa de pistachos, el vendedor le da la bolsa y le hace señas con la mano para que se aleje: no hace falta que pagues, basta con que te vayas.
Estaba oscureciendo y la mayor parte de los comerciantes empezaron a cerrar sus puestos, pero los millares de personas que iban y venían por la plaza siguieron allí. Daban vueltas alrededor de unos cuantos hombres dispersos por el recinto —quizá fueran una docena—, que estaban sentados encima de mantas y se alumbraban con la parpadeante luz de unas lámparas de queroseno; de sus labios brotaban las mismas palabras, una y otra vez, como en una especie de sonsonete. Scott fue hacia el más cercano y se abrió paso a codazos hasta llegar a la manta, acuclillándose junto a ella como si fuera una gárgola norteamericana y mirando al hombre fijamente. Casi todos los que le rodeaban retrocedieron un poco para hacerle sitio, pero unos dedos hurgaron ágilmente en el bolsillo de su cadera; Scott los apartó de un manotazo, sin volverse a mirar. El hombre sentado en el centro de la manta clavó los ojos en su rostro ensangrentado y le dirigió una tensa sonrisa; sus ojos ardían a causa de la excitación. Alzó los brazos y la multitud calló, igual que si la hubieran desconectado de golpe.
Cien personas tragaron aire al unísono cuando murmuró las primeras palabras, unas palabras casi inaudibles que debían de ser el equivalente árabe del «Érase una vez». El narrador gritó y empezó a caminar de un lado para otro, contando su historia con una voz dramática y entrecortada, moviendo las manos, abrazándose, susurrando, gimiendo…, y Lindsay logró seguir perfectamente el hilo del relato, riéndose cuando debía hacerlo y llorando cuando el narrador lloraba, sin comprender nada y comprendiéndolo todo. Cuando hubo terminado, el narrador pasó la gorra, empezando por el corpulento norteamericano del rostro ensangrentado, y Scott vació su bolsillo izquierdo dentro de la gorra: monedas de dirham y medio dirham, algunos francos y la única moneda de diez centavos que le quedaba.
Luego se puso en pie, se dio la vuelta y vio como su enorme sombra bailaba sobre la multitud, pues el narrador había cogido la lámpara con la mano y caminaba lentamente alrededor de la manta. Vio su hotel y se abrió paso por entre la gente, yendo hacia él.
Valía la pena. Sí, la magia bien valía haber sufrido el dolor y la humillación.
Fue aproximándose al hotel y se obligó a pensar en los problemas prácticos. No tenía dinero, tarjetas de crédito ni cheques de viaje; y tampoco ningún tipo de documentación. ¿Qué hacer? ¿Ir a la policía? No, quizá fuera mejor recurrir antes a la American Express. Una llamada a cobro revertido a la central. Que le mandaran un giro postal. De todos modos, si quería conseguir nuevos cheques de viaje tendría que demostrar quién era. Y estaba casi seguro de que la policía local no le ayudaría a menos que recibiese algunas «propinas».
Ah, claro, sería sencillísimo. Aún le quedaba un documento: su pasaporte. Lo había dejado en la recepción del hotel. Lo que entonces le pareciera una molestia se había convertido en su salvación. Los números de los cheques de viaje estaban en su maleta.
Entró en el oscuro y polvoriento vestíbulo del hotel. Había una mujer. Pasó junto a ella y la mujer murmuró «Lin-say».
Se acordó de dónde había visto aquellos ojos y se detuvo.
—¿Qué quiere?
—Tengo algo suyo.
Y Lindsay tuvo la absurda idea de que se refería al condón con un nudo en el extremo. Pero lo que la mujer sostenía en su mano era un cheque de viaje por valor de cincuenta dólares. Lindsay se lo arrebató; la mujer no intentó impedírselo.
—Firme eso para mí —dijo ella—. Yo traigo usted todo lo demás que los chicos cogieron.
—¿Hasta el dinero?
Llevaba más de quinientos dirhams en efectivo.
—Yo traigo usted lo que ellos me dieron.
—Bueno, tráigamelo aquí y ya veremos.
La mujer meneó la cabeza, muy enfadada.
—No, yo traigo usted. Yo traigo usted hasta allí. Ahora mismo. Usted firma eso para mí.
Lindsay empezó a sentir ciertas tentaciones de aceptar su oferta.
—¿A la tienda de caftanes?
—Eso es. Cartera y cheques mérica pres. Usted viene.
La medina de noche. Los restos de sentido común que le quedaban se impusieron.
—No, ahora no. Iré con usted por la mañana.
—Venir ahora.
—La veré aquí mismo por la mañana.
Se dio la vuelta y subió por la escalera.
Bueno, había conseguido recuperar cincuenta dólares de sus mil doscientos en cheques. Abrió la maleta, y la lista de números estaba allí donde recordaba haberla dejado. Si la mujer no se presentaba a la mañana siguiente, Lindsay podría sobrevivir a aquella pérdida. Acarició la vaina de cuero de la daga antigua que había comprado en un mercadillo de París. Si la mujer acudía a la cita, iría a la medina armado. Recuperar las tarjetas de crédito le simplificaría las cosas. Se quedó dormido y tuvo pesadillas llenas de violencia.
Despertó al amanecer. Se lavó y se afeitó. La aparición que le devolvió la mirada desde el espejo tenía muy mal aspecto, pero Lindsay se encontraba un poco mejor de lo que habría podido juzgarse por su aspecto; aún seguía sintiendo el extraño júbilo de la noche anterior. Se tomó un trago de brandy para darse ánimos y se metió la daga en el cinturón, colocándosela detrás para no tener que abrocharse la chaqueta de algodón. El gimoteo matutino del muecín se detuvo.
La mujer estaba sentada en el único sillón del vestíbulo y se puso en pie al verle bajar por la escalera.
—Nada de trucos —dijo él—. Si tiene lo que dice tener, conseguirá sus cincuenta dólares.
Salieron del hotel y el aire era casi fresco; Lindsay sintió el olor húmedo de la basura.
—¿Cómo es que los chicos le dieron mis cosas?
—No darme. Trato negocios, yo consigo mitad.
Vista por la mañana, la Djemaa El Fna había perdido su magia; ahora no había más que docenas de personas andando por entre el polvo. Entraron en la medina y también ella había perdido todo su misterio y su peligro de antes; Lindsay contempló una silenciosa hilera de puestos y tiendecitas cerradas. El lugar apestaba, y todo estaba cubierto por las gotitas del rocío. La mujer volvió a llevarle por el camino que había recorrido la tarde anterior. Cuando pasaron por el callejón donde encontró a los chicos, vio que la sangre había desaparecido. Se preguntó si la anciana se habría encargado de limpiarla o si, sencillamente, habría sido eliminada por las sandalias de los transeúntes, que no le habían dado ninguna importancia. Pensar en la pelea hizo que se llevara la mano a la daga, aflojándola un poco en su vaina. Se preguntó si estaría metiéndose en una trampa; no era la primera vez que se hacía tal pregunta. Casi deseaba que así fuese. Pero ahora sólo le quedaba una cosa de valor, y era su firma.
Lindsay había estado en Vietnam y recibió el salario de un combatiente, pero su contacto más íntimo con la batalla no había ido más allá de permanecer sentado dentro de un búnker mientras los morteros y los cohetes atronaban en la noche. Jamás había disparado un tiro dominado por la ira, jamás había visto a un hombre muerto, jamás esto y jamás aquello, y tenía la vaga sensación de no haber sido puesto a prueba. El peso del cuchillo le reconfortaba y, al mismo tiempo, le daba miedo.
Entraron en la tienda de caftanes y Lindsay tuvo cuidado de dejar la puerta abierta a su espalda. El gordo propietario del local estaba sentado detrás de una mesa, y sobre ella se veían la cartera de Lindsay y un platito de porcelana con un montoncito de barro seco.
Lindsay cogió su cartera mientras el propietario le observaba con expresión impasible.
—Los cheques.
El propietario asintió con la cabeza.
—Quiero hacerle una proposición.
—Ha aprendido inglés.
—Creo tener algo que le gustaría comprar con esos cheques.
Lindsay desenvainó la daga y se la puso en el cuello. Su mano y su voz temblaban de rabia.
—Antes le cortaré la garganta. Juro por Dios que lo haré.
Se oyó una risita infantil y la cortina que daba al «dormitorio» se abrió, revelando a Abdul: tenía una pistola. La pistola era tan grande que necesitaba las dos manos para sostenerla, pero la sujetaba con firmeza y el cañón apuntaba al pecho de Lindsay.
—Tire el cuchillo —dijo el propietario de la tienda.
Lindsay no le obedeció.
—No pueden hacerme eso. Ni siquiera aquí.
—Un comerciante tiene derecho a protegerse.
—No me refiero a eso. Puede matarme, ya lo sé, pero no puede obligarme a firmar esos cheques a punta de pistola. ¡No lo haré!
El gordo se rió.
—No estaba pensando en eso, créame. Tengo algo que venderle, algo cuyo valor es incalculable. La pistola es tan sólo para protegerme; di por sentado que usted sería lo bastante inteligente para venir armado. Suelte el cuchillo y Abdul se marchará.
Lindsay vaciló, sopesando aquel oscuro amasijo de posibilidades, poniendo en un platillo la voluntad de vivir y en el otro la pasión que acababa de nacer en su interior. Acabó tirando el cuchillo.
El propietario dijo algo en árabe. La prostituta cogió el cuchillo y lo dejó sobre la mesa. Abdul salió de la habitación sin la pistola y con dos sillas de madera. Puso una silla junto a la mesa, dejó la otra detrás de Lindsay y se marchó dando un portazo.
—Por favor, firme el cheque y déselo a la mujer. Lo prometió.
Lindsay firmó el cheque.
—Bien, ¿qué es esa cosa por la que cree que estoy dispuesto a pagar mil doscientos dólares? —le preguntó con voz temblorosa.
La mujer se metió la mano debajo de la falda y sacó el condón anudado por el extremo. Lo dejó caer sobre el platito.
—Esto —dijo el propietario—. Su sangre y su semilla. —Abrió el condón con la punta de la daga y su contenido se desparramó sobre el barro seco. Empezó a mezclarlo todo—. Usted es un hombre moderno…
—¿Qué clase de tontería…?
—… un hombre moderno que, naturalmente, no cree en la magia. ¿Es usted cristiano?
—Sí. No.
Lindsay había nacido en el seno de una familia baptista, pero no había vuelto a entrar en una iglesia desde que cumpliera los dieciocho años.
El propietario asintió con la cabeza.
—Estaba seguro de que los chicos podrían traerme algo de su sangre. La verdad es que me trajeron más de la que necesitaba…
Metió el pulgar en aquella masa repugnante y trazó una tosca cruz sobre la frente de la mujer.
—No puedo creerlo…
—Oh, sí que puede. —Le enseñó un cordelito—. Esto es una atadura simbólica.
Puso el cordelito sobre la mezcla de barro, sangre y semen y lo apretó, hundiéndolo en ella.
Lindsay sintió que algo le empujaba hacia el respaldo de la silla. Gotas de sudor frío corrieron por su espalda y le cubrieron las palmas de las manos.
—Intente levantarse.
—¿Por qué iba a hacerlo? —dijo Lindsay, intentado controlar su voz—. Todo esto me parece fascinante.
Esto es una locura, Lindsay, el vudú soló funciona con las personas que creen en él. Es algo psicosomático.
—Espere, aún falta lo mejor. —Metió la mano en un cajón y cogió el talonario de cheques de Lindsay; lo abrió y lo puso ante él, tendiéndole un bolígrafo—. Firme.
Levanta levanta.
—No.
El propietario de la tienda sacó del cajón cuatro agujas muy largas y afiladas y empezó a hablar en una especie de zumbido monocorde, donde las palabras árabes se mezclaban con algunas sílabas inglesas que no parecían tener sentido. Los párpados de la mujer se entrecerraron y su cuerpo se aflojó en la silla.
—Ahora puedo hacerle cualquier cosa y ella no sentirá nada —dijo el propietario con su voz normal de antes—. Será usted quien lo sienta. —Le subió la manga izquierda y le pellizcó el brazo—. ¿Qué, no tiene ganas de escribir su nombre?
Lindsay intentó no sentir el pellizco. Nadie puede hipnotizar a una persona si ella no quiere dejarse hipnotizar. Levanta levanta levanta.
El propietario de la tienda clavó una aguja en el tríceps izquierdo de la mujer. Lindsay se encogió sobre sí mismo y gritó. Resiste, no lo aceptes, levanta.
El propietario murmuró algo y la mujer se levantó el velo y sacó la lengua; la tenía muy larga y manchada de azul. La atravesó con una aguja y Lindsay pegó el mentón al pecho, sintiendo que la lengua le ardía y que un torrente de bilis subía espumeando por su garganta. Su mano derecha buscó torpemente el bolígrafo, y el propietario sacó las agujas de donde las había clavado.
Lindsay garrapateó su apellido en los cheques de cincuenta dólares y en los de cien. El propietario los aceptó sin decir palabra y fue hacia la puerta. Regresó acompañado de Abdul, quien volvía a estar armado.
—Voy a ir al banco. Cuando regrese, usted podrá marcharse. —Sacó el cordelito incrustado en la masa pegajosa—. Mientras tanto, puede hacer lo que quiera con esta mujer: se le paga bien. Naturalmente, debo aconsejarle que no le haga ningún daño.
Lindsay la llevó a la habitación de atrás. No fue una auténtica violación, ya que ella no se resistió, pero, fuera lo que fuese, lo hizo dos veces y se quedó dolorido por toda una semana. La dejó en la habitación y fue a sentarse detrás de la mesa del comerciante, mirando fijamente a Abdul. Cuando volvió, el comerciante le dijo que debía coger el barro seco y sostenerlo en la mano durante medio hora, como mínimo. Y también le dijo que se marchara de Marrakesh.
Lindsay salió de la tienda sosteniendo el puñado de porquería en la mano; tuvo la sensación de estar haciendo el ridículo, y también sentía una inefable ira hacia sí mismo. Arrojó aquella mezcla bien lejos y se limpió la mano en el suelo. Usó sus tarjetas de crédito para conseguir doscientos dólares, a un cambio insultante, y cogió el primer tren a Casablanca y el primer avión a los Estados Unidos.
Donde descubrió que había contraído la gonorrea.
Y durante los meses siguientes pagó casi dos mil dólares a un psicoterapeuta y a un hipnotizador y, aun así, siguió sintiéndose fatal, pese a que no parecía haber ninguna razón orgánica para ello.
Y nueve meses después acabó tendido en una camilla de exámenes, en la sala de urgencias del Hospital Suburbano, sufriendo terribles dolores abdominales que parecían ser de origen psicogénico y no respondían a los tranquilizantes ni a los relajantes musculares, mientras un médico y dos enfermeras, horrorizados e impotentes, contemplaban cómo sus propios músculos le destrozaban la pelvis hasta convertirla en afilados cuchillos de hueso, y la madre de su hijo lo daba a luz sin sentir dolor alguno, a más de seis mil kilómetros de distancia.