—¿Tiene cerveza negra?
—Oiga, ¿ha visto este sitio? ¿Cómo quiere que tenga cerveza negra?
—Bueno, pues póngame la que tenga.
El camarero llenó de cerveza una gruesa jarra de cristal y la hizo deslizar sobre el mostrador.
—He trabajado en la ciudad. Conozco la cerveza negra, la Guinness y ese tipo de cosas, pero estos palurdos de por aquí… —Su tono de voz se encargó de completar la frase por él.
El cliente era un hombrecillo con gafas y una barba bastante rala. Hablaba en voz baja y educada.
—Un hombre llamado Grinny…
—Grimme —le corrigió el camarero—. Así que ha oído hablar de esos tipos… Él y su hermano.
El cliente no dijo nada. El camarero pasó el trapo por el mostrador. El cliente le dijo que se sirviera una cerveza.
—No tengo costumbre de hacerlo. —Pero se la sirvió—. Grimme y ese hermano suyo… Dave era el peor de los dos. —Bebió—. ¿Sabe por qué no aguanto este sitio? Porque está lleno de tipos como él, por eso.
—Siempre le queda la ciudad.
—No. La mujer…
—Oh. —Y esperó en silencio.
—Siempre andaban contando mentiras. Venían aquí, se emborrachaban y hablaban de lo que habían hecho, sobre todo con las mujeres. Y cuando no eran mentiras todavía resultaba peor. ¿Quiere otra?
—No, todavía no.
—Por ejemplo, estuvo lo de Marcy, la chica de los Fannen… Eso no fue mentira. Tenía catorce años, puede que quince. Se la llevaron detrás del silo de Johnson y le hicieron de todo. Después le dijeron que si hablaba de lo ocurrido la matarían. Y ella no dijo nada. No habló de lo ocurrido. La verdad es que no volvió a hablar de nada…, se pasó dos años enteros sin decir ni una sola palabra, pero en noviembre pasado tuvo un ataque de fiebre y se lo dijo todo a su madre. Murió. Su madre vino a contármelo antes de marcharse a otro sitio.
El cliente esperó en silencio.
—Oyéndoles parecía que hubieran estado con todas las mujeres del valle. Esposas, hijas…, con todas. Todas les recibían con los brazos abiertos siempre que les daba la gana.
El cliente dejó escapar el aire por sus fosas nasales en una exhalación casi inaudible. Un hombre entró a comprar una docena de latas de cerveza y una petaca de whisky Southern Comfort y se marchó en su camioneta.
—Esto es lo que yo llamo «ajetreo del lunes» —dijo el camarero, contemplando el local desierto—. Y eso que estamos a miércoles… —Volvió a llenar la jarra del cliente, aunque éste no se lo había pedido—. Es para tener alguien con quien hablar —le dijo a guisa de explicación, y después se quedó callado durante un rato bastante largo.
El cliente tomó un sorbo de cerveza.
—Así que perseguían a todas las mujeres de por aquí, ¿eh?
—¿Grimme y David? Bueno, sí. No les resultaba demasiado difícil; los hombres siempre están fuera de casa, en las explotaciones madereras, ya que en estas rocas apenas crece nada. Puede que sean buen terreno para criar gallinas, pero ¿a quién le importan las gallinas? Sólo hay viejos y las mujeres… Bueno, de todas formas el tal Grimme tenía unos hombros así de anchos, y los ojos así de juntos, y era muy velludo. Su hermano…, ése no estaba del todo mal para ser un palurdo, pero tenía una cara que…, bueno, daba miedo. —Movió la cabeza, como aprobando las palabras que había utilizado, y las repitió—. Sí, daba miedo.
—Ojos de loco —dijo el cliente.
—Justo. Verá, las veces en que todo era cierto… Bueno, las mujeres no se atrevían a quejarse, y si he de ser sincero la verdad es que los hombres preferían no saberlo.
—Pero nunca se metieron con nadie que no fuera del valle.
—¿Con quién más podían meterse? Oh, sí, solían fanfarronear de sus conquistas en la carretera, ya sabe, la rubia del gran descapotable les echó el ojo, les dio whisky y después les hizo pasar un buen rato en un camino de tierra… Todo mentiras, y todo el mundo lo sabía. Tenían un camión enorme, muy viejo. Se encontraron con una chica que hacía autostop, y decían que era la primera mujer que había conseguido dejarles agotados a los dos. Fanfarronadas, mentiras… Pillaron a una pareja de la ciudad que iba en su utilitario y se pusieron duros con ellos hasta que el marido les suplicó que se tirasen a su mujer. Bah, no me lo creo.
—No lo cree.
—¿Qué hombre sería capaz de pedirle eso a una pareja de palurdos cubiertos de pelos, por muchas cosas que le hicieran? Ese hombre tendría que ser un cagado o un auténtico pervertido, ¿no le parece?
—¿Y qué pasó?
—¡Nada, ya le he dicho que no me creo ni una sola palabra de eso! Son mentiras, fanfarronadas y mentiras, nada más… Dijeron que les encontraron un poco más allá de la cantera. Les adelantaron y pararon el camión para dejarles pasar y poder echarles un buen vistazo. Después arrancaron, les rebasaron y, cuando la pareja volvió a alcanzarles, David estaba tumbado en la carretera y Grimme le hacía esa cosa artificial…, ya sabe, igual que los socorristas de las playas.
—La respiración artificial.
—Sí, eso. La pareja del utilitario se paró, salieron del coche y David y Grimme se lanzaron sobre ellos. Dijeron que el tipo era un pequeñajo con cara de profesor y la mujer era un bombón, estaba demasiado buena para él… Pero eso es lo que dijeron. Yo no me creo ni una palabra.
—Quiere decir que ellos nunca habrían sido capaces de hacer algo semejante, ¿verdad?
—Oh, y tanto que serían capaces… Le arrancaron la ropa con ese viejo cuchillo suyo para desollar. Querían ver qué había debajo. Estuvieron bastante rato y parece ser que se lo pasaron en grande. David se encargó de mantenerle los brazos a la espalda con una sola mano y usó la otra para irla desnudando, y no paraba de hacer bromas, mientras que Grimme sujetaba al profesorcito pasándole un brazo alrededor del cuello, estrangulándole con el codo, y no paraba de reírse, hasta que el pobre hombre logró tragar un poco de aire y entonces fue cuando lo dijo. «Dale lo que quiere», le dijo a la mujer. «Anda, vamos, dale lo que quiere», y ella dijo: «Por el amor de Dios, no me pidas que haga eso». No creo que haya ningún hombre capaz de decir algo semejante.
—No lo cree, ¿eh?
—Nanay. Porque… Oiga, cuando el hombre logró tragar el aire suficiente para decir eso y la mujer le dijo que no se lo pidiera, entonces el profesor intentó luchar con Grimme. ¿Me entiende? Si Grimme le hubiera hecho pedacitos y hubiera bailado sobre ellos…, bueno, entonces quizá podría entender que hubiese dicho algo semejante. Pero según Grimme las cosas no fueron así, y cuando me lo contó estaba aquí mismo donde está usted ahora, no, el hombre dijo todo eso cuando Grimme aún no había hecho nada más que tenerle agarrado por el cuello. Ésa es la parte que a Grimme le gustaba contar una y otra vez, riéndose. «Dale lo que quiere», repetía el hombrecillo, y Grimme todavía no le había atizado ni una sola vez. Naturalmente, cuando el hombrecillo intentó luchar con él Grimme se rió, le dio en el cuello y le dejó tumbado en el suelo. Bueno, entonces la mujer se convirtió en una auténtica gata salvaje, o eso contaban ellos… David apenas pudo seguir sujetándola, y estaba claro que no había forma de hacer nada más con ella. Grimme dejó que se encargara de la mujer y fue a su coche para ver qué tenían. Ojo, no sé si realmente hizo algo de todo eso; me limito a repetirle lo que decía. La primera semana se lo oí contar tres o cuatro veces.
»Bueno, abrió el maletero y vio un montón de cuadros…, ya sabe, telas pero sin el marco. Las sacó del maletero, las puso en el suelo y empezó a dar vueltas a su alrededor, contemplándolas. “David, ¿te gustan?”, preguntó, y David respondió: “No, diablos, no me gustan”, y Grimme se paseó por toda la fila de cuadros, poniendo su enorme bota justo en el centro de cada tela, y dijo que en cuanto dio el primer paso, la mujer chilló como si le estuviera pisando la cara y gritó: “¡No lo haga, no lo haga, esos cuadros lo son todo para él!”. Se refería al profesor, ¿sabe?, pero Grimme siguió caminando por encima de los cuadros. Bueno, entonces la mujer dejó de luchar, dijo que adelante, que hicieran lo que quisiesen con ella, y Dave se la llevó al camión y Grimme se quedó para vigilar al profesor hasta que hubo terminado, y después Grimme fue al camión a buscar su ración mientras Dave vigilaba al hombrecillo, y cuando hubieron acabado se metieron en su camión y vinieron aquí a emborracharse y a contar todo lo que habían hecho. Y si quiere saber cuál es la auténtica razón de que no me crea nada de todo eso, se la voy a decir: ¿cómo es que esa pareja no acudió a la policía?
Y el camarero meneó la cabeza con gran vehemencia y tomó un buen sorbo de su jarra.
—¿Y qué les ocurrió?
—¿A quién…, a la pareja de la ciudad? Ya se lo he dicho…, no creo que hubiese ninguna pareja de la ciudad.
—No, a Grimme y al otro.
—Oh. Ellos. —El camarero dejó escapar una risita bastante siniestra—. El Señor tiene formas muy extrañas de combatir el mal —dijo con repentina compasión.
El cliente esperó en silencio. El camarero le sirvió otra cerveza y volvió a llenarse su jarra.
—Cuando volví a ver a Grimme habían pasado unos siete o diez días. El local estaba como ahora, no había nada. Entró a comprar una pinta de aguardiente. Caminaba de una forma rara, con las piernas algo arqueadas. Al principio pensé que tenía ganas de hacer el payaso, porque solía hacer ese tipo de cosas. Pero a cada paso que daba dejaba escapar una especie de gruñido, como el que haría usted si le clavaran un cuchillo…, a cada paso que daba. Y su expresión…, bueno, nunca había visto una expresión parecida. Me asustó, de veras. Fui a buscar el aguardiente y oí gritos fuera del bar.
Los ojos del camarero se clavaron en la pared de enfrente y fue como si la atravesaran, y sus pupilas estaban muy dilatadas, como si los ojos quisieran salírsele de las órbitas.
—«¿Qué diablos ha sido eso?», le pregunté. «Es David», dijo Grimme, «está fuera, en el camión, y tiene muchos dolores». «Será mejor que le lleves al médico», dije yo, y él me contestó que venían de allí y que David estaba lleno de calmantes, pero que no eran suficiente. Cogió su aguardiente y se marchó, caminando de esa forma extraña y gruñendo a cada paso que daba, y unos instantes después oí como el camión se ponía en marcha. Y no he vuelto a verle.
Sus ojos se apartaron de la pared y de aquel otro sitio para regresar a la habitación; ahora ya casi volvían a tener su aspecto normal.
—No me pagó el aguardiente —dijo—. No creo que tuviera intención de estafarme…, nunca me dejó a deber nada, es lo único bueno que puedo decir de él. Se le olvidó, eso es todo. No podía pensar con claridad —añadió.
—¿Qué le pasaba?
—No lo sé. Y el médico tampoco lo sabe.
—Supongo que se refiere al doctor McCabe, ¿no?
—¿McCabe? No conozco a ningún McCabe. No, me refiero al doctor Thetford, el que vive en Allersville Corners.
—Ah. ¿Y cómo están ahora el tal Grimme y el tal David?
—Están muertos, así es como están.
—¿Muertos? No me lo había dicho.
—¿No se lo he dicho?
—No, no hasta ahora. —El cliente bajó del taburete, puso algo de dinero sobre el mostrador y cogió las llaves de su coche—. El hombre no era un gallina ni un pervertido —dijo en el mismo tono de voz amable y educado que había estado utilizando hasta ese momento—. Era algo mucho peor que eso.
Salió del bar sin importarle lo que el camarero pudiese pensar de sus últimas palabras y subió a su coche.
Condujo hasta encontrar una cabina telefónica; la cabina era de ese tipo en vías de extinción, con una puerta que puede cerrarse. Primero llamó a Información y pidió un número; después lo marcó.
—¿Doctor Thetford? Hola… Quería tranquilizarle sobre algo. Dos pacientes suyos que eran hermanos murieron hace poco… No, no voy a decirle cómo me llamo. Tenga un poco de paciencia y escúcheme, por favor. Usted atendió a esos dos hombres y probablemente realizó las autopsias, ¿no? Excelente. Esperaba que les hubiese hecho la autopsia, pero no podía estar seguro. Y no logró averiguar a causa de qué habían muerto, ¿verdad? Probablemente diagnosticó que habían muerto de peritonitis, y tenía buenas razones para dar ese diagnóstico… ¡No, no voy a decirle mi nombre! Y no le llamo para poner en duda su competencia profesional. Al contrario. Lo único que deseo es darle unas explicaciones que le permitirán dormir más tranquilo, lo cual presupone que usted sabe cómo desempeñar su trabajo y se interesa por cualquier clase de anomalía médica. ¿Nos comprendemos? ¿Todavía no? Bueno, siga escuchando… Bien. —Siguió hablando, pero en un tono de voz algo menos apremiante—. Una analogía es la enfermedad llamada granuloma inguinal, que puede destruir todo el aparato genital causando ulceraciones y necrosis, y es capaz de acabar invadiendo todo el cuerpo a través del peritoneo, aunque no hace falta que le cuente todo esto, ¿verdad? Sí, ya sé que pensó en esa posibilidad y que la rechazó, y sé por qué lo hizo… Así es. Demasiado rápido. Estoy seguro de que también buscó evidencia de alguna infección vírica o bacteriana, y que no encontró ninguna…
»Sí, doctor, naturalmente… Tiene usted razón y lo siento, no hago más que dar vueltas y vueltas pero no le digo qué les mató…
»Verá, se trata de un veneno hormonal resultado de una mutación bioquímica en el…, en el portador. Es sinérgico y actúa con una velocidad increíble…, como pudo ver. Uno de sus efectos es algo que usted no tenía posibilidad de descubrir: afecta a las neuronas táctiles de tal forma que la morfina y sus derivados tienen un efecto totalmente opuesto al habitual…, sí, es algo parecido al efecto tranquilizante de las anfetaminas en los niños. En otras palabras, la morfina sólo sirvió para intensificar su dolor… Lo sé, lo sé; lo siento. Traté de ponerme en contacto con usted para decírselo a tiempo de que pudiese ahorrarles parte de su agonía pero…, como usted dice, es demasiado rápido.
»¿Vectores de contagio? Ah. Eso es algo por lo que no debe preocuparse. Sí, doctor, hablo en serio… No hay ni la más mínima probabilidad de que vuelva a ver un caso semejante…
»¿Que de donde salió? Sí, eso sí puedo decírselo. Los dos hermanos violaron a una mujer…, es muy probable que sea la única mujer del mundo que llevaba dentro esa hormona venenosa resultado de una mutación… Sí, puedo estar seguro. Me he pasado la mayor parte de los últimos seis años haciendo investigaciones al respecto. Sólo ha habido otros dos casos; fueron igualmente letales y los dos tuvieron lugar antes de que ella supiese nada sobre el veneno. Ella es…, es una mujer muy sensible y posee un profundo sentido de la responsabilidad. Uno de los casos fue un hombre al que apenas conocía y que no le importaba mucho. El otro era alguien que sí le importaba. El precio que pagó cuando descubrió lo ocurrido fue…, sí, ya puede imaginárselo.
»Es una mujer amable y compasiva con un profundo sentido de la responsabilidad ética. Por favor, créame cuando le digo que estaba dispuesta a hacer todo lo posible para proteger a esos…, esos hombres de los efectos de ese…, ese contacto con ella. Cuando su esposo…, sí, tiene esposo, ya llegaré a eso…, cuando se enfureció ante las indignidades a que la estaban sometiendo y le suplicó que dejara de resistirse y permitiese que obtuvieran lo que se merecían, se quedó horrorizada…, la verdad es que hasta llegó a odiarle por haberle sugerido una cosa tan terrible. Pero cuando esos hombres destrozaron unos objetos por los que su esposo sentía un cariño especial…, algo que para él no tenía precio…, bueno, ella también sintió esa misma furia asesina y dejó que se salieran con la suya. Para ella los efectos han sido terribles…, primero tuvo que ver como su esposo quería vengarse, aunque estaba convencida de que sería capaz de superar ese bajo instinto…, y un instante después descubrió que ella también se dejaba arrastrar por la misma emoción… Pero lo siento, doctor Thetford, me temo que he estado divagando y me he alejado del estricto problema médico. Mi única intención era asegurarle que no se ha encontrado con ninguna nueva plaga misteriosa. Puede estar seguro de que se han tomado todas las precauciones posibles para evitar nuevos casos… Admito que con gente como ese par de violadores quizá no haya ningún tipo de precaución totalmente segura, pero hay pocas posibilidades de que vuelva a ocurrir. Y eso es todo cuanto deseaba decirle, doctor, así que buenas…
»¿Cómo? ¿Injusto? Sí, supongo que tiene razón…, le he contado muchas cosas y, al mismo tiempo, me lo he callado casi todo, ¿verdad? Y supongo que le debo una explicación; tiene derecho a saber qué papel desempeño yo en todo esto. Por favor…, deme unos segundos para que pueda poner algo de orden en mis pensamientos.
»… Muy bien. Esa señora me pidió que hiciera algunas averiguaciones sobre lo que les ocurrió a los dos hombres y, de ser posible, que me pusiera en contacto con su médico a tiempo para hablar con él y decirle que la morfina causaría un efecto totalmente opuesto al habitual. No había forma de salvarles la vida, pero se les podía haber ahorrado la agonía que sufrieron. Además, se dio cuenta de que el no tener la seguridad de si habían sido víctimas de tal destino le resultaba insoportable. Las noticias que voy a darle serán bastante difíciles de encajar, pero sabrá sobrevivir a ellas; ya lo ha hecho antes. Lo más difícil, tanto para ella como para su esposo, será admitir el hecho de que cuando se les sometió a una presión lo bastante elevada, ambos fueron capaces de sentir odio y deseos de matar. Ella siempre ha creído que la venganza es inconcebible, y su ejemplo ha hecho que él acabara creyendo lo mismo. Y él le falló… Y ella se falló a sí misma. —Dejó escapar una carcajada en la que no había ni la más mínima huella de alegría—. “La venganza es mía, dijo el Señor”. No puedo comprender esa frase, doctor, y tampoco puedo suscribirla. Lo único que puedo sacar en claro de este… episodio… es que la venganza es. Y eso es todo cuanto quería decirle… ¿Cómo?
»… ¿Una pregunta más? Ah…, el esposo. Sí, tiene derecho a preguntármelo. Bueno, se lo diré de esta forma: hace siete años se celebró una boda. La boda tuvo lugar tres años antes del matrimonio, ¿me sigue? Tres años de investigaciones y los más meticulosos experimentos… Y puede estar seguro de que ella es la única mujer del mundo capaz de provocar esa enfermedad…, y él es el único hombre inmune a ella.
»Buenas noches, doctor Thetford.
Colgó el auricular y se quedó un buen rato inmóvil, con la frente apoyada en el frío cristal de la cabina telefónica. Se estremeció, irguió los hombros, salió de la cabina y se alejó en su pequeño utilitario.