Han derribado las casas de la Gran Avenida y donde estaban han dejado el vacío. A un lado hay un laberinto de viaductos, explanadas del ferrocarril y raíles, una cicatriz de cemento, hierro y cenizas apisonadas que separa los suburbios negros del gueto estudiantil que ocupa la parte baja de Knoxville. Al otro lado, subiendo por el risco, están las maltrechas reliquias de la elegancia victoriana y eduardiana, pudriéndose lentamente bajo demasiadas capas de pintura barata, hollín y miseria. La mayor parte fueron remodeladas para convertirlas en apartamentos minúsculos donde alojar a los estudiantes de la universidad que ocupa la loma contigua. Más cerca de la universidad había manzanas enteras que fueron derribadas para dejar sitio a feos edificios de cemento y ese ladrillo que imita el tono de la piedra antigua; allí viven los estudiantes más acomodados. Pero a lo largo de la Gran Avenida se limitaron a derribar las casas y dejaron solares vacíos llenos de malas hierbas.
La acera rodeada por la incontenible marea del kudzú sigue ocupando un flanco de la Gran Avenida, y su cemento agrietado bordea las vías y los cascarones marchitos de los almacenes abandonados. Al otro lado de la calle, junto a las estribaciones del risco, los solares vacíos se pudren bajo una exuberante jungla de enredaderas y maleza; el sitio donde se alzaban las casas está indicado por muñones de madera ennegrecida y las pequeñas hondonadas de los sótanos cuyas paredes fueron derribadas. Neveras que ya no funcionan y televisores destripados se oxidan entre los hierbajos y la alfombra de latas de cerveza y botellas rotas que cubre todo el lugar. La marea del kudzú se ha apoderado de la Gran Avenida, cubriendo las ruinas con el verdor de su palio.
Hubo un tiempo en que fue una «gran avenida», pensó Mercer, aunque eso ocurrió mucho antes de su época. Sus pies se detuvieron sobre el resquebrajado pavimento de la acera para contemplar la melancólica hilera de farolas eléctricas con sus viejos paneles de cristal esmerilado que seguían en pie montando guardia sobre aquella parte de la Gran Avenida. Sólo la acera y aquellas farolas olvidadas —era extraño que los vándalos no se hubieran ensañado con ellas— subsistían como prueba de que aquel lugar desolado invadido por el kudzú había sido un vecindario elegante.
Mercer se limpió el sudor que le cubría el rostro y se cambió de mano la jarra de tinto barato. La cerveza fría hubiera sido más adecuada, pero a Gradie le gustaba el vino. El sol de última hora de la tarde golpeaba el negro pavimento y la maleza de los solares, creando torbellinos de calina que le recordaban las imágenes distorsionadas que se ven a través de los ventanales antiguos. La atmósfera olía a basuras y asfalto, y la polución grasienta de Knoxville hacía que resultara casi irrespirable. El tráfico del atardecer gruñía en el viaducto más próximo, murmurando como un oleaje inquieto.
Siguió avanzando por la acera y una vaharada de olor a magnolias se abrió paso por entre los miasmas de la ciudad. Sí, debía de ser el árbol enfermo del solar que había frente a la casa de Gradie, un árbol que había logrado escapar de la demolición de la casa y la destrucción de los jardines, y que estaba siendo envenenado por la polución y estrangulado por el abrazo de kudzú. Se aproximaba al refugio de Gradie. Apretó el paso y se recordó que le quedaban menos de veinte dólares para aguantar el resto del mes, y estaba el asunto de los comestibles…
El tráfico del viaducto de la Avenida Occidental rugió sobre su cabeza apenas entró en la zona de sombra que proyectaba; había que tener cuidado con los borrachos que solían agazaparse bajo las arcadas de cemento. Mantuvo su mano libre metida en el bolsillo de sus tejanos, con los dedos sobre la culata de la derringer 357-magnum de doble cañón que llevaba desde que le atracaran un año antes. A aquellas horas del día el lugar estaba desierto, y Mercer cruzó las vías sin ser interpelado por nadie hasta llegar a la calle semidesierta que conducía a la casa de Gradie. Los solares de esa calle también estaban llenos de maleza y había bastante más kudzú del que recordaba haber visto durante su última visita. Las enredaderas y los árboles medio asfixiados por el kudzú formaban un dosel sobre la acera y acabaron obligándole a ir por la calzada. Mercer abrió la verja de la casa de Gradie, oyó como algo se agitaba entre el verdor y pensó en las ratas gigantescas que había visto yacer muertas en las cunetas, no lejos de allí.
La casa de Gradie era una de las pocas que aún no habían sido derribadas y, desde luego, la única que seguía estando habitada de forma regular. Los cascarones vacíos de tablones podridos y ventanas sin cristales se hallaban en tan mal estado que hasta los borrachos y vagabundos de la zona intentaban dormir en otros lugares.
La verja se resistió a la presión de su mano durante un segundo, atacándose en los tallos de kudzú que habían crecido velozmente hasta apoderarse de la valla, de modo que Mercer no podía saber si era de alambre o de tablones. Las gallinas huyeron aleteando en cuanto logró abrir la verja. Un perro marrón y amarillo cuyos antepasados quizá hubieran tenido algunos genes de pastor alemán le gruñó desde debajo de los peldaños de madera del porche. Un pequeño grupo de arces plateados proyectaba una manta de sombra roída por las polillas sobre el patio. Sus ojos aún estaban algo deslumbrados por la calina que brotaba del pavimento, y Mercer necesitó unos instantes para acostumbrarse a la penumbra de aquel lugar. Cuando lo hubo conseguido vio que Gradie ya estaba dejando la escopeta entre las negras sombras del umbral y salía al porche para saludarle.
—Malditos borrachos —refunfuñó, mirándole a los ojos.
—¿Muchos robos? —le preguntó Mercer, que era bastante más joven que él.
—Unos cuantos. Y los malditos críos… ¡Deja de gruñir, Sheriff!
Sus ojos recorrieron el patio y la maltrecha casa, como queriendo protegerlos del mundo. Bajo los árboles, amontonándose en cajas y barriles, en pilas desordenadas o apoyado contra las frágiles paredes de la casa y el cobertizo, estaba todo el tesoro obtenido en las basuras de otra época.
Era un vertedero privado del tipo que puede encontrarse en cualquier suburbio de una gran ciudad, quizá un poco más sucio y desordenado. Y, desde luego, no podía negarse que estaba tan escondido como cualquier vertedero digno de ese nombre. Mercer vivía en el barrio estudiantil y había dado con él por accidente unos meses antes, después de haberse pasado la tarde paseando junto a las vías del ferrocarril. Se metió en él para coger dos hermosos aisladores verdeazulados y una botella de Coca-Cola de cristal marrón, y sólo entonces vio el raquítico huerto de Gradie, perdido entre las vías, y la casa que jamás habría podido ver desde la calle. Un examen más atento le reveló el patio con su laberinto de objetos rescatados de la basura y un letrero muy maltratado por la intemperie que era obvio que había servido para anunciar la «Segunda mano de Red» antes de que otra mano hubiera tapado esa leyenda pintando la palabra «Antigüedades».
Unas cuantas compras —de muy poca importancia, pero Mercer jamás había visto a ningún otro cliente— y varias tardes de hurgar por entre los tesoros de Gradie crearon esa especie de amistad no muy profunda que suele darse entre el coleccionista y el comerciante. Mercer estaba muy interesado en tales «artículos», pero su interés era mucho mayor que su presupuesto; Gradie parecía estar solo, le gustaba hablar y le encantaba atiborrarse de vino. Mercer tenía la esperanza de que acabaría convenciéndole para que le vendiera por un precio razonable el marco de chimenea en caoba que tanto anhelaba.
—Iré a buscar unos vasos —dijo Gradie aceptando el vino tinto. Desapareció en el interior de la casa y unos instantes después se oyó el ruido del agua corriendo en el fregadero de la cocina.
Mercer se dedicó a examinar unos estantes llenos de botellas viejas, que reposaban sobre las deformadas superficies de madera sin pintar como si fueran una hilera de blancos colocados sobre una valla pendientes de ser ejecutados por una pandilla de chicos con una escopeta del 22 nueva. Gradie reapareció en la penumbra del umbral entrecerrando los ojos para protegerse del sol; llevaba consigo dos tarros que habían contenido mermelada y que ahora estaban llenos de tinto. Al verle, Mercer pensó en una marmota vieja o en una rata almizclera de ojillos brillantes emergiendo de su madriguera, una imagen que las curvaturas iridiscentes de las botellas recubiertas por la página del tiempo y el polvo llenaban de reflejos grises y verdes.
Gradie tenía el tipo de cara flaca y de rasgos cansados que ya de niño debió de ser delgada y perspicaz, características que no habían hecho sino acentuarse con los años. Su lacia cabellera color arena quizá hubiera sido pelirroja antes de que el sol le fuese quitando el color y los años la convirtieran en una mezcla de amarillos y grises. Gradie era alto, y probablemente había sido más alto que Mercer antes de que sus hombros se inclinaran y acabasen adoptando un encorvamiento perpetuo, y la delgadez de su cuerpo y lo desaliñado de su aspecto hacían pensar en el perro de raza indefinida cubierto de cicatrices que gruñía bajo los peldaños del porche. Mercer creía que su edad debía de estar entre los cincuenta y los ochenta años.
Mercer alargó la mano por entre dos botellas de whisky cuyo cristal se había vuelto opalescente y aceptó uno de los tarros con vino. El rostro de Gradie le observaba atentamente, distorsionado por las hileras de botellas.
Sus ojos deslustrados vigilaban todos los movimientos de Mercer desde sus párpados entrecerrados, siquiera fuese por la fuerza de la costumbre: Gradie confiaba en el estudiante.
—Tengo unas cuantas más junto a la valla —dijo Gradie, señalando con la mano—. Allí, en esa caja… Hay algunas bastante buenas. Estaban enterradas en Vestal; un tipo las encontró y me cambió todo el lote por ese termómetro de la R. C. Cola que estuviste examinando durante tu última visita.
Sus últimas palabras fueron acompañadas de una astuta sonrisa de lagarto que apenas tuvo tiempo de curvar sus delgados labios: Mercer había dicho que el precio del termómetro le parecía demasiado alto.
Mercer emitió un gruñido que no quería decir nada en concreto y fue hacia la caja que Gradie había señalado con la mano. Quizá contuviera algo interesante. Sus visitas le habían enseñado que demostrar interés por algún objeto era un grave error, y también había aprendido que los ojos de Gradie sabían detectar hasta la más leve muestra de entusiasmo. Coger un artículo con demasiada rapidez o que el «¿Cuánto?» no fuese lo bastante despreocupado podía significar la diferencia entre que un libro polvoriento o una sartén oxidada le costaran dos pavos en vez de cuatro cuartos. En cuanto al marco de caoba, tendría que andarse con pies de plomo.
Mercer se acuclilló junto a la caja de cartón y empezó a remover cautelosamente entre las botellas. Era corpulento, pero su constitución musculosa y su juventud hacían que no se le pudiera llamar gordo. Algún que otro trabajo temporal en el sector de la construcción y un programa de gimnasia seguido con más o menos constancia impedían que su estómago desbordara el perímetro de su grueso cinturón, y los tejanos y la camiseta le quedaban muy apretados, creando un agudo contraste con las descoloridas ropas de faena de Gradie, que parecían flotar sobre su cuerpo. Mercer llevaba una barba pulcramente recortada y las todavía no muy perceptibles entradas de su larga cabellera negra hacían pensar en un estudiante de último curso, aunque aún le faltaba bastante para conseguir la licenciatura: había empezado estudiando psicología pero, sin saber muy bien cómo, había terminado en bellas artes.
Las botellas habían sido lavadas con una considerable premura. Los cristales resquebrajados y con melladuras estaban cubiertos de tierra y polvo, y en el interior había masas de moho y telarañas. Una botella de bitter color azul cobalto podría resultar muy hermosa en cuanto se le hiciera una limpieza a fondo, y reflejaría el sol que caía sobre el alféizar de su ventana, suponiendo que Gradie estuviera dispuesto a aceptar menos de un dólar.
Mercer acarició una botella de whisky color lavanda.
—¿Cuánto pide por ellas?
—Te vendo las grandes por dos dólares y las pequeñas por uno cincuenta.
—Si me dedicara a desenterrarlas me saldrían gratis —se burló Mercer—. Los solares de la gran avenida están llenos de trastos viejos y basura.
—Bueno, pues quédate la que quieras por un pavo —se apresuró a responder Gradie—, pero no se te ocurra ir husmeando en esos malditos solares. No te metas en el kudzú… ¡No sería capaz de meterme entre esas malditas enredaderas ni por todo el oro del mundo!
—¿Serpientes? —le preguntó Mercer con amabilidad.
Gradie se encogió de hombros y apuró el resto de su vino.
—Serpientes o cosas peores. El kudzú…, ahí es donde encontraron al viejo Morny.
Mercer inclinó su vaso. El sol de la tarde hacía que el tinto desprendiera un pesado olor a alcohol, y el vino brillaba igual que si fuera sangre.
—¿Y la poli no ha descubierto quién le mató?
Gradie escupió en el suelo.
—¿A quién le importa lo que le pase a un viejo borracho?
—Pero si empiezan a cortarse en rodajitas los unos a los otros la policía tendrá que hacer algo, ¿no?
—¡Mierda! —Gradie contempló el vaso vacío y sus ojos fueron hacia la botella del porche—. No entienden de cuchillos. Cuando peleas, cortas, y si quieres matar lo clavas, pero no cortas en rodajas a un hombre hasta dejarle sin un trozo de piel digno de ese nombre.
2
—Pero tuvo que ser cosa de una pandilla de borrachos —decidió Linda. Escogió otra flor amarilla del montón de flores secas y la metió en la botella.
—Creo que ésa de color rojo quedaría muy bien —sugirió Mercer.
—¿No te acuerdas del pobre viejo que encontraron la primavera pasada? Muerto a golpes en una casa abandonada… Consiguieron atrapar a los cerdos que lo hicieron: un par de sus viejos compañeros de borrachera, y nunca lograron averiguar por qué le mataron.
—Eso ocurrió en Lonsdale —dijo Mercer—. La bofia de aquí decidió que había sido cosa de algunos melenudos enloquecidos por las drogas; se pasaron unos cuantos días molestando a los primeros tipos raros que se les pusieron a tiro y acabaron olvidándose del asunto.
Linda le cortó un par de centímetros al tallo y metió la flor roja por el angosto cuello de la botella. Se estiró, tensando sus pies descalzos, y puso la botella sobre el alféizar de la ventana. El sol de la mañana que inundaba la sala de la vieja casa hizo que el cristal azul cobalto se convirtiera en una estrella azul.
—¿Cuánto has dicho que te ha costado, Jon?
Se había pasado toda una hora frotando la botella con los cepillos para limpiar tubos de ensayo que un antiguo inquilino se había dejado olvidados al marchar.
—Cincuenta centavos —mintió Mercer—. ¿Sabes qué pienso? Le robaron, le dieron un golpe y las ratas encontraron el cuerpo del viejo Morny antes que la policía.
—Es una preciosidad —opinó Linda—. Me refiero a la botella, claro.
Brazos pecosos en jarras, con las mangas de su vieja camisa azul enrolladas revelando la piel dorada, unos tejanos algo descoloridos…; el sol de la mañana atravesaba sus espesos rizos color whisky creando una aureola luminosa, y sus ojos eran dos tonos más oscuros que la estrella de cristal azul.
Mercer recordó el porro a medio fumar que había sobre la balaustrada del vestíbulo y encendió una cerilla.
—Bien sabe Dios que debajo de todo ese kudzú hay ratas lo bastante grandes para dejar un cuerpo en semejante estado… Estoy seguro de que fueron las ratas las que mataron a Medianoche la primavera pasada.
—Pobre gato… —dijo Linda con voz entristecida. Había ido a vivir con Mercer un mes antes de que eso sucediera, y recordaba cómo la pena había endurecido sus rasgos hasta convertirlos en piedra cuando su búsqueda reveló el cuerpo mutilado del gato—. El Ayuntamiento debería limpiar todos esos solares.
—Lo único que les preocupa es seguir derribando casas —dijo Mercer entre chupada y chupada—. Cierras las puertas y las ventanas con tablones para que nadie intente arreglarlas y las derriban para que los borrachos no puedan cobijarse en ellas.
—Morny se dedicaba a eso, ¿no?
—Más o menos. —Mercer tosió—. Él y Gradie eran socios. Gradie tenía un almacén de segunda mano y trastos varios cuando el barrio todavía estaba en bastante buen estado. Comerciaba con el mobiliario y los objetos de las casas que empezaban a ir cuesta abajo. En los últimos diez años el barrio se ha deteriorado muchísimo y Gradie empezó a ocuparse de las casas que habían sido declaradas inhabitables. Cuando una casa es declarada inhabitable hay que derribarla y eso cuesta un montón de dinero…, dinero que es pagado por el propietario o por el Ayuntamiento, ya que normalmente esas casas suelen estar abandonadas. Gradie siempre hacía la misma clase de trato: derribaba la casa a cambio de una cantidad bastante pequeña, pero conseguía el derecho a quedarse cuanto contuviera.
»Gradie iba a la casa con Morny y se llevaba todo lo que le pareciera mínimamente valioso…, y eso que cuando llegaba, normalmente, ya no había gran cosa, claro está. Después Gradie le pagaba a Morny unos cinco o diez pavos al día para que derribara la casa, dinero que sacaba de lo que le habían pagado a él. Ver trabajar a Morny era un auténtico espectáculo: siempre se pasaba un par de semanas arrancando tablones y ese tipo de cosas. Después, cuando le parecía que ya había hecho suficiente, le prendía fuego a la casa. Cuando los coches de bomberos llegaban al solar no quedaba más que un sótano lleno de ascuas. Los bomberos rociaban las minas con un poco de agua, le echaban la culpa a los borrachos y se olvidaban del asunto. La casa ya no existía, por lo que Gradie había cumplido…, y en cuanto había pasado un año el solar estaba lleno de kudzú.
Linda examinó el porro, lo apagó y se lo tragó. Aprovéchalo todo, ésa era su consigna.
—Es una suerte que no acabaran prendiéndole fuego a todo el barrio. ¿Es así como consiguió ese marco de chimenea del que has estado hablando?
—Probablemente.
Mercer la siguió a la sala. Hablar del marco había hecho que Linda recordara que quería escuchar un disco.
La habitación que usaban como sala olía a humo rancio, cerveza pasada y a la salsa picante Brother Jack para barbacoas. Mercer frunció el ceño al ver el montón de botellas vacías, bolas de papel que habían sido servilletas y migas manchadas de salsa. Tendría que haber aprovechado que Linda estaba de humor doméstico para limpiar la casa, pero eso quería decir enfrentarse a la cocina, un trabajo que les habría ocupado todo el día, y quería hacerla posar antes de que el sol dejara de dar en su estudio, que estaba en el piso de arriba.
Linda no sabía por qué disco decidirse. Mercer sabía que acabaría poniendo uno de los de ella y tenía la esperanza de que no volviera a ser algo de Dylan. Linda opinaba que los discos de Mercer eran una de las colecciones de extravagancias en vinilo más increíbles que jamás se hubieran reunido. Llevaban medio año viviendo juntos y Linda seguía convencida de que los programas radiofónicos de La Sombra no eran más que un puro capricho camp, mientras que Mercer opinaba que Dylan no sabía cantar. Aun así, Linda siempre pagaba su mitad del alquiler puntualmente. Mercer nunca había tenido una compañera de piso con la que se llevara tan bien, y aunque la casa contaba con tres dormitorios, jamás habían llegado a poner un anuncio pidiendo un tercer inquilino.
Los altavoces que flanqueaban la chimenea cobraron vida y empezaron a vibrar con las notas de un álbum de Fleetwood Mac bastante rayado. El sonido hizo que los ojos de Mercer fueran hacia la maltrecha chimenea que presidía la habitación. El propietario codicioso que remodeló la vieja mansión eduardiana convirtiéndola en apartamentos para estudiantes había arrancado el marco y cubierto la rejilla con un panel de madera barata. Mercer había arrancado el panel, desbloqueando el tiro de la chimenea y desafiando tanto al propietario como las normas de seguridad contra incendios. La chimenea era pequeña y el hogar había sido diseñado para quemar carbón, pero a Mercer le gustaba utilizarla en las noches de invierno. El hogar estaba recubierto con baldosines de cerámica que formaban un dibujo en blanco y azul; alguien le había dicho que eran de Dresde. Mercer los había limpiado, quitándoles la mugre y el hollín, y una visita al mercadillo de Seymour le proporcionó una rejilla de estaño. Ahora sólo faltaba conseguir un nuevo marco. Detrás del panel de madera, allí donde había estado el marco original, había una fea extensión de ladrillo visto y listones. Y Gradie tenía el marco perfecto…
—Tendríamos que adecentar un poco este sitio —dijo Linda.
Iba y venía por la habitación como si bailara, recogiendo cosas, y de vez en cuando canturreaba en voz alta alguna estrofa del disco.
—Estaba preguntándome si querrías posar para mí esta mañana.
—Oh, diablos, hace un día demasiado bonito para que me lo pase haciendo el poste en ese viejo estudio tuyo.
—Sólo sería un ratito. Mientras el sol esté en la posición adecuada… Si no entrego mis estudios de figuras a final de mes, tendré que recuperar toda esa parte de la asignatura.
—Jesús, cuando pienso que has tenido toda la primavera para terminarlos…
—Luego podríamos hacerle una visita a Gradie. Me has dicho que tienes ganas de ver ese sitio, ¿no?
—Y el famoso marco.
—Bueno, puede que si le trabajamos un poco…
El estudio —así lo llamaba Mercer, aunque el nombre le quedase algo grande— era una habitación del piso de arriba que sobresalía de la fachada y tenía como suelo parte del techo del porche, formando a su vez una especie de porche concebido para el invierno. Tenía tres grandes ventanales de cristal que en un tiempo podían abrirse hacia afuera para dar acceso al porche, cuyo techo estaba recubierto de baldosas. Un propietario avispado los convirtió en ventanas fijas, con lo que la habitación pasó a ser un pequeño dormitorio. La pared que daba a la fachada seguía conservando una celosía a través de la cual los rayos del sol inundaban la habitación. Mercer la utilizaba como estudio, y las plantas de Linda estaban esparcidas por entre el desorden de sus lienzos y mesitas de dibujo.
—¡Cristo, qué día tan precioso!
Mercer dejó de mover el carboncillo y contempló su lámina con el ceño fruncido.
—Has vuelto a mover el hombro —dijo con voz acusatoria.
—Dios santo, ¿no puedes ir un poco más de prisa?
—Los genios necesitan tomarse las cosas con calma.
—¿Tú, un genio? Y un cuerno…
Linda volvió a la pose anterior. Era una chica delgada, de pechos opulentos y caderas esbeltas, y bajo su piel bronceada se adivinaban unas cuantas pecas. De haber sido un poco más alta habría podido hacer carrera como maniquí. Había asistido al número suficiente de clases de baile como para posar bien, y cuando andaba corta de dinero solía aceptar alguna sesión para hacer de modelo en la escuela de arte.
—Va a ser un buen verano.
Hacía el tipo de mañana que prometía un verano espléndido.
—Desde luego.
Mercer examinó su dibujo, pensando que no le había salido demasiado bien. Claro que siempre había odiado el carboncillo… El sol caía sobre Linda arrancando destellos color bronce a su casco de rizos y a las suaves zonas plumosas de sus axilas y su monte de Venus. El carboncillo de Mercer había hecho que la entrepierna y las axilas de su esbozo quedaran cubiertas de manchones oscuros. Resistió el impulso de convertirlo en una bola y volver a empezar.
Parte del problema radicaba en que Linda no paraba de mover el cuerpo siguiendo los lentos compases de la música que les llegaba desde el piso de abajo. Parecía decidida a escuchar el álbum de Fleetwood Mac hasta acabar con él: había dejado el mando automático bloqueado para que el disco sonara una y otra vez hasta que alguien lo cambiase. Eso no le ayudaba a concentrarse, aunque se había aprendido el disco de memoria y ya no necesitaba prestar atención a las letras.
He estado solo
Todos estos años
Hay tantas formas de contar las lágrimas
Nunca cambio
Y nunca lo haré
Le tengo tanto miedo a lo que siento
Los días en que la lluvia y el sol han desaparecido
Negros como la noche
La agonía lleva demasiado tiempo rompiéndome el corazón
Tengo tanto miedo
Un resbalón, caer y morir
Cuando volvió a mirarla algo andaba mal. El cuerpo de Linda ya no estaba relajado. Tenía los músculos rígidos y parecía preocupada.
—¿Qué pasa?
Linda volvió el rostro hacia la ventana y se tapó los pechos con un brazo.
—Alguien me está observando.
Mercer lanzó un gruñido de irritación, soltó el carboncillo y se acercó a la celosía para mirar hacia la calle.
Las aceras estaban desiertas. El escaso tráfico de una mañana de sábado pasaba velozmente por la calzada. Mercer, enfadado, examinó los coches estacionados, el solar que había al otro lado de la calle, las masas de kudzú que invadían su patio delantero… Nada.
—Ahí fuera no hay nadie.
Linda se había puesto una chaqueta militar manchada de pintura. Fue hacia la ventana y observó la calle con expresión preocupada.
—Hay algo. De repente se me puso toda la piel de gallina.
El techo del porche les protegía de quien pudiera estar en las ventanas de su acera, y de día era imposible ver nada desde la acera opuesta. Las casas que tenían delante habían sido convertidas en montones de ruinas. Los solares cubiertos de kudzú iban subiendo de nivel por una pendiente igualmente cubierta de kudzú hasta confundirse con los tejados de los almacenes que había a lo largo de las vías, una manzana más lejos. Si Linda estuviera de pie ante la ventana alguien situado en la otra acera podría alzar los ojos hacia ella y verla; dejando aparte esa posibilidad, no había ningún punto desde el que un curioso pudiera contemplar la habitación. Era uno de los atractivos que le habían impulsado a utilizarla como estudio.
—Convéncete: no hay nadie.
Linda se encogió de hombros.
—Pues se habrán ido ahora mismo —insistió.
Mercer dejó escapar un bufido, sospechando que todo aquello no era más que una excusa para acortar la sesión de pose.
—Habrán tenido que correr mucho. Yo no veo a nadie escondido entre la maleza, ¿y tú?
Linda estaba contemplando el mar de kudzú que se agitaba levemente, impulsado por la brisa de la mañana.
—Bueno, podría haber alguien escondido bajo todos esos tallos y hojas. —Estaba enfadada al ver que Mercer no la tomaba en serio—. ¡Oh, no sé por qué no acaban con esas condenadas junglas!
—Puede que lo hagan si alguien arma suficiente jaleo. Hablarán con los propietarios y les harán quitar la maleza. El problema es que cuando los malditos tallos del kudzú se han apoderado de un solar ya no hay forma de matarlos. Gradie y Morny lo intentaron más de una vez. El kudzú vuelve a crecer apenas has terminado de cortarlo; no hay forma humana de acabar con todas las raíces y zarcillos. Morny trató de quemarlo metiéndose por entre las lianas para prenderles fuego por debajo. Pero todas las hogueras que encendía debajo de esa manta verde acababan apagándose, y después de unos cuantos fracasos bastante espectaculares en los que usó gasolina, le obligaron a conformarse con el viejo sistema de ir arrancando los tallos manualmente.
—¡Es horrible! —Linda torció el gesto—. Ha empezado a invadir la parte trasera de la casa.
—Tendré que acabar con él antes de que se extienda. En los lagos de la Tennessee Valley Authority hay islas donde no crece nada más que kudzú. En cuanto llenaron los embalses, el kudzú empezó a esparcirse, se apoderó del lugar y acabó con todo el resto de vida vegetal y animal.
—Me sorprende que no haya cubierto el mundo entero.
—Las heladas lo matan. Además, no es de aquí. Viene del Japón. Algún genio tuvo la gran idea de usarlo como planta ornamental para los arcenes de las autopistas y ese tipo de cosas. Ya has visto algunas de esas autopistas rodeadas de kilómetros y kilómetros de kudzú allí donde antes había bosque, ¿no? Se han extendido por todo el sureste.
—¿Ah, sí? Bueno, ¿y quién es el genio que ha plantado esa asquerosidad por todo el vecindario?
—Vístete, listilla.
3
La tarde era cálida y bastante húmeda. El sol hacía que las calles olieran a asfalto y cubría las aceras con un manto de calina. Las hojas del kudzú se cernían sobre los solares vacíos como paraguas a medio abrir. Los tallos se agitaban perezosamente en el calor de la tarde, aunque no soplaba ni una ráfaga de aire.
Linda se había puesto una camiseta deportiva y unos tejanos con las perneras recortadas haciendo juego.
—Hoy sí que me pondré morena.
—Y puede que hasta acabes empapada —observó Mercer—. Creo que habrá tormenta.
—¿Dónde están las nubes?
—No hay, pero el ambiente está muy cargado.
—Eso es por culpa de la maldita polución.
El kudzú había invadido la acera, obligándoles a ir por la calzada. Algunos tallos llegaban hasta el arcén y sus puntas habían sido aplastadas por los pocos coches que recorrían esa calle. Las enredaderas que recubrían la valla de Gradie ocultaban la totalidad del patio que había detrás, y sus curvados zarcillos apuntaban hacia arriba aunque ya no tenían nada a lo que agarrarse para seguir subiendo. Mercer pensó que cuando hacía ese tiempo casi podías ver como crecían ante tus ojos.
La verja volvía a estar atascada. Mercer empujó con más fuerza y logró abrirla, arrancando los zarcillos de kudzú pegados a ella.
—¿Quién está ahí?
El tono de voz era tan áspero y chirriante como el de una sierra cuando encuentra un clavo.
—Soy Jon Mercer, señor Gradie. He venido con una amiga.
Entró en el patio. Linda le había oído hablar mucho de ese sitio y le siguió con los ojos iluminados por la emoción de quien está viviendo una aventura.
—Le presento a Linda Wentworth, señor Gradie…
Gradie apareció en el porche y la voz de Mercer se fue perdiendo en el silencio que siguió a su llegada. Gradie caminaba con el paso tambaleante del hombre capaz de aguantar montones de alcohol que ha tomado más del que puede aguantar. Iba vestido con la misma ropa color caqui que Mercer le había visto en su última visita, y las manchas y arrugas indicaban que había dormido sin desnudarse, y que no había dormido bien.
Los enrojecidos ojos de Gradie se clavaron en la jarra de tinto que Mercer llevaba en la mano.
—Estaba echando una siestecita. —Gradie hablaba con voz pastosa—. Adelante.
—¿Dónde está Sheriff? —preguntó Mercer. Normalmente, el perro siempre avisaba a su amo de que alguien había entrado en el patio.
—Se ha escapado —le dijo Gradie con voz seca—. Espera, te daré un vaso. Se alejó con paso tambaleante hacia la oscuridad de la casa.
—¡Uuuf! —jadeó Linda—. Me recuerda a esos tipos que ves en los bancos del parque, los que están encorvados y hablan con la botella que llevan en una bolsa de papel.
—Sí, durante mis últimas visitas el viejo Gradie ha estado empinando el codo con bastante entusiasmo —admitió Mercer.
—Creo que será mejor que no tome vino —decidió Linda al ver aparecer a Gradie con los dedos metidos en tres vasos algo húmedos; sus dedos deformados por el cristal mojado sugerían un extraño manojo de plátanos—. Hace demasiado calor.
—Tenía un poco de cerveza en la nevera pero se acabó.
—No importa. —Linda no paraba de observar el patio, fascinada—. ¡Qué huerto tan bonito! —Linda estaba a favor de la alimentación natural.
Gradie frunció el ceño y contempló los anémicos vegetales de su huerto rodeados por los tallos de kudzú, que parecían asediarlos.
—No es gran cosa, pero siempre ayuda. El maldito kudzú va a acabar con él. Ya se ha apoderado de todo el barrio…, sólo quedo yo. Supongo que en cuanto hayan descubierto mi pequeño huerto esas condenadas plantas no pararán hasta matarme de hambre.
—¿No puede arrancarlo con la azada?
—¿Arrancar el kudzú con una azada, señorita? No, no se puede. El kudzú es capaz de crecer treinta centímetros del desayuno a la cena. No puedes alcanzar las raíces y los tallos siguen creciendo y creciendo hasta que hiela; y cuando llega la primavera los tallos que no han muerto a causa del frío vuelven a crecer. Antes lo mantenía a raya rociándolo con 2,4-D pero el gobierno lo prohibió y no he conseguido encontrar ninguna otra cosa capaz de afectarlo.
—Los herbicidas matan otras cosas aparte de la maleza —le dijo Linda con cierto tonillo de reproche.
Gradie lanzó una carcajada llena de amargura.
—Bueno, pueden mirar por donde más les apetezca.
—¿Tiene ropas viejas y ese tipo de cosas? —A Linda le encantaba crear trajes y conjuntos exóticos.
—Tengo unas cuantas ahí dentro, con los libros. —Gradie señaló un cobertizo pegado a la pared de la casa—. Iré a buscar la llave.
Mercer enarcó mentalmente una ceja mientras Gradie abría la puerta del cobertizo y volvía al porche. El viejo parecía más interesado en atacar el tinto que en observar a sus clientes. Dejó que Linda hurgara entre la polvorienta confusión de libros con las cubiertas deformadas y ropas descoloridas amontonadas, tiradas, colgadas o colocadas en los estantes de aquel cobertizo de tejado de cinc sumido en la oscuridad.
Mercer decidió dar una vuelta por el patio, deteniéndose de vez en cuando para examinar una pila de viejos tapacubos, un montón de marcos de ventana o un amasijo de grifos de porcelana. Gradie estaba tan ausente que sus precauciones habituales parecían innecesarias. El viejo se había derrumbado en una mecedora del porche con los ojos clavados en la nada. Mercer pensó que quizá estuviera afectado por la pérdida de Sheriff. Después de la muerte de Morny, el viejo perro guardián amarillo y marrón se había convertido en su única compañía. Mercer hizo una anotación mental diciéndose que debía buscar al perro por el campus.
Volvió al porche. Miró hacia el cobertizo y vio a Linda probándose un sombrero que le quedaba demasiado grande. Mercer volvió a llenar su vaso y se dio cuenta de que durante su ausencia Gradie había acabado con la mitad del vino.
—¿Puedo echarle una mirada a lo que hay dentro?
Gradie asintió, se puso en pie con cautelosa lentitud y le siguió al interior de la casa. La puerta principal daba a una sala que llevaba mucho tiempo siendo utilizada como almacén y museo para los artículos más valiosos de Gradie. Aún quedaban unas cuantas sillas en las que sentarse, pero el resto de la habitación estaba ocupado por los tesoros hallados durante toda una vida de rebuscar en las casas y los basureros. Gradie llevaba mucho tiempo teniendo que conformarse con la cocina y el dormitorio de atrás.
Vitrinas con incrustaciones de porcelana pegadas a las paredes parecían agazaparse sobre patas terminadas en garras de león, mostrando los tesoros que protegían con sus vientres de cristal curvado. Cuadros y grabados montados en marcos de estilo barroco competían con las telarañas buscando espacio. Cabezas de ciervos y búhos disecados les contemplaban hieráticamente desde su inmovilidad roída por las polillas. Un inmenso montón de alfombras orientales en mejor o peor estado hacía pensar en un surtido de salchichas multicolores. Sillas de caoba se apilaban junto a mesas de roble y nogal. Una aparatosa cama de latón dorado emergía tras un inmenso bufete victoriano. Una estantería de nogal dominada por una auténtica lámpara de Tiffany acogía los volúmenes más valiosos y todo un surtido de chucherías. El otro dormitorio y el comedor estaban igualmente repletos de objetos y se habían vuelto casi impenetrables.
No todo estaba en venta. Mercer examinó el soberbio gabinete de nogal que Gradie se había reservado para exhibir su museo personal. Rodeados por los paneles de cristal curvado, los trofeos y recuerdos de los años de gloria del chatarrero reposaban en una magnificencia protegida del polvo. Fotografías descoloridas de hombres en uniforme, instantáneas con dedicatorias de chicas que llevaban sombreros ampulosos y trajes de hombros abultados; medallas, insignias y restos de uniformes militares, un frágil cuadrado de seda en el que se veía el Sol Naciente… Gradie se enorgullecía de haber hecho el servicio militar en el Pacífico.
Había varios cuchillos hara-kiri —eso eran, si había que creer a Gradie—, una automática Nambu con su funda y una espada de samurái que Gradie juraba que tenía quinientos años de antigüedad, recortes de periódico, recuerdos y objetos curiosos del teatro de guerra del Pacífico, casi todos con etiquetas amarillentas en las que había leyendas y descripciones cuidadosamente escritas a máquina. Una calavera del tamaño de un puño, que obviamente pertenecía a alguna especie de mono, llevaba una etiqueta que rezaba: «Cráneo de general japonés».
—Ese general debía de tener la nariz más pequeña que un ratón de las praderas —dijo Mercer, riéndose—. ¿La encontró en el Japón?
—La compré durante la ocupación —murmuró Gradie—. Se la compré a un amarillo muy bajito. Me dijo que era una auténtica calavera de diablo de la montaña.
Pese a los datos heroicos legibles en las etiquetas —«Bandera perteneciente a un oficial japonés capturado»—, Mercer supuso que la mayor parte de los objetos habrían sido comprados aprovechando la estancia de Gradie en el Japón durante el período de ocupación.
Mercer tomó un sorbo de vino y dejó que sus ojos vagaran por la habitación. El marco de caoba estaba apoyado en una pared, y debió de permitir que sus pupilas ardieran con un breve chispazo de interés.
—Veo que sigues interesado en el marco —farfulló Gradie; sus instintos de comerciante luchaban por abrirse paso a través del letargo alcohólico.
—Bueno, veo que aún no lo ha vendido.
Gradie se limpió el hilillo de vino que había empezado a deslizarse por su mal afeitado mentón.
—Pienso venderlo por ciento cincuenta dólares, o quizá lo conserve hasta tener ocasión de sacar un poco más. He visto uno ni la mitad de bonito en una tienda de Chapman Pike, y pedían doscientos dólares por él.
—Esa gente vive de engañar a los turistas de Gatlinburg —se burló Mercer.
Mercer pensaba que el marco estaba hecho de auténtica caoba africana, una madera más oscura que la variedad filipina habitual. Un milagro había hecho que el granulado natural sólo estuviera disimulado por una capa de laca ennegrecida por los años; Mercer se había pasado horas y horas quitando las capas de pintura barata que cubrían los paneles de caoba de las puertas de su casa.
Además, era todo caoba, no sólo chapado. Los grandes paneles que enmarcaban la chimenea estaban hechos del mismo tronco, con lo que su granulado creaba una imagen reflejada en el espejo. La repisa era ancha y sólida, y estaba rodeada por una diminuta barandilla. Encima había un precioso espejo trabajado con buril que conservaba todos sus matices plateados y que flanqueaban espejitos más pequeños. A los lados llevaba candeleros de caoba tallada, situados de tal forma que la llama se reflejaría en los espejitos laterales. Sobre los espejos había más paneles de caoba granulada, que terminaban en una segunda repisa con barandilla. Si se estiraba, Mercer podía rozarla con las puntas de los dedos.
Era exquisito, y valía lo que Gradie pedía. Mercer podía conseguir cien dólares…, si dejaba de comer y de pagar el alquiler durante dos meses.
—Bueno, estoy de acuerdo en que es precioso —dijo—. Pero un marco de chimenea no es algo que puedas comprar y llevarte a casa debajo del brazo, darle un cepillado para quitarle el polvo y meterlo en tu sala de estar… Una mesa o una vitrina con incrustaciones de porcelana no son más que muebles, y siempre acaban vendiéndose, pero algo como este marco sólo es útil si tienes una chimenea que haga juego con él.
—Eso es lo que tú crees —se burló Gradie—. La primavera pasada tuve una clienta que vive en una gran mansión al oeste de Knoxville. Dijo que le encantaría cubrirlo con una de esas pinturas de pátina antigua y que lo clavaría en una pared para poner sus plantas, pero quería convencerme para que se lo dejara en ciento veinticinco dólares y le dije que nanay.
El grito de Linda desgarró la atmósfera como el chasquido de un cristal al romperse.
Mercer giró sobre sus talones y, antes de darse cuenta de lo que hacía, ya había salido por la puerta y estaba en el porche.
—¡Linda!
La vio salir tambaleándose del cobertizo; ya no gritaba, pero su rostro estaba contorsionado por el pánico. Se arrancó la arrugada chaqueta de franela que le cubría los hombros y la arrojó hacia el interior del cobertizo con una mueca de repugnancia.
—¡Ratas! —Se estremeció, limpiándose las manos en los tejanos—. ¡Ahí!, dentro, debajo de las ropas! ¡Una rata enorme! ¡Jesús!
Pero Gradie ya había salido de la casa y había dejado atrás a Mercer…, que abría la boca disponiéndose a reír. Pasó junto a Linda moviéndose tan de prisa que la escopeta que llevaba en la mano parecía una confusa mancha de óxido y azul. La puerta del cobertizo se cerró de golpe a su espalda.
—¡Oh, Jesús!
Oyeron el estampido de los dos cañones aumentado por los ecos del cobertizo y, en la fracción de segundo que separó las dos detonaciones, un agudo chillido de dolor.
—¡Jon!
Después un chorro de maldiciones histéricas y el sonido ahogado de unos pies pateando el suelo.
Linda, que nunca había logrado acostumbrarse a las armas de Mercer, estaba intentando librarse de su abrazo.
—¡Vámonos! ¡Vámonos!
Gradie salió del cobertizo cuando Linda ya empezaba a dar patadas en la verja y cerró la puerta con un seco golpe de tacón.
—Era una rata condenadamente grande, señorita. —Sus labios se curvaron en una fea sonrisa—. Pero puede estar segura de que he acabado con ella.
—¡Jon, me voy!
—Ya volveré, señor Gradie —gritó Mercer, torciendo el gesto en una mueca de incomodidad—. Linda está un poco asustada.
Si Gradie dijo algo Mercer no lo oyó. Linda, dominada por el pánico, había apretado el paso hasta tal punto que le faltaba muy poco para correr. Mercer la siguió.
—¡Eh, Linda! ¡No pasa nada! ¡Espera!
Linda no pareció oírle. Mercer se metió por un solar para acortar camino e interceptarla.
—¡Eh, espera!
Un tallo se le enredó en los pies. Lanzó una maldición y cayó de bruces. Se puso a cuatro patas entre la jungla de kudzú, temiendo clavarse algún trozo de cristal. Sus manos rozaron algo blando y repugnante y un inmenso enjambre de moscas le rodeó, asfixiándole.
—¡Jon!
Su grito había hecho que Linda volviera sobre sus pasos. Vio que se adentraba en el kudzú, que le llegaba hasta las rodillas, olvidó su pánico y fue hacia él.
—¡Estoy bien! —gritó Mercer—. No te muevas, en seguida salgo.
Se limpió las manos en unas hojas de kudzú, tambaleándose, y trató de ocultar la repugnancia que sentía. Tragó saliva, conteniendo el chorro de bilis amarga que pugnaba por salir de su garganta, y sonrió.
Ver el cadáver de Sheriff, destrozado y sin piel…, eso sí que la haría gritar.
4
Mercer había corrido las cortinas pero Linda seguía sin tener ganas de posar para él. Mercer decidió que aún seguía bajo los efectos de lo ocurrido durante su visita a la casa de Gradie.
Linda contempló la lámpara desprovista de pantalla y torció el gesto.
—Tú y tu luz matinal…
Mercer movió la mano para espantar una mariposa.
—Mañana iremos a las montañas. —Era un soborno a cambio de que posara—. Quiero acabar estos malditos estudios aprovechando que estoy de humor.
Linda se estremeció y escuchó el golpeteo de los insectos nocturnos que se estrellaban contra los paneles de cristal. Mercer pensaba que hacía calor pero, al parecer, la brisa nocturna que entraba por las grietas de los ventanales bastaba para hacer que Linda tuviera los pezones erectos. La escalera vibraba con los crujidos y los ecos de la música de Fleetwood Mac, y Mercer volvió a desear que Linda no fuese de las que se sienten obligadas a escuchar cada disco nuevo hasta acabar con él.
—¿Por qué no nos vamos a vivir a las montañas?
—Anda, sé buena.
Aquel esbozo le estaba saliendo todavía peor que el de la mañana.
—No, hablo en serio —replicó ella con voz seca.
La idea era imposible de llevar a la práctica, y Mercer no estaba de humor para pasarse la noche intentando quitarle aquel capricho de la cabeza.
—Acabaríamos devorados por los osos.
—Quizá pudiéramos encontrar alguna casa vieja y arreglarla. Podríamos construir una cabaña de troncos.
—Has leído demasiadas veces el Foxfire Book.
—¡No, te repito que hablo en serio! ¡Larguémonos de aquí!
Mercer alzó los ojos. Sí, parecía estar hablando en serio.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero eso nos pondría un tanto difícil el asistir a clase, ¿no? Además, creo que la vida en las granjas ya no es lo que era.
—¡A la mierda las clases! —gritó Linda—. ¡A la mierda este sucio vertedero! ¡A la mierda toda esta maldita ciudad!
—Tengo planes para arreglar esta casa, y acabaré convirtiéndola en un sitio agradable —le recordó Mercer, haciendo acopio de paciencia—. Este verano arreglaré los ventanales para que puedan volver a abrirse; arrancaré esas horribles láminas fijadoras que clavaron en los marcos. Hablé con Gradie y le dije que buscara algunas ventanas para que hagan juego con las que tenemos.
—¡Oh, Jesús! Oye, ¿por qué no dejas de perder el tiempo con ese viejo?
—¡Oh, por el amor de Cristo! —gimió Mercer—. Te pusiste histérica porque habías visto una rata y Gradie la hizo pedacitos con su escopeta.
—Era algo más que una rata.
—Era el conejito de Pascua disfrazado.
—Tenía una especie de zarpas, como las de un mono.
Mercer se rió.
—Ya te dije que esa marihuana valía los cuarenta pavos la onza que pedían por ella.
—Vi algo, y no fue por la marihuana que fumamos antes de ir allí.
—Ojalá no tuviéramos que dividir el talego con Ron —dijo Mercer con voz pensativa, preguntándose si habría alguna forma de reunir los otros veinte dólares.
—¡Oh, vete a la mierda!
Mercer colocó una lámina nueva en el caballete y empezó otro esbozo. Lo titularía «Modelo haciendo mohines» o quizá «Chica nerviosa». Estuvo dibujando en silencio durante unos minutos. Silencio, salvo por el golpeteo de los insectos en los cristales y el incesante repetirse del disco en el piso de abajo…
—Quiero marcharme de aquí —dijo Linda por fin.
La aguja se quedó atascada en uno de los surcos y el estéreo empezó a llenar la oscuridad de la planta baja con la misma frase, repetida una y otra vez:
Tengo tanto miedo… Tengo tanto miedo… Tengo tanto miedo… Tengo tanto miedo…
A la una de la madrugada los relámpagos estaban lo bastante cerca como para evocar el fantasma de un trueno, y la brisa nocturna soplaba con la fuerza suficiente para hacer moverse las cortinas. Mercer se frotó los ojos; había terminado con sus esbozos —o, por lo menos, había perdido las ganas de seguir dibujando—, y no sabía si cerrar las ventanas antes de irse a dormir. Si no lo hacía y había tormenta, tendría que levantarse corriendo. Si las cerraba y no llovía, haría mucho calor y eso les impediría dormir. Alargó la mano mecánicamente hacia su taza de café y frunció el ceño al ver la mariposa ahogada que flotaba en ella.
Oyó sonar el teléfono.
Linda estaba en la ducha. Mercer bajó la escalera y cogió el auricular.
Era Gradie, y por su forma de hablar no había estado bebiendo leche.
—Jon, oye, siento mucho que tu chica se asustara tanto esta tarde…
—No importa, señor Gradie. Cuando llegamos a casa ya se le había pasado y empezó a verle el lado gracioso.
—Bueno, Jon, me alegra oír eso, me alegra… Sí, me alegra que se le haya pasado.
—No fue nada, señor Gradie.
—No era más que una maldita rata, ¿verdad?
—Sí, señor Gradie, no era más que una rata.
—Bueno, me alegro, me alegro…
—Sí, señor Gradie, no fue nada.
Se dispuso a colgar.
—Jon, había otra cosa de la que quería hablarte… Quería preguntarte si realmente quieres ese marco del que estuvimos hablando.
—Bueno, señor Gradie, me encantaría comprarlo, pero resulta demasiado caro para mi asignación semanal.
—Jon, oye, eres un buen chico… Te lo venderé por cien dólares.
—Verá, señor Gradie…, creo que es un precio justo, pero cien dólares es demasiado dinero para alguien que acaba la semana con diez pavos para comprar comestibles.
—Si realmente quieres ese marco, y estoy seguro de que te gustaría conseguirlo…, aceptaría setenta y cinco dólares por él si me los das esta noche.
—¿Setenta y cinco dólares?
—Los necesito esta noche. En efectivo.
Mercer intentó pensar. No había pagado el alquiler del mes.
—Señor Gradie, es la una de la madrugada. No llevo setenta y cinco dólares en el bolsillo.
—Bueno, ¿cuánto puedes reunir?
—No lo sé. Puede que unos cincuenta.
—Tráeme cincuenta dólares en efectivo esta noche y llévate el marco a casa.
—¿Esta noche?
—Tráelos esta noche. Los necesito ahora mismo.
—Está bien, señor Gradie. Le veré dentro de una hora.
—Date prisa —le aconsejó Gradie. Oyó unos ruidos confusos y Gradie logró colgar el teléfono al tercer intento.
—¿Quién era?
Mercer estaba examinando su cartera.
—Gradie, borracho como una cuba. Supongo que necesita dinero para comprar más licor. Dice que me vende el marco por cincuenta dólares.
—¿Y te parece que eso es una ganga? —le preguntó Linda con mal humor, mientras se friccionaba el pelo con la toalla.
—Pedía ciento cincuenta. Tengo que darle el dinero esta misma noche. ¿Cuánto tienes?
—Jesús, no pensarás ir allí esta noche, ¿verdad?
—Puede que mañana ya esté sobrio y se haya olvidado de todo el asunto.
—Oh, Jesús. No quiero que vayas allí.
Mercer ya había empezado a hurgar entre el desorden de su cajón buscando monedas sueltas.
—Sólo tengo treinta y ocho dólares. ¿Puedes prestarme doce?
—Yo sólo tengo diez y un poco de calderilla.
—¿Cuánta? En la cocina hay un montón de botellas; puedo devolverlas para que me abonen los envases. ¿Quién sigue abierto a estas horas?
—Hugh tiene abierto hasta las dos. Jon, nos quedaremos sin dinero para el fin de semana. ¿Cómo iremos a las montañas?
—Ron nos debe veinte dólares por su mitad de la marihuana. Se los cobraré cuando le pida prestada la camioneta para recoger el marco. El lunes cogeré algo del dinero para pagar el alquiler…, siempre podemos retrasarnos un poco.
—No puedes pedirle prestada la camioneta hasta mañana. Ron tenía turno de noche.
—Saldrá dentro de seis horas. Pagaré a Gradie y conseguiré un recibo. Después lo primero que haré será recoger el marco.
Linda hurgó en su bolso.
—Procura no olvidar que mañana nos vamos a las montañas.
—De todas formas, lo más probable es que llueva…
5
Mercer se dirigió a casa de Gradie; la tormenta aún no había estallado, pero los relámpagos se agitaban detrás de las nubes. Entre rayo y rayo la noche estaba muy oscura, y Mercer era muy consciente de que se hallaba en un barrio donde dar un paseo llevando encima cincuenta dólares era bastante imprudente. Tenía la mano metida en el bolsillo de los tejanos, aferrando con los dedos la derringer de doble cañón, y procuraba ir por el borde de la acera, lejos de las masas de kudzú, que podían ocultar a alguien. En un momento dado oyó el ruido de algo que se movía por entre los tallos y estuvo a punto de pegarse un tiro en el pie.
—¿Quién está ahí?
El miedo y los efectos del alcohol hacían que la voz pareciera a punto de quebrarse.
—¡Soy Jon Mercer, señor Gradie! ¡Jon Mercer!
—Acércate a la luz. ¿Has traído el dinero?
—Aquí está.
Mercer sacó de su bolsillo el arrugado fajo de billetes y el montón de monedas. La derringer emitió un destello metálico.
—Dos proyectiles, ¿eh? —observó Gradie—. No te servirían de mucho. Hay demasiados blancos a los que disparar.
—Oh, sólo el llevarla encima y enseñarla ha bastado para sacarme de un par de apuros —le explicó Mercer. Dejó caer el dinero en la temblorosa mano de Gradie—. Cincuenta dólares… Será mejor que los cuente y me haga un recibo. Volveré por la mañana a buscar el marco.
—Llévatelo ahora. Por la mañana ya me habré ido.
Mercer le miró fijamente. Gradie jamás salía de su casa salvo para algún que otro viaje rápido a la tienda de comestibles.
—Necesitaré una camioneta. No puedo pedirla prestada hasta que amanezca.
Gradie se metió el dinero en el bolsillo sin contarlo y se inclinó sobre el extremo de la mesa iluminado por la lámpara para garrapatear un recibo. La polvorienta claridad de la lámpara revelaba un rostro de rasgos tensos surcado por una red de sombrías arrugas. Delírium tremens, pensó Mercer; necesita dinero para comprar más bebida.
—Es para los gastos del viaje; me marcho esta misma noche —insistió Gradie. Su aliento apestaba a vino rancio—. He estado hablando con un viejo conocido y me ha dicho que se quedará con todo lo que tengo y lo pagará bien. Vendrá por la mañana. Eres un buen chico, Jon…, y quería que tuvieras ese marco, ya que tanto lo deseabas.
—Son las dos de la madrugada —apuntó Mercer con cautela—. Puedo estar aquí a las siete.
—Me voy ahora mismo.
Mercer maldijo en voz baja. Discutir con Gradie en su estado actual no serviría de nada, y por la mañana el viejo quizá se habría olvidado de toda la transacción. ¿Venderlo todo y largarse? Imposible… Aquel patio era el mundo de Gradie, toda su vida. En cuanto se le hubiera pasado la borrachera tendría unas horas de tembleques y no recordaría nada de lo ocurrido durante la última semana.
—¿Podría prestarme su camioneta?
—Voy a llevármela.
—Se la devolveré dentro de diez minutos.
Pensar en lo que Gradie podía hacer al volante bastaba para que Mercer se echara a temblar.
Acabó consiguiendo que Gradie le prestara la llave de su vieja camioneta Studebaker, pero tuvo que prometerle que volvería en cuanto hubiera dejado el marco en su casa. Llevaron la pesada estructura de caoba a la camioneta y la colocaron en la parte de atrás; Mercer se encogía cada vez que el metal oxidado amenazaba con arañar la madera.
—¿Quiere venir a echarme una mano para descargarla? —le invitó Mercer—. Tengo una botella en casa.
Gradie se negó a morder el anzuelo.
—Aún tengo que hacer algunas cosas antes de marcharme. Procura volver tan pronto como hayas terminado.
Mercer puso en marcha la camioneta, apartándola de la muralla de kudzú, y se alejó con un crujir de frenos y palancas a las que sin duda les faltaba aceite.
El marco pesaba demasiado para ellos y la descarga fue bastante difícil; Mercer era lo bastante fuerte para que el peso no supusiera un gran problema, pero la estructura era muy grande y hacían falta dos personas para moverla. Linda se portó como una valiente, pero sacarlo de la camioneta y llevarlo a la casa fue una operación complicada en la que el marco recibió bastantes golpes y arañazos. Cuando hubieron terminado, los dos estaban cubiertos de sudor y el esfuerzo les había dejado agotados.
Mercer le echó un vistazo a su reloj.
—Cristo, son las dos y media… Tengo que devolverle la camioneta a Gradie.
—¿Por qué no esperas a que amanezca? A estas alturas lo más probable es que se haya quedado frito.
—Prometí que se la devolvería en cuanto hubiera descargado el marco.
Linda parecía indecisa.
—Espera un momento. Iré contigo.
—Pensaba que no querías volver allí.
—No me gusta estar sola a estas horas.
—¿Desde cuándo?
Mercer se rió y subió a la camioneta.
—Toda la parte de atrás está llena de kudzú. No sé, podría haber algo escondido…
Cuando entraron en el patio Gradie no salió de su madriguera aunque la camioneta hacía mucho ruido. Linda tenía razón, pensó Mercer…, el viejo debía de estar durmiendo la mona. Sintió una leve punzada de culpabilidad. Esperaba que sus cincuenta dólares no sirvieran para prolongar la borrachera; Gradie tenía un aspecto realmente pésimo. Quizá debiera hacerle una visita por la tarde y llevarle algo de comer.
—Entraré un momento para ver si se encuentra bien —dijo Mercer—. Si está dormido, le dejaré las llaves y me iré.
—Déjalas en la camioneta y marchémonos —sugirió Linda.
—Sólo será un momento.
Linda bajó de la camioneta y le siguió. Los relámpagos iluminaban el patio y su confuso desorden de trastos viejos, haciendo que los montones de objetos y estantes parecieran agazaparse como siluetas fantásticamente distorsionadas, surgidas de algún infierno pintado por Dalí. La oscuridad reinante entre relámpago y relámpago apestaba a calor y aceite, el aire estaba muy húmedo y el lejano rugir del trueno evocaba la respiración ahogada de un gigante.
—Tendremos suerte si logramos volver antes de que empiece a diluviar —gruñó Mercer.
La puerta no tenía pestillo puesto. Mercer la empujó.
—¿Señor Gradie? —dijo en voz baja; no quería despertar al viejo, pero se acordaba de la escopeta—. Señor Gradie, soy Jon.
Las lámparas proyectaban una polvorienta claridad sobre la habitación repleta de objetos. El parpadeo de los relámpagos imitaba los guiños de un letrero de neón averiado. Mercer entrecerró los párpados, tratando de ver algo en el laberinto de sombras esparcidas entre los estantes y vitrinas. Vientres de cristal curvado y hombros de caoba pulida reflejaban los destellos luminosos del rayo. Desde las paredes, ojos de vidrio incrustados en cabezas de ciervo y pájaros disecados parecían observarles atentamente.
—¿Señor Gradie?
—Jon, deja las llaves y larguémonos de aquí.
—Será mejor que vea si está bien.
Mercer fue hacia la parte trasera de la casa pero se detuvo a medio camino. Una de las vitrinas estaba abierta, y recordaba que antes las puertas de cristal estaban cerradas. Las puertas casi ocupaban todo el espacio libre entre hilera e hilera de objetos; Mercer se dispuso a cerrarlas. La vitrina de nogal contenía la colección de recuerdos bélicos de Gradie, y Mercer no llegó a cerrarlo, pues se había dado cuenta de que faltaba algo: la calavera de mono con la etiqueta que decía «Cráneo de general japonés».
—¿Señor Gradie?
—¡Uf! —Linda arrugó la nariz—. ¡Debe de tener algo quemándose en el fogón!
Mercer entró en la cocina. La bombilla del techo iluminaba un revoltijo de mobiliario desparejo, montañas de platos desportillados por lavar, latas y botellas vacías y restos de viejas comidas. Mercer pensó que había bebido en alguno de esos vasos mugrientos y frunció el ceño. Gradie no estaba en la cocina. Una olla puesta al fuego hervía dejando escapar chorros de un vapor ocre, pero lo que más le llamó la atención fue lo que había sobre la mesa de la cocina.
Alguien había dejado un espacio libre apartando los montones de platos sucios y restos de comida, y en ese espacio había un cráneo de mono con una etiqueta amarillenta: «Cráneo de general japonés».
A su lado había otro cráneo. Aparte de unos pedacitos de carne seca y vello verdoso que seguían pegados al hueso, aquel cráneo era idéntico al recuerdo japonés de Gradie, que había sido descolorido por el sol hasta quedar totalmente blanco: una calavera con la parte superior abombada que tendría el tamaño de un puño apretado, con un hocico afilado y lleno de dientes puntiagudos. Mercer lo cogió y pensó que debía de ser alguna especie de babuino.
En el occipucio llevaba pegada una etiqueta con la siguiente leyenda pulcramente escrita a máquina: «Cráneo de animal desconocido. Encontrado por Fred Morny en la Gran Avenida, Knoxville, Tenn., 1976».
Alguien se ha quedado sin mascota, pensó Mercer, volviendo a poner el cráneo en su sitio y alargando la mano hacia la etiqueta suelta que había entre los dos cráneos.
Linda se había acercado a la cocina para apagar el fuego.
—¡Oh, Dios! —gimió, apartándose de la olla humeante.
Mercer fue hacia ella y siguió la dirección de su mirada para ver qué le causaba tal repugnancia. El agua había desaparecido a causa de la evaporación, ennegreciendo el repugnante líquido en el que flotaba un tercer cráneo, exactamente igual a los otros dos.
—¡Come ratas! —dijo Linda, intentando contener las náuseas.
—No —dijo Mercer, contemplando la etiqueta que acababa de coger en la mesa y los caracteres mecanografiados que había en ella—. Ha hervido la carne para poder exhibir el cráneo.
En la etiqueta que tenía entre los dedos se podía leer: «Cráneo de un demonio del kudzú. Muerto por Red Gradie en su patio, Knoxville, Tenn., junio de 1977».
—Jon, me marcho. ¡Ese hombre está loco!
—Déjame ver si se encuentra bien —insistió Mercer—. Si tanta prisa tienes, vete sola.
—¡Dios, no!
—Lo más probable es que esté en su dormitorio. Se habrá quedado dormido mientras trabajaba en este…, este…
Mercer no sabía muy bien qué nombre darle. Aquellos últimos días, el viejo daba la impresión de no estar muy en sus cabales.
El dormitorio quedaba en la otra punta de la casa y para llegar a él había que cruzar el comedor, que separaba los dos extremos de la parte trasera. La fuerte iluminación de la cocina hacía que el comedor pareciera sumido en las sombras. Estaba claro que nadie había comido allí desde hacía años, pues aquella zona era otro de los almacenes de Gradie: la habitación estaba atiborrada de sillas, mesas y muebles inmensos amontonados unos sobre otros. Mercer se abrió paso por entre los obstáculos entrevistos y fue cautelosamente hacia la puerta del dormitorio, un manchón de oscuridad más intensa que interrumpía la superficie de la otra pared.
—¿Señor Gradie? Soy Jon Mercer.
Creyó oír un débil gemido surgiendo de la oscuridad.
—Señor Gradie, soy Jon Mercer. He venido a devolverle las llaves —dijo alzando la voz—. ¿Se encuentra bien?
—¡Jon, vámonos!
—¡Cállate, maldita sea! Creo que he oído un ruido, como si intentara responderme.
Fue hacia el umbral. Pisó algo que rodó bajo su pie y acabó quedando aplastado. Era un cartucho vacío de escopeta. La atmósfera estaba saturada de un extraño olor agridulce que le hizo un nudo en el estómago, y creyó distinguir los contornos de un cuerpo derrumbado medio dentro y medio fuera de la cama.
—¿Señor Gradie?
Un jadeo ahogado, demasiado líquido para ser un ronquido. Mercer buscó a tientas el interruptor de la luz, logró encontrarlo y lo movió hacia arriba y hacia abajo. El dormitorio siguió sumido en la oscuridad.
—¿Señor Gradie?
Un suspiro burbujeante.
—¡Trae una lámpara! ¡De prisa! —gritó, volviéndose hacia Linda.
—¡Por el amor de Cristo, olvídate de él!
—¡Maldita sea, ha perdido el conocimiento y ha vomitado! ¡Si no le ayudamos acabará ahogándose en sus propios vómitos!
—¡Tenía una linterna grande en la cocina!
Linda giró sobre sus talones y corrió a buscarla, queriendo poner la máxima distancia posible entre ella y el dormitorio.
Mercer avanzó cautelosamente hacia la cama, moviéndose con mucho cuidado pues sentía el crujir de cristales rotos bajo sus pies. Las persianas estaban bajadas y la habitación se encontraba sumida en la más absoluta negrura, pero tenía la seguridad de que el objeto tumbado a través de la cama era el cuerpo de Gradie. Linda apareció con la linterna.
Gradie yacía de espaldas, con sus flacas piernas rozando el suelo y el resto de su cuerpo atravesado en la cama deshecha. El rayo de luz proyectado por la linterna hizo brillar las manchas de sangre todavía no coagulada que iban extendiéndose por las sábanas y el colchón. Alguien se había estado distrayendo mucho tiempo con él, usando un cuchillo de hoja muy corta, pues si las heridas que casi le habían dejado sin piel hubieran sido muy profundas, a esas alturas Gradie ya tendría que estar muerto.
Mercer paseó el haz luminoso por el dormitorio. Los muebles habían sido esparcidos por el suelo y algunos estaban rotos. La parte baja de una pared mostraba lo que obviamente eran los efectos de un disparo de escopeta; entre las señales ennegrecidas había pelo y sangre. La escopeta yacía en el suelo, partida en dos; tanto el cañón como la culata estaban cubiertos de vello ensangrentado: al constatar que ya no tendría ocasión de recargarla, Gradie la había utilizado como garrote. El haz luminoso hurgó en la oscuridad del rincón, allí donde los tablones agujereados por las termitas habían sido arrancados del suelo. Un rastro de sangre manchaba el suelo y acababa desapareciendo en las tinieblas del agujero.
Mercer se inclinó sobre Gradie, iluminando su rostro torturado por la agonía con el haz de la linterna. Los ojos se abrieron al sentir la luz; uno ya no podía ver nada, el otro le lanzó una mirada vidriosa.
—¿Eres tú, Jon?
—Soy Jon, señor Gradie. Tranquilo, tranquilo, vamos a llevarle al hospital. ¿Pudo reconocer a la persona que le ha hecho esto?
Linda ya había encontrado el teléfono, tirado en el suelo junto a una mesilla de noche volcada. Parecía imposible que Gradie hubiera sobrevivido a la pérdida de sangre, pero Mercer había visto borrachos que salieron corriendo después de recibir un disparo en las tripas que habría matado a un hombre sobrio.
Gradie dejó escapar una horrible carcajada.
—Fueron los hombrecillos verdes. ¿Crees que podría habérselo contado a alguien, crees que podría haberle hablado a alguien de los hombrecillos verdes?
—Calma, señor Gradie, calma.
—¡Jon! ¡No hay línea!
—Se habrá roto al caer. Ayúdame a llevarle hasta la camioneta.
Mercer rasgó unas cuantas tiras de sábana, intentando recordar cuáles eran los primeros auxilios en caso de hemorragia. ¿Puntos de presión? ¿Y dónde quedaban esos puntos? El viejo estaba hecho pedazos.
—Son diablillos verdes —dijo Gradie con un hilo de voz—. Y no son animales… Son tan listos como tú o como yo. Viven debajo del kudzú. Eso es lo que el japonés intentaba explicarme cuando me vendió el cráneo. Se esconden debajo de los malditos tallos y viven de las raíces y de lo que pueden encontrar. Me dijo que ellos alimentan al maldito kudzú y lo ayudan a extenderse, que lo cuidan igual que hace un hombre con su jardín… Cuando llega el invierno se entierran lo más hondo posible y entran en hibernación.
—¿No crees que seria mejor llevarle en una camilla o algo así?
—¿Cómo? Cógele por los pies.
—¡No me mováis! Jon, ¿es que no lo comprendes? El kudzú llegó aquí del Japón y esos malditos diablillos vinieron con él. Empecé a atar cabos cuando Morny encontró el cráneo…, sí, empecé a reunir todas las pistas y todos los pequeños detalles. Este sitio les gusta, Jon… Están apoderándose de todos los solares porque aquí hay más comida que en los bosques o en los campos, se están multiplicando como ratas, y nadie sabe que existen.
La histérica voz de Gradie se iba debilitando a cada segundo que pasaba. Mercer dejó de esforzarse por vendar aquellos miembros destrozados.
—No se ponga nervioso, señor Gradie. Le sacaremos de aquí y haremos que le vea un médico.
—Ya es demasiado tarde para médicos. Les habéis asustado pero han acabado conmigo. Igual que acabaron con el viejo Morny… Son listos, Jon, eso es lo que no comprendí a tiempo…, son listos como demonios. Estaban seguros de que acabaría descubriéndoles y empezaron a espiarme, se metieron por toda la casa para averiguar qué sabía de ellos… y decidieron cerrarme la boca. ¡No quieren que nadie sepa que existen, Jon! Ahora irán a por…
El resto de lo que iba a decir quedó sumergido por la espuma carmesí que empezó a burbujear sobre sus labios. Aquel cuerpo torturado por el dolor se quedó rígido durante una fracción de segundo y Mercer se encontró sosteniendo un peso muerto. Le buscó el pulso y se dio cuenta de que los débiles chorritos de sangre que habían inundado su boca ya no fluían.
—Creo que ha muerto.
—Oh, Jon, Dios santo… ¡La policía creerá que hemos sido nosotros!
—No si informamos de lo ocurrido… ¡Vamos! Iremos en la camioneta.
—¿Y si nos limitamos a dejarle aquí?
—Está muerto. Le han asesinado. Será mejor que no toquemos nada más.
—¡Oh Dios! ¡Jon, el que hizo esto quizá siga rondando por aquí!
Mercer se sacó la derringer del bolsillo y le quitó el seguro. Se dio cuenta de que tanto su pecho como sus brazos estaban cubiertos de sangre: la sangre de Gradie… Cuando llegaran a la comisaría iba a pasar un mal rato. Por suerte los polis nunca patrullaban el vecindario, de lo contrario los disparos de escopeta ya habrían hecho acudir a todo un destacamento de coches.
Salieron de la casa y llegaron al patio; Mercer iba delante, moviéndose con cautela. El viento agitaba las hojas y las primeras gotas de lluvia empezaban a caer sobre el pavimento. El errático resplandor de los rayos hacía que cada sombra grotesca se llenara de asesinos al acecho; y pese al ruido del viento Mercer creyó oír el sigiloso acercarse de mil locos dispuestos a matarle.
Un chispazo azulado iluminó el patio.
—¡Jon! ¡Mira la camioneta!
Los cuatro neumáticos estaban hechos pedazos.
—¡Sube a la cabina! ¡No importa, saldremos rodando sobre las llantas!
Otro relámpago.
Y, a su alrededor, un centenar de madrigueras ocultas en el kudzú hicieron erupción.
Mercer disparó dos veces.