Había tenido un día casi insoportable. Cuando volvía a casa, su autocontrol seguía oprimiéndole igual que una armadura oxidada. Subió la escalera y abrió el correo: un elegante anuncio de una firma de binoculares y un folleto bastante más humilde enviado por la Sociedad para la Conservación de la Vida Salvaje. Los tiró sobre la cama y se sentó junto a la ventana para intentar relajarse un poco.

Era otoño. Las noches habían empezado a comerse los días. Una procesión de coches avanzaba bajo los árboles dorados de la avenida Princes como si fuera a un funeral; las multitudes de transeúntes apretaban el paso para volver a casa. Aquel incesante desfile anónimo empequeñecido por la distancia de tres pisos que le separaba de él, hizo que se sintiera deprimido. Rostros parecidos a los de aquellas vagas miniaturas iluminadas por el crepúsculo —protegidos por una muralla de egoísmo, convencidos de que nada era culpa suya—, le traían sus animales domésticos a la consulta.

Pero ¿dónde estaba toda la gente rara del barrio? Le gustaba observarla: le fascinaban. ¿Dónde estaba el hombre que corría a lo largo de la avenida, persiguiendo mariposas salidas de la basura y metiéndolas en su bolsa? ¿Y el hombre que avanzaba con paso firme, inclinando la cabeza para resistir un vendaval inexistente mientras le gritaba al vacío? O el Hombre del Arco Iris, que en los días más cálidos salía a la calle convertido en una hinchada masa de suéters, cada uno de un color distinto e igualmente chillón… Blackband no había visto a ninguna de esas personas desde hacía semanas.

Las multitudes fueron disminuyendo; cada vez pasaban menos coches. Las farolas se fueron encendiendo con un tintineo de lámparas de sodio, emitiendo un extraño resplandor dorado. En más de una ocasión aquella claridad anunciaba que… Vaya, pero si allí estaba, emergiendo del callejón casi como si le hubiera leído el pensamiento: la Dama de la Farola.

Caminaba con el paso lento y encorvado de una anciana. Su rostro estaba tan cubierto de arrugas como una manzana marchita; el resto de su cabeza iba envuelto en un descolorido pañuelo gris. Llevaba un voluminoso abrigo, largo hasta los tobillos y lleno de parches multicolores, que se balanceaba a cada paso. Llegó a la isla para peatones situada en el centro de la avenida y se detuvo bajo una farola.

Debajo de la avenida había un paso subterráneo, pero la gente nunca lo utilizaba, y cruzaban por donde les daba la gana. Muy típico de ellos, pensó Blackband con amargura; también hacían caso omiso de las jaurías de perros abandonados, que siempre eran responsabilidad de los otros; los ignoraban o esperaban que alguien se encargase de hacerles dormir el sueño eterno. Quizá pensaran que los desechos humanos también tenían que acabar durmiendo ese mismo sueño, ¡tal vez no había sido otro el destino del Hombre del Arco Iris y todos los demás!

La mujer no paraba de moverse. Empezó a caminar alrededor de la farola, como si el pálido círculo de luz proyectado por ésta fuera un escenario. Su sombra hacía pensar en una extraña manecilla de reloj.

Era muy vieja, no podía ser una prostituta. Quizá lo hubiera sido, y ahora eso la obligaba a moverse igual que en sus recuerdos. Sus binoculares le acercaron el rostro de la vagabunda y le permitieron ver su expresión: tan absorta en sí misma como la de un feto, tan seria y reconcentrada como la de una sonámbula… Su cabeza oscilaba ante el telón de fondo de la gravilla, deformada por la falsa perspectiva de las lentes. La vagabunda salió de su campo visual.

Cuando se mudó a aquel piso, tres meses antes, había dos viejas. Una noche las vio trazar círculos alrededor de dos farolas contiguas. La otra vieja se movía más despacio, como si estuviera medio adormilada. La Dama de la Farola acabó llevándola a su casa; se marcharon caminando poco a poco, con la lentitud de una persona agotada que se revuelve en la cama. Blackband se pasó días enteros pensando en aquellas dos mujeres, con sus largos abrigos descoloridos, que daban vueltas y vueltas a las farolas de la avenida desierta, como si tuvieran miedo de volver a casa en la oscuridad.

Ver a aquella anciana solitaria bastaba para ponerle algo nervioso. La oscuridad iba invadiendo su piso. Corrió las cortinas, y las lámparas las tiñeron de naranja. De todas formas, contemplar la calle le había relajado. Ya iba siendo hora de prepararse una ensalada.

La cocina daba a la casa de la anciana. Vea el Mundo desde las Buhardillas de la Avenida Princes. Toda la Vida Humana Está Allí… Patios traseros llenos de escombros, y retretes con el techo a punto de caerse; al otro lado del callejón, casas que parecían deterioradas cajas de zapatos. El edificio que quedaba justo bajo su ventana estaba a oscuras, como siempre. Volvió a pensar en las ancianas. ¿Cómo podían sobrevivir en aquel sitio? Si es que las dos seguían con vida… Pero ellas al menos podían cuidar de sí mismas, o pedir ayuda; después de todo, eran seres humanos. No, eran sus animales lo que más le preocupaba.

Nunca volvió a ver a la mujer que daba la impresión de estar medio dormida. Desde que desapareció, su compañera había adquirido la costumbre de llevar animales a su casa; había visto cómo los atraía hasta hacerlos entrar. Estaba seguro de que los quería para que le hicieran compañía a su amiga, pero ¿qué clase de vida podían llevar aquellos animales encerrados en una casa sin luz y que probablemente no tardaría en ser derribada? ¿Y por qué tantos? ¿Se escaparían para regresar a sus casas, o volvían a extraviarse? Meneó la cabeza; la soledad de aquellas mujeres no podía servirles como excusa. Sus animales les importaban tan poco como a esos propietarios acomodados que entraban en su consulta gimoteando igual que sus perros.

Quizá la anciana se paraba debajo de las farolas esperando ver caer gatos de los árboles, igual que si fueran fruta… Al principio la imagen le resultó divertida, pero cuando hubo terminado de preparar la cena, empezó a sentirse inquieto y acabó apagando la luz de la sala para mirar a través de las cortinas.

La superficie de gravilla estaba vacía. Separó las cortinas y vio a la mujer, que avanzaba con paso tambaleante hacia su calle. Llevaba un gatito, e inclinaba la cabeza sobre la masa velluda acunada en sus brazos; todo su cuerpo parecía doblarse alrededor del animal, envolviéndolo. Cuando salió de la cocina cargado de platos, oyó el crujido de su puerta al abrirse y cerrarse. Otro, pensó con cierta preocupación.

Antes de que la semana hubiera llegado a su fin ya había recogido a un perro sin dueño, y Blackband se preguntó qué debía hacer al respecto.

Las mujeres tendrían que acabar marchándose de allí. Las casas contiguas estaban vacías, y los cristales de las ventanas se hallaban hechos añicos de tanto servir como blancos. Pero ¿cómo podían marcharse llevándose consigo a todo su zoo? Los dejarían sueltos para que vagaran por las calles, o los llevarían llorando a que los sacrificasen.

Sí, alguien tenía que hacer algo, pero no era cosa suya. Volvió a casa para descansar. Estaba acostumbrado a extraer huesos de pollo de las gargantas; lo que le agotaba era tener que aguantar las excusas: Fido siempre comía su trocito de pollo, nunca había pasado antes, no lograban comprenderlo… Blackband se limitaba a mover la cabeza, asintiendo con una leve sonrisa de incomodidad. «¿De veras?», repetía con voz átona. «¿De veras?».

Claro que con la Dama de la Farola eso no iba a servir de nada…, aunque, por supuesto, Blackband no tenía intención de abordarla directamente. ¿Qué podía decirle? ¿Que él se encargaría de todos sus animales? No, era imposible. Además, la sola idea de hablar con ella le resultaba terriblemente embarazosa.

La vieja se estaba volviendo más y más excéntrica. Cada día salía un poco más pronto. Solía desaparecer en la oscuridad para volver corriendo al charco de luz. Era como si la luz fuese su droga.

La gente se quedaba mirándola y apretaba el paso para dejarla atrás. No les gustaba porque era extraña. Todo lo que necesitaba hacer para caerles bien era ser normal, pensó Blackband: bastaba con que cebara a sus animales hasta que sus estómagos rozaran el suelo, o que los encerrase en el coche para que se asfixiaran de calor y los dejara solos en casa todo el día, y al volver les diese una paliza por haber arañado los muebles. Comparado con casi todos los propietarios de animales domésticos que conocía, la vieja era san Francisco de Asís.

Se dedicó a ver la televisión. Los insectos se cortejaban y acababan apareándose. Sus danzas rituales le resultaban tan fascinantes como conmovedoras: el despliegue de colores, las complejas pautas raciales de la fuerza vital, que el instinto les permitía descifrar y cuyos designios ejecutaban… La microfotografía se encargaba de ofrecerle sus imágenes. ¡Ah, si las personas fueran tan hermosas y fascinantes como los insectos!

Incluso la fascinación que le inspiraba la Dama de la Farola empezaba a perder algo de su fuerza anterior, y eso le molestaba. ¿Estaría enferma? Caminaba con una terrible lentitud, encorvada sobre sí misma, y parecía haberse encogido, pero seguía cumpliendo con su ritual de cada noche, avanzando torpemente por los charcos de luz igual que si fuese sonámbula.

¿Cómo podía cuidar de los animales? ¿Qué trato estaría dándoles? Algunos de los coches que se movían por el barrio debían de llevar dentro asistentes sociales, que acabarían dándose cuenta de lo que ocurría, alguien tenía que comprender hasta qué punto necesitaba ayuda… En una ocasión llegó a abrir la puerta para enfilar hacia la escalera, pero sintió como las palabras morían en su garganta mucho antes de pronunciarlas. La idea de hablar con ella hizo que se le formara un nudo en las entrañas. No era cosa suya, ya tenía bastantes problemas con que luchar. El resorte que le oprimía las entrañas siguió tensándose hasta que se apartó de la puerta.

Una noche vio llegar a un policía; era mucho más temprano que de costumbre. La policía solía aparecer a medianoche para requisar cuchillos y botellas rotas y meter a gente en los coches celulares. Blackband se dedicó a observarle. El policía acabaría escoltándola hasta su casa y vería lo que había en su inferior. Blackband se volvió hacia el charco de luz proyectado por la farola. Estaba vacío.

¿Cómo podía haberse movido tan de prisa? Siguió contemplando el charco de luz, perplejo, y por el rabillo del ojo captó una silueta borrosa. Movió la cabeza y vio que la mujer estaba inmóvil en un disco de claridad situado a varias farolas de distancia, mucho más lejos del policía de lo que había creído en un principio. ¿Cómo podía haber cometido tal error?

Un sonido le distrajo antes de que pudiera seguir pensando en ello, una especie de revoloteo, como si un pájaro enloquecido luchara para escapar de la cocina. Pero la habitación estaba vacía. Si había un pájaro, debía de haber huido por la ventana abierta. Allí abajo, en la oscuridad del edificio… ¿Qué era aquello? ¿Algo que se movía? Quizá se hubiese metido allí dentro.

El policía se había largado. La mujer iba y venía por su isla de luz; el extremo de su abrigo rozaba la gravilla. Blackband siguió observándola durante un rato, no sabiendo qué hacer, intentando pensar en qué le había recordado aquel sonido, algo que no era el revoloteo de las alas de un pájaro, no, algo distinto…

Quizá ésa fuera la razón de que, cuando aún no había amanecido, viese como un hombre avanzaba tambaleándose por los callejones. Montones de cascotes y basura le obstruían el paso; el hombre trepaba por ellos y su boca se agitaba convulsivamente con cada jadeo, tragando tanto polvo como aire. No parecía pasarle nada, dejando aparte el que estaba agotado y muy nervioso, pero Blackband pudo ver lo que le perseguía: una gran mancha de sombra que se deslizaba sobre los tejados. La mancha estaba viva, pues en su rostro se abría el agujero de una boca, aunque al principio su color y textura le hicieron pensar que la cabeza era la luna. Sus ojos ardían con el brillo salvaje del hambre. El ruido de alas hizo que el hombre se diera la vuelta; gritó, y el rostro pegado a la mancha bajó del cielo y cayó sobre él.

El día siguiente fue todavía más agotador que de costumbre: un perro con una pata rota y un propietario del tipo nervioso, va a hacerle daño, ¿no puede tratarle con más delicadeza?, oh, ven, pobrecito, ¿qué te ha hecho ese hombre malo?; un gato senil y su protector, ¿dónde está el veterinario de siempre?, él no hacía eso, ¿está seguro de que sabe lo que se trae entre manos? Pero más tarde, mientras observaba el lento avance de la anciana, recordó el sueño de la mancha. Y, de repente, se dio cuenta de que nunca la había visto de día.

¡Claro, ahí estaba la respuesta! Se rió. ¡Era una vampira! Un trabajo realmente difícil cuando ya no te queda ni un diente en la boca… Hizo girar el tornillito del enfoque y observó su rostro. Sí, no tenía dientes. Quizá usaba colmillos postizos o chupaba a través de las encías. Pero no tardó en hartarse de su fantasía y tuvo que abandonarla. El rostro de la anciana asomaba por entre los pliegues de su pañuelo gris como desde una telaraña. Daba vueltas y vueltas, y no paraba de farfullar para sí misma. Movía la lengua como si su boca fuera demasiado pequeña para contenerla. Sus pupilas vidriosas y brillantes le hicieron pensar en las cabezas de dos clavos grises que le atravesaran el cráneo.

Dejó los binoculares sobre la mesa y le alegró ver que una repentina distancia se interponía entre ellos, pero ahora incluso el movimiento de aquella miniatura le resultaba inquietante. Había visto la expresión de sus ojos y comprendió que hacía todo aquello en contra de su voluntad.

Estaba cruzando la calle. Iba hacia su puerta, y durante un segundo de locura Blackband estuvo absolutamente seguro de que la vieja pretendía entrar en su casa: sintió la amargura de la bilis en su garganta. Pero no, estaba mirando hacia el seto. La vieja movió las manos como queriendo apartar de sí algo que le daba miedo; su boca, sus ojos… no podían estar más abiertos. Se quedó inmóvil, temblando, y cuando volvió a ponerse en movimiento, fue para dirigirse hacia su casa, avanzando con un paso rápido y tambaleante que casi era una carrera.

Blackband hizo un terrible esfuerzo de voluntad y se obligó a bajar. Cada hoja del seto encerraba una gotita de claridad anaranjada, como si la hubiesen pintado con sodio y la pintura aún no estuviera seca. Pero entre las hojas no había nada, y nada podía emerger de ellas, pues los tallos estaban unidos por una compleja red de telarañas que relucían como hilos de oro.

Al día siguiente era domingo. Cogió el tren hasta Mersey y dio un paseo por el sendero panorámico de Wirral. Hombres de rostros enrojecidos y mujeres que se habían paralizado el cabello con una rociada de laca, le miraban fijamente como si estuviera invadiendo sus jardines. Vio alguna que otra mariposa posada en las flores; sus alas se unían en un gesto de inmensa delicadeza y, de repente, emprendían el vuelo para perderse sobre los viejos terraplenes de la línea ferroviaria, que ya no funcionaba. Eran tan rápidas que ni los binoculares le permitían captar su belleza; no podía dejar de pensar que todas aquellas especies estaban muy próximas a la extinción. Su incapacidad de hablar con la vieja hacía que se sintiera como aislado de su entorno, y su eterna vacilación le irritaba. No podía hablar con ella: no tenía palabras que utilizar, pero mientras tanto sus animales quizá estuvieran sufriendo. La idea de pasar otra noche observándola sin poder hacer nada le resultaba aborrecible.

¿Y si intentaba entrar en la casa aprovechando uno de sus paseos? Quizá se dejaba la puerta abierta. No sabía cuándo había llegado a tal convicción, pero su intuición le gritaba que su compañera estaba muerta. El crepúsculo fue cayendo sobre él, apremiándole a volver.

Fue hacia la ventana y contempló las farolas. Estaba muy nervioso. Cualquier cosa era preferible a su impotencia actual. Pero sus sentimientos le habían tendido una trampa, obligándole a comprometerse cuando aún no estaba preparado para ello. ¿Sería capaz de bajar la escalera en cuanto la viese aparecer? ¿Y si la otra mujer seguía viva? ¿Y si chillaba? Santo Dios, nada le obligaba a ir allí si no quería… La luz de las farolas caía sobre la gravilla con el hiriente resplandor de una hilera de platos en un estante. Empezó a desear que la anciana se le hubiera adelantado: quizá ya había dado comienzo a su ronda nocturna.

Hizo la cena interrumpiéndose a cada momento para mirar por la ventana. La televisión era incapaz de distraerle y se dedicó a vigilar la avenida. Los discos de luz se iban empequeñeciendo en la lejanía, empalados por sus farolas. Bajo la ventana de la cocina se alzaba un bloque de noche y silencio. Acabó yéndose a la cama, pero oyó una especie de revoloteo… Debía de ser el viento, que revolvía la basura de los callejones. Sus sueños hicieron que la basura adoptase un rostro humano.

Pasó todo el lunes muy nervioso; quería volver a casa y terminar de una vez con aquella tortura; no lograba concentrarse en el trabajo. Oh, pobre Chubbles, ¿te está haciendo daño? Logró marcharse antes de la hora habitual. Cuando llegó a la avenida, el día empezaba a desaparecer del cielo. Se preparó una taza de café y tomó asiento ante la ventana para vigilar.

Poco a poco se fueron abriendo huecos en la caravana de coches. Los últimos transeúntes que volvían a casa apretaron el paso, dejando vacío el escenario. Pero aquella noche la mujer no parecía tener ganas de representar su papel. Blackband se preparó la cena sin saber muy bien lo que hacía, dejándolo todo a cada momento para ir corriendo hacia la ventana. ¿Dónde estaba aquella maldita mujer? ¿Se había declarado en huelga o qué? A la noche siguiente la mujer siguió sin aparecer, y Blackband empezó a sospechar que no volvería a verla nunca más.

La intensa oleada de alivio que le invadió no duró mucho. Si había muerto a causa de aquello que la estaba marchitando, fuera lo que fuese, ¿qué sería de sus animales? Quizá debiera ir allí para averiguar si le pasaba algo… Pero no había razón alguna para pensar que hubiese muerto, ¿verdad? Lo más probable era que tanto ella como su amiga se hubieran ido a vivir con algún pariente. Y los animales se habrían escapado mucho tiempo antes…; después de que entraran en la casa no había vuelto a oírles, ni había oído nada que pudiera indicar que siguieran allí. La oscuridad se agazapaba en silencio bajo la ventana de su cocina.

Los callejones de la parte trasera estuvieron tranquilos durante varios días, y el silencio sólo se vio interrumpido por algún que otro ruido de aleteo: pájaros, o la basura. Contemplar la negra masa del edificio ya no le resultaba tan difícil. No tardarían en derribarlo; los niños ya habían roto todos los cristales. Cuando se acostaba en la cama para aguardar la llegada del sueño, pensar en aquel edificio casi le resultaba relajante, y hacía que su mente se fuera sumiendo suavemente en la inconsciencia.

Aquella noche despertó dos veces. Había dejado la ventana de la cocina medio abierta para combatir aquel calor tan poco propio de la estación. Los leves gemidos de un hombre entraban por el hueco de la ventana. ¿Estaba intentando formar palabras? Su voz sonaba muy débil, tan ininteligible como los balbuceos de una radio a la que se le acaban las pilas. Debía de estar borracho; quizá se hubiera caído, pues oyó un leve ruido de cascotes. Blackband se ocultó detrás de sus párpados, coqueteando con el sueño, y los gemidos acabaron perdiéndose en el silencio. Ya no oía nada, sólo un ruidito como el que haría algo arañando una piedra. Siguió inmóvil en su cama, removiéndose de vez en cuando, hasta que el sueño le llevó ante un rostro que se deslizaba sobre montones de escombros y basura.

Volvió a despertar unas horas después. El muerto silencio de las cuatro de la madrugada rodeaba su lecho, y la atmósfera estaba muy cargada, casi irrespirable. ¿Qué era ese nuevo sonido? ¿Lo habría soñado? Volvió a oírlo y torció el gesto: un coro de gemidos que subía por la oscuridad para entrar por la ventana de la cocina. Estaba tan adormilado que por un instante le pareció que eran bebés. ¿Cómo era posible que hubiera bebés llorando en una casa abandonada? No, los gemidos eran demasiado agudos. Eran gatitos.

Siguió inmóvil en la oscuridad, imaginándose siluetas deformadas por la noche. Que paren, pensó, que paren… Y, finalmente, los gemidos dejaron de oírse. Despertó bastante más tarde de lo normal y tuvo que apresurarse para no llegar tarde al trabajo.

Al anochecer la casa estaba tan silenciosa como una jaula cubierta por una manta. Alguien debía de haber rescatado a los gatitos… Pero los gemidos volvieron a despertarle hacia la madrugada; estaban locos de hambre, tenían miedo, les habían dejado solos. No podía bajar, no tenía ninguna luz. Los gemidos venían de muy lejos, como si tuvieran que atravesar una capa de piedra. De nuevo le impidieron conciliar el sueño, volvió a despertar tarde y tuvo que ir corriendo al trabajo.

La pérdida de sueño empezaba a afectarle. Su sonrisa adquirió un matiz de impaciencia, sus asentimientos de cabeza eran gestos espasmódicos cargados de desprecio. «Sí», le dijo a una mujer cuando ésta le contó que había tenido un descuido y había cerrado la puerta, pillándole la pata a su perro, y cuando la mujer enarcó las cejas con expresión altiva, Blackband añadió: «Sí, ya me doy cuenta de que ha tenido un descuido». La mujer le miró fijamente y Blackband supo que se buscaría otro veterinario. Que se lo busque, así no tendré que aguantarla. Ya tenía bastantes problemas.

Tomó prestada la linterna del consultorio, pensando que eso quizá sirviera para calmarle un poco. Estaba seguro de que no se vería obligado a entrar en la casa; no, a esas alturas alguien más habría… Volvió a casa, hacia el cielo cada vez más oscuro. La noche caía sobre los edificios, espesándose igual que una capa de hollín y mugre.

Se preparó la cena a toda velocidad. ¿Para qué perder el tiempo en la cocina? Mirar por la ventana no serviría de nada. Tenía prisa; dejó caer una cuchara y el tintineo metálico hizo que su mente se llenara de una estridente serie de ecos que le pusieron los nervios de punta. Calma, calma, más despacio. La brisa soplaba por entre los cascotes con un suave silbido. No, no era la brisa. Acabó reuniendo el valor suficiente para subir la persiana y oyó los gemidos, tan agudos y débiles como el viento cuando atraviesa una rendija.

Ahora sonaban más débiles y desesperados; no podía seguir soportándolos. ¿Es que nadie más los oía, acaso a nadie le importaba? Sus dedos se engarfiaron sobre el alféizar de la ventana y la brisa jugueteó con ellos como si intentara aflojarlos. Giró sobre sí mismo, dominado por una vaga ira sin objetivo concreto, cogió la linterna y, de mala gana, empezó a bajar la escalera.

Una paloma avanzaba dando saltitos por la avenida, agitando el muñón de una pata y con las sucias alas sacudidas por temblores espasmódicos; los coches pasaban velozmente por la calzada. El callejón estaba lleno de basura y cascotes; daba la impresión de que un rebaño había pasado por allí, dejando sus excrementos para que sirvieran de abono al pavimento. El haz luminoso de su linterna bailoteó sobre los montones de suciedad, intentando averiguar cuál era la casa que le había estado atormentando.

Tuvo que volver hacia atrás hasta encontrar su ventana y trazar una línea recta imaginaria que terminaba en una casa, y ni aun así podía estar totalmente seguro de que fuese aquélla. De hecho, teniendo en cuenta el estado de la vieja, ¿cómo se las habría arreglado para trepar por el montón de cascotes que obstruía el umbral? La puerta yacía hecha pedazos sobre el vestíbulo, entre los escombros del techo y los pedazos de papel pintado que se habían desprendido de la pared. No, tenía que haberse equivocado. Pero cuando paseaba la linterna por el vestíbulo, iluminando los escombros y dejando que volvieran a hundirse en la oscuridad, oyó nuevamente aquellos débiles gemidos. Venían del interior del edificio.

Entró en la casa, mirando dónde ponía los pies. Tuvo que sacar los trozos de puerta a la calle para seguir avanzando. Los tablones del suelo estaban cubiertos de basura y trozos de ladrillo. La escayola del techo bailoteaba a su alrededor, reflejando el haz de la linterna. El rayo de luz osciló ante él y acabó llevándole hacia la derecha: un umbral. La luz se esparció por la habitación debilitándose.

Una puerta tirada en el suelo. Las vigas asomaban como costillas rotas a través de la escayola del techo; hilachas de papel roto colgaban de las maderas. No había ninguna caja de cartón llena de gatitos medio muertos de hambre; de hecho, la habitación estaba vacía. Las manchas de humedad se habían apoderado de las paredes.

Siguió avanzando por el pasillo, rumbo a la cocina. El hornillo estaba cubierto de mugre. El papel de la pared había caído al suelo para formar bultos y siluetas confusas, que se agitaron cuando el haz luminoso de la linterna se paseó sobre ellas. Miró por la ventana y vio la luz de su cocina, un confuso manchón de claridad anaranjada. ¿Cómo era posible que las dos mujeres hubieran vivido en un sitio semejante?

No tendría que haber pensado en las dos mujeres. El rostro de la anciana se materializó ante él: ojos de metal, piel color hueso. Se dio la vuelta; el rayo de luz hizo un par de piruetas. Naturalmente, no había nada que ver, sólo la boca temblorosa del pasillo. Pero el rostro parecía estar por todas partes, contemplándole desde detrás de las sombras que le rodeaban.

Estaba a punto de rendirse —ya sentía hincharse en su interior el suspiro de alivio que lanzaría nada más llegar a la avenida—, cuando volvió a oír los gemidos. Nunca habían sonado tan débiles, era como si quien los lanzaba estuviera a punto de morirse: parecían una especie de gimoteo asmático. No podía soportarlo. Fue corriendo hacia el pasillo.

Quizá estuvieran arriba. Su linterna le mostró que casi todos los peldaños tenían algún que otro agujero; una inmensa mancha simétrica que cubría la pared era visible a través de los orificios. No, era imposible, la vieja no podía haber subido por allí…, pero eso sólo le dejaba el sótano.

La puerta quedaba a su espalda. La linterna buscó el picaporte, seguida de su mano. El rostro estaba muy cerca de él, oculto en las sombras; sus ojos vidriosos relucían. Temía encontrársela tirada en los peldaños del sótano, pero los gemidos le suplicaban que siguiera avanzando. Logró abrir la puerta; el panel de madera chirrió sobre los cascotes. Metió la linterna por el umbral, del que salía un fuerte olor a humedad. Se quedó inmóvil, boquiabierto.

Bajo él había un cuarto con oscuras paredes de piedras que reflejaban débilmente el resplandor de la linterna. El lugar estaba lleno de escombros: ladrillos, tablones, trozos de madera… Tirados sobre los escombros o escondidos entre ellos había montones de ropa vieja. Hebras de una sustancia blanca iban y venían por el cuarto, y la corriente de aire creada al abrir la puerta hacía que se agitaran débilmente.

En una esquina del cuarto había una especie de masa pálida. El haz de su linterna fue lentamente hacia él: una bolsa o un saco hecho de alguna materia blanca que no era tela. Estaba roto; dejando aparte un poquito de polvo y algo que quizá hubiera sido cartón descolorido, el saco se hallaba vacío.

Volvió a oír los gemidos: venían de debajo del suelo. Varios barridos de linterna le mostraron que en el sótano no había nadie. Blackband decidió bajar, aunque el rostro seguía flotando detrás de él, con la boca más abierta que nunca. Por el amor de Dios, acaba ya con esto; sabía que nunca se atrevería a volver allí. Los peldaños estaban cubiertos de polvo, pero la parte central estaba limpia, como si algo hubiera salido del sótano arrastrándose, o hubieran bajado algo por la escalera.

Sus movimientos hicieron que las hebras blanquecinas se agitaran todavía más de prisa; se irguieron igual que si fueran antenas, oscilando delicadamente. La bolsa blanca tembló y el desgarrón que le servía de boca pareció abrirse y cerrarse. No sabía muy bien por qué, pero Blackband intentó mantenerse lo más alejado posible de esa esquina del sótano.

Los gemidos venían del rincón opuesto a la entrada. Se abrió paso por entre los cascotes y sus ojos se posaron en un montón de ropas. Suéters de colores chillones, como los que había llevado el Hombre del Arco Iris… Estaban tirados sobre las planchas del suelo y seguían metidos el uno dentro del otro formando una especie de nido, como si quien los llevaba se hubiese ido encogiendo lentamente o una inmensa aspiradora le hubiera engullido.

Blackband miró a su alrededor, cada vez más nervioso, y vio que toda la ropa estaba sucia y manchada. Todas las prendas tenían manchitas de sangre, aunque en ninguna había demasiada. El techo daba la impresión de estar mucho más cerca que antes, una lámina de negrura que intentaba asfixiarle. La oscuridad se había tragado los peldaños y la puerta. Los iluminó con la linterna y fue hacia ellos.

Los gemidos le detuvieron. Sí, ahora parecían salir de menos gargantas que antes y eran casi sollozos. Estaba más cerca de ellos que de los peldaños. Si pudiera encontrar a los animalitos, cogerlos y salir huyendo… Se abrió paso por entre la traicionera capa de escombros, dirigiéndose hacia una zona que parecía casi despejada. El orificio de la bolsa bostezaba; las hebras blanquecinas le hacían caricias casi imperceptibles, rozando su piel. Posó el haz de su linterna sobre la zona despejada y la oscuridad se lanzó sobre él, rodeándole.

Alguien había excavado un pozo bajo los escombros. Sus paredes de tierra se habían derrumbado en algunos puntos, pero aun así podía ver los huesos que asomaban por entre las pellas de barro. Parecían demasiado grandes para ser huesos de animal. En el centro del pozo había un gato medio cubierto de tierra. Apenas quedaba nada de él, sólo la piel y los huesos; su piel estaba cubierta de unas extrañas heriditas circulares, pero sus ojos aún parecían capaces de moverse.

Se inclinó sobre la boca del pozo, perplejo. No sabía qué hacer, y nunca llegó a saberlo pues las paredes empezaron a temblar. La tierra y el polvo se abrieron y un rostro del tamaño de su puño emergió de la negrura. No, había varios rostros; sus cuerpos desprovistos de miembros brotaron de la tierra que rodeaba el pozo. Sus bocas sin dientes se abrieron y las puntiagudas lenguas salieron disparadas hacia el gato. Blackband huyó y las cosas empezaron a gimotear.

Apuntó con la linterna hacia los peldaños. Cayó y se hizo daño en las rodillas. Pensó que el rostro de los ojos relucientes estaría aguardando en el pasillo para recibirle. Salió corriendo del sótano con el haz de su linterna agitándose locamente en todas direcciones. Mientras avanzaba tambaleante por la calle, seguía viendo con toda claridad los rostros que habían brotado del suelo: unos rasgos rudimentarios cubiertos por una capa de piel translúcida, pero que ya empezaban a ser humanos…

Se apoyó en la verja de su casa, intentando contener las náuseas que le invadían. Imágenes y recuerdos bailaban confusamente en su cerebro. El rostro que se deslizaba sobre los tejados. Sólo salía de noche. Vampira. El aleteo junto a la ventana. Su terror ante el seto lleno de arañas. Calyptra, ¿cómo era?, sí, Calyptra eustrigata. Mariposa vampiro.

Por vagas que fueran, las implicaciones de todo aquello resultaban aterradoras. Entró en su edificio, pero se detuvo al pie de la escalera. Había que destruirlas; esperar más tiempo sería una locura. ¿Y si el hambre hacía que salieran del sótano aquella misma noche, y si empezaban a reptar hacia su piso…? Por absurdo que pareciese, no podía olvidar que le habían visto la cara.

Se echó a reír, abatido. ¿A quién podía uno llamar en tales circunstancias? ¿A la policía, a un exterminador de ratas? Nada podría aliviar el horror que sentía hasta que la camada hubiese sido destruida, y la única forma de acabar con ella era ocuparse él mismo del trabajo. Había que prenderles fuego. Gasolina. Permaneció unos minutos más al pie de la escalera, indeciso, pensando que no conocía a ningún inquilino que pudiera prestarle algo para quemarlas.

Fue corriendo al garaje de la esquina.

—¿Tiene algo de gasolina?

El encargado le miró, sospechando que intentaba gastarle una broma.

—Oh, seguro, le sorprendería saber las cantidades de gasolina que llego a tener… ¿Cuánta quiere?

¡Sí, claro! Tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. ¡Quizá debiera pedirle consejo! Disculpe, ¿cuánta gasolina se necesita para…?

—Cinco litros —balbuceó.

Encendió la linterna nada más entrar en el callejón. Multitudes de cascotes y basura llenaban las aceras. Vio el brillo anaranjado de su luz sobre la masa oscura del edificio. Se abrió paso por entre los escombros del pasillo. El balanceo de la linterna hizo que el rostro viniera hacia él. Naturalmente, el pasillo estaba vacío.

Se obligó a seguir avanzando. La puerta del sótano se agitaba en silencio, atrapada por el círculo de luz. Quizá bastara con prenderle fuego a la casa… Pero la camada podía sobrevivir a eso, ¿no? No pienses, baja, de prisa. La mancha acechaba sobre la escalera.

En el sótano todo seguía igual. La bolsa que bostezaba, los montones de ropas sin ocupante… Intentó desenroscar el tapón de la lata de gasolina y casi consiguió que se le cayera la linterna. Usó los pies para echar algunos tablones al pozo y empezó a vaciar la lata dentro de él. Nada más echar las primeras gotas oyó el gemido.

—¡Callaos! —gritó para ahogar el sonido—. ¡Callaos, callaos!

La lata tardó bastante tiempo en vaciarse; la gasolina parecía tan densa como el aceite. Arrojó la lata vacía a un rincón y subió los escalones de dos en dos. Buscó una caja de fósforos, sosteniendo la linterna entre las rodillas. Empezó a lanzar fósforos encendidos al pozo, pero se apagaban nada más arrojarlos. Era imposible. Tuvo que volver allí, aferrando entre sus dedos la bola hecha con un papel que encontró en su bolsillo, y sólo así consiguió una llama capaz de cumplir su objetivo. La columna de fuego hizo nacer un débil coro de chillidos, que siguieron sonando y sonando durante toda una eternidad.

Subió por la escalera, asqueado, y oyó una especie de aleteo sobre su cabeza. El papel de pared agitado por el viento; el sonido tenía una extraña cualidad viscosa y húmeda. Pero no había viento, pues sentía la ropa pegada a la piel y la atmósfera era asfixiante. Recorrió el pasillo, moviendo su linterna en todas direcciones. En lo alto de la escalera había una gran masa blanca.

Otra bolsa rota. Antes no había podido verla. Estaba vacía, y vio una gran mancha en la pared sobre la que se apoyaba. La mancha era demasiado simétrica; parecía un abrigo puesto del revés. Durante unos segundos pensó que el papel estaba desprendiéndose, como si cediera bajo el peso impalpable del tembloroso haz proyectado por su linterna, pues la mancha había empezado a reptar hacia él. El rostro suspendido en el vacío abrió los ojos y le miró, y Blackband lo reconoció de inmediato, aunque estaba del revés. Una lengua brotó de su boca de gárgola y fue hacia él.

Giró sobre sus talones para huir. Pero la oscuridad que llenaba el hueco de la puerta principal era algo más que noche, pues estaba moviéndose: podía oír los ruidos de su avance. Se tambaleó, presa del pánico, y los cascotes resbalaron bajo sus pies. Cayó por la escalera del sótano y acabó aterrizando sobre los escombros. Apenas sintió dolor, pero oyó el chasquido de su columna vertebral al romperse.

Su mente se debatió locamente, pero su cuerpo se negó a hacerle ningún caso y siguió tumbado sobre los escombros, aprisionándola. Podía oír el ruido de los coches que pasaban por la avenida, el estrépito de las radios y el distante sonido de los cubiertos que tintineaban en los pisos, ajenos a lo que le ocurría. Estaba quedándose sin fuerzas, ya no podía gritar. Intentó lanzar un último alarido pero ya sólo podía mover los ojos. Un último esfuerzo. Sus pupilas se volvieron hacia una grieta del techo y, durante unos segundos, pudo ver la luz anaranjada de su cocina.

La linterna había caído sobre los peldaños; el golpe debía de haberla afectado, pues apenas proyectaba luz. No tuvo que esperar mucho. Una masa de oscuridad se deslizó sobre los peldaños, crujiendo y agitándose y acabó engullendo la luz. Oyó sonidos en la oscuridad y algo que no era carne se pegó a su cuerpo. Su garganta logró emitir una especie de gemido ahogado que hasta a él le pareció inaudible. El rostro acabó apartándose de él y reptó por la escalera, alejándose hacia el pasillo. Volvía a haber luz. Estaba rodeado. Podía verles por el rabillo del ojo: eran unas masas redondas e inmóviles que apenas tenían rasgos, cosas a las que aún les faltaba un poco para estar del todo vivas…