Una tarde de mayo que, por lo demás, no tenía nada de extraordinario, Johnathen Hughes se encontró con su destino; le faltaba una semana para cumplir los veintinueve años y el destino venía de otra época, otro año y otra vida.
Al principio, claro está, su destino era imposible de reconocer, y subió al tren a la misma hora de siempre, en la estación de Pennsylvania, sentándose junto a Hughes para cruzar Long Island a la hora de cenar. Johnathen Hughes acabó fijándose en el periódico desplegado por su destino, que iba disfrazado de viejo, y le dirigió la palabra.
—Señor, disculpe… Su New York Times parece distinto del mío. Los titulares y los tipos de la primera plana parecen más modernos. ¿Es una edición posterior?
—¡No! —El anciano tragó saliva como si fuera a atragantarse y, finalmente, logró seguir hablando—. Sí. Es la edición de ultimísima hora.
Hughes miró a su alrededor.
—Disculpe, pero… todos los periódicos que veo son iguales al mío. ¿Qué es, alguna edición experimental, el avance de algún cambio futuro?
—¿Futuro? —Los labios del anciano apenas se movieron. Todo su cuerpo pareció agitarse dentro de sus ropas, como si hubiera perdido peso con una sola exhalación—. Sí, desde luego —murmuró—. Un cambio futuro… Dios, menuda broma.
Johnathen Hughes parpadeó y sus ojos se posaron en la fecha del periódico.
2 de mayo de 1999.
—Eh, oiga… —empezó a decir, y su mirada bajó por la página hasta encontrarse con un artículo no muy largo situado en la esquina superior izquierda de la primera plana:
MUJER ASESINADA
LA POLICÍA BUSCA AL ESPOSO
«El cuerpo de la señora Alice Hughes, muerta a causa de un disparo…»
El tren pasó atronando por encima de un puente. Mil millones de árboles surgieron al otro lado de la ventanilla, agitando sus verdes ramas entre las convulsiones del viento, y desaparecieron bruscamente, igual que si acabaran de talarlos.
El tren fue deteniéndose y entró en una estación como si todo siguiera su curso normal.
En el silencio repentino, los ojos del joven volvieron al texto:
«Johnathen Hughes, contable, que vive en el 112 de la avenida Plandome, Plandome…»
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Váyase de aquí!
Pero fue él quien se puso en pie y dio unos cuantos pasos antes de que el anciano pudiera moverse. El tren se balanceó y le hizo caer en un asiento vacío, y Hughes se quedó inmóvil en él, contemplando el río de luz verde que pasaba velozmente tras la ventanilla.
Cristo, pensó, ¿quién sería capaz de hacer algo semejante? ¿Quién intentaría hacemos daño…, a nosotros? ¿Qué clase de broma…? ¡Ser capaz de semejante crueldad con un matrimonio de recién casados, odiar tanto a una esposa maravillosa…! ¡Maldición! Maldición, oh, maldición, y descubrió que estaba temblando.
El tren tomó una curva tan pronunciada que casi logró hacerle salir despedido del asiento. Hughes se levantó torpemente, tambaleándose como si las horas de viaje, la gravedad y la pura y simple rabia se le hubieran subido a la cabeza, y se encaró con el anciano, que estaba encogido detrás de su periódico, escondiéndose con las hojas de papel impreso. Apartó el periódico de un manotazo y le cogió por el hombro. El anciano se sobresaltó y alzó la vista hacia él; tenía los ojos llenos de lágrimas. Los dos permanecieron inmóviles durante un segundo interminable y el tren siguió avanzando ruidosamente. Hughes tuvo la sensación de que su alma se disponía a abandonarle.
—¿Quién es usted?
Alguien debía de haber gritado esas palabras.
El tren oscilaba y se sacudía como si fuera a descarrilar.
El anciano se levantó de un salto, igual que si acabaran de dispararle en el corazón, metió algo entre los dedos de Johnathen Hughes y se alejó tambaleándose por el pasillo que llevaba al siguiente vagón.
Hughes abrió el puño, vio una tarjeta, le dio varias vueltas y acabó leyendo lo que ponía, unas palabras que le hicieron derrumbarse en el asiento más cercano, donde volvió a leerlas:
JOHNATHEN HUGHES, CONTABLE
679-4990. Plandome.
—¡No! —gritó alguien.
Soy yo, pensó Hughes. Ese anciano… soy yo.
Debía de tratarse de una conspiración…, no, de varias conspiraciones. Alguien había pensado que sería divertido inventarse un asesinato y le había escogido a él como víctima de la broma. El tren avanzaba rugiendo, con quinientos pasajeros a bordo, y todos se balanceaban como intelectuales borrachos, protegidos por las máscaras de sus libros y periódicos, mientras el anciano huía de un vagón a otro como perseguido por los demonios. Cuando la sangre de Johnathen Hughes empezó a hervir, acabando con su último resto de cordura, el anciano ya había llegado al último vagón del convoy.
Los dos hombres volvieron a encontrarse en ese último vagón, que estaba casi vacío. Johnathen Hughes fue hacia él y el anciano siguió con la cabeza baja, negándose a mirarle. Estaba llorando con tal violencia que todo intento de mantener una conversación con él habría sido inútil.
¿Por quién está llorando?, pensó Hughes. Pare, por favor, pare, deje de llorar.
Y el anciano se irguió igual que si hubiera oído aquella orden mental. Se secó los ojos, se sonó y empezó a hablar con un hilo de voz, consiguiendo que Johnathen Hughes se inclinara sobre él y que acabara sentándose para captar sus murmullos.
—Nacimos…
—¿Quiénes? —le preguntó Hughes.
—Nosotros —susurró el anciano, contemplando la oscuridad hecha de humo y relámpagos que se deslizaba al otro lado de la ventanilla—. Nosotros, sí, nosotros, nosotros dos, nacimos en Quincy el veintidós de agosto de mil novecientos cincuenta…
Sí, pensó Hughes.
—… y vivimos en el cuarenta y nueve de la calle Washington, y fuimos a la Central School, y nos pasamos todo el primer curso yendo a clase con Isabel Perry…
Isabel, pensó Hughes.
«Nosotros», murmuraba el anciano. «Nuestro, nos», decía con un hilo de voz. Y siguió hablando y hablando, contándoselo todo.
—Nuestro profesor de trabajos manuales, el señor Bisbee. Nuestra profesora de historia, la señora Monks. Nos rompimos el tobillo derecho cuando teníamos diez años, patinando sobre hielo. Estuvimos a punto de ahogarnos. Eso fue a los once años; papá nos salvó. A los doce años nos enamoramos de Impi Johnson…
Séptimo curso, una maestra preciosa que ya llevaba mucho tiempo muerta, Dios bendito, pensó el más joven de los dos hombres, envejeciendo poco a poco.
Y esto fue lo que ocurrió: durante los dos, tres, cuatro minutos siguientes, el anciano habló y habló, y poco a poco el hablar hizo que fuera rejuveneciendo, y sus mejillas cobraron color y sus ojos se volvieron más brillantes, y el joven fue sintiendo caer sobre su persona todo aquel conocimiento transmitido por el anciano, y el peso le fue hundiendo en su asiento y se fue poniendo pálido, y al final los dos hombres casi llegaron a tener la misma edad, uno hablando y el otro escuchando, y hubo un instante en el que Johnathen Hughes tuvo la absoluta y loca certeza de que, si se atrevía a levantar la vista y miraba por aquella ventanilla que daba al veloz mundo nocturno, vería el reflejo de dos mellizos idénticos.
No levantó la vista.
El anciano terminó de hablar; su cuerpo estaba muy erguido, y todas aquellas revelaciones de un pasado lejano habían conseguido que su cuello tuviera la fuerza suficiente para mantenerle bien alta la cabeza.
—Eso es el pasado —dijo.
Tendría que darle un puñetazo, pensó Hughes. Acusarle, gritarle… ¿Por qué sigo inmóvil, por qué no he empezado a pegarle, acusándole, gritando…?
Porque…
El anciano parecía saber en qué estaba pensando.
—Usted sabe que soy quien digo ser. Sé todo cuanto hay que saber sobre nosotros dos. Y en cuanto al futuro…
—¿Mi futuro?
—Nuestro futuro —dijo el anciano.
Johnathen Hughes asintió, clavando los ojos en el periódico que el anciano sostenía en su mano derecha. El anciano dobló el periódico y lo dejó sobre el asiento.
—Su trabajo irá dejando de gustarle. Poco a poco todo empezará a ir mal. En cuanto al porqué, ¿quién puede saberlo? Un niño nacerá y morirá.
Se buscará una amante, la encontrará y la perderá. Su esposa irá volviéndose cada vez más insoportable. Y, por fin, oh, créalo, sí, créalo, muy despacio, de forma casi imperceptible, acabará…, ¿cómo expresarlo? Sí, acabará odiándola y no podrá soportar su presencia. Oh, veo que le he trastornado. Será mejor que me calle.
Siguieron viajando en silencio durante un rato bastante largo y el anciano volvió a envejecer y el joven envejeció con él. Cuando hubo envejecido los años justos, el joven le hizo una seña con la cabeza, pidiéndole que siguiera hablando pero sin mirarle a los ojos.
—Imposible, sí, no lleva más que un año casado, un gran año, el mejor…
Es difícil creer que una sola gota de tinta puede acabar oscureciendo todo un jarro de agua fresca y límpida. Pero puede hacerlo, y lo hará. Y finalmente todo el mundo acaba cambiando, no sólo nuestra esposa, no sólo esa mujer hermosa y ese sueño soberbio…
—Usted… —empezó a decir Johnathen Hughes, y se detuvo—. Usted… ¿la mató?
—Nosotros la matamos. Los dos. Pero si consigo convencerle, ninguno de los dos la matará y ella seguirá viviendo, y usted envejecerá para acabar convirtiéndose en una versión de mí mismo más digna y feliz. Rezo por eso. Lloro por eso. Aún hay tiempo. He cruzado el abismo de los años para llegar a usted, para cambiar su sangre e influir en su mente. Dios, si la gente supiera realmente cómo es el crimen… Es algo tan ridículo, tan estúpido, tan… feo. Pero aún hay esperanza, porque he logrado llegar hasta aquí, he entrado en contacto con usted y he dado origen al cambio que salvará nuestras almas. Y ahora, escúcheme. ¿Admite que somos la misma persona, admite que los mellizos del tiempo viajan en este tren a esta hora de esta noche?
El tren les precedió con su silbido, apartando años de las vías.
El joven asintió con el más leve y microscópico de los asentimientos imaginables. El anciano no necesitaba más.
—Escapé. Corrí hacia usted. No puedo decirle más. Sólo lleva un día muerta y escapé. ¿Adónde podía ir? No había ningún sitio donde esconderse, sólo el Tiempo. No había nadie con quien hablar o con quien discutir, ni juez ni jurado, no había ningún testigo salvo… usted. Sólo usted puede lavar la sangre, ¿comprende? Usted me atrajo. Su juventud, su inocencia, sus horas felices, su hermosa vida, que todavía no ha sido manchada…, ésa fue la máquina que me capturó. Toda mi cordura se encuentra en usted. Si me rechaza…, Dios santo, estaré perdido, no, estaremos perdidos. Compartiremos una tumba y jamás saldremos de ella, y seremos enterrados en la miseria y la soledad. ¿Quiere que le diga lo que debe hacer?
El joven se puso en pie.
—Plandome —gritó una voz—. Plandome.
Y bajaron al andén, y el viejo corría tras él, mientras el joven tropezaba con las paredes y con la gente, sintiendo que sus miembros podían desprenderse de su cuerpo en cualquier momento.
—¡Espere! —gritó el anciano—. Oh, por favor…
El joven siguió caminando.
—¿No se da cuenta? Estamos metidos en esto, hemos de dar con una solución para que usted no se convierta en yo, y entonces no me veré obligado a hacer lo imposible, no tendré que venir a buscarle… Oh, ya lo sé, todo esto es una locura, no tiene sentido, ya lo sé, ¡pero tiene que escucharme!
El joven se detuvo en el extremo del andén donde estaban aparcados los coches: gritos de alegría o saludos en voz baja, breves bocinazos, motores que se ponían en marcha, luces que iban esfumándose en la lejanía. El anciano le cogió por el codo.
—Santo Dios, su esposa, mi esposa…, estará aquí dentro de un momento, tengo tantas cosas que decirle, usted no puede saber lo que yo sé, ¡hay veinte años de información oculta que debo revelarle y que usted debe comprender! ¿Me está escuchando? ¡Dios, no me cree!
Johnathen Hughes estaba observando la calle. Un coche venía por ella, pero aún se hallaba muy lejos.
—¿Qué pasó en el desván de mi abuela el verano del cincuenta y ocho? Nadie lo sabe, sólo yo… ¿Y bien?
Los hombros del anciano se encorvaron. Respiró con más facilidad y empezó a hablar como si leyera el contenido de un bloc de notas sostenido ante él.
—Estuvimos dos días escondidos allí, solos. Nadie llegó a saber dónde nos escondimos. Todo el mundo pensaba que nos habíamos escapado y que nos habíamos ahogado en el lago o nos habíamos caído al río. Pero nos pasamos todo ese tiempo llorando, con la sensación de que nadie nos quería ni nos necesitaba, pasamos esos dos días escondidos allí arriba…, escuchando el sonido del viento y deseando morir.
El joven se volvió hacia él y contempló a aquella versión más anciana de sí mismo, y había lágrimas en sus ojos.
—Entonces, ¿tú me quieres?
—No tengo más remedio —dijo el anciano—. Soy el único que te queda.
El coche ya estaba muy cerca de la estación. Una joven sonrió y agitó la mano detrás del parabrisas.
—De prisa —le apremió el anciano en voz baja—. Deja que vaya a tu casa, deja que observe y que te muestre lo que has de hacer, deja que te enseñe a descubrir lo que fue mal y te explique cómo corregir los errores, quizá consiga regalarte una buena vida, una vida en la que no habrá nada malo, deja que…
Un bocinazo. El coche se detuvo y la joven se asomó por la ventanilla.
—¡Hola, guapo! —gritó.
Johnathen Hughes lanzó una feroz carcajada y echó a correr como un loco.
—Hola, herm…
—¡Espera!
Se detuvo y se volvió hacia el tembloroso anciano del periódico, inmóvil en el andén de la estación. El anciano alzó la mano en un gesto interrogativo.
—¿No olvidas nada?
Silencio. Y por fin:
—Me olvidaba de ti —dijo Johnathen—. Me olvidaba de ti…
El coche tomó una curva en la noche. La joven, el anciano y el joven se balancearon siguiendo el movimiento del vehículo.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba? —preguntó la joven, alzando la voz como para hacerse oír por encima del ruido del tráfico.
—No lo ha dicho —se apresuró a responder Johnathen Hughes.
—Weldon —dijo el anciano, parpadeando.
—Vaya —exclamó Alice Hughes—, pero si ése es mi apellido de soltera…
El anciano dejó escapar un jadeo casi inaudible pero se recuperó en seguida.
—Oh, ¿de veras? ¡Qué curioso!
—Me pregunto si no seremos parientes… Usted…
—Fue profesor mío en la Central School —dijo Johnathen Hughes.
—Y sigo siéndolo —afirmó el anciano—. Y sigo siéndolo…
Y llegaron a casa.
No podía dejar de mirarla. El anciano se pasó toda la cena contemplando a la hermosa mujer sentada ante él, y la mitad del tiempo no comía y sus manos estaban quietas sobre el mantel. Johnathen Hughes estaba nervioso y hablaba en un tono de voz demasiado alto a fin de llenar los silencios, y apenas comió. El anciano seguía contemplando a la joven como si presenciara un milagro cada diez segundos. Observaba la boca de Alice como si de ella salieran chorros de diamantes. Observaba sus ojos como si todo el saber oculto del mundo estuviera allí y él acabara de encontrarlo. A juzgar por su expresión, aquel anciano perplejo había olvidado por qué estaba allí.
—¿Tengo una miga en el mentón? —preguntó de repente Alice Hughes—. ¿Por qué estáis mirándome todo el rato?
Y el anciano se echó a llorar, lo que sorprendió mucho a todos los presentes, él incluido. Siguió llorando y llorando sin parar, como si no pudiera contenerse, y Alice acabó levantándose y le puso la mano sobre el hombro.
—Discúlpeme —dijo él—. Pero es usted tan hermosa… Siéntese, por favor. Disculpe.
Acabaron de tomar el postre.
—Fabuloso —exclamó Johnathen Hughes, dejando el tenedor sobre la mesa y limpiándose aparatosamente los labios con la servilleta—. ¡Te amo, queridísima esposa! —Le dio un beso en la mejilla, se lo pensó mejor y la besó en la boca—. ¿Ve? —Se volvió hacia el anciano—. Quiero mucho a mi mujer.
El anciano asintió.
—Sí, sí, lo recuerdo —dijo en voz baja.
—¿Que lo recuerda? —exclamó Alice, mirándole fijamente.
—¡Un brindis! —se apresuró a decir Johnathen Hughes—. ¡Por una esposa soberbia y un gran futuro!
Su esposa se rió y levantó la copa.
—Señor Weldon —dijo un instante después—, ¿no va a brindar con nosotros…?
Ver al anciano de pie en el umbral de la sala le producía una impresión muy extraña.
—Observa —dijo el hombre, y cerró los ojos. Empezó a ir y venir por la habitación con los ojos cerrados, moviéndose sin la más mínima vacilación—. Aquí está el soporte de las pipas y allí están los libros. En el cuarto estante empezando por abajo hay un ejemplar de El sembrador de estrellas, de Eiseley. Un estante más arriba, uno de La máquina del tiempo, de H. G. Wells, lo cual resulta muy apropiado, y allí está el sillón y yo estoy sentado en él.
Se sentó. Abrió los ojos.
—No irás a llorar otra vez, ¿verdad? —le preguntó Johnathen Hughes, que le había estado observando desde el umbral.
—No. Se acabó el llorar.
De la cocina les llegaba el ruido de fregar los platos. La hermosa mujer con la que habían cenado canturreaba en voz baja. Los dos hombres volvieron la cabeza para oírla mejor.
—Algún día… —dijo Johnathen Hughes—. ¿Llegaré a odiarla? ¿La mataré?
—Parece imposible, ¿verdad? He estado observándola durante más de una hora y no he encontrado nada, ni una pista, ni una clave, ninguna indicación de que cuanto va a ocurrir sea culpa suya. También te he estado observando para ver si la culpa era tuya…, no, nuestra.
—¿Y?
El joven sirvió dos copas de jerez y le entregó una.
—Nada. Sólo que bebes demasiado. Ten cuidado con el alcohol.
Hughes dejó su copa sin haber tomado ni un sorbo.
—Supongo que debería hacerte una lista para que le echases un vistazo cada día. Consejos de un viejo loco a un joven estúpido…
—Recordaré cualquier cosa que me digas.
—¿De veras? ¿Durante cuánto tiempo? Un mes, o un año, y luego acabarás olvidándolo, como ocurre con todo. Estarás muy ocupado viviendo y poco a poco te irás convirtiendo en lo que tienes delante. Y ella, a su vez, se convertirá en alguien que merece ser eliminado de este mundo. Dile que la amas.
—Se lo diré cada día.
—¡Promételo! ¡Es muy importante! Quizá ahí estuvo mi error…, nuestro error. ¡Díselo cada día, sin falta! —El anciano se inclinó hacia adelante y la pasión que había en sus palabras le encendió el rostro—. ¡Cada día, cada día!
Alice estaba de pie en el umbral, un poco alarmada.
—¿Ocurre algo?
—No, no. —Johnathen Hughes sonrió—. Estábamos intentando decidir quién de los dos te considera más guapa.
Alice se rió, se encogió de hombros y volvió a la cocina.
—Creo… —empezó Johnathen Hughes; luego se calló y cerró los ojos, teniendo que hacer un esfuerzo de voluntad para completar la frase—. Creo que es hora de que te vayas.
—Sí, ya va siendo hora. —Pero el anciano no se movió. En su voz había una gran tristeza y un inmenso cansancio—. Tengo la sensación de que venir aquí no ha servido de nada. No consigo encontrar la causa de lo que ocurrió, todo parece andar bien… No puedo darte ningún consejo, Dios mío, esto es ridículo, no debería haber venido a ponerte nervioso, a trastornar tu vida y hacer que te preocuparas. No tengo nada que ofrecerte, nada salvo sugerencias, lloriqueos y profecías catastróficas. Hace un momento estaba sentado aquí y pensaba: la mataré, voy a acabar con ella, y cargaré con la culpa, ahora que soy un anciano, para que ese joven de ahí, tú, pueda seguir adelante y no necesite soportarla durante lo que le queda de futuro… Qué estupidez, ¿verdad? Me pregunto si funcionaría… Es como aquella vieja paradoja del viaje temporal, ¿no? ¿Alteraría el fluir del tiempo, el mundo, el universo…, qué ocurriría? No te preocupes, no, no, no pongas esa cara. No voy a matarla. El crimen ya ha sido cometido dentro de veinte años. El viejo que no ha conseguido dar con la respuesta, y que no ha sido capaz de ayudarte, abrirá la puerta y huirá corriendo para volver a su locura.
Se puso en pie y volvió a cerrar los ojos.
—Déjame comprobar si sé salir de mi propia casa a oscuras.
Se puso en marcha y el joven fue con él hasta el armario del recibidor, lo abrió, cogió el abrigo del anciano y le ayudó a ponérselo.
—Me has ayudado —afirmó Johnathen Hughes—. Me has dado un buen consejo: he de decirle que la amo.
—Sí, al menos he servido de algo, ¿verdad?
Se volvieron hacia la puerta.
—¿Crees que podemos tener esperanzas? —le preguntó de repente el anciano.
—Sí. Me aseguraré de que así sea —dijo Johnathen Hughes.
—Bien. Oh, sí, bien… ¡Casi puedo creer que lo conseguirás!
El anciano alargó la mano y abrió la puerta principal.
—No voy a despedirme de ella. No podría soportarlo, no podría contemplar ese hermoso rostro una vez más… Dile que el viejo idiota ya se ha ido. ¿Adónde? Ha seguido camino adelante para esperarte. Algún día acabarás llegando hasta allí.
—¿Para convertirme en ti? No, eso no ocurrirá —dijo el joven.
—Sigue repitiendo esas mismas palabras. No las olvides. Y…, Dios mío…, toma… —El anciano hurgó en su bolsillo y sacó de él un objeto envuelto en un arrugado papel de periódico—. Será mejor que te quedes con esto. No me atrevo a llevármelo, ni siquiera ahora. Podría cometer alguna tontería. Toma. Toma.
Metió el objeto entre los dedos del joven.
—Adiós. Adiós quiere decir que Dios sea contigo, ¿verdad? Sí. Adiós.
El anciano se alejó rápidamente hacia la noche. Una ráfaga de viento hizo temblar los árboles. Un tren lejano se movió en la oscuridad, llegando o marchándose, nadie podía saberlo.
Johnathen Hughes se quedó bastante rato de pie en el umbral, intentando ver si realmente allí fuera había algo, un hombre que se iba perdiendo en las tinieblas.
—Querido —dijo su esposa.
El joven quitó el papel de periódico que envolvía el objeto.
Su esposa estaba en la puerta del vestíbulo, detrás de él, pero su voz sonaba tan distante como el eco de las pisadas que se desvanecían por las sombras de la calle.
—No te quedes ahí, hay corriente de aire —dijo ella.
El joven acabó de desenvolver el objeto y su cuerpo se puso rígido. En su mano había un pequeño revólver.
—Cierra la puerta —dijo su esposa.
El rostro del joven se había vuelto frío e inexpresivo. Cerró los ojos.
Su voz. ¿Qué había en ella? ¿Un levísimo toque de mal humor, un matiz casi imperceptible?
Se dio la vuelta, poco a poco, como si temiera perder el equilibrio. Su hombro rozó la puerta, y la hoja se movió unos centímetros.
Y después…
Una ráfaga de viento hizo que la puerta se cerrara con un golpe seco.