«La maldad es un trabajo, la malicia es su costumbre, el crimen su diversión y la blasfemia su deleite…»

Maturin, Melmoth el errabundo

«Esas criaturas están por todas partes…»

Derleth, The House on Curwen Street

«Eso me enseñó que no tener miedo es una estupidez…»

Víctima de una violación, Nueva York

Cierta tarde primaveral de hace ya varios años, después de haber acudido a Boston para una entrevista que podía proporcionar un empleo que ya consideraba mío y que no conseguí, perdí el último tren a Nueva York y me vi obligado a coger el autobús de las once y media. Resultó ser un autobús «local», cuya ruta serpenteaba a través de los míseros pueblecitos del sur de Nueva Inglaterra y que se detuvo en una inacabable sucesión de oscuras terminales de la Greyhound apartadas de la autopista, terminales que normalmente estaban situadas en la parte más vieja de la ciudad: los vecindarios de mala reputación donde viven los que no son de ascendencia anglosajona, los guetos y los tugurios de los barrios bajos. Tenía un fuerte dolor de cabeza y no tardé en quedarme dormido. Cuando desperté pasé por una etapa de aguda desorientación. Los demás pasajeros estaban dormidos. No sabía qué hora era y no me atreví a encender la luz y echarle una mirada al reloj porque temía molestar a mi compañero de asiento, así que me dediqué a mirar por la ventana. Estábamos atravesando el corazón de otra ciudad sin nombre, dejando atrás los mismos edificios con las tripas al aire que había estado viendo durante mis sueños de aquella noche, las mismas hileras de cornisas y tejados, ventanas vacías y portales que parecían bostezar. En los retazos de oscuridad había siluetas familiares que las tinieblas convertían en formas extrañas. Las bocas de incendio y los buzones brotaban del suelo como plantas tropicales, pero aun así, lo que me pareció más extraño fue lo que había bajo las farolas, allí donde los montones de basura proyectaban largas sombras sobre las aceras, donde los solares vacíos escondían los destellos del cristal roto esparcido entre la maleza… Recordé lo que había leído sobre esas grandes ciudades mayas que se alzan en la jungla centroamericana, silenciosas y abandonadas, sin que tengamos ni una sola pista de adónde fueron sus habitantes. Seguí mirando por la ventanilla y pude ver las filas interminables de casas modestas, una fea urbanización de ladrillos rojos, unas tiendecitas oscuras y mugrientas con callejones cerrados por verjas de hierro. De vez en cuando una silueta solitaria se daba la vuelta para ver pasar el autobús. Dejando aparte mi reflejo en el cristal, no vi ni un solo rostro de piel blanca. Un par de niños nos arrojaron piedras desde el interior de una fortaleza hecha de basura; un hombre que orinaba en mitad de la acera, como si fuese un animal, nos lanzó una mirada burlona. Quería salir de allí y recé para que el conductor aumentara la velocidad y nos sacara de aquel lugar horrible. Cómo anhelaba volver a Nueva York…

Y entonces vi el letrero de una calle y me di cuenta de que ya había llegado. Estaba en mi barrio; mi casa quedaba tres calles más abajo, al otro lado de la avenida. El autobús siguió hacia el sur y durante una fracción de segundo pude ver el edificio de apartamentos donde mi mujer dormía esperando mi regreso, a menos de media manzana de distancia.

En Nueva York menos de media manzana puede suponer una gran diferencia. Mundos distintos pueden coexistir uno al lado de otro sin que apenas haya relación entre ellos. En Manhattan hay lugares donde puedes ver un rascacielos moderno, con sus terrazas, porteros y elegante vestíbulo, alzándose como una inmaculada torre blanca sobre algún vestigio manchado de hollín que pertenece al pasado de la ciudad: un edificio construido durante la Depresión con sus cubos de basura alineados delante de la fachada, o una casa de ladrillos del siglo XIX que ha ido cuesta abajo y tiene las paredes llenas de pintadas y la puerta principal eternamente entreabierta para exhibir un vestíbulo oscuro, angosto y tan poco acogedor como una tumba. Puede que los dos edificios estén separados por un callejón; puede que ni siquiera por eso. La sombra del más alto quizá caiga sobre el otro ocultándole el sol; tal vez el otro edificio moleste al rascacielos con el estruendo de su música, las voces que discuten y la inquietante posibilidad del crimen. Y, sin embargo, la gente de cada grupo da la impresión de vivir su vida sin enterarse de que los demás existen. Los pobres se guardan sus ratas igual que si fueran secretos de familia; el tufo de las cocinas, los olores de la pobreza, la enfermedad y las cañerías atascadas… rara vez llegan más allá de sus ventanas. Puede que la acera esté llena de hombres en camiseta, de tez oscura y ojos tan aguzados como navajas, hombres ociosos y mal afeitados que cantan o intercambian puñetazos o quizá discutan en español; o puede que estén sentados en los peldaños, sumidos en un pétreo silencio, pasándose una botella metida en una bolsa de papel. Esos hombres tienen aspecto de ser duros e impetuosos, pero rara vez saldrán de su reino para entrar en el mundo desconocido que hay al lado. Y los que moran en ese mundo desconocido saldrán a la calle moviéndose con cierta cautela, y pasarán corriendo junto a los hombres morenos sin mirarles a la cara.

Mi abuelo, Herman Lauterbach, era una de esas personas capaces de moverse por los dos mundos. Aunque su apartamento de Brooklyn siempre había parecido un compendio de todo lo respetable que hay en la clase media —al menos desde que yo le conocí—, de hecho los refinamientos que poseía eran legado de su segunda esposa; Herman se encontraba más a gusto entre los pobres. Había pasado la mayor parte de su existencia siendo pobre —y sospechoso que también tuvo algo de radical—, y siempre había pensado que mi padre, su yerno, era un «maldito estirado» sólo porque trabajaba en una oficina. (Ser el único descendiente de su amada hija me ahorraba el recibir tales críticas, aunque estoy seguro de que mi deslucida carrera académica le había decepcionado y el campo de investigación que había escogido, la herencia de los puritanos, le parecía un tostón puro y simple). Siguió pensando lo mismo incluso cuando se vio obligado a ponerse corbata y tuvo que trabajar para el hermano de un viejo amigo suyo en una firma que fabricaba relojes: tenía casi setenta años y había logrado sobrevivir a dos esposas que se pasaron la vida peleándose con él.

Siempre había sido un hombre divertido cuya compañía resultaba muy agradable y que amaba a las mujeres, las bromas y los viajes, pero cuarenta y ocho horas semanales de trabajo no eran para él y acabaron agriándole el carácter, igual que ocurrió con la muerte de mi madre al año siguiente. Después ya nada fue igual; mi abuelo ya no resultaba tan atractivo. Captaba una faceta suya más egoísta, cierta dureza parecida a la del niño que ha crecido en las calles. Y, sin embargo, siempre acababas perdonándole, si quiera fuese por su edad y por su falta de malicia y porque seguía rodeado de una cierta aureola cómica, como si estuviera condenado a proporcionar el material para las anécdotas de los demás. Por ejemplo, estaba su violento altercado con el conductor de un autobús de la línea Gravesend Bay (mi abuelo había subido a ese autobús con el firme convencimiento de que iba a Bay Ridge), y también el episodio ocurrido en el bar de Marinaro, donde las bromas sobre la mafia eran tomadas muy en serio. Varias semanas después tuvo una más que imprudente discusión con el hijo del jefe, que apenas tendría la mitad de años que mi abuelo: el motivo fue el reciente aumento de tarifas del transporte para los ciudadanos de la tercera edad y si eso era razón suficiente para que mi padre tuviera derecho a un aumento de sueldo en consonancia con la subida de tarifas. Finalmente, cuando los dos estaban a punto de llegar a las manos por culpa de un desacuerdo igualmente carente de importancia —si la inminente quiebra del Ayuntamiento era culpa del alcalde Beame, con quien mi abuelo tenía cierto parecido físico—, todo el mundo estuvo de acuerdo en que había llegado el momento de que el anciano se jubilara.

Durante los tres años siguientes logró arreglárselas con sus modestos ahorros, complementados por la pensión de la Seguridad Social y los cheques regularmente enviados por mi padre, que había vuelto a casarse y vivía en Nueva Jersey. Y de repente sucumbió a los achaques de la edad: el 4 de mayo de 1977, mientras estaba sentado en la cocina viendo la primera de las entrevistas Nixon-Frost (y, sin duda, amenazando al televisor con el puño), sufrió un ataque cardíaco, se cayó de la silla y tuvo que estar hospitalizado durante un mes. En aquel entonces tenía ochenta y tres años de edad.

O al menos ésa era la edad que admitía tener. La verdad es que nunca llegamos a estar seguros de cuántos años tenía, pues sabíamos que cuando buscaba trabajo tenía la costumbre de quitarse años —había llegado a quitarse hasta una década—, y luego volvía a añadírselos con intereses cuando llegaba el momento de pedir que le aplicaran el descuento del Carnet de Oro en el cine local. Fuera cual fuese su auténtica edad, su convalecencia dejó bien claro que no se encontraba en condiciones de volver a Brooklyn: vivía en el tercer piso de una casa sin ascensor. Además, los años habían hecho que el vecindario sufriera un proceso de degradación similar al padecido por su antaño robusta constitución física: pandillas de jóvenes negros y portorriqueños se cebaban en los ancianos de todas las razas, especialmente en aquellos que vivían solos, y un viudo de edad avanzada sería una presa muy apetecible. Por otra parte, aún le faltaba bastante para ser candidato al hospital, al menos en su versión más sofisticada, con sus tiendas de oxígeno y sus electrocardiógrafos. Lo que necesitaba era una casa de reposo. Tal como nos explicó su médico durante la segunda visita que le hicimos mi mujer y yo, mi abuelo no había sufrido ningún tipo de incapacidad permanente; bastaba con recordar el caso de Pasteur, que tras haber sufrido cincuenta y ocho infartos siguió viviendo para hacer algunos de sus mayores descubrimientos. («Y ¿quién sabe? —dijo el médico—. Puede que su abuelo aún acabe haciendo sus propios descubrimientos…»). Según su diagnóstico, mi abuelo podría levantarse dentro de una o dos semanas. Era posible que sufriera otro ataque antes de ese momento, pero lo más probable era que tardase en llegar, y con toda seguridad acabaría con él. Sin embargo, hasta ese momento estaría consciente, conservaría la lucidez y sería capaz de moverse y de cuidar de sí mismo: quizá no volviera a caminar tan de prisa como antes, pero caminaría.

Mi abuelo resumió todo el diagnóstico de una forma más lacónica.

—¿Qué diablos te crees que soy? —exclamó con esa voz cascada propia de los ancianos apenas abordé el tema de la casa de reposo—. ¿Un vegetal en una silla de ruedas?

Se incorporó en la cama, aunque con cierta dificultad, y se embarcó en un monólogo cuyo tema básico era que prefería morir solo y olvidado en Skid Row antes que en un «asilo», pero pese a los truenos y relámpagos con que lo adornó, el discurso sonaba curiosamente falso y tuve la impresión de que llevaba años ensayándolo. No me cabe duda de que su orgullo estaba en juego; cuando le aseguré que no estábamos pensando en ninguna sala para enfermos terminales más o menos disfrazada, y que tampoco se trataba de ir a un centro de asistencia diurna para gente senil y decrépita, sino más bien a una especie de pensión donde podría vivir seguro entre personas de su edad, gente tan activa como él, se calmó al instante. Me di cuenta de que la idea le resultaba atractiva; siempre le había gustado conversar y a veces incluso caía en el cotilleo más puro y simple. La perspectiva de tener algo de compañía —especialmente la de otros jubilados como él, gente con montones de tiempo libre— era francamente irresistible. La verdad es que su vida en Brooklyn era bastante solitaria, aunque naturalmente mi abuelo jamás lo habría admitido. Por mi parte, me sentía un tanto culpable; mis visitas no habían sido lo bastante frecuentes. Le dije que a partir de entonces las cosas serían distintas; le encontraría algún sitio en Manhattan, un lugar donde pudiera visitarle una o dos veces por semana. Hasta le llevaría a cenar siempre que tuviera ocasión de hacerlo…

Dio la impresión de pensárselo. Después —creo que lo hizo por mí (y, no sé por qué, la idea me resultó terriblemente deprimente)—, frunció los labios en una sonrisa picaresca, como el niño que fanfarronea ante un adulto.

—Asegúrate de que haya muchas señoras guapas y puedes darlo por hecho —me dijo.

El fin de semana siguiente Karen y yo empezamos a buscar el sitio que le había prometido, algo reconfortados por esa bendición con reservas. Durante los últimos meses la prensa había sacado a la luz una serie de escándalos en los que se hallaban involucradas varias instituciones para la tercera edad, y estábamos decididos a encontrar una que tuviera buena reputación. El sábado por la tarde ya habíamos descubierto que gran parte de los hogares privados eran más caros de lo que esperábamos —llegaban a costar hasta doscientos o trescientos dólares por semana—, y casi todos estaban sometidos a una vigilancia y supervisión demasiado estrictas; eran muy parecidos a prisiones minúsculas llenas de caras sonrientes. El abuelo jamás aguantaría pasarse todo el día encerrado en uno de esos sitios; le gustaba pasear. Uno de los lugares que visitamos estaba administrado por monjas; era cómodo, limpio y también acogía a los no católicos pero sus residentes no se hallaban en condiciones de alimentarse a sí mismos, con lo que difícilmente podrían participar en ningún tipo de conversación civilizada. Eran personas a las que ya nadie quería, que se hallaban en plena senilidad; comparado con ellas, mi abuelo parecería un hombre vigoroso en la flor de la vida, o eso esperábamos.

Finalmente seguimos la recomendación de un amigo y el domingo a primera hora de la tarde visitamos un sitio que se encontraba en la calle Ochenta y Uno Oeste, a una docena de manzanas de nuestra casa. Su nombre, que nos pareció un tanto optimista, era Mansión del Parque Oeste para Adultos, aunque le faltaba bastante para llegar a la categoría de mansión y estaba lejísimos del parque. El propietario era un tal señor Fetterman, al que nunca llegamos a conocer; después se descubrió que no era trigo limpio, aunque su bribonería jamás llegó a afectarnos directamente. Mi esposa, que trabajaba como contable para una editorial y cuya cabeza para los negocios siempre ha sido mejor que la mía, me explicó que la residencia formaba parte de una cadena estatal en régimen de concesión vagamente relacionada con las autoridades locales, y tenía un acuerdo con dichas autoridades que, según me informó, es bastante común: el coste de la estancia iría siendo deducido de los ahora ya bastante escasos ahorros de mi abuelo; en cuanto se hubieran acabado (cosa que ocurriría dentro de un año o poco más), Medicaid se encargaría de pagar la estancia durante el resto de su vida.

El edificio, de un sucio ladrillo rojizo, ocupaba el lado sur de la calle que hay entre Broadway y la avenida Amsterdam, a una manzana y media del Museo de Historia Natural. Tenía dos alas de nueve pisos cada una, unidas entre sí por un angosto portal algo hundido en la fachada, al que se llegaba por un tramo de escalera. El lugar parecía bastante respetable, aunque a primera vista no resultaba especialmente impresionante, sobre todo al final del día, con el sol hundiéndose por detrás del río Hudson y largas sombras oscureciendo todo el bloque. La acera que había delante del edificio había sido levantada hacía poco para alguna obra relacionada con el alcantarillado, y unas inmensas cañerías de metal amarronado estaban amontonadas a cada lado del portal como si fueran pilas de obuses. Mi esposa y yo tuvimos que avanzar sobre una serie de tablones para llegar a la puerta principal. Pegada a ella y antes del vestíbulo, había un cuartito con un maltrecho escritorio de madera, detrás del cual estaba sentado un arrugado anciano negro que parecía medio atontado por el aburrimiento y vestía uniforme de guardia, el tipo de hombre que se ve hoy en día en los bancos intentando dar instrucciones a los clientes para que se dirijan a los mostradores adecuados. Movió la cabeza y nos dejó pasar. Estoy seguro de que creyó reconocernos; dicen que para los blancos todos los negros son iguales, y los años que he pasado en varias aulas urbanas me han convencido de que lo contrario es igualmente cierto.

El vestíbulo no mejoraba mucho la primera impresión producida por la entrada. Como la mayor parte de los vestíbulos, era frío, oscuro y más bien deprimente. La pared del fondo tenía un gran espejo, y al entrar, mi esposa y yo nos enfrentamos a una parejita de aspecto más bien abatido que se acercaba a nosotros; la mujer contemplaba al hombre con el ceño fruncido, seguramente en respuesta a alguna tontería que él acababa de decir, y el hombre se miraba el reloj con una frecuencia cada vez mayor. A la izquierda de la pareja había una larga y barroca repisa de chimenea suspendida sobre el trozo de pared donde habría debido estar la chimenea. Agrupados alrededor de aquella chimenea inexistente se encontraban media docena de sillones de cuero y un par de polvorientas plantas, cuyas hojas se inclinaban cansadamente en sus maceteros, reflejándose en el espejo y, a menor escala, en el cuadro colgado sobre la repisa; se trataba de una reproducción enmarcada de Los hijos del reino, de Rousseau, y aquellas siluetas primitivas nos contemplaban igual que un círculo de espectros, con sus rostros pálidos e impasibles recortándose contra el telón de fondo verde, violeta y gris de la jungla que les rodeaba. La reproducción estaba algo descolorida, como si las generaciones de residentes que la habían contemplado hubieran acabado desgastándola.

Era hora de cenar. El vestíbulo estaba desierto; de la derecha llegaba ruido de platos, cacerolas y voces, acompañado del roce de las sillas y el olor de la carne cocida. Fuimos hacia allí, enfilando el pasillo de la derecha, y tras una serie de intersecciones y giros llegamos a un par de puertas de madera con cristales en la parte superior. Karen, envalentonada por la fatiga, empujó una de las puertas y entró. El comedor se extendió ante nosotros; estaba medio vacío y los comensales se agrupaban en torno a mesas de varias formas y tamaños. El espectáculo me recordó el comedor del campamento de verano; era como si mis compañeros de vacaciones hubieran envejecido y se hubieran ido arrugando en sus asientos sin que su talla o su corpulencia hubieran experimentado ningún progreso apreciable. Hasta los camareros parecían viejos; algunos de los que iban y venían apresuradamente por entre las mesas todavía lucían negros tupés cargados de gomina, pero la mayor parte habrían podido ocupar el sitio de aquellos a los que servían. Los cabellos blancos eran la tónica general, con rosados pedacitos de cráneo asomando por entre ellos. Era tan cierto en el caso de las mujeres como en el de los hombres, dado que a esa edad los sexos volvían a confundirse; si he de ser sincero, los ocupantes del comedor resultaban difíciles de distinguir, como ocurre con los bebés, y al igual que éstos, los comensales no tenían muchas ganas de disimular su curiosidad: docenas de viejas cabezas rosadas se volvieron hacia el umbral, en el que nos habíamos detenido. Éramos intrusos; tuve la sensación de que nos habíamos metido en un mundo distinto. Entonces vi la expectación que iluminaba sus rostros y me sentí aún peor que antes: todos debían de esperar la llegada de algún visitante, un hijo, una hija o un nieto, y sin duda cada nueva aparición que no fuese la esperada les causaba una aguda decepción.

Un hombrecillo de aspecto nervioso vino hacia nosotros y se identificó como el ayudante del administrador. Daba la impresión de estar dispuesto a reñirnos por haber interrumpido la cena —él también debía de dar por sentado que habíamos venido a visitar a alguien—, pero en cuanto le revelamos cuál era la razón que nos había llevado allí, su expresión se volvió mucho más amable.

—Síganme —dijo, poniéndose en marcha con una especie de trotecillo perruno—. Les enseñaré el lugar de cabo a rabo.

El ruido y la confusión del comedor habían hecho que no lograra comprender su nombre, pero apenas se dirigió hacia la salida más próxima, seguido de nosotros dos, un coro de voces quejumbrosas empezó a gritar «señor Calzone» a nuestras espaldas. El ayudante del administrador cruzó el umbral sin hacer ningún caso; supongo que agradecería aquella ocasión de escapar.

Nos encontramos en la cocina, rodeados de vapor y utensilios de hierro, con cocineros que vestían camisetas blancas y camareros de chaquetilla blanca gritándose los unos a los otros en español.

—Antes toda la comida se preparaba al estilo judío, pero ahora ya no —gritó Calzone. Le tranquilicé asegurándole que a mi abuelo le gustaba el bacon tanto como a cualquiera—. Oh, no les damos mucho bacon —dijo él, tomándose al pie de la letra mis palabras—, pero las chuletas de cerdo les vuelven locos.

Mi esposa parecía satisfecha, y tanto los lavavajillas como las hileras de armaritos de aluminio lograron arrancarle un gesto de aprobación. En cuanto a mí, no estaba muy seguro de lo que debía buscar, pero me alegra poder decir que no vi huevos podridos y ni un solo gato muerto.

Calzone era de los que cumplen su palabra. Salimos de la cocina y empezamos la prometida inspección «de cabo a rabo» subiendo al noveno piso mediante un ruidoso y viejo ascensor del tipo automático: los números del tablero eran tan grandes —debían de tener casi cinco centímetros de altura— que hasta un ciego habría podido manejarlo. (En cuanto a su velocidad, si uno de los residentes más seniles del hogar hubiera preferido ir por la escalera, habría llegado arriba a tiempo de darnos la bienvenida). Las habitaciones del noveno piso, casi todas vacías, no eran muy elegantes pero estaban limpias, tenían baño privado y armarios muy espaciosos. El abuelo no encontraría ningún motivo de queja. De hecho, ahora que todos los residentes estaban en el comedor, el lugar parecía más el dormitorio de un colegio mayor que un hogar para ancianos. Dejando aparte el que los números del ascensor fueran tan grandes y las relucientes barandillas nuevas de aluminio que se veían por doquier —junto a las escaleras, las bañeras y los lavabos, siempre al alcance de la mano—, la única concesión a la ancianidad parecía ser la hoja de papel clavada en el tablón de anuncios de la «sala de juegos» con que se topó mi esposa, dirigida a quienes quisieran pedir hora para ser visitados en un centro médico de la avenida Columbus.

Nuestra gira terminó en la lavandería del sótano. Hacía mucho calor y la gran sala vibraba con los ecos de la maquinaria pesada, como si fuera el cuarto de máquinas de un barco mercante; casi se podía sentir el peso del edificio aplastándote. La atmósfera se hallaba muy cargada, como si estuviera saturada de agua jabonosa, y la humedad goteaba del laberinto de cañerías despintadas que colgaba del techo. Pegadas a una pared había cuatro secadoras que funcionaban con monedas y que parecían contemplar con expresión maligna a cuatro lavadoras Maytag colocadas en la pared opuesta. Una de las lavadoras, la de la otra punta, daba la impresión de estar sufriendo un ataque de nervios. Oscilaba hacia atrás y hacia adelante como si quisiera salir corriendo, y dos luces rojas parpadeaban sobre la hilera de botones. Algo giraba locamente en sus entrañas haciendo mucho ruido, como si el aparato estuviera intentando librarse de un parásito, aunque quizá sólo estuviese dando a luz… Un hombre con una camiseta manchada de sudor estaba arrodillado ante él; había quitado uno de los paneles y contemplaba los circuitos con el ceño fruncido. Junto a él había una caja de herramientas abierta, con el contenido esparcido sobre el suelo de cemento. El ayudante del administrador se encargó de presentarnos y nos dijo que se llamaba Reynaldo «Frito» Ley, y que era superintendente del edificio, pero estaba tan ocupado que apenas parecía tener tiempo para levantar la vista, y cuando lo hizo siguió con el ceño fruncido.

—Vuelve a hacer de las suyas —le dijo al ayudante del administrador con un fuerte acento chicano—. Creo que alguien ha estado manipulando el cable eléctrico.

Metió la mano entre la máquina y la pared, tiró del cable y la lavadora acabó deteniéndose tras una última serie de ruidos.

—Quizá sea cosa de las ratas —dije yo, sintiéndome un tanto excluido. Ley me lanzó una mirada de indignación y yo sonreí para demostrarle que sólo estaba bromeando.

Pero Calzone no quería correr riesgos.

—Créame, eso es algo de lo que nunca han podido quejarse —se apresuró a decir. Se pasó la mano por la ya algo escasa cabellera—. Sí, claro, ya lo sé, estamos en un edificio bastante viejo y, de acuerdo, puede que de vez en cuando tengamos unas cuantas cucarachas, es natural… Entiéndame, no va a encontrar ni un solo edificio en toda la maldita ciudad que no tenga alguna que otra cucaracha, ¿verdad? Pero ratas… nunca. Nuestro hogar es un establecimiento limpio.

—Las ratas no se meten con mis máquinas —añadió el superintendente—. Aquí no hay nada para ellas. No, creo que fueron los niños.

—¿Los niños? —dijimos mi esposa y yo al unísono, y Calzone nos imitó con uno o dos segundos de retraso.

—¿Se refiere a los chicos del vecindario? —preguntó Karen. Acababa de leer una serie de artículos sobre el nuevo auge de las pandillas juveniles en el West Side, que llevaba más de una década en paz—. ¿Y qué puede traerles a un sitio como éste? ¿Cómo iban a entrar?

Ley se encogió de hombros.

—No lo sé, señora. Nunca les veo. Sólo sé que es difícil mantenerles a raya. Siempre andan buscando dinero. Entran aquí e intentan sacar las monedas de las máquinas. Como no lo consiguen se enfadan y entonces tienen que romper algo antes de irse…, cortan los tubos de goma de la parte de atrás, estropean los cables… Esa clase de chicos son capaces de cualquier cosa.

Calzone se interpuso entre ellos.

—No se preocupe, señora Klein. No es lo que usted piensa. Lo que «Frito» quiere decir es que los fines de semana siempre viene gente a visitar a sus parientes y a veces se traen consigo a sus hijos, y antes de que puedas darte cuenta los críos se aburren y empiezan a correr por los pasillos o juegan con el ascensor. Estamos intentando impedírselo, pero no supone ningún problema grave. Son travesuras infantiles, nada más.

Fue hacia la puerta, la abrió y nos hizo salir de la lavandería. El superintendente no parecía estar muy de acuerdo con lo que había dicho, pero cuando mi mujer le lanzó una mirada interrogativa se volvió de espaldas. Le dejamos contemplando su lavadora con expresión malhumorada.

—Nunca había oído una tontería semejante —murmuró Calzone mientras nos llevaba de vuelta al ascensor—. Puede que los chicos de este barrio causen algunos problemas de vez en cuando, ¡pero pueden estar seguros de que no es aquí! —La puerta del ascensor se cerró con un ruidoso chasquido metálico—. Oigan, no pienso mentirles. Hemos tenido nuestra ración de problemas. Quiero decir que…, bueno, ¿quién no la ha tenido? Pero eso es que alguien ha entrado a robar…, es la primera noticia que tengo de eso. De hecho, acabamos de reforzar nuestro sistema de seguridad y no hay forma humana de entrar sin que nos enteremos. Créanme, aquí su abuelo estará tan seguro como en la mejor zona de Nueva York.

Dado que el Times de esa mañana contaba como una viuda rica y su doncella habían sido estranguladas en su mansión de la calle Sesenta y Dos Este, sus palabras no resultaban demasiado tranquilizadoras.

Y la expresión del rostro de mi mujer cuando salió del ascensor tampoco lo era.

—No quiero ni pensar en qué clase de sistemas de seguridad debían de tener aquí antes de reforzarlo —dijo, dándome un golpe con el codo. Calzone fingió no oírla.

Los primeros batallones de ancianos y ancianas empezaban a salir con paso inseguro del comedor cuando nos despedimos de él.

—Vuelvan a visitarnos y les enseñaré nuestra nueva sala de televisión —nos gritó antes de meterse en un pequeño despacho, que se encontraba más allá de la escalera.

Apenas hubo cerrado la puerta me acerqué a un par de ancianas rollizas y con aspecto de estar bien alimentadas que venían por el vestíbulo cogidas del brazo. La más robusta tenía el cabello tan azul como las venas de su frente. Alzó los ojos hacia mí y me obsequió con una sonrisa en la que había una leve perplejidad.

Carraspeé para aclararme la garganta.

—Disculpen, señoras, pero… ¿creen que éste es un sitio seguro? Quiero decir, teniendo en cuenta el barrio…

Silencio. La sonrisa siguió inalterable, y sus ojos no se apartaron de mí.

—La señora Hirschfeld no oye muy bien —dijo la otra anciana, apretándole el brazo con más fuerza—. Ha cambiado la pila hace poco pero aun así hay que levantar la voz.

Hablaba con los ojos pudorosamente bajos, evitando los míos. Llevaba el cabello recogido en un pequeño y coqueto moño. ¿Quién sabe?, pensé. Puede que al abuelo le guste… Me dijo que era la señora Rosenzweig. Ella y la señora Hirschfeld eran compañeras de habitación.

—Elsie es muy feliz aquí —dijo—, y yo no puedo quejarme. Ya llevamos tres años y jamás hemos tenido ningún tipo de problemas. —Sus pestañas aletearon—. Pero, naturalmente, no salimos nunca.

Se alejaron hacia el ascensor, apoyándose la una en la otra para darse sostén.

—Bueno, ¿qué opinas? —le pregunté a mi mujer mientras íbamos hacia la puerta principal.

Se encogió de hombros.

—Es tu abuelo.

Cuando salimos del vestíbulo volvimos a toparnos con el guardia, encorvado detrás de su mesa con los ojos vidriosos. Bueno, aquí está, pensé yo: el nuevo sistema reforzado de seguridad de Calzone en carne y hueso… Pasamos ante él y nos saludó con un soñoliento movimiento de cabeza.

La oscuridad ya había caído sobre la manzana. Hacia el oeste se veían las familiares siluetas de los árboles y bancos de Broadway, con sus oficinas, restaurantes chinos y tiendas de televisores. El cobre y el latón de las cafeteras brillaba en la ventana del Zabar; los paseantes del domingo conversaban junto al puesto de libros de la esquina.

—De todas formas es mejor que Brooklyn —dije yo.

Sin embargo, cuando torcimos hacia el este ya no me sentía tan seguro.

El edificio contiguo era una casa de seis pisos con escalera de incendios y una ruinosa sucesión de cornisas. Sobre el portal colgaba un cartel manchado de óxido que decía «Prohibido pararse», y debajo había todo un cónclave de jóvenes con cara de aburridos; uno de ellos llevaba un pendiente de oro y otro jugueteaba con el dial de una radio tan grande como el maletín de un ejecutivo. Ojalá no tuviéramos que pasar junto a ellos, pensé.

—Parece que estén posando para una foto de grupo —dije con voz que pretendía ser jovial, cogiendo a mi mujer de la mano.

—Sí… Penitenciaría de Attica, promoción del ochenta.

Pasamos junto a ellos sin decir nada, ganándonos unas cuantas miradas hostiles. Ya les habíamos dejado atrás, cuando la radio emitió una fanfarria de trompetas y empezó a ensordecernos con Soul Soldier. En la esquina de la Ochenta y Uno con Amsterdam había una tienda cerrada ante la cual se veía otro grupo de adolescentes. «Abonamos cheques de la Seguridad Social», proclamaba un letrero de metal ondulado, y debajo de él había un descolorido pedazo de cartón pegado a la parte interior del escaparate con cinta adhesiva: «Se venden cupones de comida». El local estaba vacío y muy oscuro, y una capa de polvo grisáceo cubría el vidrio del escaparate.

Vamos, olvídalo, me dije, este barrio no es tan horrible. Una o dos culturas distintas más, eso es todo, y aquel sitio no era peor que donde yo vivía, un kilómetro ciudad arriba. Me fui fijando en el paisaje urbano: el viejo edificio de la biblioteca pública, una tienda de reparación del calzado, una casa de empeños en cuyo escaparate había guitarras y relojes, un sitio donde vendían revistas de Haití, un club social portorriqueño, el letrero de una barbería, escrito en inglés por un lado y en español por el otro… Detrás de varios escaparates protegidos por rejas de hierro se veían figuras de escayola pintada: Jesús y María, un negro barbudo que blandía una serpiente, un ángel con una daga en la mano. Todos llevaban halos.

Pero los habitantes del barrio no llevaban halos. De hecho, el índice de criminalidad había ido aumentando a lo largo del año, y aunque la Mansión del Parque Oeste parecía ser un sitio tan bueno como cualquier otro, tenía mis dudas sobre las condiciones de seguridad del edificio. Mi esposa y yo subimos por la avenida Columbus, deslumbrados por las luces del tráfico dominical, y pensé en el viejo edificio de ladrillos que iba quedando atrás, envuelto en las sombras de la calle Ochenta y Uno Oeste, y recordé los portales y las esquinas que lo rodeaban, con sus adustos y amenazadores jóvenes negros que esperaban en silencio. Me preocupaba el que pudieran entrar en la residencia y no sabía qué clase de daños podían causar…, aunque en vista de lo que realmente ocurrió, ahora esos temores me parecen bastante irónicos, por decirlo de una forma suave.

Miércoles 8 de junio de 1977

Si es cierto que el cielo está habitado por las almas de los muertos y que tanto sus personalidades como sus intelectos terrestres se conservan totalmente intactos, supongo que el cielo debe de ser un sitio casi tan deprimente como una residencia de ancianos. Puede que los ángeles sepan manejar sus recién adquiridas alas con cierta elegancia y que sus halos brillen como si fueran de oro, pero las cabezas que hay bajo ellos deben de estar casi tan vacías como las que vi durante mi primera visita al abuelo. Fui a la sala de juegos y me hallé rodeado de ancianos que jugaban tranquilas partidas de póquer, canasta y gin-rummy o permanecían sentados en silencio, viendo cómo dos jugadores se iban desplazando lentamente alrededor de una mesa de billar cuyo descolorido y gastado tapete se encontraba justo unos centímetros más arriba de donde podían llegar con los ojos. Un anciano estaba de pie en un rincón hablando consigo mismo; otros se limitaban a dormitar. En contra de lo que había esperado, no vi ningún grupo de abuelos con cara de yanquis y ojos brillantes congregados alrededor de un damero, dando chupadas a sus pipas hechas con mazorcas de maíz, y busqué en vano a los barbudos patriarcas judíos absortos en sus partidas de ajedrez. No vi ni un solo libro. La mayor parte de quienes ocupaban la sala de juegos aquel día se limitaban a permanecer medio tumbados en sus sillones igual que si fueran hileras de muñecos, con los ojos clavados en la nada como si estuvieran contemplando la película de sus vidas. Mi abuelo no se hallaba entre ellos.

Si lo que estoy diciendo da la impresión de que no sé guardar el debido respeto a mis mayores, hay una buena razón para ello: es cierto, no sé guardárselo. Estoy convencido de que algún día acabaré uniéndome a sus filas (a menos que el destino quiera convertirme prematuramente en pasto de gusanos, gracias a la intervención de un drogadicto o un autobús), y probablemente me pasaré el tiempo parpadeando y soñando despierto igual que todos los demás. Pero hasta que llegue ese momento no consigo sentir el respeto que se supone que debe inspirarnos la edad. De hecho, los ancianos siempre me han parecido bastante infantiles, y pese a su reputación nunca he conocido a ninguno que fuera especialmente sabio.

Quizá sea que tengo tendencia a buscar la sabiduría en los lugares equivocados. Recuerdo una fiesta de la facultad en la que fui presentado a un famoso teólogo que estaba de paso y le hice un montón de preguntas, para acabar descubriendo que él estaba mucho más interesado en hacerme insinuaciones de naturaleza bastante dudosa. En otra ocasión logré oír la conversación de dos famosos escritores ocultistas, que no eran conscientes de mi presencia, y resultó que estaban enzarzados en una apasionada discusión sobre si un Thunderbird era capaz de correr más que un Porsche. Compré un libro de la doctora Kübler-Ross, su recopilación de entrevistas con pacientes de cáncer en fase terminal, y me llevé una considerable decepción al descubrir que los agonizantes saben tan poco de la vida y la muerte como el resto de nosotros. Pero los ancianos siempre han sido la peor de todas mis decepciones; aún no he oído ni a uno solo que sea capaz de decir algo mínimamente profundo… Son como aquel rector de Oxford que tenía noventa y dos años y que, cuando era respetuosamente interrogado por algún joven que deseaba conocer la gran sabiduría acumulada a lo largo de casi un siglo de existencia, respondía diciendo algo como: «No te olvides de comprobar las notas a pie de página». Nunca me han dicho nada que no supiese.

Pero el padre Pistacho… Bueno, quizá fuera diferente. Puede que él sí supiera algo que los demás ignoramos.

Al principio tuve la impresión de que no era más que otro anciano agradable y algo chalado. Le conocí el 8 de junio, cuando le hice mi primera visita al abuelo. Eso fue en la primavera del 77, y el semestre académico estaba a punto de terminar; tenía las tardes de los miércoles libres y le había dicho al abuelo que esperase mi visita. El fin de semana anterior le habíamos instalado en la residencia después de haber recogido algunas cosas en su apartamento de Brooklyn y habernos ocupado del resto de sus pertenencias. Llegué allí a la una y media, fui a su habitación del noveno piso y, al ver que no estaba, probé suerte en la sala de la televisión y la sala de juegos, siempre en vano, y acabé bajando la escalera para hablar con la señorita Pascua, una filipina muy bajita que ocupaba el puesto de secretaria administrativa.

—Al señor Lauterbach le gusta pasar el día fuera —me dijo, en un leve tonillo desaprobatorio—. Ya sabe que siempre les dejamos hacer lo que quieren… No nos gusta entrometemos.

—Comprendo.

—Pero se ha adaptado muy bien —siguió diciendo—. Ya ha hecho un montón de amistades. Todos le apreciamos mucho.

—Me alegra oírlo. ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar?

—Bueno, me parece que se ha hecho amigo de la gente del barrio. Suelen pasarse el día sentados, hablando. —Por un instante me imaginé al abuelo tomando el sol en un banco de Brooklyn y conversando pausadamente con algunos ancianos, pero esa imagen mental no duró mucho—. Yo probaría a buscarle una manzana más abajo —añadió—, cruzando la avenida Amsterdam. Suele estar sentado en alguno de esos portales con un grupo de portorriqueños.

Salí de su despacho con el ceño fruncido. Tendría que haberme imaginado que haría algo semejante… Cuando le dabas la ocasión de escoger entre la jungla del este —con sus escaleras de incendios, sus callejones y sus sótanos infestados de ratas— y los pastos de Brooklyn, mucho más apacibles, Brooklyn no tenía ni una sola posibilidad de ganar.

El lugar que había escogido era particularmente desagradable. Se encontraba al lado de un bar de bastante mala catadura llamado Davey’s (que luego fue cerrado por la policía) y era como un fragmento de Harlem en el West Side: el tipo de sitio donde esperas un tiroteo cada noche de sábado. Los edificios contiguos estaban cubiertos de mugre y hollín, y eso hacía que parecieran muy viejos; hasta los ladrillos tenían un aspecto algo húmedo, y los cimientos estaban llenos de orificios curiosamente parecidos a los agujeros que hacen las termitas. Pasé ante un portal lleno de adolescentes que deberían haber estado en la escuela. Vi algunos con las espaldas encorvadas y los cuerpos pegados a la pared, las manos juntas para ocultar lo que estaban encendiendo, mientras que otros jugaban a los dados en la acera, pavoneándose y haciendo poses que parecían salidas de un relato de Damon Runyon. La tenue claridad que brotaba de una ventana del primer piso permitía ver siluetas corpulentas que iban de un lado para otro. Un hombre que llevaba gafas oscuras vino apresuradamente hacia mí, tirando de un niño al que tenía cogido por el brazo. El niño dijo algo —no podía tener más de cinco años— y, cuando pasó junto a mí, el hombre frunció el ceño y le gruñó: «¡No me hables de tu madre, tu madre no es más que una maldita puta!». Empezaba a sentirme bastante deprimido. Me alegré de que Karen no hubiese venido conmigo.

Mi abuelo estaba sentado en el tercer portal a partir de la esquina, y a su lado había una negra inmensa que debía de pesar el doble que él. Un anciano con la piel como pergamino y una aureola de cabellos blancos estaba sentado en la barandilla derecha, inclinándose sobre su hombro como si fuera un cuervo. Llevaba unos pantalones negros y una camisa negra de manga corta, con el cuadrado blanco de un alzacuello asomando por encima de ésta igual que una ventana. Su boca quedaba medio escondida por un hirsuto bigote blanco, y lo único que no encajaba con el resto de su apariencia era que tenía los labios extremadamente rojos, casi como si llevara carmín. Sobre su regazo había una bolsa de papel blanco.

El abuelo sonrió nada más verme y se puso en pie.

—¿Dónde está esa bonita esposa tuya? —me preguntó. Le recordé que Karen estaba trabajando. Pareció sorprendido—. ¿Cómo, hoy?

—Es miércoles, ¿recuerdas?

—¡Dios mío, tienes razón! —Se echó a reír, asombrado—. ¡Estaba convencido de que era domingo!

Le comenté que me había costado mucho encontrarle. Allí estaba, sentado entre las sombras, cuando a sólo una manzana de distancia —en el museo yendo hacia el este, en Broadway yendo hacia el oeste— había montones de bancos donde tomar cómodamente el sol.

—Los bancos son para las mujeres —me dijo, y en su tono de voz había tal convicción que no admitía réplica alguna…, la misma convicción que utilizó cuando yo era niño y estábamos en un bar que ahora ya debe de llevar mucho tiempo cerrado al decirme: «Las pajitas son para las niñas». (Que creyera tal cosa debería darme alguna pista sobre su personalidad pero ¿cuál? ¿Y qué debe de revelar sobre la mía el hecho de que desde entonces jamás haya tomado ningún refresco usando una pajita?)—. Además, quería que conocieras a mis amigos —siguió diciendo—. Nos reunimos aquí porque el padre vive arriba.

Movió la cabeza señalando al anciano pero me presentó primero a la mujer. Se llamaba Coralette. Era una de esas criaturas colosales e imperturbables capaces de ocupar dos o más asientos del metro. No había forma de adivinar su edad, pero cada vez que abría la boca me llegaban los ecos de una infancia pasada en el sur.

El hombre me fue presentado como «el padre Pistacho». No se llamaba así, pero eso se le aproxima bastante. Mi abuelo jamás tuvo del todo claro cuál era su apellido ni su historia. Puede que eso estuviera relacionado con ese espíritu rebelde suyo. Desde luego, no era ningún resultado de su edad, pues su facilidad para hacerse un lío con los nombres y las fechas había existido desde que le conocía; de hecho la mitad de las veces me confundía con mi padre… Aun así, los nombres que se inventaba solían resultar insidiosamente apropiados, y en más de una ocasión acababan adhiriéndose a la persona. «Padre Pistacho» era uno de esos nombres; jamás le vi sin una bolsa de papel blanco en la mano o, como ahora, en su regazo, una bolsa que había contenido esos pequeños frutos secos de cáscara roja y aspecto algo obsceno, cuyo aceite le teñía los labios de tal forma que habría podido pasar por un habitante de Transilvania.

Pero no era transilvano; y pese a la presentación hecha por mi abuelo, tampoco era portorriqueño.

—No, no, amigo mío —se apresuró a explicar, pareciendo algo apenado—, no me ha entendido. Le he dicho que soy de Costa Rica. Paraíso, Costa Rica… Allí nací, en Paraíso.

Mi abuelo se encogió de hombros.

—Bueno, si era el paraíso, ¿qué está haciendo aquí con un alter kocker como yo?

Coralette se echó a reír como si mi abuelo acabara de contar un chiste graciosísimo, aunque sospecho que el significado de las palabras en yiddish se le escapó. Pistacho también sonrió.

—Mi querido Herman —dijo—, nadie puede quedarse eternamente en el Edén. —Me guiñó el ojo y añadió—: Además, «paraíso» no es más que una palabra. El paraíso está aquí, delante de tu cara.

Asentí obedientemente, pero no pude evitar que mis ojos se fijaran en el oscuro pasillo que había a su espalda, las inscripciones que cubrían los mugrientos ladrillos y, justo sobre su cabeza, una sucia maceta con una planta de yedra muerta de la que pendían dos largos y fláccidos zarcillos parecidos a serpientes. Ojalá hubiera escogido un sitio más convincente para hacer semejante afirmación.

Pero él ya estaba empezando a citar autoridades con que apoyarla.

—Buda dice «Todos los días son buenos», y Jesucristo dice «El Reino del Padre se extiende sobre la tierra, pero los hombres son ciegos y no lo ven».

—¿Ah, sí? ¿Dónde dijo eso? —preguntó Coralette—. No está en ninguna biblia que yo haya leído.

—Está en la que yo leo —dijo Pistacho—. El Evangelio según Tomás.

Mi abuelo dejó escapar una risita y meneó la cabeza.

—Tomas —dijo—, ¡siempre este Tomás! No hablas de otra cosa.

Sabía que las conversaciones sobre temas bíblicos siempre le habían parecido mortalmente aburridas —lo había dicho en más de una ocasión—, pero aquella rudeza no parecía propia de él, sobre todo con un hombre al que trataban desde hacía tan poco tiempo. Me senté delante del viejo sacerdote, apoyé la espalda en la barandilla y me devané los sesos buscando algún tema de conversación menos vidrioso. No recuerdo de qué hablamos al principio —quizá habláramos del calor, pues el tiempo era bastante más cálido de lo que correspondía a la estación—, pero sé que luego hubo otras dos referencias a una discusión privada en la que mantenían puntos de vista enfrentados.

Creo que la primera tuvo lugar cuando estábamos hablando de las noticias…, de hecho, comentábamos el comienzo del Jubileo de Plata de la reina Isabel, que mi mujer y yo habíamos visto por televisión la noche anterior. A Coralette no parecía interesarle demasiado, pero el tema provocó una curiosa reacción en el padre Pistacho.

—Podría hablarles de otra reina… —empezó a decir.

—¡Oh, olvidémonos de tu reina! —le interrumpió mi abuelo.

La segunda tuvo lugar mucho más tarde y sólo después de que la conversación hubiera versado sobre toda clase de temas inconexos, pero el motivo volvió a ser otro comentario referente a las noticias de la noche anterior: en este caso, el que Miami hubiera rechazado la propuesta de ley sobre los derechos de los gays («Esos faygelehs… —dijo mi abuelo con voz seca—. ¡Tendrían que devolverlos al sitio del que han salido!»), lo cual llevó a una discusión sobre Florida en general. Pistacho dijo que tenía intención de acabar su vida allí —no sé por qué, pero estaba convencido de que más de la mitad de los ciudadanos de ese estado hablaban su idioma—, y mi abuelo odiaba Florida desde que allá por los años veinte cometió el error de invertir en unas propiedades «junto a los Everglades» y perdió hasta la camisa.

—¡Diablos, pero si estaban vendiendo terrenos que aún se encontraban debajo del suelo! —exclamó, muy irritado.

No quise aprovecharme de su lapsus verbal; jamás habría sido capaz de avergonzarle de esa forma. Pero el lapsus logró provocar otra clase de respuesta: Coralette, que leía el Enquirer de cada semana con la misma religiosidad que aplicaba a su lectura de la Biblia, nos informó de que se había descubierto una colonia de vagabundos que vivía «debajo del suelo», en las catacumbas situadas bajo la estación Grand Central. (Seis meses después la historia salió nuevamente a la luz en el Times). Había por lo menos cuarenta vagabundos, pálidos, flacos y asustados; subsistían gracias a la basura y a lo que les daba la gente de la calle, pero se pasaban la mayor parte del tiempo en las profundidades, entre la oscuridad y las cañerías de la calefacción.

—Hay quien quiere que el Ayuntamiento les eche de allí, pero por mí pueden quedarse —nos dijo—. La verdad es que me dan pena. No son más que unos pobres hombres sin hogar…

Pistacho suspiró, como si por su mente volviera a pasar algún recuerdo muy íntimo.

—Todos somos hombres sin hogar —dijo—. Llevamos tantos años viajando que…

—¡Basta de viajes! —dijo mi abuelo—. ¿Es que nunca podemos hablar de otra cosa?

Intenté cambiar de tema, esperando poder evitar así una discusión. Me había dado cuenta de que por el bolsillo trasero del pantalón de Pistacho asomaba un librito bastante grueso en cuya parte superior se veía la palabra Diccionario.

—Veo que le gusta venir preparado —dije, señalando el librito.

Su encogimiento de hombros fue una hábil mezcla de cortesía y ambigüedad, como corresponde al auténtico estilo del Viejo Mundo.

—Es para mi libro —dijo. Habló con un tono de voz muy modesto pero en el que había una leve sospecha de letras mayúsculas: Mi Libro.

—¿Está escribiendo algo? —le pregunté.

Sonrió.

—Ya está escrito. Lo terminé hace más de cuarenta años. Después volví a escribirlo en latín, y luego lo escribí en portugués. Ahora aprovecho el haberme jubilado para escribirlo en inglés.

Así que ésa era la razón de que hubiera venido al norte…, para trabajar en la traducción de su libro. Ya había sido publicado (a expensas suyas, según admitió) en Costa Rica y Brasil. El título que pensaba darle a la edición inglesa, y que había costado casi tres días de trabajo, era «Un nuevo comentario universal sobre el Evangelio de Tomás, revisado a la luz de ciertas excavaciones».

—Lo escribí poco antes de abandonar la Orden —nos explicó—. El libro contiene todo lo que sé y siempre he querido transmitir. Si vivo el tiempo suficiente, si Dios quiere, rezo para poder verlo publicado en las siete grandes lenguas del mundo.

Me pareció que pecaba de optimismo pero no quise correr el riesgo de insultarle. Estaba claro que me hallaba ante un caso extremo del proverbial autor de un solo libro…

—Quién sabe —añadió, indicando con la cabeza a mi abuelo—, puede que incluso acabemos traduciéndolo al yiddish…

El abuelo enarcó las cejas y apartó ostentosamente la mirada. Me di cuenta de que ya había oído todo aquello antes.

—Supongo que debe de ser alguna especie de disertación religiosa, ¿no? —dije, intentando dar la impresión de que me interesaba—. Los puritanos eran muy aficionados a ese tipo de cosas. Tratados sobre la doctrina y la condenación, sobre la Natividad…

Se encogió de hombros.

—Trata de la natividad, pero no de la que usted cree. Trata de la natividad del hombre.

—Oh, eso no es ningún gran misterio —dijo Coralette—. La verdad es que somos muy parecidos a los monos, los lagartos y los gusanos… El Señor nos hizo con barro, tal como dice la Biblia. Sí, hizo que todos y cada uno de nosotros fuéramos iguales.

Alargó la mano y cogió el diccionario del padre Pistacho, pasando el dedo sobre la reluciente superficie de la tapa. No tardó en conseguir que la yema de su dedo creara un rollito de polvo y suciedad grisnegruzca. Después me cogió la mano, sujetándola entre las suyas, que eran mucho más grandes, y me hizo pasar la yema de un dedo sobre la misma superficie, con lo que fui amasando otro rollito idéntico, del mismo color.

—¿Ven? —dijo con expresión de triunfo—. Todos estamos hechos del barro de Dios.

Nunca llegué a preguntarle al padre Pistacho cuál era su opinión sobre el asunto, pues ya eran más de las tres y los adolescentes del barrio habían sido liberados de su confinamiento escolar en Brandeis High y empezaban a concentrarse debajo de nosotros, llenando la acera igual que los rollitos de sustancia grisnegruzca de Coralette. Mi abuelo se puso en pie con cierta dificultad al mismo tiempo que un trío de chicas subía por los peldaños, seguidas de un chico con la cabeza cubierta por un pañuelo de pirata y los tímidos comienzos de un bigote. Ninguno de los cuatro llevaba libros o cuadernos. Coralette siguió unos segundos más donde estaba, obstruyendo la mitad del portal, pero acabó dejando escapar un pesado suspiro y se levantó. Supuse que aquélla debía de ser su hora normal de separarse.

—Bien, me despido —dijo el padre Pistacho—. Ya va siendo hora de que suba a dormir. Esta noche trabajaré un poco en mi libro.

Le ayudé a bajar de su posición en la barandilla, sorprendido al darme cuenta de lo pequeño y frágil que era: allí sentado, sus pies apenas llegaban al suelo.

—Vamos, te acompañaré a la residencia —le dije al abuelo, y me despedí de los demás diciendo que esperaba volver a verles. Creo que hablaba más o menos en serio.

Fuimos por la calle Ochenta y Uno. El abuelo parecía estar de buen humor. Yo también me encontraba de buen humor, siquiera fuese por el alivio que me producía ver lo bien que se había adaptado a su nueva situación.

—Parece que esta vida te sienta bien —dije.

—Sí, cuando tienes amigos las cosas siempre son más fáciles… Esa chica de color tiene un corazón de oro, igual que el padre. Puede que su inglés no sea demasiado bueno, pero te aseguro que es listísimo. Casi me entran ganas de preguntarme qué verá en mí…

Tuve que admitir que como amistad parecía bastante improbable: un clérigo que confesaba tener aficiones tan eruditas frecuentando la compañía de alguien que, para usar la frase de Whittier, era «inocente de libros» y de religión, el uno sabiendo muy poco inglés y el otro no sabiendo ni una sola palabra de español… ¡Qué extrañas conversaciones debían de mantener aquel par de ancianos!

—Tendrás que venir más a menudo —estaba diciéndome el abuelo—. Le has caído bien, y está loco por conocer a Karen.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—No lo sé, dijo que parecía una chica interesante.

—Qué raro. Me pregunto por qué habrá… —No llegué a terminar la frase; una terrible sospecha acababa de invadir mi mente—. Eh, ¿no habrás mencionado por casualidad dónde trabaja?

—Claro. Está en esa editorial tan grande, ¿no? Algo relacionado con los libros.

—Naturalmente. ¡Los libros de contabilidad! Está en el departamento de facturación, ¿recuerdas?

Mi abuelo se encogió de hombros.

—Un libro es un libro, ¿no?

—Supongo que sí —dije, y decidí cambiar de tema, aunque seguí dándole vueltas en la cabeza.

¡Pobre Pistacho! No me extrañaba que se hubiera interesado tanto por nosotros: ¡el viejo chalado debía de estar convencido de que le ayudaríamos a vender su libro! Naturalmente, la verdad era que valerse de Karen para acceder al mundillo editorial era como intentar abrirse paso en Hollywood saliendo con un acomodador; pero no vi que hubiera razón para explicárselo a Pistacho. No tardaría en descubrirlo. Mientras tanto, al abuelo le sentaría bien tenerlo como amigo.

—Claro que a veces se hace un poco pesado con ese libro suyo —estaba diciendo el abuelo—. Si le dejas te hablará de él hasta conseguir que te zumben los oídos. Algunas de sus teorías… —Meneó la cabeza y se rió—. ¿Sabes qué me dijo? ¡Que los indios son la tribu perdida de Israel!

Sentí cierta decepción; ya había oído demasiadas veces esa tontería. De hecho había acabado convirtiéndose en una especie de chiste, como la teoría de la Tierra Hueca y el Pies Grande. No me importaba que Pistacho tuviera algunas ideas un tanto extravagantes —a su edad tenía derecho a creer lo que diera la gana—, pero ¿no podría haber sido un poco más original? La historia de la tribu perdida de Israel era algo muy manido. Hasta mi abuelo parecía tomársela a broma…

Pero, como era típico en él, lo había entendido todo al revés.

Sábado 11 de junio

—Es que hoy en día nadie está a salvo —dijo el padre Pistacho. Era una afirmación, no una pregunta—. Ni siquiera un viejo como yo. Desde hace dos noches me siguen hasta casa seis o siete chicos. Quizá en la oscuridad no ven que llevo el alzacuello de un sacerdote. Creo que se disponen a tirarme al suelo, pero tengo suerte. Dios observa. Justo cuando empiezo a preguntarme si es prudente gritar pidiendo auxilio, un coche de la policía se acerca lentamente por la calle y, cuando me doy la vuelta, los chicos se han ido.

—¿La policía? —bufó Coralette—. Oh, yo creo que la policía no sirve de nada. Los críos ya no les tienen miedo, y ya nadie respeta la ley. La comisaría está en pleno centro de la calle Ochenta y Dos, a una manzana de distancia, ¿y se han fijado en la casa que hay junto a ella? ¡Hmmmf! No me gustaría que una hija mía viviese allí… no tal como está ahora. Ya no se puede caminar por el barrio.

—Oh, vamos —dijo mi abuelo—, ésa no es manera de hablar. Brooklyn es diez veces peor, creedme. Tal como yo lo veo, si vas a quedarte todo el día sentado dentro de tu casa es igual que si estuvieras muerto, ¿no?

En aquel momento nosotros también estábamos sentados en un interior, agrupados alrededor de una mesita grasienta del bar de Irv, junto a la esquina de la Ochenta y Uno con la Amsterdam, sorbiendo nuestro café de la tarde y hablando de crímenes, el tema favorito de Nueva York. Irv y su esposa dejaban que los ancianos se pasaran horas enteras sentados a la mesa, por lo que los amigos del abuelo solían acudir allí con frecuencia, sobre todo durante los fines de semana, cuando el portal del edificio donde vivía Pistacho era ocupado por los adolescentes. De vez en cuando el estruendo de sus radios lograba atravesar las delgadas paredes del bar, acompañado del ruidoso palpitar de la música soul emitida por la gramola automática que había en el Davey’s, al otro lado de la calle. Las noches de los sábados empezaban pronto, al menos cuando hacía calor; el ruido era casi incesante incluso al mediodía, y continuaba durante todo el fin de semana. No sé cómo podían soportarlo.

—La hermanastra de mi prima vive en la calle Noventa y Siete y dice que las cosas andan tal mal como aquí. Dice que hay un tipo merodeando por el barrio… —El metal de la silla se dobló perceptiblemente en cuanto Coralette cambió de postura—. Dice que es una especie de pervertido. La señora que vive en el piso de abajo, la señora Jackson, la del primero Be…, oyó llorar a una pequeña la noche pasada y encendió la luz. Era tardísimo y la niña sólo tiene siete años. Se levantó y fue a la habitación de la niña para ver qué le pasaba. Tenía las ventanas abiertas para dejar entrar la brisa pero no estaba preocupada porque están protegidas por barrotes, ya se sabe que si vives en una planta baja tienes que poner barrotes… Y la niña estaba temblando como si se fuera a morir. Dice que se despertó y que había un chico junto a su cama, y que la miraba y se estaba haciendo una cosa fea. La niña dio un grito y alargó la mano buscando el interruptor de la luz y el chico salió corriendo. Dice que salió por la ventana, igual que si fuera una anguila. La señora Jackson se asomó a mirar pero no vio nada, y pensó que la niña debía de haber tenido una pesadilla, porque nadie es lo bastante escurridizo para meterse por entre esos barrotes… Pero entonces se le ocurrió mirar a la pared, arriba de la ventana, y vio una especie de dibujo raro, y el dibujo estaba demasiado alto para que pudiera haberlo hecho la niña, y así fue como supo que ella le había dicho la verdad. La niña dijo que pudo ver claramente al chico aunque estaba muy oscuro. Dijo que era un chico blanco, eso es lo que dijo, y que iba tan desnudo como cuando su madre le echó al mundo, dejando aparte algo que llevaba sobre la cabeza, algo realmente espantoso. ¡Les aseguro que a partir de ahora esa niña dormirá con las luces encendidas!

—¿Intenta decirme que hoy en día ni los barrotes de acero son suficientes? —Me reí, pero no estoy muy seguro de por qué lo hice; nosotros también vivimos en una planta baja y no estamos tan lejos de allí—. Como Karen se entere… Sería lo único que le faltaría por oír. Me haría la vida imposible hasta conseguir que nos mudáramos a un sitio más caro. —Me volví hacia el abuelo—. Oye, hazme un favor, no le hables de esto, ¿quieres?

—Claro —dijo él—. Nunca me ha gustado andar por ahí asustando a las mujeres.

El padre Pistacho, carraspeó.

—Me gustaría mucho conocer a su esposa…

—Oh, no se preocupe, ya la conocerá —le aseguré—. Pronto se la presentaré. Pero hoy no puede ser. Está muy ocupada pintando.

Mi abuelo entrecerró los ojos y contempló su reloj, un recuerdo de los años que había pasado trabajando en la firma de su amigo.

—Vaya, hablando del diablo… Tengo que volver. Probablemente ya estará allí.

Mi esposa había obtenido permiso para repintar parte de la pared del dormitorio de mi abuelo, así como unos cuantos muebles de su antiguo apartamento. Estaba convencida de que ese tipo de labores siempre le salían mejor cuando no contaba con mi ayuda, y decía que mi presencia sólo servía para estorbarla…, creencia que yo había procurado reforzar, pues no tenía ninguna prisa por volver. Prefería seguir sentado en el bar, comiendo donuts rellenos de crema y haciendo dibujos en el azúcar esparcido sobre la mesa. Además, quería hablar con el padre Pistacho; deseaba hacerle algunas preguntas. Después Karen y yo iríamos a cenar con el abuelo para celebrar su primera semana triunfal en la residencia. Nos había dicho que eso supondría un cambio muy agradable.

—Tengo muchas ganas de cenar algo decente —dijo al levantarse de la silla. Puso una mano algo temblorosa sobre mi hombro—. ¡Estos nietos míos sí que saben cómo hay que tratar a un anciano!

Fue hacia el mostrador e insistió en pagar mis donuts y el café, así como el descafeinado con el que debía conformarse desde su infarto.

—Ah, Irv, dame algunas monedas de veinticinco, ¿quieres? —pidió, entregándole otro dólar—. Tengo que hacer un poco de colada. He de quitarle el polvo a mi guardarropa, ¿sabes? Mis nietos van a llevarme a cenar fuera, iremos a un sitio elegante… —Una duda repentina le hizo volverse hacia mí—. Eh, no tendré que llevar corbata, ¿verdad?

Meneé la cabeza.

—¡No iremos a un sitio tan elegante!

—Estupendo —replicó—. De todas formas, creo que me pondré los calcetines con mi monograma, esos que me regaló tu madre. Nunca se sabe al lado de quién puedes acabar sentado. —Se despidió de nosotros y le hizo una seña con la cabeza al dueño del bar—. Eh, Irv, acuérdate de transmitirle mis saludos a la señora Snackbaum —le dijo, y salió del local.

Irv se rascó la cabeza.

—¡Me paso la vida repitiéndole que me apellido Shapiro!

La música que llegaba desde el otro lado de la calle había subido de volumen. Sentí el palpitar del bajo a través de la suela de mis zapatos y la atmósfera empezó a vibrar con el eco de los gruñidos y los chirridos de cada instrumento. Por suerte, había decidido quedarme dentro del bar…

Hasta ahora había evitado cualquier comentario sobre el libro de Pistacho, pero con el abuelo fuera ya no había nada que me impidiera abordar el asunto.

—Creo que tiene usted algunas teorías bastante originales sobre los indios y los judíos —le dije.

Sus rasgos se contorsionaron en una ancha sonrisa.

—Indios, judíos, chinos, turcos…, todos vienen del mismo sitio.

—Sí, lo recuerdo. Dijo que hablaba de eso en su «Comentario», ¿verdad?

—Exactamente. Todo está allí, en el Evangelio, para quienes lo entiendan. Tomás es muy claro, le dirá todo lo que usted quiera saber. Es a través de él como he descubierto de dónde viene el hombre.

—De acuerdo, picaré. ¿Y de dónde viene?

—De Costa Rica.

Sus labios seguían sonriendo, pero los ojos se habían vuelto terriblemente serios. Esperé alguna clase de chiste o broma, pero fue en vano. Coralette asintió lentamente con la cabeza, como si ya hubiera oído todo aquello en otras ocasiones y estuviera convencida de que era cierto.

—Me parece un poco improbable —dije por fin—. El hombre empezó a caminar sobre sus dos piernas en algún lugar del este de África…, al menos eso es lo que dicen todos los libros que he leído. Tienen montones de pruebas y datos que lo confirman. Después apareció en Asia y Europa, cruzó el estrecho de Bering y se fue extendiendo por América. De ahí nacieron los indios, que se fueron extendiendo hacia el sur hasta haber cubierto todo el Nuevo Mundo.

Pistacho había estado escuchándome pacientemente, murmurando «Sí…, sí…» como si hablara consigo mismo, mientras se hurgaba el bolsillo en busca de su eterno aperitivo. Acabó logrando encontrar un pistacho, partió la cáscara y la estudió con la callada satisfacción del hombre que contempla un buen habano. Acabó alzando los ojos hacia mí.

—Sí —dijo—, también yo he oído todo eso, en la época en que era estudiante. Pero todo está equivocado. Es…, ¿cómo lo dicen ustedes? Es al revés. La verdad…, ah, la verdad es mucho más extraña.

Los ojos del anciano parecían estar contemplando algo muy lejano. Coralette se puso en pie y se alejó murmurando excusas. Me di cuenta de que iba a escuchar una conferencia.

Durante la media hora siguiente Pistacho me dio un breve curso de historia de la humanidad mientras yo me tomaba otra taza de café; la música que llegaba desde el otro lado de la calle se fue volviendo cada vez más primitiva, y el sol del atardecer fue deslizándose centímetro a centímetro por la pared. Su concepto de la historia era un tanto particular, por decirlo suavemente, y se basaba en ciertos mitos indios y una evaluación altamente selectiva de algunos restos fósiles. Según su teoría, los primeros hombres aparecieron en las cálidas mesetas volcánicas de Centroamérica, cerca de Paraíso, Costa Rica…, que, por pura coincidencia, era su ciudad natal. Vivieron durante eones en una ciudad que había desaparecido y de la que sólo quedaban leyendas, formando una inmensa tribu feliz sometida al poder de una reina tan sabia como omnipotente, pero llegó un momento en que se vieron amenazados por invasores surgidos de la jungla que les rodeaba —de eso hacía ya cientos de miles de años, y al parecer los invasores eran alguna tribu rival, aunque en ese punto su relato se hizo algo confuso—, por lo que abandonaron su ciudad y huyeron hacia el norte. Siguieron avanzando sin descansar; la tribu se desplazó como si estuviera dominada por una febril necesidad de continuar huyendo y atravesó las selvas de Nicaragua. Las llanuras se abrieron ante ella y la tribu avanzó hacia el este, pero siguió desplazándose con rumbo norte, siempre hacia el norte, cruzando lo que ahora eran los Estados Unidos, Canadá y Alaska, hasta que los más intrépidos llegaron al extremo del continente y cruzaron el estrecho de Bering, para alcanzar el continente asiático y las tierras que había más allá.

Escuché todo lo que acabo de narrar sin abrir la boca, intentando decidir hasta qué punto podía tomármelo en serio. Su teoría no me parecía nada plausible: no era más que una fantasía inofensiva surgida de la mente de un anciano, pero, igual que ocurre con las teorías de un Velikovsky o un Von Däniken, Pistacho era capaz de apuntalar sus argumentos con un vasto despliegue de cifras, hechos y nombres…, nombres como los de los hermanos Ameghino, dos prominentes arqueólogos del siglo XIX que habían enunciado una teoría similar a la suya pero con su patria, Argentina, como cuna de la humanidad. Al día siguiente fui a la biblioteca de la escuela y descubrí que aquellos hermanos habían existido, aunque al parecer sus teorías habían «quedado desacreditadas» a finales de la década de los ochenta del siglo pasado.

Pero el nombre que aparecía con más frecuencia era el de santo Tomás, y también busqué datos sobre él en la biblioteca. Su «Evangelio» no se encuentra en las ediciones más corrientes de la Biblia, pero aparece en la vieja versión gnóstica (una traducción inglesa de dicha versión publicada en 1959 se encuentra sobre mi mesa mientras escribo esto). Por cierto, y a modo de nota a pie de página, debería añadir que Tomás tenía una conexión especial con América: cuando los españoles llegaron a estas costas a principios del siglo XVI, les sorprendió mucho descubrir que los aztecas y otras tribus practicaban un culto religioso bastante parecido al cristianismo, culto que incluía un infierno de fuego, la resurrección, vírgenes que daban a luz y cruces mágicas. No quisieron admitir que su fe quizá no fuera tan original como creían, y prefirieron pensar que santo Tomás debió de viajar al Nuevo Mundo mil quinientos años antes que ellos, y que los indios se limitaban a practicar una versión degradada de la religión que les había predicado.

Pistacho había logrado que todas esas viejas y extrañas teorías, leyendas populares y fantasías encajaran en una especie de conjunto, que había acabado convirtiendo en una explicación global con la que responder al enigma del origen de la raza humana…, o eso afirmaba. Me aseguró que su teoría no estaba en conflicto con ninguna de las enseñanzas de la doctrina católica, pero supongo que la doctrina católica debía de importarle un pimiento; estaba claro que no era un sacerdote normal. Como cierto personaje de James, había «seguido extraños caminos y adorado a dioses extraños». Ojalá le hubiera preguntado a qué orden pertenecía. No estoy seguro de que la abandonara voluntariamente.

Pero en aquel momento, y pese a todo mi escepticismo, la sinceridad del anciano me pareció muy persuasiva. Me dejé conmover por sus descripciones de aquella vasta ciudad antediluviana, con sus pirámides, torres y cúpulas, y el sonido de su voz, que iba narrándome la presurosa marcha del hombre sobre el planeta, hizo que casi pudiera imaginarme el curso de los acontecimientos igual que si fueran una serie de cuadros. Debo admitir que su teoría poseía cierta grandeza: los idílicos comienzos tropicales, una civilización dormitando durante los largos siglos de paz y, de repente, el pánico y el verse obligados a huir ante un ejército de invasores, aquella dramática carrera hacia el norte…, el primer paso en una migración a escala planetaria durante cuyo curso aquella gran tribu primitiva se iría disgregando para ramificarse en otras tribus, que se esparcieron por el continente en una oleada detrás de otra y acabaron convirtiéndose en los mochicas, los chibchas y los changos, los paniquitas, yuncas y quechúas, los aimarás y los atacamenos, los puquinas y los paezes, los coconucas, barbacoas y antioquias, los zambos de Nicaragua y los mosquitos, los chontal de Honduras, los maya y los tarahumara de Guatemala y México, los pueblo y los navajo, los paiute y los crow, los chinook, los nootka y los esquimales…

—Espere, déjeme aclarar una cosa —le dije—. Según usted, su teoría explica cómo se originaron todas las razas de la humanidad, ¿no? ¿Incluso los judíos?

Asintió.

—No son más que otra tribu.

Vaya, el abuelo lo había entendido al revés. ¡Según Pistacho, los israelitas no eran más que una tribu perdida de los indios de Costa Rica!

—Pero ¿y las historias familiares? —insistí—. Los billetes de tren, los pasajes de los vapores, los impresos de inmigración… Estoy totalmente seguro de que mi familia salió del este de Europa para venir aquí.

El anciano sonrió y me dio una palmadita en el hombro.

—Entonces, hijo mío, has dado una vuelta al mundo. ¡Bienvenido a casa!

El ascensor se detuvo con una última sacudida y me encontré en el noveno piso. El tramo de pasillo que había ante la puerta del abuelo olía a pintura. Llamé pero nadie me respondió. Llamé por segunda vez y al ver que no obtenía respuesta entré en la habitación. Las puertas de los residentes jamás estaban cerradas, pues la gente de edad tiene una considerable tendencia a sufrir ataques cardíacos y desmayos, romperse la cadera y ser víctima de otras lesiones que requieren una asistencia inmediata. Aunque el hogar estaba dirigido de una forma algo laxa, faltar a cualquiera de las comidas sin haber avisado provocaba una visita inmediata de algún miembro del personal. El verano anterior el cuerpo de un anciano repleto de gusanos que se había hinchado hasta alcanzar cuatro veces su tamaño normal estuvo meses enteros dentro de un apartamento del Bronx cerrado con llave, y acabó filtrándose a través del suelo para caer en el apartamento de abajo. Al menos mi abuelo se ahorraría semejante destino…

Su habitación estaba vacía, pero una radio murmuraba suavemente en un rincón, sintonizada con alguna emisora de noticias, y vi la mano de mi esposa en la capa de pintura fresca que cubría la mesilla de noche y el armario. Estaba admirando el trabajo que había hecho con la moldura que enmarcaba la ventana, cuando los dos entraron en la habitación, con el semblante algo alterado. Les pregunté qué había ocurrido.

—La dichosa lavandería —dijo Karen—. Sólo hay tres lavadoras que funcionen, y la gente que teníamos delante era de esa a la que le gusta tomarse su tiempo. Y, naturalmente, tu galante abuelo insistió en dejar pasar a algunas de las señoras que iban detrás de nosotros, por lo que acabamos teniendo que esperar a que todo el mundo hubiera terminado. Hemos metido la ropa en la secadora hace cinco minutos justos.

—Vamos, vamos —dijo el abuelo—, bastará con que esperemos un ratito y podremos irnos de juerga.

Se volvió hacia la radio, una vieja Motorola de plástico blanco, y nos pasamos la media hora siguiente escuchando reportajes sobre la gira sudamericana de la señora Carter, los problemas que Holanda tenía con los terroristas moluqueños, y el clima neoyorquino, que iba a volverse todavía más cálido. Mi abuelo se tumbó en la cama y empezó a juguetear distraídamente con su pipa; desde que le conocía, jamás había sido capaz de mantenerla encendida. Mi esposa se dio cuenta de que algunos trochos del marco habían escapado a su atención. Cogí la bolsa de la lavandería y enfilé el pasillo, intentando ser útil. Entré en el ascensor y apreté el último botón, rotulado con una S tan grande como mi pulgar.

Unos minutos después la puerta del ascensor se hizo a un lado y durante unos segundos no supe dónde estaba. El mundo exterior seguía iluminado por la luz del sol, pero allí abajo las máquinas habían dejado de funcionar. No se oía ni un solo ruido, y el pasillo estaba sumido en la penumbra. Me recordó un hospital a medianoche: muros cubiertos de baldosas que se perdían en la lejanía y, en el centro del techo, una hilera de bombillas protegidas por rejillas de alambre que iban creando manchones de claridad separados por zonas de sombra.

La puerta de la lavandería tendría que haber quedado dentro de la zona iluminada, pero alguien se había olvidado de cambiar la bombilla colocada encima del umbral, con lo que esa parte del pasillo se encontraba un poco más oscura que el resto. Abrí la puerta, metí la mano por el hueco y busqué el interruptor de la luz, sintiendo como las oleadas de aire húmedo me acariciaban el rostro. La oficina del superintendente debía de estar al otro lado de la pared del fondo, pues pude oír el débil palpitar de un mambo. Un instante después los fluorescentes empezaron a parpadear y se fueron encendiendo uno tras otro con un potente zumbido parecido al de algún insecto, pero ni eso bastó para ahogar totalmente los ecos de la música.

Reconocí la lavadora rota nada más verla. Era la del rincón del fondo, la misma que llevaba semanas estropeada. El cable estaba enroscado junto a la máquina y pude ver que había sido cortado cerca del extremo: un trozo de cable seguía colgando del enchufe. Estaba claro que «Frito» había intentado repararla, pues la máquina ya no formaba parte de la hilera y alguien la había arrastrado casi sesenta centímetros hacia el centro de la habitación. El moverla había dejado al descubierto un gran agujero semicircular que servía de desagüe y que, a juzgar por su aspecto, debía de conducir a un lugar separado de nosotros por centenares de metros, un sitio como aquellos con los que quizá hubiera soñado Coleridge, donde las aguas corrían en la noche eterna. Las lavadoras debían de desaguar en algún arroyo subterráneo o en uno de esos ríos que al parecer fluyen por debajo de Manhattan; el invierno pasado el Times publicó la historia de un hombre que echó el anzuelo por un agujero de su sótano y logró pescar anguilas blancas sin ojos que moraban en un riachuelo subterráneo.

Me incliné sobre el agujero, noté el pestilente olor de los desagües y pude ver el tenue agitarse de unas aguas negruzcas situadas a bastante distancia de mí. En su centro, claramente visible gracias al resplandor de las luces de arriba, flotaba un reflejo familiar: mi propio rostro, distorsionado por el movimiento de las aguas. Verlo me trajo recuerdos de nuestra luna de miel en un hotel de las Catskill, y del pozo abandonado cubierto por una losa de granito sobre la que había una gruesa capa de musgo. Cuando los obreros levantaron la losa, mi mujer y yo nos asomamos al agujero y durante una fracción de segundo pudimos ver dos ranas enormes que nos miraban fijamente; sus pálidos e hinchados cuerpos hacían pensar en dos grandes globos. Las ranas parpadearon, giraron sobre sí mismas para enseñarnos el trasero y desaparecieron en aquellas profundidades negras como la tinta.

La secadora me contemplaba en silencio con su inmenso ojo de cíclope. El zumbido de los fluorescentes se había hecho todavía más fuerte. Alguien había arañado la pared, dejando en ella una borrosa silueta de cinco puntas que parecía un cruce entre una hoja de acebo y una mano. Metí la ropa del abuelo en la bolsa y me apresuré a salir de la habitación; no tenía ganas de seguir más tiempo en aquel sitio. Apagué la luz y cerré la puerta. La oscuridad cayó sobre mí, y oí más claramente la vibración de la música. Y, de todas formas, ¿dónde estaba «Frito»? Su deber era ocuparse de las lavadoras, no perder el tiempo oyendo mambos.

Cuando entré en su habitación, vi que el abuelo parecía estar dormido, pero apenas me oyó se puso en pie, cogió la bolsa de la ropa y esparció su contenido sobre la cama.

—¡Necesito mis calcetines de la suerte! —dijo, hurgando por entre una colección de la ropa interior más cochambrosa que jamás haya visto.

—¿Dónde está mi falda? —preguntó Karen, mirando por encima de mi hombro.

—La llevas puesta —dije yo.

—No, la que llevaba antes…, la vieja que uso para pintar. Se ensució un poco, así que la metí en la lavadora junto con las cosas del abuelo.

Sabía a qué falda se refería: un viejo harapo de color verde que se remontaba a su época universitaria.

—Me la habré dejado dentro de la secadora —dije, y volví a salir al pasillo. El ascensor seguía allí.

Pero alguien había llegado a la lavandería antes que yo; vi luz por debajo de la puerta y oí el eco lejano de la música y un diluvio de maldiciones en español. Entré y vi a «Frito», tensando los hombros y luchando con la lavadora. Estaba intentando volver a ponerla en su sitio y parecía muy enfadado.

Cuando entré se dio la vuelta y movió la cabeza en un breve saludo.

—¿Puede echarme una mano? Esta cosa debe de pesar más de doscientos kilos…

—¿Cómo se las arregló para apartarla de la pared? —le pregunté, contemplando la rechoncha estructura metálica; me parecía que doscientos kilos era quedarse bastante corto.

—¿Yo? —dijo—. No la he movido de su sitio. —Entrecerró los ojos—. ¿Ha sido usted?

—Pues claro que no. Pensé que…

—Por qué iba a moverla, ¿eh? No, habrán sido los niños. Son capaces de cualquier cosa.

Señalé el cable cortado.

—¿Y eso también lo han hecho los niños? Yo diría que han sido las ratas… ¡Fíjese en ese cable! Parece como si lo hubiesen roído.

—No —replicó—, ya le dije que las ratas no pueden llegar a mis máquinas.

Si lo intentaran sólo conseguirían romperse los malditos dientes… Y con el cemento ocurre lo mismo. —Dio unas feroces patadas en el suelo y, a juzgar por el sonido, éste era realmente sólido—. Llevo once años en este sitio y nunca he tenido problemas hasta hace un par de semanas. Quiero comprar un cerrojo, pero Calzone dice que…

No oí el resto de sus palabras; acababa de ver algo de color verde claro, una especie de bola arrugada medio oculta entre la secadora y la pared. Era la falda de Karen. Dejé que el superintendente siguiera maldiciendo y fui a recogerla. La cogí por una punta… y la dejé caer lanzando una exclamación de asco. La falda estaba empapada, y me di cuenta de que yacía sobre un charco de lechoso fluido blanquecino cuyo origen era más que evidente. Sobre ella flotaba aquel mismo olor acre que ya había notado antes.

—¡Uf! —exclame con una mueca.

No podía volver con la falda en aquel estado. No, lo mejor era hacerle creer que no había podido encontrarla… La empujé cautelosamente con el pie y la hice caer por el desagüe. La falda se desplegó en un remolino de tela verde y acabó desvaneciéndose en la oscuridad. Creí ver como la aceitosa superficie de las aguas se agitaba durante unos segundos.

«Fritos» meneó la cabeza.

—Los niños —dijo—. Han logrado entrar.

Mis ojos siguieron el rastro de humedad que iba desde la secadora al agujero.

—Esto no es obra de ningún niño —dije—. Tiene que haber sido algún adulto que vive en el edificio… Vamos, tapemos ese agujero antes de que alguien acabe cayéndose por él.

Pegué mi hombro a la lavadora, tensé los músculos y empujé. Nos costó mucho moverla; era como si la máquina estuviera atornillada al suelo, pero acabamos consiguiéndolo: la lavadora volvió a quedar colocada en su sitio con un desagradable chirrido de metal raspando el cemento.

Miércoles 15 de junio

Mi abuelo necesitaba un corte de pelo; el último había tenido lugar en abril, bastante antes de su infarto, y el cabello empezaba a caerle sobre la nuca dándole el aspecto de un poeta entrado en años o, como sostenía él, «de un viejo vagabundo». Creía que deseaba cortárselo y que disfrutaría pasándose una tarde de vagancia en la barbería, pero cuando fui a recogerle al vestíbulo de la residencia, le encontré cansado y con cara de mal humor.

—Todo va más despacio —me dijo—. Supongo que estoy empezando a acusar los efectos de la edad… Esta mañana me he mirado al espejo y he visto la cara de un viejo. —Se pasó los dedos por el pelo; su cabellera había ido retrocediendo hasta quedar confinada a la parte superior del cráneo—. Hasta el pelo está empezando a cansarse —me dijo—. Antes crecía dos veces más de prisa que ahora. Recuerdo que mi primera esposa, tu abuela, solía decir que esas canas prematuras mías me daban un aspecto más distinguido. —Meneó la cabeza—. Bueno, sigo teniendo canas, aunque ya no muchas, pero no me siento muy distinguido.

Quizá estuviera deprimido porque después de toda una vida de salud casi perfecta se había topado con algo contra lo que no podía luchar; aunque el doctor le consideraba recuperado, el infarto le había debilitado: se encontraba torpe, le costaba moverse y se irritaba consigo mismo. O quizá fuera culpa del tiempo. Hacía uno de esos días de primavera nublados y asfixiantes que amenazan lluvia antes del anochecer y prometen un verano terrible para dentro de unas pocas semanas. Salimos del hogar y vimos que hacía mucha humedad y el cielo estaba de color pizarra. Todos los objetos y personas que había bajo él —las plantas tropicales colocadas delante de una floristería, una niña con pantalones rojos y camiseta cuyas orejas ya lucían el agujero para los pendientes, el chillón letrero amarillo de La Concha Superette—, resaltaban con una claridad nada natural, como si estuvieran imbuidos de algún significado oculto y terrible.

—Tengo la sensación de que mis piernas ya están listas para el desguace —dijo el abuelo—. Supongo que mi mente no tardará en seguirlas, ¿y qué será de mí entonces?

La verdad es que caminaba más despacio que de costumbre —tropezó con los tablones que cubrían la zanja del alcantarillado y tuve que ir más lentamente para no dejarle atrás—, pero le aseguré que todavía le quedaban unas cuantas décadas por delante.

—Bueno, en el peor de los casos aún te queda tu linda cara, ¿no?

Acogió mis palabras con un bufido de burlona irritación, pero me di cuenta de que le habían hecho caminar un poco más erguido. Torció el gesto y se metió las manos en los bolsillos como los actores de esas películas de la Warner de los años treinta.

—Nadie quiere a un tipo con una jeta como la mía —dijo—, salvo quizá alguien como la señora Rosenzweig.

—Bueno, ¿lo ves? —Me acordaba de ella: la ancianita que compartía una habitación con otra anciana sorda—. No hay que perder las esperanzas; siempre puedes acabar encontrando tu media naranja. —El abuelo meneó la cabeza y murmuró algo sobre que no podía ser—. ¿Cómo que no puede ser? —exclamé—. ¿Qué pasa, te estás reservando para alguna rubita guapa?

Se rió.

—En donde vivo no hay rubias. Todas son viejas y tienen el pelo blanco, como yo.

—Bueno, ya te buscaremos alguna en el barrio.

—¡Vamos, deja de soñar despierto! Lo más aproximado a una rubia que puedes encontrar aquí es alguna chica de color con el cabello teñido.

—Pues ahí hay una que parece bastante blanca —dije yo, dando un golpecito en el cristal.

Habíamos llegado a la barbería del letrero bilingüe; en su escaparate, un anuncio descolorido por el sol mostraba a un corpulento sosia de Mark Spitz cuyo cabello brillaba gracias a una gruesa capa de Vitalis, y que intentaba adivinar la identidad de la curvilínea joven que acababa de acercársele por la espalda. «¿Adivina quién soy?», murmuraba ella mientras le tapaba los ojos con unas manos tan pálidas como bien cuidadas. Aquellos dos interrogantes, que no deberían estar allí, me hicieron sentir cierta irritación.

La puerta de la barbería estaba abierta para permitir el paso a una brisa inexistente, y el olor a tónico capilar, sudor y agua de rosas flotaba nostálgicamente sobre el umbral. En el local no había más que un peluquero revoloteando alrededor de un robusto latino que no apartaba los ojos del espejo, y que lograba el milagro de conservar su dignidad pese a los mechones de reluciente cabello negro parecido al vello de un animal que le cubrían los hombros. Retratos de Kennedy, el papa Juan y algún rey de la salsa al que no conocía nos contemplaron sonrientes a través de una calina saturada de polvos de talco. Mi abuelo tomó asiento junto a los estantes de las revistas y periódicos; su mano fue instintivamente hacia el Daily News, pero recordó que ya lo había leído y me lo pasó. Examiné los titulares sin demasiado interés: España celebraba sus primeras elecciones libres en cuarenta y un años, habían encontrado a dos vagabundos muertos, a los que les habían sacado los ojos, en un lavabo para caballeros de la estación Grand Central, James Earl Ray había sido devuelto a la cárcel después de un intento de fuga… Mientras, el abuelo contemplaba dubitativamente el montón de revistas en español que ocupaban el último estante. Unos momentos después vi como se inclinaba hacia adelante y levantaba el montón de revistas para coger el Hustler maltrecho y sobado que había debajo. Lo abrió por el desplegable central y su expresión cambió, mostrando más sorpresa que placer.

—Mmm —dijo—, en Brooklyn nunca ha habido cosas así. —Cerró la revista de golpe, como si acabara de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Me di cuenta de que se sentía algo incómodo—. Oye, no tienes por qué pasarte toda la tarde sentado aquí perdiendo el tiempo —me dijo—. Puedo arreglármelas solo.

—De acuerdo —dije yo—. Nos veremos después para tomar un café. —Karen no volvería a casa hasta después de su clase de los miércoles y yo tenía montones de recados que hacer.

Cuando salí el cielo estaba todavía más oscuro. Empecé a subir por la avenida Amsterdam; los comerciantes estaban recogiendo sus toldos. El Davey’s ya estaba lleno de clientes escandalosos y la música de soul, los borrachos y las botellas de cerveza rotas iban saliendo del local para esparcirse por la acera. Un cubo de basura volcado había derramado su contenido sobre la cuneta; un par de metros más allá, la reja de una alcantarilla estaba cubierta de migas, hojas de lechuga agusanadas y charquitos de leche rancia.

—Pequeñito, ¿eh? —gritaba un hombre en mitad de la acera. Vestía un mono grasiento y una camiseta sin mangas oscurecida por el sudor—. Eh, negro, ¿por qué te llaman Pequeñito? ¿Necesitas algo de lo que tengo?

Empezó a hurgarse en la bragueta con la torpeza de un borracho, y el hombrecillo con perilla al que le había estado gritando se alejó presurosamente hacia un coche cercano, murmurando confusas amenazas sobre «conseguir algo para romperle el culo a ese negro».

Estaba a punto de cruzar la calle para no verme complicado en la pelea de rigor, cuando oí que alguien gritaba mi nombre. Era el padre Pistacho, sentado en su portal a unos metros del jaleo como si nada de todo aquello pudiera afectarle, y sonriendo tranquilamente por debajo de su halo de cabellos blancos. La verdad era que mi rodeo también tenía por objeto el evitarle; hoy no tenía tiempo para otra lección de historia. Le saludé con la mano y me dirigí hacia él, decidiendo que sólo me dejaría robar unos pocos instantes. Parecía estar solo.

—¿Dónde está su amiga? —le pregunté, rechazando su invitación a tomar asiento.

—¿Coralette? Me ha llamado esta mañana, toda dolorosa, para decirme que tiene problemas en el edificio donde vive. Algo sobre la Extremaunción. Le digo que soy un sacerdote, que puedo darle la Extremaunción, pero ella dice que no importa, que va a hablar con su sacerdote. Entonces alguien más tiene que usar el teléfono, ya sabe que Coralette vive en un hotel, no es un sitio muy agradable, y por eso no hay más tiempo para hablar. Pero me dice que vendrá más tarde. Puede que usted aún siga aquí.

—Lo dudo —dije yo—. Tengo que irme, de veras… He de recoger a mi abuelo dentro de un rato.

—Ah, sí. —El anciano sonrió—. Herman dice que ha ganado ocho kilos gracias a la noche del sábado en el restaurante. Dice que nunca en su vida se lo ha pasado mejor. Y yo pienso que es bueno saber que algunos jóvenes de hoy aún respetan a los viejos.

Asentí con la cabeza, algo inquieto; esperaba que todo aquello no fuera a terminar en otra petición de conocer a Karen. Darle excusas me resultaba bastante desagradable.

—Puede que pronto usted y mi esposa sean mis invitados a cenar —siguió diciendo—. Auténtica comida de Costa Rica. ¿Le gustaría?

Suspiré y dije que me encantaría.

—Estupendo, estupendo. —Estaba visiblemente complacido—. Vivo arriba, aquí mismo. Y después de hacer la cena le enseño lo que hay en mi libro. Mapas, gráficos, fotos…, ¿comprende? Las ilustraciones. Algunas ya salieron en la primera edición, la publicada en Paraíso. Se lo traigo para usted la próxima vez, ¿sí?

Le dije que sería un placer verlas.

Desde que empezamos a conversar habíamos estado oyendo música al otro lado de la esquina, pero de repente nos llegaron los sonidos preliminares de una lucha: un grito, una maldición y algún que otro estallido de risa de la multitud.

Pistacho meneó la cabeza.

—Es una vergüenza. Los hombres sólo piensan en pelear.

—Algunos —dije yo—. Pero nuestros tatara-tatarabuelitos no parecían muy combativos, al menos según usted. De hecho, tengo la impresión de que debían de ser bastante cobardes…; levantaron el campamento en cuanto vieron aparecer a la otra tribu y salieron corriendo igual que un grupo de críos asustados, abandonando su ciudad. Creo que no llegaron a plantarles cara, ¿verdad?

Supongo que mis palabras mostraban cierto tonillo sarcástico, pero no pareció afectarle.

—Creo que usted no entiende —me dijo—. Yo nunca he pretendido que haya otra tribu. Es otra raza, quizá, otra gente. No se puede estar seguro. Nadie sabe de dónde son. Nadie conoce su nombre. Quizá son lo que Dios hizo antes de hacer al hombre. La leyenda dice que son blandos, como el primer barro de Dios, pero que les encanta pelear. Veloces como las pirañas e imposibles de matar. Pegarles en la cabeza no sirve de nada.

—¿Ah, no? ¿Por qué?

—Es difícil saberlo. Muchas historias distintas. En una los chibcha cuentan que es porque tienen algo en la cara. Sitios planos, salientes, cosas como ganchos pequeños… La parte de atrás es como la otra parte, toda la cabeza es muy parecida. Yo creo que eso quiero decir que llevan una cosa especial para cubrir la cabeza en la guerra. —Hizo una especie de casco con las manos—. ¿Ve? Así usted no puede hacerles daño, no puede hacer que se vayan. Ellos van donde quieren y cogen lo que quieren. Entran en la ciudad, roban la comida, se llevan muchos cautivos para su rey. A los que tienen suerte les matan.

—Parecen tipos bastante desagradables.

Dejó escapar una seca carcajada.

—Algunos indios dicen que son diablos. Los chibcha dicen que son los hijos de Dios pero que Le salieron mal. Dentro de ellos no hay compasión, no hay amor a Dios o al hombre. Cuando Dios ve que no van a cambiar intenta librarse de ellos. ¡Son tan fuertes que Él debe intentarlo una vez, dos, tres! Los chibcha les llaman Xo Tl-mi-go «los Tres Veces Malditos».

No tengo más fuente que mi memoria y supongo que la grafía que doy es aproximada, en el mejor de los casos; fuera cual fuese, la palabra que utilizó era impronunciable. No lograba apartar los ojos de sus labios gordezuelos manchados de rojo, que subían y bajaban cuando hablaba, y seguían moviéndose incluso cuando hacía una pausa para meterse otro pistacho entre ellos. Los ruidos de la pelea que tenía lugar al otro lado de la esquina habían cesado, pero unos instantes después oí un ruido de cristales rotos —por muy lejos que esté de él, siempre me ha parecido el más desagradable e inquietante de todos los sonidos posibles—, y me di cuenta de que la batalla seguía en pleno apogeo. Juraría que en un momento dado pude oír los distantes ecos de un grito de guerra, pero quizá no fuera más que un efecto de la historia que me contó.

La historia que, según él, era una leyenda india, parecía haber sido concebida por un comité de hombres primitivos que se habían sentado alrededor de una hoguera con la firme intención de asustarse los unos a los otros. Hablaba de los invasores —que obviamente eran mala gente a la cual le encantaba cometer todo tipo de atrocidades—, y de cómo Dios intentó repetidamente exterminarles.

—Dicen que primero Dios maldice a las mujeres, las hace a todas estériles, no pueden concebir. Pero no es suficiente; no sirve de nada. Los hombres salen de la jungla, atacan la ciudad y se llevan a las mujeres de sus camas. Mientras puedan encontrar mujeres siguen reproduciéndose.

—Y entonces Dios maldice a los hombres, ¿no?

—¡Exactamente! —Alzó un dedo en un gesto melodramático y se inclinó sobre mí, aunque estábamos solos—. Dios hace que se les caiga el pene, hace que pierdan su virilidad. Pero eso tampoco sirve de nada. Ni siquiera eso es suficiente. Los combates, las incursiones…, todo sigue como antes. Se llevan a las mujeres de la ciudad y… —un leve cacareo de repulsa—, igual que antes.

—Pero ¿cómo podían seguir reproduciéndose sin sus…, bueno, sin…?

Me obsequió con otro de esos encogimientos de hombros típicamente latinos que sirven un poco para todo y que me pareció en extremo enigmático, aunque quizá se tratase de un simple gesto de incomodidad.

—Oh, ellos encuentran una forma —se limitó a decir. Se quitó un trocito de pistacho de entre los dientes y lo contempló en silencio durante un par de segundos—. Pero es difícil saber qué hay de verdad y qué hay de fábula. No es historia, ¿entiende? No es más que un cuento de los indios, un cuento de hadas

Un cuento de hadas…, sí, eso era. Un cuento de hadas prehistórico.

—Bueno —dije yo—, supongo que nuestros antepasados no tuvieron más remedio que huir. Esos invasores no parecen la clase de gente que uno quiere tener por vecinos. ¿Qué ocurrió, se apoderaron de la ciudad en cuanto los otros se marcharon?

El anciano asintió.

—La ciudad ahora es suya. Les pertenece. Quieren divertirse y la destruyen…, cada templo, cada torre, cada ladrillo. Después se preparan para perseguir a la tribu; es hora de reproducirse, hora de conseguir comida, mujeres, cautivos para el sacrificio. Y ahora, justo antes de que se vayan, Dios les lanza Su última maldición: les cierra los ojos, a todos, para siempre. Ya no pueden seguir a la tribu de nuestros padres. Para ellos ya no hay más luz del sol, no más día. Uno a uno vuelven arrastrándose a la jungla. Uno a uno se pierden. Ahora todos están muertos, muertos en la tierra desde hace doscientos mil años. Paraíso está construida sobre el sitio donde yacen los cadáveres. Los granjeros desentierran sus huesos con el arado, los muelen para hacer harina. Ahora todos son cenizas…, polvo y cenizas.

Sí, no cabe duda de que eso acabó con el problema, pensé yo. Exeunt los villanos. Al menos el cuento de hadas tenía un final feliz…

—Oiga, espere un momento —le dije—, imagínese que esos tipos lograron sobrevivir incluso a la tercera maldición… Después de todo, las dos primeras no lograron detenerles, se adaptaron en seguida. Y perder la vista no es ninguna sentencia de muerte. ¿Quién puede asegurar que los más listos no siguen rondando por ahí? ¡Puede que sus hijos estén escondidos en la jungla, intentando averiguar adónde han ido a parar todas las mujeres!

—¿Crees que quizá preparan una nueva incursión contra Paraíso? —Los labios del viejo sacerdote se curvaron en una leve sonrisa—. No, amigo mío.

El último de su estirpe murió hace doscientos mil años. Su historia llegó a su fin. Se terminó. —Dio una palmada—. Olvídese de ellos; las tribus del hombre son mucho más interesantes. Mi libro cuenta cómo aprendieron a interpretar el movimiento de las estrellas, construir naves, hacer fuego…

Pero yo había dejado de escucharle. Volví a pensar en aquellas grandes ciudades mayas, Tikal, Copán y todas las demás, aquellas urbes silenciosas y abandonadas que se alzaban en medio de la jungla…, como si todos sus habitantes hubieran desaparecido de repente en el curso de una tarde o una noche, como si hubieran decidido marcharse o hubieran tenido que salir huyendo.

No estaba muy seguro de dónde se encontraban esas ciudades, pero sabía que se hallaban muy lejos de Paraíso.

Mi abuelo estaba esperándome en el bar con el pelo cortado, engominado y perfumado.

—Tendrías que haber visto la pelea —dijo cuando me senté ante él—. Esos chicos de color sí que saben aguantar los golpes… Si no fuese por el tiempo aún seguirían enzarzados.

Señaló hacia la ventana: grandes gotas de lluvia repiqueteaban sobre el cristal, haciendo tanto ruido como ráfagas de ametralladora.

Durante los siguientes minutos me obsequió con una descripción de la pelea, que había presenciado desde la entrada de la barbería. El local en sí le había dejado algo decepcionado. —«¡Cuatro con setenta y cinco!», dijo bastante enfadado. «¡Yo mismo podría haberme cortado el pelo por bastante menos!»—, pero sus revistas habían sido toda una revelación.

—Es increíble —dijo—, hoy en día lo enseñan todo. ¡Y además se les veía la cara!

—Oye, ¿estás bromeando o qué? —Quizá no le había entendido bien—. ¿Quieres decir que te has pasado todo el tiempo mirándoles la cara en vez de…?

—¡No, no, no me refería a eso! ¿Por quién diablos me has tomado? —Se inclinó hacia adelante y bajó el tono de voz—. Lo que te digo es que podías verles la cara, que podías saber quiénes eran. Si las vieras por la calle podrías reconocerlas. En mis tiempos, si alguna chavala se quitaba la ropa en una revista lo primero que hacían era asegurarse de que la cara le quedase tapada, o sólo te enseñaban la nuca… Pero nunca podías verles bien la cara.

Iba a preguntarle dónde había vivido los últimos veinte años, cuando vi que estaba mirando algo que había a mi espalda. Hizo el gesto de levantarse y me di la vuelta a tiempo de ver como Coralette se abría paso a través del umbral. Nos vio y avanzó pesadamente hacia nuestra mesa, sacudiendo el paraguas mojado.

—¡Señor, qué día tan horroroso! —dijo con voz jadeante. Se dejó caer en un asiento, suspiró y meneó la cabeza—. Problemas, siempre problemas y nada más que problemas…

Nos enteramos de que Coralette se alojaba en el hotel Notre Dame, que se encontraba junto a un centro de rehabilitación para drogadictos situado en la calle Ochente Oeste. Yo había pasado varias veces por delante del hotel; era un edificio bastante miserable que no tenía nada de especial, dejando aparte la ampulosidad de su nombre y una máquina de Coca-Cola que ocupaba casi todo el vestíbulo. La habitación de Coralette estaba en el segundo piso y daba a la parte de atrás. Un poco más allá vivía una desgarbada joven negra, una ex adicta que seguía uno de los programas de rehabilitación del edificio contiguo. La chica sufría un considerable retraso mental, le costaba mucho hablar y su aspecto físico era bastante parecido al de una mongólica, pero aun así, de creer a la escandalizada Coralette, se pasaba la mayor parte del tiempo con una interminable sucesión de hombres (criminales y compañeros de adicción, a juzgar por su aspecto) procedentes de los hoteluchos que había en la zona norte de la ciudad. De vez en cuando volvía al Notre Dame acompañada de uno de esos hombres, pero lo más frecuente era que se pasase toda la noche fuera y que regresara al hotel por la mañana, en un estado tal que casi no podía recordar dónde había estado.

Aquella primavera la chica había cambiado de repente. Dejó de salir con hombres y empezó a pasarse las noches en su habitación, aunque transcurrieron varias semanas antes de que Coralette se diera cuenta de ello.

—Se pasaba todo el tiempo allí dentro, pero yo creía que estaba fuera porque nunca veo luz por debajo de su puerta —nos dijo—. Una noche fui al cuarto de baño y oí su voz, pero no se le entendía nada… Al principio pensé que quizá estuviera enferma o llorando dormida, pero luego oí el ruido que hacía y me di cuenta de que estaba con alguien. Cuando salí del cuarto de baño volví a oírles. Armaban un montón de ruido pero no hablaban, no sé si me explico…

Los ruidos se repitieron durante las noches siguientes, y en una ocasión Coralette pasó junto a su habitación cuando el visitante debía de estar dormido, «porque roncaba de una forma terrible». Unas semanas después oyó que alguien subía la escalera y luego el ruido de la puerta.

—Bueno, yo no soy de las que se pasan la vida husmeando —afirmó—, pero cuando pasó por delante de mi habitación, le eché una mirada por el ojo de la cerradura. No vi gran cosa, porque el pasillo estaba más oscuro que el pecado, pero me pareció que no llevaba pantalones.

Una noche de abril se encontró con la chica al salir del cuarto de baño.

—Hacía cara de estar enferma, dijo que sentía como si tuviera gusanos dentro, y le dije que entrara en mi habitación para descansar unos minutos. Tengo un hornillo y le calenté una lata de sopa de judías. La pobre niña es tan retrasada que ni sabe cómo dar las gracias, pero se la tomó toda. Antes de que se fuera le pregunté qué tal se encontraba y me dijo que se sentía mucho mejor. Dijo que nos haríamos amigas, y también me dijo que tenía un novio nuevo. Daba la impresión de estar muy orgullosa de él.

Durante las últimas dos semanas nadie la había visto, aunque de vez en cuando Coralette la oía moverse por su habitación.

—Parecía estar sola —nos explicó—. Pensé que estaba empezando a sentar la cabeza y que por fin se había decidido a seguir el tratamiento de rehabilitación, pero la señora del centro ha venido hoy al hotel y ha dicho que la chica lleva más de un mes sin aparecer por allí.

Intentaron abrir su puerta y descubrieron que estaba cerrada con llave. Llamar no sirvió de nada, y los gritos de Coralette tampoco obtuvieron respuesta. Los ocupantes de otras habitaciones empezaron a ponerse nerviosos y acabaron llamando al encargado, quien abrió la puerta con su llave maestra.

Coralette nos dijo que la habitación se encontraba en un estado lamentable.

—Todas las paredes estaban manchadas de algo que olía fatal, y al entrar tenías que taparte la nariz.

Encontraron a la chica en el centro de la habitación, desnuda y colgada de la lámpara. Lo más extraño era que sus pies tocaban el suelo; debió de mantener las piernas flexionadas hasta morir.

—Supongo que ese hombre suyo acabó abandonándola. —Coralette meneó la cabeza, apenada—. Es terrible. Dejarla tirada de esa forma, sobre todo cuando pienso en lo orgullosa que estaba ella… Decía que nunca había tenido un novio blanco.

Miércoles 29 de junio

Soy de los que creen que las mañanas se han hecho para dormir, y tanto cuando era estudiante como ahora que soy profesor, siempre he intentado organizarme las clases para que me dejaran disponer libremente de las primeras horas del día. Nunca cojo el metro antes de las diez o las diez y media, junto con los ejecutivos, la gente que va de compras y los vagos. Pero una mañana, poco antes de casarme, salí del piso de Karen y cogí el metro a las siete y media. En seguida supe que me hallaba entre una gente totalmente distinta, lo que casi habría podido llamarse otra tribu; lo noté en sus ropas de trabajo, en la ausencia de corbatas y en que llevaban bolsas de papel marrón y fiambreras en vez de maletines. Aun así, me hicieron falta varios minutos para captar una diferencia más sutil: en vez del Times, las personas que me rodeaban leían el Daily News, y de vez en cuando acompañaban su lectura con un lento movimiento de los labios.

Da la casualidad de que el Daily News era la lectura favorita de mi abuelo; de hecho, era la única, dejando aparte alguna que otra revista dedicada a las carreras de caballos.

—¿Has visto la historia de la página nueve? —me preguntó, agitando el periódico ante mi cara.

Hacía una tarde tan cálida que agradecí aquel leve soplo de aire. El padre Pistacho, mi abuelo y yo estábamos sentados en el portal del edificio de Pistacho, igual que los tres sabios de la fábula. Acababa de llegar y aún estaba sudando a causa de la caminata. No sé por qué, pero a los ancianos el calor no les molestaba tanto como a mí; anhelaba volver junto a mi aparato de aire acondicionado.

—¿Lo reconoces? —dijo mi abuelo, señalando una foto emparedada entre una elegía al proyecto del bombardero B-1, que corría peligro, y un perfil biográfico de Menahem Begin—. ¿Ves? ¡Te apuesto a que no puedes encontrar este tipo de cosas en tu Times!

Examiné la foto. Estaba bastante oscura y había salido algo borrosa, pero reconocí la fachada del hotel Notre Dame.

—Caramba —dije—, tendremos que mandársela a Coralette.

La semana anterior había hecho sus maletas sin avisar a nadie y se fue a casa de una hermana suya que vivía en Carolina del Sur, persignándose y murmurando algo sobre los «chicos blancos» que no paraban de romper las luces de los pasillos. Obtuve esos detalles por medio de mi abuelo, pues mi esposa y yo habíamos pasado la semana sin acercarnos por allí. Ni siquiera había podido despedirme de ella.

—No sé —dijo mi abuelo—. No estoy muy seguro de que quiera leer esto…

El artículo —«Tumba acuática para unos quintillizos»— era poco más que un titular ampliado. Hablaba de los «cinco minúsculos cadáveres…, encogidos y malolientes», que habían sido descubiertos en una zona inundada del sótano del hotel cuando unos trabajadores de la Con Ed investigaban la rotura de un cable eléctrico. Los cinco cadáveres mostraban las mismas trazas de «albinismo y terribles defectos prenatales», dándole al News la ocasión de referirse a ellos como «los quintillizos condenados a no sobrevivir» y permitiéndole especular sobre la causa de su muerte; las «causas orgánicas» parecían las más probables, pero aún no se había podido descartar el que hubieran sido ahogados o incluso estrangulados. El artículo terminaba así: «Debido al avanzado estado de descomposición, no ha sido posible determinar la edad de los bebés en el momento de la muerte, ni si eran varones o hembras. Los funcionarios del Departamento de Bienestar Infantil de la policía, recientemente remodelado, dicen que pese a los recientes recortes presupuestarios ya están siguiendo varias pistas».

—Qué horrible —dije, devolviéndole el periódico a mi abuelo—. Me alegra que Karen no lea esta clase de cosas…

—Pero yo le he traído una cosa que quizá le guste.

El padre Pistacho me enseñó un librito de tapas anaranjadas encuadernado en una sustancia brillante que imitaba tela. Tenía uno de esos toscos lomos al estilo británico que son un poco más largos que la cubierta; estaba claro que había sido impreso en el extranjero o que era una edición privada. No tardé en descubrir que el libro reunía esas dos características: era la edición costarricense de su «Comentario sobre santo Tomás».

—Es un regalo —dijo, poniéndolo en mi mano con suma reverencia—. Para usted, y también para su esposa. Lo he dedicado a los dos.

En la primera hoja, escrito con una caligrafía anticuada y algo temblona, había escrito: «A mis queridos amigos norteamericanos: con ayuda difundiré la verdad entre todos los lectores de su país», y debajo ponía «“Andamos a ciegas igual que niños en una caverna, pero aunque nos extraviemos, saldremos de las tinieblas y llegaremos a la luz” Tomás, 15,1».

Se lo leí en voz alta a Karen después de cenar mientras estaba en la cocina lavando los platos.

—Vaya —dijo ella—, realmente está decidido a publicar ese libro suyo. Por lo que me cuentas parece un fanático.

—Cosas de la vejez, nada más.

Empecé a pasar las páginas buscando ilustraciones, pues mi español estaba muy oxidado y no tenía ganas de luchar con el texto. Dos aztecas con un tallo de maíz pasaron velozmente ante mí, seguidos de dibujos de una punta de flecha, un mamut lanudo y algo que se parecía a esas aletas de goma que utilizan los buceadores. «El guante de un usurpador», se leía debajo de este último. Tenía un aspecto familiar; probablemente habría visto algo semejante en la piscina de la YMCA. Pasé la página y encontré un mapa.

—¿Ves esto? —dije, enseñándole el libro a mi mujer—. Un mapa que muestra de dónde vinieron sus antepasados: cruzaron toda Nicaragua y siguieron subiendo.

—Mmmm.

—Y aquí tienes un mapa de esa famosa ciudad perdida…

—Parece algo salido de Flash Gordon.

Volvió a concentrarse en los platos.

—… y una sección transversal del gran templo.

Le lanzó una mirada llena de escepticismo.

—Cariño, ¿estás seguro de que ese viejo no te está tomando el pelo? Juraría que esto es una reproducción de la pirámide de Gizeh… Puedes encontrarlas en cualquier libro de texto, las he visto docenas de veces. Debió de echar mano de una fotocopiadora y… Santo Dios, ¿qué es eso?

Estaba señalando un dibujito de la página siguiente. Logré descifrar lo que ponía debajo.

—Eso es… Hum, déjame ver. «La cabeza de un usurpador»… Oh, ya sé, debe de ser uno de esos cascos que llevaban los invasores. Supongo que era una especie de máscara usada en los combates.

—¿De veras? Pues se parece mucho a la cabeza de una solitaria. Apuesto a que la tomó prestada de un viejo libro de biología.

—Oh, no seas tonta. El padre Pistacho jamás se rebajaría a cometer semejantes indignidades…

Volví a la sala con el ceño fruncido, sin apartar los ojos de la página. El dibujo parecía devolverme la mirada. Tuve que admitir que tenía razón. Desde luego, no se parecía a ninguno de los cascos que yo conocía: las extrañas proporciones del rostro, con grandes espacios vacíos cubiertos de minúsculas protuberancias allí donde tendrían que haber estado los ojos (a no ser que aquellos dos puntitos representaran los ojos), la «boca» redonda y llena de arruguitas, con hileras de «dientes» parecidos y garfios…

Cerré el libro, fui hasta la ventana y miré por entre los barrotes. La oscuridad había caído sobre la calle sólo una hora y media antes, pero el mundo de allí fuera parecía totalmente transformado.

De día el barrio resultaba bastante agradable; vivíamos en lo que se consideraba un edificio «respetable»…, al menos, nuestra mitad lo era. La acera quedaba justo delante de nuestras ventanas, a la altura del suelo que pisaba. Vivir en la planta baja quiere decir que ahorras bastante en alquiler, y los años habían hecho que acabara conociendo toda aquella zona. Sabía que los cubos de basura estaban agrupados igual que centinelas junto a la calzada, y que el gran picaporte de bronce del edificio remodelado que teníamos enfrente reflejaba la luz de la farola. Sabía cuál de los frágiles arbolitos de la acera no había echado brotes aquella primavera y dónde había aparcado un Mercedes, y conocía el aspecto de la gente que vivía tras las ventanas de enfrente.

Pero mientras observaba la noche me di cuenta de que en media hora un barrio puede cambiar mucho, y que el cambio puede ser tan considerable como el que tiene lugar en media manzana. En cuanto anochece el barrio se transforma en un sitio distinto: es otro barrio que coexiste con el primero y que sólo está separado de él por unos cuantos minutos. En el primer barrio todo es conocido, pero el otro es un lugar de incertidumbres. El primero es un refugio seguro, el otro es…

Ya era hora de correr las cortinas pero, sin saber por qué, no me decidía a hacerlo. En vez de eso, alargué el brazo y apagué el ruidoso aparato del aire acondicionado que traqueteaba en la ventana contigua. En cuanto se hubo callado, los sonidos del exterior parecieron subir de volumen e inundaron la habitación. Oí el chirriar de los grillos, y el tráfico, y la vibración de unos tambores lejanos. En algún punto de la oscuridad había gente que chasqueaba los dedos y meneaba la cabeza siguiendo el ritmo; puede que incluso estuvieran bailando pero, sin saber por qué, eso hizo que los sonidos me parecieran curiosamente ominosos. Mis ojos iban de un lado a otro, pasando de las sombras proyectadas por las farolas a la hilera de extraños árboles oscuros… y a ese tramo amenazador de acera que había dejado de ser familiar, la acera que en cualquier instante podía animarse con alguna presencia capaz de todo.

Di un paso atrás para correr las cortinas. El movimiento de mi pálido reflejo en el cristal hizo que me sobresaltara, y de repente tuve una visión decididamente muy poco científica, que sin duda me había sido inspirada por aquel dibujo del libro: vi un grupo de inmensas solitarias blancas cuyos cuerpos eran tan grandes como los de un hombre, y las solitarias avanzaban ciegamente hacia el norte, acercándose despacio a Nueva York…

Miércoles 6 de julio

—Fue horrible. Horrible.

—¡Dígamelo a mí! Debió de ser una auténtica pesadilla.

Doblé el periódico y me erguí en el asiento, intentando oír algo por encima del zumbido del ventilador. El vestíbulo se hallaba desierto, salvo por un anciano que dormitaba en un rincón y dos abuelas que hojeaban una revista; una tercera abuela estaba sentada a su lado igual que si esperara el autobús. Por el espejo podía ver a la señorita Pascua y al señor Calzone hablando en el despacho que había a mi espalda. Intentaban no levantar la voz.

—¿Conoce los…, eh…, los detalles?

—No. Sólo sé lo que leí en el News de ayer. Oh, claro, en la cocina no se habla de otra cosa. Ya sabe cómo es esa gente… La policía habló con casi todos y se creen que han actuado en un episodio de Kojak, pero nadie sabe gran cosa. No he visto a la señora Hirschfeld en toda la semana.

—Su hija vino a llevársela el lunes por la mañana. No creo que vuelva.

Me había enterado del incidente la noche pasada y yo también tuve el mismo impulso. Telefoneé a mi abuelo y le pregunté si quería marcharse. Parecía enfadado y algo preocupado, pero me dijo que no deseaba marcharse de la residencia. Estaba convencido de que allí se hallaba tan a salvo como en cualquier otro sitio. Habían contratado a un nuevo guardia para vigilar la entrada, y los residentes habían recibido instrucciones de cerrar sus puertas con llave.

—Aún no han terminado con la habitación —estaba diciendo la señorita Pascua—. Siguen yendo de un lado para otro con sus bolsas, su equipo y sus trastos… Y además tenemos a los de la Con Ed en el sótano. Esto parece un auténtico manicomio.

—¿Y la señora Rosenzweig?

—Ah, la pobrecita sigue en San Lucas. Yo me encargué de telefonear a la policía. Me enteré de todo.

—Ah, sí. Debió de ser muy desagradable, ¿no? —Parecía estar bastante nervioso.

—Fue espantoso. Dijo que estaba profundamente dormida y que algo la despertó. Supongo que, fuera lo que fuese, debía de hacer bastante ruido; ya sabe que el aparato del aire acondicionado arma un jaleo terrible.

—Bueno, no olvide que ella no tiene esa clase de problema. Posee un oído muy fino.

—Sí, supongo que así es. Dijo que oyó a alguien roncando. Al principio no debió de extrañarse demasiado. Pensó que era la señora Hirschfeld, la de la habitación contigua, y trató de volver a dormirse. Pero se dio cuenta de que el ronquido cada vez era más fuerte y daba la impresión de estar acercándose, así que gritó: «Elsie, ¿eres tú?». Verá, se sentía bastante confundida, no sabía qué estaba pasando, y pensó que quizá la señora Hirschfeld fuera sonámbula. Pero los ronquidos no paraban y se iban acercando a la cama, cada vez estaban más cerca…

La puerta del ascensor se abrió con un chasquido metálico y varios hombres y mujeres salieron de la cabina. Hice el gesto de levantarme pero me di cuenta de que el abuelo no estaba entre ellos. No había sido puntual ni una sola vez en toda su vida.

—Entonces empezó a asustarse…

La señorita Pascua se inclinó hacia adelante. Las siluetas del cuadro colocado sobre el marco de la chimenea parecían contener el aliento, como si no quisieran perderse ni una sola de sus palabras.

—… porque de repente se dio cuenta de que el ruido venía de varios sitios a la vez. Estaba a su alrededor, por todas partes, como si en la habitación hubiese docenas de sonámbulos. Alargó la mano y tocó un rostro casi pegado al suyo. Y la boca estaba abierta…, acababa de meterle los dedos dentro. Dijo que fue como meter la mano en una lata de conservas: tocó una superficie redondeada, muy húmeda y rodeada de dientecillos.

—Jesús…

—Y no podía gritar, porque uno de ellos le había puesto la mano sobre la cara y la apretaba. Dijo que su mano olía como algo salido de una cloaca. Sólo Dios sabe dónde había estado o lo que habría hecho…

Mis cejas casi salieron disparadas hacia el techo; estoy seguro de que debí de dar un bote en el asiento. Si lo que la señorita Pascua decía era cierto, yo sabía exactamente dónde había estado y lo que había estado haciendo. Estuve a punto de darme la vuelta y decirles algo, pero decidí seguir callado. Después tendría tiempo más que suficiente para hablar con quien fuese necesario; sí, esa misma tarde acudiría a las autoridades… Me recliné en el asiento, sintiéndome bastante complacido conmigo mismo, y seguí escuchando a la señorita Pascua, que parecía cada vez más nerviosa.

—Supongo que debió de resistirse con todas sus fuerzas, porque logró soltarse y empezó a gritar pidiéndole ayuda a la señora Hirschfeld. Dice que se puso a gritar «¡Elsie, Elsie!».

—¡No creo que le sirviera de mucho! Esa vieja está más sorda que una tapia.

—Oh, desde luego, siguió durmiendo sin enterarse de nada, y eso que estaba en la habitación de al lado… Pero los gritos de la pobre señora Rosenzweig debieron de ponerles nerviosos, porque la golpearon… y fuerte. ¡Oh, tendría que haber visto su cara! Y parece que le pasaron los brazos alrededor del cuello y…, bueno, estuvieron a punto de estrangularla, ya me entiende. La pobre se quedó quieta, intentando respirar, y entonces sintió como apartaban de un tirón las sábanas y la manta. Le dieron la vuelta hasta colocarla de bruces, apretándole la cara contra la almohada, y sintió sus manos en los tobillos, separándole las piernas… Le desgarraron el camisón, y entonces uno de ellos se lo subió hasta la cintura y…

La señorita Pascua hizo una pausa para recuperar el aliento.

—Jesús —dijo Calzone—, no estará insinuando que esos tipos… —Meneó la cabeza—. Debían de ser negros. Nadie más habría sido capaz de hacer algo semejante. Quiero decir… Bueno, a ellos tanto les da, todas las mujeres son iguales, no les importa que sean viejas o que se encuentren enfermas o lisiadas…, se conforman con que sean blancas. ¿Se ha enterado de lo que pasó en la calle Setenta y Seis, en uno de esos albergues de la beneficencia? Pillaron a un tipo que llevaba una media tapándole la cabeza y…

La puerta del ascensor volvió a abrirse y mi abuelo salió de la cabina. Me saludó con la mano y empezó a cruzar el vestíbulo. La señorita Pascua interrumpió a Calzone con una mueca de impaciencia y siguió hablando a toda velocidad, como si deseara llegar al punto culminante de su relato.

—Y dice que entonces oyó un ruidito junto a su oído, como si rascaran algo. Dice que le recordó el ruido que hace alguien cuando se frota las manos para entrar en calor, y entonces… Bueno, la verdad es que esa violación no se parece en nada a ninguna de las que he oído comentar… Dice que tuvo la sensación de que la abofeteaban. Sí, en serio, eso es lo que dijo.

Mi abuelo llegó con el tiempo justo de oír esas palabras.

—Dios —murmuró, meneando la cabeza—, es absolutamente increíble, ¿verdad? Una mujer de esa edad…, una pobre ciega indefensa…

—Y lo más horrible de todo —estaba diciendo la señorita Pascua— es que no dijeron absolutamente nada, le hicieron todo eso sin abrir la boca ni una sola vez…

Ojos que la edad había vuelto amarillentos se abrieron una fracción de centímetro más. Rostros arrugados se volvieron lentamente al verme pasar. Aquel día el segundo piso estaba atestado; tuve la sensación de abrirme paso por un mundo lleno de enanitos de jardín. Ancianos sentados en los bancos que había junto al ascensor, ancianos de pie por los pasillos, ancianos que conversaban en voz baja junto a la entrada de la sala de juegos… Eran los mismos que se congregaban cada mañana en el vestíbulo esperando la llegada del cartero, y los que empezaban a rondar la puerta del comedor horas antes de que llegase el momento de la comida, y allí estaban ahora, sin enterarse del calor, decididos a obtener su pequeña ración del drama que había empezado con los acontecimientos del domingo noche.

Me alegraba que mi abuelo no fuese uno de ellos. Al menos aún salía a la calle… Me había despedido de él un par de minutos antes, después de la habitual taza de café y la conversación con Pistacho, dejándole subir a su habitación para su acostumbrada siesta de la tarde. No le había hablado de mis sospechas o de lo que pensaba hacer. Jamás lo habría entendido.

Encontrar la habitación de la señora Rosenzweig fue bastante fácil; su parte del pasillo había sido separada del resto por un biombo de lona parecido a los que se usan en los hospitales para que los enfermos no se vean los unos a los otros y para que los vivos no puedan ver a los muertos. Un grupito de residentes hablaba en susurros delante del biombo, como si esperaran el momento de pasar al otro lado para asistir a algún espectáculo. Me lanzaron miradas de interés; supongo que durante los últimos días habían visto llegar a todo un torrente de detectives y fotógrafos de la policía, y debieron de tomarme por uno de ellos.

—¿Todavía no les han cogido? —me preguntó una anciana.

—Todavía no —dije—, pero es muy posible que pronto tengan alguna pista.

Sí, la tendrían; yo mismo iba a encargarme de proporcionársela. Supongo que debí de parecerles bastante seguro de lo que decía, pues se apartaron respetuosamente para abrirme camino, y cuando dejaba atrás el biombo oí como se repetían los unos a los otros: «Una pista, dice que tienen una pista».

—La puerta de la señora Rosenzweig estaba entornada. La ventana se hallaba abierta y el sol inundaba la habitación. En el interior había sentados dos hombres bastante corpulentos y sudorosos, que escuchaban la transmisión radiofónica de un partido de los Yankees. No iban de uniforme: uno llevaba una camisa a cuadros de manga corta, el otro una camiseta y pantalones cortos, pero el de la camisa a cuadros, que parecía el más joven, lucía una insignia plateada en el bolsillo de la camisa. Se estaban riendo de algo ocurrido durante el partido, pero sus sonrisas se esfumaron nada más verme aparecer en el umbral.

—Eh, amigo, ¿tiene alguna razón para estar aquí? —me preguntó el de la insignia. Se puso en pie, apartándose del alféizar donde había estado sentado.

—Bueno, no es nada muy importante. —Entré en la habitación—. Quería hablar con ustedes sobre algo que quizá se les haya pasado por alto, nada más. Estaba en el vestíbulo a primera hora de la mañana y oí lo que decía una mujer que trabaja aquí…

—Eh, eh, pare el carro, no vaya tan de prisa —dijo él—. Empiece contándome por qué le interesa tanto todo este asunto.

Intenté hacerme oír por encima del clamor de la radio (ninguno de los dos hombres parecía estar muy dispuesto a apagarla) y les expliqué que había venido para visitar a mi abuelo, que se alojaba en la residencia.

—Vengo casi cada semana —les dije—. De hecho, hasta conocía un poco a la señora Rosenzweig y a su compañera de habitación.

Vi como los dos policías intercambiaban una veloz mirada de soslayo. («Oh, Dios mío —pensé—, ¿y si a este par de bastardos se les ocurre pensar que he sido yo?»), pero mi ataque de paranoia no duró mucho, pues me di cuenta de que sus expresiones pasaban de la cautela a la indiferencia y la más clara impaciencia a medida que les iba repitiendo lo que había dicho la señorita Pascua.

—Dijo algo sobre un olor muy desagradable, una especie de «olor a cloaca», y entonces pensé…, no sé, quizá ya hayan hecho alguna averiguación al respecto, pero… Bueno, pensé que el grupo más lógico de sospechosos podía estar aquí al lado. —Señalé hacia la ventana abierta y el agujero marrón de la zanja para el alcantarillado que se extendía a lo largo de la acera igual que una herida—. ¿Comprenden? Deben de llevar más de un mes trabajando en el alcantarillado y probablemente tenían acceso al edificio.

El hombre de la camiseta había dejado de escucharme y estaba siguiendo el partido. El otro policía me dirigió una desganada inclinación de cabeza.

—Oiga, señor, estamos comprobando todas las posibilidades, créame —me dijo—. Puede que a usted no se lo parezca, pero estamos siendo muy concienzudos.

—De acuerdo, sí, me parece estupendo, siempre que tengan intención de hablar con ellos…

El hombre de la camiseta alzó la cabeza.

Tenemos intención de hablar con ellos —dijo—. Se está haciendo. Le agradecemos el que haya venido. Y ahora, ¿por qué no nos da su nombre, dirección y número de teléfono por si necesitamos ponernos en contacto con usted? —Alargó la mano y subió el volumen de la radio.

Su compañero fue anotando lentamente todos mis datos; parecía mucho más interesado por la ortografía de mi apellido que por cualquier otra cosa que pudiera decirle. Mientras escribía me dediqué a contemplar la habitación: las manchas de la escayola, las cortinas de un amarillo descolorido, la bolsita con pétalos de lila secas que había sobre el tocador y la colección de cajitas de música colocada encima de un estante. No parecía la escena de un crimen, dejando aparte las tiras de cinta adhesiva negra que te hacían fijarte en ciertas partes del suelo y las paredes. El interruptor de la luz estaba enmarcado por cuatro tiras de cinta adhesiva, y otras cuatro rodeaban una lámpara de mesa caída en el suelo, seguramente destinada a posibles invitados. Junto a ella había un reloj sin tapa de cristal: las manecillas quedaban al aire para que una persona ciega pudiese saber qué hora era. La cama también estaba rodeada de cinta adhesiva, y tanto las sábanas como la manta seguían hechas un revoltijo. La luz del sol que entraba por la ventana hacía que resultara difícil imaginarse lo que había ocurrido allí: la anciana, la oscuridad, los sonidos…

El policía más joven cerró su bloc, me dio las gracias y me acompañó hasta la puerta. Más allá, el biombo de lona impedía ver nada, aunque por el espacio situado entre la parte inferior y el suelo vi una fila de zapatitos con la puntera cuadrada, y oí el agudo parloteo de las ancianas. Bueno, me dije, puede que no consiga llegar a ser Sherlock Holmes, pero al menos he cumplido con mi deber.

—Le llamaremos si nos hace falta para alguna cosa —dijo el policía, y casi me cerró la puerta en las narices.

El movimiento de la hoja hizo que viera por primera vez las cuatro tiras de cinta colocadas en la parte superior; formaban un cuadrado de unos treinta centímetros de lado dentro del cual había algo que me resultó familiar.

—Espere un momento —dije—. ¿Qué es eso?

La puerta volvió a abrirse. El policía miró hacia donde yo le señalaba con la mano.

—No lo toque —me dijo—. No lo sabemos, estaba en la puerta. Esa cinta es para los fotógrafos y los de las huellas dactilares.

Me puse de puntillas para verlo más de cerca. Sí, ya lo había visto antes: la madera había sido arañada, y en el centro de las señales se veía el tosco perfil de lo que parecía una hoja de acebo con cinco puntas. Los arañazos y rayas estaban repartidos alrededor de aquella especie de hoja, pero no eran demasiado profundos.

—Oiga, vi algo igual hace unas semanas en la pared de la lavandería —dije.

—Sí, el superintendente ya nos lo ha contado. ¿Alguna cosa más?

Meneé la cabeza. No me acordé de que había visto ese dibujo en un tercer sitio hasta unas cuantas horas después, en la soledad de nuestro apartamento.

Dicen que la noche recuerda lo que el día olvida. Cogí el librito naranja toscamente encuadernado y empecé a hojear los dibujos. Allí estaba esa misma silueta, en aquellos guanteletes parecidos a aletas de goma que llevaban los usurpadores de Pistacho.

Me puse en pie, me hice un té y volví a la sala. Karen aún no había salido de su clase de los miércoles y no llegaría hasta poco antes de las diez. Estuve sentado durante bastante rato con el libro abierto sobre mi regazo, escuchando el tranquilizador tintineo metálico del aparato del aire acondicionado, que ahogaba los ruidos de la noche. Un recuerdo acudía una y otra vez a mi mente: de niño me gustaba coger un lápiz y reseguir los contornos de mi mano. Sabía que todos los niños aprenden a hacer ese mismo dibujo.

Me pregunté qué aspecto tendría en realidad si el niño tuviera las manos palmeadas.

Miércoles 13 de julio

Hay cosas que se supone que no ocurren nunca antes de medianoche. Hay ciertas categorías de acontecimientos —algunos encuentros y descubrimientos sorprendentes, ciertos crímenes— para los que la simple oscuridad no parece bastante. Sólo después de medianoche, cuando casi todo el mundo está dormido y las leyes de lo corriente han quedado en suspenso…, sólo entonces estamos preparados para entrar en contacto con lo imposible, por breve que sea ese contacto.

Pero aquella noche lo imposible no esperó.

El sol se había ocultado hacía una hora. Eran las nueve y veinte. Mi abuelo y yo estábamos sentados en su habitación, algo nerviosos, y escuchábamos las noticias de la radio, esperando la información meteorológica. Los últimos tres días habían sido excepcionalmente cálidos, pero esa noche la atmósfera estaba cargada de esa tensión que anuncia la lluvia. En la ventana que había junto a nosotros ronroneaba un viejo aparato de aire acondicionado, cuyo estrépito intentaba competir con el ruido de la salsa y la música soul que llegaba desde abajo. La parte norte de la ciudad se iluminaba de vez en cuando con el lejano resplandor de los relámpagos, que encendían el cielo evocando un bombardeo distante.

Estábamos esperando al padre Pistacho, que ya llevaba varios minutos de retraso. Yo había prometido llevarles a un recital de flauta que iba a celebrarse en la sinagoga Ohav Sholom, en la calle Ochenta y Cuatro, al otro lado de Broadway. Habría mucho público, o eso pensaba el abuelo. Según sus cálculos, la «parte aburrida» —es decir, el recital de flauta— se acabaría en seguida y con un poco de suerte llegaríamos justo cuando empezaran a servir los aperitivos. Me pregunté si Pistacho aparecería con el alzacuello puesto y qué opinarían de eso en la sinagoga.

La radio dio la hora. Eran las nueve y veintidós minutos.

—¿Qué demonios estará haciendo? —exclamó mi abuelo—. Ya tendríamos que haber salido… Las señoras siempre se van pronto. —Se levantó de la cama—. ¿Qué opinas de mi camisa? ¿Voy bien o crees que he de ponerme otra?

—No llevas calcetines.

—¿Qué? —Se miró los pies—. ¡Oy gevalt, a este paso no me acordaré ni de mi nombre! —Se dejó caer en la cama, poniendo cara de abatimiento, pero en seguida volvió a levantarse de un salto—. Ya sé dónde están esos malditos calcetines. Los puse con la ropa sucia de Esther Feinbaum. —Fue hacia la puerta.

—Espera un momento —dije yo—. ¿Adónde vas?

—Abajo, a la lavandería. No tardaré ni un minuto.

—¡No digas tonterías! ¿Por qué quieres bajar a la lavandería? —Intenté contener mi exasperación—. Oye, en tu cajón hay montones de calcetines. Karen acaba de comprarte unos cuantos pares, ¿recuerdas? Tus calcetines sucios pueden esperar hasta mañana.

—Puede que mañana no sigan allí. La vieja Esther siempre los deja colgados delante de las secadoras. ¡Dice que no le gusta tener ropa de hombre en su habitación! —Sonrió—. De todas formas, no puedes entenderlo… Son mis calcetines de la suerte, los que me hizo tu madre. Los he lavado para ponérmelos esta noche y no pienso irme sin ellos.

Le vi salir por la puerta. Me pareció que estaba envejeciendo muy de prisa, y a cada semana que pasaba daba la impresión de moverse más despacio.

—Son las nueve y veinticinco —dijo la radio.

Fui hasta la ventana y miré hacia abajo. La acera estaba llena de gente: bebían, bailaban o estaban sentados en el portal, pero no había ni rastro de Pistacho. Había dicho que me traería «nuevas pruebas» de su teoría y traté de imaginarme en qué podían consistir. Quizá pensaba traerme a un rabino que hablaba con acento de Costa Rica, o el cráneo de un Xo Tl’mi-go. Pensándolo bien, quizá se conformaría con una foto de su nuca… Me quedé un rato ante la ventana, sintiendo la fría caricia del aparato del aire acondicionado, y observé el lejano resplandor de los relámpagos. Después volví a sentarme y escuché las noticias. Karen ya habría salido de su clase en el instituto Lehman del Bronx y empezaría el trayecto de vuelta a casa. Me pregunté si estaría lloviendo por allí. La radio no había dicho nada al respecto.

Y nueve minutos después empezó todo. Las luces de la habitación perdieron intensidad, parpadearon y acabaron apagándose. La radio enmudeció. El aparato del aire acondicionado emitió un último traqueteo y se paró.

Me dejé envolver por la oscuridad, sintiendo una leve irritación. Recuerdo que lo primero que me pasó por la cabeza fue que aquello debía de ser cosa del abuelo; era la típica persona capaz de fundir los plomos y dejar todo un edificio a oscuras haciendo algo tan sencillo como abrir una centrifugadora. Oh, sí, pensé, ¡muy propio de él!

En el desacostumbrado silencio que siguió al apagón oí primero un grito de miedo y luego otro: venían del pasillo. Instantes después oí gritos desde la calle. Sólo entonces me di cuenta de que el apagón era general y no se limitaba al edificio. Toda la ciudad se había quedado a oscuras.

Aun así no pensé que la cosa fuera demasiado grave. Ya habíamos tenido muchos apagones veraniegos y sabía lo que podía esperar. El suministro eléctrico de la ciudad sufriría unas cuantas oscilaciones debido a la sobrecarga: las luces parpadearían, los relojes se atrasarían, los tocadiscos se irían frenando poco a poco, con lo que las voces se convertirían en gruñidos…, y la corriente volvería unos segundos después. Luego recibiríamos las advertencias de costumbre diciéndonos que procurásemos ahorrar fluido y no usar demasiados aparatos eléctricos a la vez, y todo el mundo pondría el aparato del aire acondicionado un par de grados más bajo. Puede que esa noche el problema fuese algo más severo, pero de todas formas no había por qué ponerse nervioso. La Con Ed lo arreglaría todo dentro de unos instantes. Siempre lo habían hecho…

Empezaba a tener calor. Encendí y apagué la lámpara un par de veces, sintiendo esa mezcla de incomprensión y resentimiento que nos invade cuando un objeto con el que estamos familiarizados, y que se supone que ha de funcionar, deja de hacerlo de una forma tan repentina como misteriosa. Bueno, bueno, pensé… La Máquina Se Para. Fui hasta la ventana, la abrí y me asomé a la oscuridad. La calle se había quedado sin luces y la acera que tenía debajo resultaba casi invisible; era como si estuviese contemplando un patio o un río, aunque podía oír el nervioso parloteo de varias voces, arrastrar de pies, y puertas que se cerraban de golpe. Los edificios eran más fáciles de ver, y parecían haberse convertido en inmensos monolitos negros que se recortaban contra un cielo de tinta, con un delgado gajo de luna asomando por el horizonte. Nueva Jersey seguía iluminada, y el resplandor de sus luces se reflejaba en el Hudson, pero allí la única claridad procedía de las hileras de coches que avanzaban lentamente por la Amsterdam y Broadway. Sus faros me permitieron ver los rostros de la gente que, como yo, se había asomado a las ventanas de algunos edificios y que contemplaba el panorama con una variada gama de expresiones, que iban del asombro al miedo pasando por la curiosidad. Desde la calle me llegó un ruido de cristales rotos.

Aquel ruido hizo que empezara a ponerme algo nervioso. No estaba preocupado por Karen —sabía que conseguiría llegar a casa sin problemas—, y no me cabía duda de que si Pistacho todavía no había salido de su casa, tendría el sentido común suficiente para quedarse quieto hasta que volviera la luz.

Pero el abuelo…, eso ya era otra cosa. El anciano podía estar atrapado en las tinieblas de la lavandería sin un solo sonido o rayo de luz que pudiera guiarle. Quizá no pudiese encontrar la puerta; quizá estuviera aterrado. Tenía que ir a buscarle. Fui a tientas hasta la mesilla de noche, cogí una cajita de cerillas que había junto al soporte de sus pipas, me la metí en el bolsillo y empecé a avanzar lentamente por el corredor.

En cuanto hube salido de la habitación pude oír como los residentes se llamaban unos a otros desde los umbrales con voces temblorosas y asustadas.

—¡«Frito»! —gritaban—. ¿Dónde está «Frito»?

Seguí avanzando hacia la escalera, deslizando cautelosamente los pies por las pulidas baldosas del suelo.

—¿«Frito»? ¿Es usted, «Frito»? —gritó una anciana cuando pasé junto a ella. Parecía estar al borde del pánico. Al oírla, todos los residentes del pasillo se pusieron a gritar al unísono.

—¿Es un apagón, «Frito»? ¿Tiene una linterna? ¡«Frito», quiero llamar a mi hijo!

—¡Cállense, por el amor de Dios! —grité—. No soy «Frito»…, ¿lo ven? —Encendí una cerilla delante de mi cara, lo que probablemente me dio el aspecto de un cadáver—. Y ahora, quédense en sus habitaciones y no pierdan la calma —añadí—. Volveremos a dar la luz tan pronto como nos sea posible.

Avancé a tientas hasta dejar atrás el ascensor, que ahora no servía de nada, y seguí hasta llegar al comienzo de la escalera, donde encendí otra cerilla. El primer escalón estaba justo delante de mi pie. Me agarré a la barandilla y empecé a bajar.

De niño le tenía mucho miedo a la oscuridad…, o, para ser más preciso, a los monstruos. Sabía que sólo existían en las películas, pero cuando estaba a oscuras, solía pensar que yo también podía estar actuando en una película y que, sin saberlo, quizá incluso me hubiera correspondido el horrible papel de víctima. Había dos cosas que las víctimas de las películas no hacían nunca, al menos (ay) en mis tiempos: no blasfemaban, y jamás pronunciaban el nombre de ningún producto comercial. Saberlo me había hecho concebir un truco muy ingenioso que me ayudaba a conservar el coraje: cada vez que me veía obligado a desafiar los terrores de la oscuridad, ya fuera en el sótano, en la buhardilla o en mi propia habitación, canturreaba las palabras mágicas «Joder» y «Pepsi-Cola», sabiendo que así estaría a salvo.

Pero ahora ya no estaba tan seguro de que esas palabras —o cualquier palabra, fuera cual fuese la lengua en que la pronunciara— siguieran siendo efectivas. La magia ya no era lo que solía ser; tendría que conformarme con ir poniendo un pie detrás del otro y seguir adelante.

Los ecos de las voces subían por el hueco de la escalera: gente que pedía ayuda, o velas, o saber qué estaba pasando. Cada vez que llegaba a un piso los gritos se hacían un poco más potentes, e iban disminuyendo cuando pasaba al piso siguiente. Mantuve mis dedos pegados a la barandilla, y cuando llegaba a la parte del rellano en que no la había, tenía que seguir avanzando a tientas. El octavo piso quedó a mi espalda, y luego el séptimo; fui contándolos mentalmente. El sexto… El quinto… En el cuarto piso vi una luz que se movía por debajo de mí y oí el eco de unos pasos que subían por la escalera. La luz se desvió, entró en una puerta y desapareció. Un piso más abajo oí la voz de Calzone y vi el haz luminoso de una linterna que se iba alejando por el pasillo.

—No, no pueden ir a ningún sitio —estaba gritando—, de aquí a Westchester no hay ninguna luz. La Con Ed dice que están trabajando en la avería. No tardarán mucho en arreglarla. —Esperaba que estuviese en lo cierto…

Cuando llegué al segundo piso empecé a oír un ruido que no logré identificar: era una especie de golpeteo rítmico que llegaba de abajo, algo parecido al ruido que haría una persona que golpease un ataúd. Ni siquiera sabía de dónde venía, a menos que fuera de la misma pared, pues a medida que bajaba, el golpeteo se fue haciendo más fuerte, y alcanzó su máxima potencia cuando me hallaba entre un piso y otro…; después, a diferencia de las voces, empezó a debilitarse. Cuando llegué al primer piso ya casi había desaparecido, ahogado por los ruidos de la calle.

Daba la impresión de que estaban celebrando una fiesta o una algarada. Oí gritos, risas y música latina, que debía de brotar de algún cassette a pilas. También oí ruido de cristales rotos y lo que al principio tomé por disparos, pero en seguida comprendí que no eran sino petardos sobrantes de la fiesta del Cuatro de Julio. Pese al estrépito de la calle el vestíbulo presentaba un curioso aspecto de vacío y desolación, como si fuera un palacio abandonado en tiempos de guerra. La curvatura de la escalera hizo que pudiera ver el gran espejo de la pared y los confusos reflejos de los maceteros, la repisa de la chimenea y los sillones de cuero, en los que no había nadie sentado. El vestíbulo estaba iluminado por una parpadeante linterna colocada en el cuartito de la entrada. El nuevo guardia de seguridad se hallaba de pie junto a ella, hablando con un grupo de oscuras siluetas que ocupaban el umbral. Recuerdo haberme preguntado si acabaría teniendo que mantener a raya al vecindario, y si sería capaz de conseguirlo.

Pero en aquel momento eso no me pareció importante. Logré encontrar el siguiente tramo de barandilla y seguí bajando. La luz de la linterna no tardó en desvanecerse, y volví a verme sumido en la más absoluta oscuridad. Los ruidos del primer piso parecían haber quedado muy atrás; aunque iba muy despacio, cada paso despertaba un suave eco en las paredes. Unos segundos después llegué al final de la barandilla y supe que estaba en el rellano. Me detuve a recuperar el aliento y puse la mano sobre la pared de cemento, sintiendo su aspereza en las yemas de los dedos. Hacía mucho calor; era como estar metido hasta el mentón en agua caliente, y tuve la sensación de que si daba otro paso más acabaría ahogándome. Metí la mano en el bolsillo, cogí la cajita de cerillas y encendí una. Las paredes se materializaron a mi alrededor. Empecé a sentirme un poco mejor, aunque mi mente recordó una vieja advertencia sobre alguien que se ahogó dentro de una caja fuerte cerrada porque había encendido cerillas hasta acabar consumiendo todo el oxígeno. Qué tontería, pensé, esto no es más que un sótano…, y fui hacia el último tramo de escalera.

Y, finalmente, mis pies tocaron el suelo del sótano. Encendí otra cerilla y vi el angosto pasillo que se perdía en la oscuridad. Fui por él y agucé el oído. Nada, ni un solo sonido. La cerilla me quemó los dedos y la dejé caer.

—¿Abuelo? —grité, con esa voz algo incómoda de quien no sabe si va a obtener respuesta—. ¿Abuelo? —Creí oír un leve ruido hacia el final del pasillo, una especie de roce sobre el suelo de cemento—. ¡Todo va bien, en seguida estaré ahí!

Encendí otra cerilla y fui hacia la puerta de la lavandería. Aún me faltaba un poco para llegar a ella pero ya notaba el olor húmedo y dulzón de la colada, y también percibí otro olor, una pestilencia agridulce como la que podría brotar de un desagüe atascado. Los hombres de las cloacas, pensé, y meneé la cabeza.

La cerilla se apagó cuando aún me faltaban un par de pasos para llegar a la puerta. Extendí los brazos y traté de encontrarla. Oí un leve ruido al otro lado, como si alguien quisiera salir y estuviese arañando la puerta. Finalmente, mis dedos lograron encontrar el picaporte.

—No pasa nada —dije, haciéndolo girar—. Ya estoy aquí…

La puerta me estalló en la cara. Una masa confusa de cuerpos que se contorsionaban brotó del umbral, haciéndome caer al suelo, y pasó sobre mí igual que si fuera una ola. Recibí patadas y pisotones; traté de levantarme y sentí el contacto de unos miembros desnudos, toqué una carne blanda y gomosa y noté unas manos que se deslizaban sobre mi cuerpo con la fría viscosidad de las estrellas de mar. La turba acabó de pasar sobre mí en unos segundos y desapareció; oí el suave eco de sus pisadas alejándose por el pasillo que llevaba hacia la escalera.

Después, el silencio.

Me quedé tumbado en el suelo, exhausto, incapaz de creer que todo hubiese terminado. Sabía que dentro de unos minutos ni siquiera podría aceptar que lo ocurrido fuese real. Aunque habían dejado la pestilencia de las cloacas en mis fosas nasales, aquel grupo de cuerpos desnudos —fueran lo que fuesen, y fuera cual fuese el destino que habían tomado— ya empezaba a parecerme una loca pesadilla nacida de la oscuridad y el calor.

Pero el abuelo sí era real. ¿Qué le habrían hecho? Logré ponerme en pie, temblando y sintiendo que la cabeza me daba vueltas, y encontré el umbral de la lavandería. Entré y encendí una última cerilla. El suelo estaba húmedo y resbaladizo; las cuatro lavadoras estaban volcadas fuera de su sitio, como si fueran juguetes olvidados por un niño. No había ni rastro de mi abuelo.

Horas después le sacaron del ascensor —se había quedado atascado entre el primer piso y el segundo—, «Frito» con su palanqueta y Calzone encargándose de sostener la linterna, y lo único que se le ocurrió decir (agitando débilmente las dos prendas de tela oscura como si fueran trofeos) fue: «Encontré mis calcetines».

Mientras ocurría todo eso Karen estaba cincuenta manzanas más arriba.

A las nueve y media, ella y su amiga Marcia volvían a casa en el pequeño Toyota blanco de ésta después de su clase en el Lehman. Había un atasco en la calle Ciento Cuarenta y Cinco y Marcia se desvió hacia el sur por la avenida Lenox, dejando atrás el proyecto de Lenox Terrace y los bloques de viejos edificios de piedra caliza. Había bastante tráfico, pero aún así lograron avanzar con rapidez; un kilómetro y medio más abajo estaba Central Park, y una vez allí torcerían hacia el oeste. Hacía bastante calor, pero decidieron seguir con los cristales subidos y los seguros puestos. Después de todo, estaban en pleno centro de Harlem…

Y, de repente, las luces se apagaron igual que si un niño hubiera arrancado el cable del enchufe.

El pie de Marcia se lanzó instintivamente hacia el freno; el coche fue reduciendo la velocidad hasta quedar prácticamente parado. Los coches que tenían delante y detrás hicieron lo mismo, pero hubo algunos que no se detuvieron. Oyeron el ruido de un choque y el chirriar del metal al rajarse. Las bocinas empezaron a sonar, los parachoques entraron en contacto con los parachoques, y el tráfico acabó quedando totalmente colapsado. La hilera de faros dejó de moverse y detrás de ella no había nada salvo la oscuridad.

Pero la oscuridad no tardó en llenarse de siluetas.

—Oh, Dios mío —dijo Marcia—. ¡Mira!

La calle sumida en las tinieblas había sido invadida por hordas que salían de las casas gritando, dando palmadas y agitando los brazos como si se hubieran pasado toda la vida esperando aquel momento. El espectáculo les recordó una fuga de la cárcel, el final de la escuela, un día de liberación nacional. Vieron como un hombre muy alto salía corriendo de un portal y cruzaba la calle justo delante de su coche, con un salto de júbilo, agitando los pies en el aire igual que si fuese un bailarín de ballet, y su impulso era tan grande que le hizo pasar sobre la capota del coche; aterrizó unos segundos después al otro lado del vehículo y desapareció en la noche. Karen no llegó a verle el rostro, pero hubo una imagen que recordaría cada vez que alguien hablase del apagón: aquellas dos zapatillas deportivas blancas, suspendidas sobre el haz luminoso de los faros, flotando a un metro ochenta de altura, como si aquel instante no significara tan sólo la liberación de las leyes humanas, sino también que su propietario había conseguido escapar de la ley de la gravedad…

Era casi la una de la madrugada y aún no había logrado ponerme en contacto con ella.

Estaba sentado en el dormitorio del abuelo con el teléfono sobre mi regazo. El anciano roncaba junto a mí. Sólo llevaba unos minutos acostado, pero se quedó dormido en seguida: su odisea en el ascensor le había dejado agotado. Pero yo no podía imitarle. Estaba demasiado preocupado por Karen, y lo que ocurría al otro lado de la ventana no hacía sino aumentar mi preocupación. Oía gritos, cristales que se rompían, y pandillas de jóvenes invisibles iban y venían por las calles alardeando a gritos de las joyas, ropas y radios que habían robado. Una multitud se había congregado ante la tienda de empeños de la avenida Amsterdam, y tres negros muy corpulentos, desnudos hasta la cintura, intentaban destrozar la reja de seguridad que protegía el escaparate y la puerta mientras otros hombres con linternas les animaban. El norte estaba iluminado por el resplandor de incendios lejanos, y oía sirenas y el eco de las explosiones. Empezaba a pensar que era viudo.

Y, de repente, oí sonar el teléfono. (Los teléfonos no habían sido afectados por el apagón, pues formaban parte de un sistema eléctrico independiente). Me llevé rápidamente el auricular al oído antes de que despertara al abuelo.

—Maldita sea, Karen, ¿dónde has estado metida todo este tiempo? Llevo horas intentando hablar contigo. ¿No podías coger el teléfono y…?

—No podía —dijo ella—. De veras, en toda la noche no he conseguido acercarme a un teléfono.

Su voz sonaba muy lejana.

—¿Dónde estás ahora? —le pregunté—. ¿En casa de Marcia? También he llamado allí, pero no contestaba nadie.

—Lo creas o no, estoy en los Claustros.

—¿Qué?

—De veras…, tengo el castillo detrás y se halla totalmente a oscuras. Estoy en una cabina telefónica cerca del aparcamiento. Hay montones de gente y el espectáculo es realmente precioso… Puedo ver estrellas que nunca había visto antes.

Por mucho que le gustara el espectáculo me pareció detectar en su voz un leve matiz de histeria…, y cuando me contó lo que le había ocurrido comprendí el porqué.

Ella y Marcia habían pasado los primeros momentos del apagón dentro del coche, viendo como todo era destrozado a su alrededor. Escaparates hechos añicos, puertas derribadas; gente que pasaba corriendo junto a ellas, blandiendo antorchas, mientras grupos enloquecidos iban y venían por la avenida en una extraña imitación de las compras navideñas, cargados de mercancías y artículos robados. Aquel estallido de actividad había hecho que los ocupantes de los coches les pasaran bastante desapercibidos, pero tuvieron unos cuantos momentos malos y la ayuda tardó bastante en llegar. Los semáforos de la ciudad habían dejado de funcionar y el tráfico se había convertido en un gran atasco, por lo que el accidente les hizo perder casi una hora.

La hilera de coches acabó poniéndose en marcha, pero tuvieron que avanzar muy despacio, deslizándose por las calles igual que un cortejo fúnebre; sus faros proporcionaban la única iluminación disponible, aunque más allá del río Harlem algunos puntos del cielo reflejaban el resplandor de incendios invisibles. Avanzaron lentamente hacia el sur y las multitudes se hicieron más espesas, y no hacían el más mínimo esfuerzo por dejarlas pasar. Tuvieron que efectuar más de un desvío porque un montón de basura ardiendo obstruía la calle; y más de un puño se estrelló violentamente contra su capota mientras un rostro negro les lanzaba una mirada feroz desde el otro lado de la ventanilla. Seguir en esa dirección parecía una locura, y cuando se dieron cuenta de que a varias manzanas de distancia había un gran atasco en el que volverían a quedar atrapadas, Marcia tomó por la primera calle ancha que encontró, la Ciento Veinticinco, y fue hacia el oeste, rumbo al Hudson, logrando esquivar por poco a las bandas de saqueadores que amontonaban cajas de comida en el centro de la calle. Acabaron llegando a Riverside Drive, y en vez de torcer nuevamente hacia el sur, decidieron dejarse guiar por el instinto y fueron en dirección opuesta, deseando alejarse lo más posible de la ciudad. Fueron directamente hasta el parque Fort Tryon, en la punta norte de la isla.

—Ahora ya hemos logrado calmamos un poco —me dijo—. Estamos listas para emprender el regreso. Marcia se siente algo cansada y las dos queremos volver a casa. Iremos por la autopista del West Side hasta llegar a la Noventa y Seis, así que no deberíamos tener ningún problema. ¡Pero juro por Dios que si vemos otro negro espero que consigamos atropellarle!

Le dije que tenía la esperanza de que eso no fuese necesario, y le hice prometer que me llamaría tan pronto como llegase a casa. Pasaría la noche en la habitación del abuelo.

Colgué el auricular y me dediqué a seguir observando la calle. La multitud de la avenida Amsterdam había logrado arrancar la reja metálica del prestamista. El gran escaparate ya estaba vacío; la acera había quedado cubierta de cristales rotos. Los saqueadores hacían cola ante la tienda de empeños igual que si ésta fuera un cine a punto de empezar la sesión, aguardando pacientemente a que les tocara el turno de entrar y coger algo. Estaba claro que la gente del final de la cola no iba a encontrar gran cosa. Mientras, mataban el tiempo rompiendo los trozos de cristal en fragmentos más pequeños. No sé por qué, pero el mido me recordó las películas sobre la Alemania nazi, y además me dio dentera.

Entonces oí que alguien gritaba «¡Cuidado!» y la multitud se dispersó. Un minuto después dos coches de la policía pasaron silenciosamente por la avenida como si fueran naves espaciales llegadas de otro mundo, con las luces rojas girando sobre sus techos. Se detuvieron y un haz luminoso brotó de cada coche para deslizarse con imperturbable lentitud sobre las minas de la tienda. Los haces luminosos se esfumaron y los coches patrulla volvieron a ponerse en marcha y se alejaron, despacio y sin hacer ningún mido. La multitud volvió unos instantes después y la noche siguió vibrando con el eco de los cristales rotos.

Aquella noche hubo miles de historias similares. Está la historia del hombre que aparcó su camión alquilado delante de una tienda de electrodomésticos y lo llenó de neveras; y la historia del negrito de doce años que se acercó a la primera mujer blanca que vio y estuvo a punto de estrangularla cuando intentó arrancarle su collar de perlas; y la historia, repetida en muchas ocasiones, de las turbas corriendo por los pasillos de los grandes almacenes y robando cintas, gomas de borrar, carretes de hilo, zapatos que ni siquiera eran de su número…, cualquier cosa a la que pudieran echar mano, lo primero que veían. Durante los meses siguientes la gente de Brooklyn que vivía en los barrios negros más pobres se vio obligada a recorrer kilómetros enteros para hacer la compra, pues todos los establecimientos de su barrio habían quedado destruidos. Cuando el apagón terminó, nueve millones de personas habían pasado un día sin electricidad, tres mil habían sido arrestadas por cometer actos de saqueo (aunque hubo muchos miles más que nunca fueron detenidas), y los daños se elevaban a mil millones de dólares.

Pero entre las estadísticas, las autopsias, los artículos de los periódicos y los informes policiales había otra clase de historias —«rumores que no habían podido ser comprobados», así los calificó el Times—, historias sobre hombres blancos que habían sido vistos en las zonas más oscuras de la ciudad, blancos vestidos de una forma «extraña», o desnudos, o de aspecto «famélico», o «enmascarados», que habían aterrorizado a las mujeres de los barrios pobres y que siempre intentaban escapar de la luz. Una mujer de Crown Heights dijo que encontró a un «chico de raza blanca» con la mano metida entre los muslos de su hijita, pero que escapó antes de que pudiese verle bien. Una chica de Hunts Point juró que minutos antes del apagón un grupo de «viejos muy flacos» salió del sótano de un edificio abandonado y la persiguió a lo largo de la manzana. En la estación de metro del bulevar Astoria, cerca de Hell Gate, un empleado de la compañía eléctrica oyó llorar a alguien en las vías —una mujer o un niño, dijo—, y el haz de su linterna le permitió ver a un grupo de siluetas que huían por el túnel, dejando atrás el convoy parado que había sido evacuado horas antes. Algunas horas después, un hombre que hablaba un pésimo inglés con acento español telefoneó a la policía para quejarse de que su esposa había sido molestada por «unos chicos» que vivían en el metro. Colgó sin dar su nombre. Cierta vagabunda sin hogar que fue objeto de un artículo humorístico en el Enquirer, hasta afirmó haber tenido relaciones sexuales con un «marciano» que, después de frotarse la desnuda entrepierna, empezó a hurgarle torpemente por debajo del vestido; la vagabunda tenía un largo historial de alcoholismo y su relato no fue tomado en serio. Cuando llegó septiembre, tanto el News como el Post publicaron una indignada serie de artículos haciéndose eco del repentino aumento en el índice de abortos entre los pobres de la ciudad…, pero, naturalmente, ese tipo de historias son típicas de todos los apagones, igual que ocurre con las del aumento de la natalidad que se produce nueve meses después.

Quizá parezca que presto una atención excesiva a estas historias y que no hacía falta contarlas con tanto detalle, pero si lo hago es por lo que me ocurrió en el sótano durante los primeros momentos del apagón, y debido a otro incidente mucho más terrible que ocurrió bastante más avanzada la noche. Ya han pasado algunos años y ahora, con permiso de Karen, puedo hablar de él.

Lograron volver sin ningún problema. Marcia dejó a Karen delante de nuestra casa y esperó a que hubiese entrado en el portal. Después de todo lo que habían vivido esa noche, el barrio les pareció un oasis de seguridad y calma. Algunas tiendas de la avenida Columbus habían sido asaltadas, pero a esas horas nuestro vecindario volvía a estar relativamente tranquilo. Eran las dos y cuarto de la madrugada.

Karen abrió la puerta, fue hasta la cocina y logró encontrar una polvorienta caja de velas para celebrar el sabbath; encendió una en uno de los quemadores de la cocina. Un hilillo de cera parecido a un gusano resbaló por su mano; puso un plato debajo de la vela para proteger la alfombra. Fue al dormitorio, moviéndose muy despacio para no apagar su única fuente de luz, abrió la ventana y dejó entrar un poco de aire en la habitación. Algo irritada, se dio cuenta de que ya estaba a medio abrir; alguien había tenido un descuido, y no era ella. Tendría que acordarse de comentármelo en cuanto volviera. El teléfono estaba encima de la mesilla de noche. Marcó el número del abuelo, buscando cada número a la parpadeante luz de la vela.

El rítmico roncar del abuelo había conseguido que me quedara medio adormilado y el teléfono me despertó. Durante unos segundos no supe muy bien dónde estaba, pero en seguida reconocí la voz de Karen.

—Bueno —me dijo—, aquí estoy, sana y salva, y absolutamente agotada. Al menos mañana no he de trabajar. Me siento capaz de dormir doce horas seguidas, aunque sin el aire acondicionado lo más probable es que no haya forma de aguantar aquí dentro. Además, la casa huele a algo raro. Acabo de echarle un vistazo a la nevera y toda esa carne que compraste se va a estropear, a menos que… Oh, Dios, ¿qué es eso?

La oí gritar. Gritó varias veces. Después oí un golpe ahogado al que siguieron una serie de golpes secos: el teléfono había sido volcado, y el auricular quedó colgando del hilo y chocó varias veces contra la mesilla.

Y entonces lo oí, bastante lejos; era un sonido tan similar al que brotaba de la cama que había a mi lado que por un horrible segundo los confundí.

Era una especie de ronquido.

Nueve tramos de escalera y una docena de manzanas después abandoné la oscuridad de la calle para entrar en la oscuridad de nuestro apartamento. La policía aún no había llegado, pero Karen ya había recuperado el conocimiento y una vela volvía a arder sobre la mesa. Un morado de unos cinco centímetros de ancho situado bajo el nacimiento de su cabello mostraba el sitio donde se había dado con el canto de la mesilla al caer.

Me impresionó ver lo bien que estaba reaccionando. Aunque se había despertado sola en la oscuridad, logró mantenerse ocupada: volvió a encender la vela, colocó el teléfono en su sitio, se dedicó a recorrer la casa cerrando metódicamente todas las ventanas y se lavó las piernas para quitarse de encima la sustancia pegajosa que las cubría. De hecho, cuando llegué parecía haber recobrado el dominio de sí misma, al menos por el momento, y estaba lo bastante tranquila para describirme con voz tensa pero controlada cómo era la cosa que vio entrar por la ventana, la que no hizo ni un solo ruido cuando cayó al suelo, mientras otra cosa muy parecida saltaba sobre ella desde el pasillo y una tercera, una pálida silueta agazapada junto a la cama, se ponía en pie y alargaba el brazo para apagar la vela.

Su fachada de calma se resquebrajó un poco —igual que la mía—, cuando, seis horas después, la luz del alba reveló los extraños arañazos que formaban cierta silueta sobre el ladrillo que había junto a la ventana de nuestro dormitorio.

Seis semanas después empezó a tener los primeros mareos matinales; seguíamos viviendo en Westchester, en casa de su madre. Las pruebas dieron negativo, volvieron a dar negativo y acabaron dando un resultado positivo. No sabemos qué llevaba en su seno, y es muy posible que fuese mío —lo más irónico es que unos meses antes habíamos decidido dejar que la naturaleza siguiese su curso—, pero no quisimos correr el riesgo. El aborto sólo nos costó 150 dólares, y además el piquete del movimiento Derecho a la Vida estacionado ante la clínica nos obsequió con un sermón gratuito. Nunca le preguntamos al médico qué aspecto tenía el proyecto de ser que sacó de ella, y él jamás mostró ninguna inclinación a decírnoslo.

Miércoles 14 de febrero de 1979

—Los jóvenes creen que los viejos son tontos —dijo la señora Rosenzweig, citando con expresión aprobatoria una de las frases favoritas de mi abuelo—, pero los viejos saben que los jóvenes son tontos. —Frunció los labios en un gesto dubitativo—. Naturalmente —añadió—, en su caso eso no es cierto.

Me reí.

—¡Naturalmente que no! Además, ya no soy tan joven.

Hacía exactamente un año que no la veía; me había presentado en la residencia con una gran caja roja del día de San Valentín llena de bombones, y me alegró descubrir que seguía con vida… y que seguía viviendo allí. Pese a la noche de terror sufrida en el 77, había vuelto tan pronto como le dieron el alta en el hospital, considerando que era demasiado vieja para cambiar de ambiente y para hacer nuevas amistades. La Mansión del Parque Oeste era su hogar, y estaba decidida a seguir allí.

Estando en su habitación casi resultaba imposible saber que era ciega (de hecho, cuando la vi por primera vez no me di cuenta de que lo era); la costumbre le había enseñado dónde estaba cada objeto y cada mueble, pero en el resto del edificio se sentía sola e indefensa, pues la señora Hirschfeld, su antigua compañera de habitación, ya no estaba allí para prestarle su ayuda…, hasta que mi abuelo había decidido portarse como un caballero. Se hizo amigo suyo y la ayudó a sentirse segura; dieron paseos por Broadway, intercambiaron historias del pasado y se hicieron compañía el uno al otro durante las largas tardes veraniegas. Durante un tiempo mi abuelo había reemplazado a la señora Hirschfeld, y ella había reemplazado al pobre padre Pistacho.

—¿Le he enseñado alguna vez lo que me dio Herman?

Su mano fue sin vacilar hacia un objeto pequeño y redondo que había en el estante de al lado, lo cogió e hizo girar la llavecita colocada en su base. Era un globo terráqueo en miniatura, con una calcomanía que decía Recuerdo del Planetario Hayden. Cuando volvió a ponerlo sobre el estante, el globo tocó los primeros compases de Hogar, dulce hogar.

—Es muy bonito.

La música siguió sonando durante unos segundos más y finalmente cesó. La anciana suspiró.

—Ha sido muy amable al traerme bombones. Es justo el tipo de cosa que su abuelo habría hecho… Siempre era muy generoso.

—Sí, lo era —dije yo—. Nunca tuvo mucho, pero siempre se acordaba de sus amistades.

Los bombones —de hecho, el mismo acto de la visita— eran mi forma de conmemorar aquel día, el primer aniversario de su muerte.

Murió a consecuencia de otro ataque cardíaco, tal como habían profetizado los médicos…; fue una de las pocas veces en que mi abuelo obró de acuerdo con las predicciones. Ocurrió después de cenar, cuando estaba sentado en la sala de juegos con algunos amigos suyos, riéndose animadamente de uno de sus propios chistes. Según nos dice Svevo, la risa es una de las pocas formas de ejercicio violento que les están permitidas a los viejos pero puede que en su caso la violencia fuera excesiva. Le llevaron rápidamente al hospital, y su estancia allí duró menos de una semana. No creo que tuviera un final demasiado desagradable. Sus últimas palabras no han quedado registradas, aunque no creo que eso sea ninguna gran desgracia —después de todo, las últimas palabras suelen ser una maldición, una petición de ayuda o una serie de estupideces—, pero las últimas palabras que le oí pronunciar, y que ya se han convertido en una leyenda familiar, iban dirigidas a un joven médico interno recién salido de la facultad que fue a tomarle la presión sanguínea. Durante aquel proceso el anciano permaneció en silencio —hablar le resultaba extremadamente difícil—, y tenía los ojos cerrados; pensé que estaría inconsciente. Pero cuando el interno guardó su instrumental y comentó que tenía una cita al salir del hospital, mi abuelo abrió los ojos y susurró:

—Pregúntele si tiene una amiga para mí.

Y el padre Pistacho… tampoco está con nosotros. Se marchó un poco antes que mi abuelo. Aunque nunca ha sido considerado como tal, en cuanto a mí concierne siempre pensaré que él fue la única víctima del apagón de 1977. Parece ser que cuando se fue la luz iba de camino a la residencia, y tenía que recorrer una distancia muy corta. Aparte de eso no hay más datos, pues nadie presenció lo ocurrido. Puede que la repentina oscuridad le asustara y le hiciera salir corriendo, puede que se tropezara con la misma pandilla que me atacó, puede que se cayera por la madriguera de un conejo y desapareciese… Tengo una o dos sospechas al respecto —de hecho, tengo ciertas sospechas acerca del apagón, y no estoy seguro de que la culpa fuese de la Con Ed—, pero ese tipo de especulaciones sólo sirven para poner nerviosa a mi mujer. Lo único que sabemos es que el anciano se esfumó sin dejar rastro, aunque más tarde el abuelo afirmó haber visto una bolsa de papel rota junto al portal de la casa de Pistacho.

En cuanto a sus efectos personales, lo que había en su cuarto…, bueno, no soy yo quien debe responder de lo que les ocurrió, y la única persona que podría hacerlo está muerta. El abuelo fue allí y pidió que le dejaran ver sus pertenencias, pero me dijo que el superintendente del edificio, un portorriqueño malhumorado que apenas hablaba inglés, se limitó a «escurrir el bulto». El superintendente dijo haber entregado todas las pertenencias de Pistacho a la «policía», pero no me sorprendería que se hubiese quedado todo aquello que parecía tener algo de valor y hubiera arrojado el resto a la basura. Aun así, me gusta pensar que la gran obra del viejo sacerdote no se ha perdido, y que subsiste oculta en un cuartito situado al final de un pasillo polvoriento, en un oscuro departamento de la administración municipal, escondida en algún gabinete, perdida en un estante o un archivador… Ahí está todo, las notas, los mapas y las fotos, las páginas de la traducción inglesa, y el «nuevo material» al que había hecho alusión.

Por lo menos hay una cosa que sí ha sobrevivido. El superintendente, hombre religioso (o, quizá, meramente supersticioso), tenía en su poder uno de los libros de Pistacho; creía que era una Biblia y dejó que mi abuelo se lo llevara. En cierto sentido tenía razón, el libro era una Biblia: se trataba de la edición de 1959 del Evangelio según Tomás publicada por Harper & Row, esa misma edición que ahora se encuentra sobre mi escritorio y que tan elegante parece comparada con la tosca edición española de su «Comentario». El libro nunca me ha parecido demasiado interesante, y tampoco es particularmente difícil de encontrar, pero creo que constituye un excelente recordatorio de su antiguo propietario, ya que Pistacho hizo cientos de anotaciones con su minúscula caligrafía: los márgenes de las páginas están llenos de sus garabatos, docenas de «¡sí!» o «¡indudable!», e incluso hay un «¡caramba!», pero también aparecen comentarios mucho más crípticos —«Ync.», «Qch.» y «X.T.»—, y montones de páginas subrayadas. Un pasaje atribuido al mismísimo Jesucristo había sido rodeado con un círculo de tinta roja:

Quien sienta mi mano se volverá como yo y todas las cosas ocultas le serán reveladas… Yo soy el Todo, y el Todo salió de mí. Parte un tronco y me encontrarás; levanta una piedra y allí estoy.

Debajo había escrito: «Está hecho».

Cuando me despedí de la señora Rosenzweig me sentía algo deprimido. Le dije que volvería a visitarla, pero estaba casi seguro de que no regresaría hasta el año próximo. Pisar la residencia me traía demasiados recuerdos dolorosos.

El mundo exterior parecía todavía más lúgubre que la residencia. Aún no eran las cinco de la tarde y ya estaba oscureciendo. Habíamos pasado toda la semana con temperaturas por debajo de los cero grados y el pavimento estaba cubierto de nieve. Me subí el cuello del abrigo para protegerme del viento helado y me alejé de allí.

Uno de los lugares comunes más gastados de cierto tipo de literatura barata —junto con la mente que «se queda en blanco de repente», ese pueblo lleno de gente asustada donde todo el mundo «se cierra en banda» cuando ve llegar a un forastero, el industrial que no desea acudir a la policía porque «no quiero publicidad» o el confidente de los barrios bajos que dice «sé quién lo hizo pero no puedo contárselo por teléfono»— es la sensación de «ser observado». Se supone que notas como se te pone la piel de gallina y se te eriza el vello; se supone que experimentas la «indefinible sensación» de estar siendo vigilado. La verdad no es tan mística como el lugar común. En el curso de mi vida he mirado fijamente durante bastante rato a miles de personas, que si poseyeran una leve fracción de la sensibilidad que les atribuye el lugar común se habrían estremecido, se habrían dado la vuelta o quizá hasta hubieran dado un salto. Ninguna de esas personas ha reaccionado así. Naturalmente, no me cabe duda de que yo también he sido observado por centenares de personas y nunca he llegado a darme cuenta de ello.

Esta vez fue igual a las demás. Estaba en la esquina de la Ochenta y Uno con Amsterdam, encorvando los hombros contra el frío y esperando impaciente a que el semáforo se pusiera verde. Tenía toda la atención concentrada en el nuevo restaurante que había al otro lado de la calle, un local limpio y bien cuidado que servía «Cocina norteamericana y dominicana» y ocupaba el sitio donde antes había estado el Davey’s. «Menos mal —me dije a mí mismo—. Parece que las cosas empiezan a mejorar».

El semáforo cambió de color. Bajé de la acera y oí como algo crujía bajo la suela de mi zapato. Ésa fue la razón de que mirara hacia abajo. Vi que había pisado un montoncito de cáscaras de pistacho: las cascarillas rojas apiladas junto a la reja de una alcantarilla contrastaban vivamente con la blancura de la nieve.

Y me quedé quieto, como paralizado…, pues justo debajo de mi zapato había algo, algo que me observaba atentamente con el rostro pegado a la reja metálica, aferrándose a los barrotes con sus pálidas manos. Las farolas de la calle me permitieron distinguir los cráteres vacíos donde habían estado sus ojos, esas órbitas en las que ahora sólo había dos puntos rojos parecidos a dos cuentas minúsculas, y el rojo anillo de su boca, la abertura que hacía pensar en la ventosa de alguna criatura submarina. Aquel rostro extraño y frío carecía de toda expresión humana, y aun así juro que aquellos ojos me contemplaron con la más inmensa malevolencia imaginable… y que me reconocieron.

Debió de darse cuenta de que le había visto y seguramente oyó mi exclamación de sorpresa, pues un instante después las manos se abrieron de golpe, como dos estrellas blancas que hacen explosión, y la silueta volvió a hundirse en las entrañas de la tierra para volver a ese reino más viejo que el nuestro, ese reino que llama hogar a la oscuridad.