Volvían de ver La matanza de Texas en una sesión de medianoche («¿Quiénes sobrevivirán y qué va a quedar de ellos?»), cuando alguien decidió que deberían hacer un alto en el Stop ’N Start Market antes de ir a casa. Después Macklin no logró recordar con seguridad quién lo había dicho. Y realmente no importaba, porque el anuncio luminoso que permanecía encendido toda la noche ya resultaba visible con sus brillantes colores atravesando la neblina antes de que llegaran a la calle Veintiséis, y tan pronto como lo vio, Macklin se aproximó a la acera y dirigió el vehículo hacia el único signo de vida que podía encontrarse en la ciudad a las dos menos cuarto de la madrugada.

Cruzaron la puerta accionada por una célula fotoeléctrica y se frotaron las caras al sentir la repentina frialdad de las luces. Macklin fue hacia el estante de las revistas y periódicos, sintiéndose igual que un recién nacido cuando ha de enfrentarse a las primeras brutalidades de los médicos. Alargó la mano hacia una hilera de revistas bastante sobadas pero se dio cuenta de que todas eran sobre coches, masacres, historias de policías y contactos clandestinos, o eso parecía.

—Por favor, por favor, lo siento, gracias —estaba diciendo el dependiente.

—No, no —dijo una voz de mujer—, ¿es que no me entiende? Quiero esa caja, ésa.

—Por favor, por favor —repitió el dependiente.

Macklin alzó la vista.

Detrás de la mujer había un par de tipos que hacían cola junto a las neveras donde guardaban los helados. Uno de ellos carraspeó y movió nerviosamente los pies.

La mujer estaba intentando devolver una cajita oblonga de cartón, pero el dependiente no parecía comprenderla. Finalmente cogió la cajita, se volvió hacia el estante y, sin dejarla, se volvió nuevamente hacia ella.

Entonces Macklin vio qué había en la cajita: una docena de preservativos de los que guardaban bajo el mostrador, junto al jarabe para la tos, la cola para los modelos de aeroplanos y los carretes. Eso era lo que ella deseaba: una caja de película Polaroid SX-70.

Macklin fue hacia la parte trasera de la tienda.

—¿Qué tal va todo, Whitey?

—Ya tengo los Beer Nuts —dijo Whitey—, y el Jiffy Pop también, pero no consigo encontrar la Olde English 800. —Estaba hurgando en la nevera de las cervezas.

—Pues entonces coge el licor de malta Schlitz —dijo Macklin—, tampoco está mal. —Señaló con la cabeza hacia el mostrador—. Eh, ¿te has fijado en lo que pasa ahí?

—¿Qué pasa?

Otros dos tipos entraron en la tienda y se dirigieron apresuradamente hacia el estante de los vinos.

—No importa. Oye, ¿por qué no dejas de buscar y te vas a la cola? Yo me encargaré de encontrar un poco de Schlitz o algo parecido. Anda, en cuanto sean más de las dos no querrán vendernos ninguna clase de licor…

Macklin acabó descubriendo un pack de seis latas escondido detrás de algunas botellas y luego cogió un cartón de leche y media docena de huevos. Cuando llegó al mostrador la mujer había acabado por rendirse y se iba a casa. El hombre que estaba haciendo cola detrás de ella pidió cigarrillos y una lata de carne de buey. El dependiente logró teclear su pedido en la caja registradora; que la caja fuera electrónica y que los productos llevaran código de barras le ayudó bastante.

—¿Te has fijado en él? —dijo Whitey—. Bueno, que me ahorquen si… Desde luego el viejo Juano está tocando fondo, ¿eh? El abismo, no hay duda. Tendrían que haberle metido en un acuario…

—¿Quién?

—Juano. Es él, ¿no? Anda, mírale bien. —Y Whitey fingió contemplar el techo.

Macklin observó al dependiente. Cabello negro y alisado hacia atrás con brillantina, una rígida raya separando las dos grasientas ondas de cada lado, un bigotito a lo Hitler, una chaquetilla que le sentaba fatal. Y además su piel tenía un aspecto extraño, como si se hubiera aplicado maquillaje sobre una tez que no había visto la luz del día desde hacía siglos enteros. Pero Whitey estaba en lo cierto. Era Juano. Le había atendido un montón de veces en aquel pequeño restaurante mexicano que había al este de Los Ángeles, Mamá lo que fuera… Sí, Mamá Carnita, eso era, en el bulevar Whittier. Macklin y sus amigos, Whitey incluido, habían comido allí por lo menos cincuenta o cien veces cuando asistían a las clases de la universidad de California. No cabía duda de que era Juano.

Whitey dejó sus compras sobre el mostrador.

—¿Qué tal las cosas, tío? —dijo.

—Gracias —repuso Juano.

Macklin depositó el resto de las cosas en el mostrador y empezó a buscar el dinero. Cuando soltó el cartón de leche éste emitió un sonido extraño, entre sólido y líquido. Macklin lo sacudió.

—Olvídate de la leche —dijo—. Está agria. —Y añadió—: Bueno, viejo amigo, hace mucho que no te veo. Juano, ¿verdad?

—Lo siento. Lo siento —dijo Juano. Su voz sonaba pastosa y parecía aturdido, como un sonámbulo.

Whitey no pensaba rendirse tan fácilmente.

—Oye, ¿aún siguen haciendo tan bueno el menudo en ese sitio? —Hurgó en sus tejanos buscando algo de moneda suelta—. Dios, apuesto a que ahora podría comerme cinco kilos seguidos.

Y los dos esperaron en silencio. Los segundos pasaban lentamente. En alguna parte de la tienda una radio dejaba oír una vieja canción de los sesenta, y a Macklin le pareció que era Light My Fire. Los Doors…

—Te acuerdas de mí, ¿verdad? Jim Macklin. —Le tendió la mano—. Y supongo que también te acordarás de Whitey, mi fiel compañero indio, ¿no? Solía venir conmigo los martes y los jueves.

El dependiente fue hacia la caja registradora arrastrando los pies, se dio la vuelta y un instante después volvió a ponerse de cara a Macklin. Tenía los ojos medio cerrados.

—Lo siento —dijo—. Lo siento. Por favor.

Macklin arrojó los billetes sobre el mostrador y Whitey contó sus monedas y las dejó caer con un chasquido metálico sobre la madera.

—Gracias —dijo Whitey, con las comisuras de los labios torcidas en una mueca. Después señaló con el pulgar hacia la puerta—. Vamos. Este sitio me pone la piel de gallina.

Cuando salían Macklin sintió una vaharada de un olor extraño, no supo si de Juano o de otra persona. El olor era insoportablemente dulzón, como el de un lirio medio podrido. ¿Su cabello? Macklin sintió como si una ráfaga de aire frío soplara dentro de su pecho y se estremeció. Debe de ser el aire acondicionado, pensó.

Una vez en la puerta Whitey giró sobre sí mismo y le miró.

—¿A qué hora cierran esto?

—Nunca. Olvídalo, venga. —Tocó el brazo de su amigo.

—Y una mierda lo voy a olvidar —dijo Whitey—. Pienso volver en cuanto cambien los jodidos turnos. Será sobre las seis, ¿no? Cuando salga de Ciudad Agujero le estaré esperando en el aparcamiento. Ese hijo de perra aún me debe veinte pavos.

—Por favor —murmuró el hombre del mostrador con los ojos clavados en la nada—. Por favor. Lo siento. Gracias.

La llamada llegó alrededor de las diez. Al principio pensó que era una broma; abrió los ojos con gran esfuerzo y paseó la mirada por el apartamento medio esperando descubrir que Whitey seguía allí, dormido hecho un ovillo entre los ceniceros repletos de colillas y las latas de cerveza aplastadas. Pero no era ninguna broma.

—De acuerdo, de acuerdo, ahora mismo voy —gruñó, sin haber entendido nada, y colgó el teléfono.

El Saint John’s Hospital en la calle Catorce. El vestíbulo estaba lleno de familias vestidas igual que si fueran de camino a la iglesia, con los ojos clavados en los ascensores y esperando obedientemente a que el reloj diera la señal de que el horario de visitas había empezado. La hora punta, pensó Macklin. Averiguó el número de la habitación en recepción y subió en el ascensor.

Un agente de policía estaba de pie en el pasillo, haciendo anotaciones en un impreso de accidentes. Macklin se enteró de lo ocurrido por él y por un médico de aspecto irritantemente sano. Entre los dos le contaron la historia oficial y, en contra de su voluntad, Macklin descubrió que la creía. O, al menos, creía en una parte de ella.

Su amigo había sufrido un accidente poco después del amanecer. El coche de su amigo, un viejo Volkswagen, se había salido de la carretera no muy lejos de Arroyo Seco. Su amigo había sido encontrado cerca de los restos del vehículo, cubierto de sangre y apestando a alcohol. Su amigo había estado conduciendo borracho.

—Bueno, veamos… ¿Algún pariente vivo? —le preguntó el policía—. Lo único que conseguimos sacarle fue su nombre. Según me han dicho los médicos, se encontraba bastante conmocionado.

—No tiene parientes —dijo Macklin—. Puede que en la reserva… No lo sé.

Ni siquiera estoy seguro de dónde…

Los ventanales temblaron sacudidos por el lento e irritado rugir de un trueno. Una luz acerada se reflejó en las nubes y se filtró al pasillo, mezclándose con los fluorescentes del techo y convirtiendo el interior del hospital en un recinto de líneas cortantes y superficies grisplateadas. Los rostros del policía y de las enfermeras que iban y venían por el pasillo cobraron un color extraño, como opaco.

No tenía sentido. Whitey no podía estar tan borracho cuando salió del apartamento de Macklin. Naturalmente, éste no recordaba haberlo visto salir. Pero si Whitey pensaba ir a algún sitio, seguramente sería al Stop ’N Start, no a cruzar medio condado para dirigirse hacia…, ¿hacia dónde? ¿Arroyo Seco? No, era una locura.

—¿Y dice que había rastros de alcohol en el coche?

—Me temo que sí. Encontramos una botella vacía de Jack Daniel’s metida entre los asientos.

Pero Macklin sabía perfectamente que en su casa nunca había bebidas fuertes, y estaba seguro de que en casa de Whitey pasaba igual. ¿Dónde se suponía que lo había conseguido, si todas las tiendas de licores del condado cerraban durante la noche?

Y entonces se acordó. Whitey nunca bebía esa clase de whisky. De hecho, Whitey jamás bebía nada más fuerte que la cerveza. Porque no podía. Macklin creía que era algo relacionado con su hígado, algo bastante común entre la gente de raza india. No tenía los enzimas adecuados, y eso era todo.

Macklin esperó a que los uniformes y las batas blancas se alejaran y entró en la habitación.

—Whitey… —dijo.

Allí estaba su amigo, el cuerpo apoyado en una sólida muralla de almohadas, el torso y casi toda la mano vendados. Tenía los brazos desnudos salvo por el brazalete de identificación y un extraño dibujo de líneas en zigzag que iban desde la muñeca hasta el hombro. Las líneas parecían haber sido pintadas por una mano algo temblorosa utilizando algún tipo de pigmento gris claro.

—Llámame por mi nombre —dijo Whitey con voz pastosa—. Me llamo Pluma Blanca.

Probablemente le habían llenado de tranquilizantes hasta las cejas. Pero al menos se encontraba bien. ¿O no?

—Bueno, viejo amigo, ¿a qué viene toda esa pintura de guerra?

—La noche pasada vi al Ángel de la Muerte.

Macklin no supo qué decirle.

—Me…, me han contado que saldrás de aquí en seguida —dijo por fin—. Me tenías un poco preocupado, créeme… Pero supongo que aún no estás listo para el huerto de los huesos, ¿eh?

—¿Has oído lo que te he dicho?

—¿Qué? Oh, sí. Sí. —¿Qué le habían dado? Macklin carraspeó y sus ojos se encontraron con los de su amigo, clavados en algo que estaba más allá de él—. ¿Qué fue, algún sueño?

—Un sueño —dijo Whitey. Sus ojos tenían un aspecto vidrioso, como si hubieran sido opacados por un calor muy intenso.

¿Qué había pasado? Whitey, pensó. Whitey…

—Esa pintura de guerra… ¿Te la pusiste tú mismo? —le preguntó en voz baja.

—Es el líquido desinfectante mezclado con lápiz de mina blanda —dijo Whitey—. Me pinto y la enfermera me la quita y yo me vuelvo a pintar.

—Ya entiendo. —No entendía nada, pero tenía que seguir adelante—. Bueno, socio, cuéntame lo que ha ocurrido. No pude sacarle gran cosa al médico…

La boca de Whitey se curvó en una sonrisa carente de todo humor. Los labios se movieron y crearon una grieta por la que asomaron los dientes.

—Era Juano —dijo. Y empezó a reírse amargamente. Se tocó las costillas y se calló.

Macklin asintió, intentando comprender algo de lo que decía.

—¿Se lo has contado al poli de ahí fuera?

—Claro. Los polis siempre creen a los indios borrachos. ¿No lo sabías?

—Mira, yo me ocuparé de Juano, no te preocupes.

De repente Whitey se echó a reír con unas carcajadas estridentes que Macklin jamás le había oído antes.

¡Je-je-je! ¿Qué piensas hacer, matarle?

—No lo sé —dijo, intentando pensar pese al ruido que llegaba desde el pasillo.

—Viven de la muerte, ¿sabes? —dijo Whitey.

Y en ese mismo instante una enfermera entró en la habitación tirando de un carrito metálico.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó.

—Estoy conversando con mi amigo.

—Bueno, pues tendrá que marcharse. Van a operarle esta misma tarde.

—¿Has oído hablar del Juicio de los Muertos? —le preguntó Whitey.

—Bueno, bueno, basta de hablar —dijo la enfermera—. Después podrá conversar con su amigo todo el tiempo que quiera.

—Quiero saberlo —dijo Whitey mientras ella preparaba una inyección.

—¿Qué es lo que queremos saber ahora? —le dijo ella, preocupada—. ¿Qué muertos? ¿Dónde?

—¿Dónde? —repitió Whitey—. Pues aquí, claro… Los muertos están aquí. Están aquí. Dígame, ¿qué hacen con ellos?

—Pero ¿qué tonterías…? —La enfermera le limpió el brazo con un algodón, emitiendo unos leves ruidos de disgusto al ver el dibujo ritual que había en su piel.

—Le acabo de hacer una pregunta —dijo Whitey.

—Oye, si no te importa esperaré fuera… —dijo Macklin.

—Esto también es asunto tuyo —dijo Whitey—. Quiero que lo oigas. Y ahora, señorita enfermera, tenga la bondad de contárnoslo… ¿Qué hacen con la gente que se muere aquí dentro?

—Por favor, si…

—No la oigo. —Whitey apartó el brazo de una sacudida.

La enfermera lanzó un suspiro.

—Les llevamos al sótano. Oiga, realmente todo esto es…

Pero Whitey seguía mirándola, atravesándola con aquellos ojos carentes de expresión.

—Oh, bueno, los cadáveres son conservados en las neveras —dijo ella, decidiendo seguirle la corriente—. Los guardamos hasta que sus familias hacen los arreglos para el tipo de funeral que desean. Y ahora, ¿podemos?…

—Pero ¿qué ocurre? ¿Qué pasa desde que se convierten en cadáveres hasta que llega el momento del funeral? ¿Cuánto tiempo se tarda en eso? ¿Dos días? ¿Tres?

La enfermera perdió la paciencia y le clavó la aguja en el brazo.

—Oye —dijo Macklin—, si me necesitas estaré por aquí. Y, compañero, escucha… —añadió—. Cuando todo esto haya terminado te daremos una gran fiesta. Ya verás. Te juro que será toda una fiesta… Ahora mismo me ocuparé de que te traigan un televisor.

—Me será tan útil como una bicicleta a un pez —dijo Whitey.

Macklin intentó reírse.

—Anda, tómatelo con calma.

Y un instante después volvió a oír esa extraña risa, seca y estridente.

—¡Je-je-je! Tamunka ni skun.

De repente Macklin sintió la apremiante necesidad de salir de aquel sitio.

—¿Jim?

—¿Sí?

—Ayer noche estaba equivocado.

—¿Ah, sí?

—Claro que sí. Aquel sitio no era Ciudad Agujero. Ciudad Agujero está aquí. ¡Je-je-je!

Muy divertido, pensó Macklin. Tan divertido como una fosa recién cavada. Salió de la habitación y lo último que vio fue a la enfermera llenando de sangre la jeringuilla, igual que si su tiempo hubiera vuelto hacia atrás y quisiera curar a Whitey haciéndole una sangría.

Lo único que pudo averiguar esa tarde fue que la operación no tenía importancia y que después de ella habría más radiografías, pruebas y un período de «observación», aunque cuando pidió más detalles al respecto el hospital le dio la vaga respuesta de que ya se esperaba, sin importar la forma en que Macklin hiciera las preguntas.

En vez de matar el tiempo, decidió ir al Stop ’N Start.

Estuvo dando vueltas por allí hasta que la tienda quedó casi vacía, y entonces fue hacia el mostrador. El encargado, al que Macklin conocía de vista, estaba manejando la caja registradora.

Nada más oírle mencionar a Juano, Raphael se cerró en banda; sus ojos, opacos y vidriosos, se volvieron todavía más oscuros en una gélida expresión de ignorancia. No, el del turno de noche se llamaba Dom o Don; lo dijo en voz tan baja y confusa que Macklin no logró estar seguro del nombre. No, Don (o Dom) llevaba trabajando allí unos seis o siete meses, no, no, no.

—Hasta que Macklin dio con la palabra mágica: policía.

Después de unos cuantos minutos de forcejeo verbal la cosa empezó a quedar clara. Raphe casi parecía asustado y, con todo, también daba la impresión de sentir cierto alivio al poder hablar de aquel asunto con alguien, aunque fuera con Macklin.

—Bueno, amigo…, a mí me los traen —susurró Raphe—. Yo no tengo nada que ver con ese asunto, créame.

»Creo que es una norma de la empresa, algo que se hace en todos los establecimientos, no sólo aquí. De vez en cuando llaman y me dicen que prescinda del chico habitual…, ya sabe, el que tengo en el turno de noche. Suelen hacerlo cuando se han producido unos cuantos atracos. Demonios, no me importa. No quiero que le peguen un tiro a Dom, claro que no… ¡Es mi mejor dependiente!

»Verá, lo que hago es rellenar los papeles como si Dom hubiera trabajado esas horas para que todo cuadre en cuanto llegue el momento de pagar los impuestos, pero él no llega a ver ese dinero. No se lo incluyen en la hoja de salarios, ¿me entiende? La oficina central se encarga de pagar a la empresa que les proporciona a esos tipos, sólo que ellos no reciben el salario habitual. No sé, puede que sean inmigrantes ilegales o algo parecido… He oído decir que les pagan un dólar veinticinco por hora, o al menos eso es lo que sacan de la empresa que nos los proporciona, así que la oficina central debe de estar ahorrándose mucho dinero. ¿Tiene idea de la cantidad que suma eso, teniendo en cuenta el número de tiendas y los turnos de noche que hay?

»Si quiere que le diga la verdad, me alegra que sólo los utilicen de noche, a última hora, cuando es fácil que el departamento tenga problemas… Me refiero a su aspecto, claro. Pero usted ya ha visto a uno de ellos, ese Juano como-se-llame, así que ya sabe a qué me refiero. ¿Verdad que tengo razón? Y ¿sabe otra cosa, amigo? Todos tienen el mismo aspecto.

Macklin se dio cuenta de que a Raphe se le había puesto la piel de gallina.

—Pero yo no sé nada del asunto.

Macklin estaba seguro de que debían de estar esperando junto a Stop ’N Start. Y allí estaban, tan puntuales como un reloj. Aparecieron a medianoche para dejar a Juano en su puesto de trabajo, sin retrasarse ni un segundo. Macklin les estuvo observando sin creer lo que veía. Sus manos se movieron sobre el pecho de Juano y luego le señalaron la puerta y se marcharon. ¿Qué habían hecho, darle cuerda? Pero volverían, claro que sí. Macklin estaba seguro de que volverían. Sí, volverían, fueran quienes fuesen. Los hombres misteriosos de todos los delirios paranoicos: allí estaban.

Pero esta vez Macklin no pararía hasta descubrir quiénes eran.

Se metió otro Dexamyl en la boca y tragó saliva hasta engullirlo.

Con Juano las amenazas eran tan inútiles como las preguntas, pero Macklin necesitó cierto tiempo para descubrirlo. Juano estaba tan maravillosamente jodido que no podía hacer nada más que ir y venir de la caja registradora al mostrador, deslizando su mano cerúlea por el metal de la caja sin inmutarse ante el más iracundo de los clientes, ni siquiera ante Macklin, dejando escapar continuamente el mismo patético y sibilante Por favor, por favor, lo siento, gracias, igual que una cinta magnetofónica atascada en su última revolución.

Lo cual hizo que Macklin acabara volviendo al coche sin saber qué hacer, cómo conseguir que la pesadilla estallara de una vez; sólo le quedó el recurso de soltarle puñetazos al volante, maldecir y dar vueltas en la cabeza a sueños de una venganza cada vez más y más sangrienta. Macklin salió del aparcamiento para ir en línea recta al pub Sweeney Todd, donde se tragó medio litro de John Courage y un doble de whisky irlandés antes de poder pensar con la claridad suficiente como para que se le ocurriera la idea de malgastar diez centavos más llamando al hospital, o incluso de echar un vistazo a su reloj.

Los hombres misteriosos volverían a las seis para recoger a Juano. Y entonces… Lo haría. Descubriría el misterio.

Pasó dos o tres horas en el cine de sesión continua que funcionaba veinticuatro horas al día, mezclándose con las sombras que se agitaban sobre su maltrecha pantalla. La chica que vendía palomitas de maíz estaba limpiándose las manchas del uniforme. La chica de la taquilla le había mirado sin verle, y cuando Macklin salió del cine seguía en la misma postura y le miró exactamente igual que al entrar. Aquella chica tenía algo peculiar. Macklin intentó concentrarse. Sí, algo extraño, algo común a toda la gente que trabajaba en los turnos de noche… Macklin recordó sus rostros, percibidos a lo largo de años y años. Su aspecto no importaba. Los noctámbulos, los que no podían dormir, los adictos, la gente que no tenía dinero para pagarse un hotel barato, los que siempre volvían a los mismos sitios, los únicos sitios donde podían encontrar la diversión que buscaban… No tenían otra elección. Que la chica de la taquilla pareciera estar medio muerta no le importaba a nadie. Que Juano diera miedo no tenía ninguna importancia. ¿Por qué iba a tenerla?

Una camioneta de color azul entró silenciosamente en el aparcamiento.

El letrero luminoso del Stop ’N Start empezó a palidecer bajo la luz del alba. La camioneta se detuvo con un chirrido de los frenos. Un hombre vestido con un traje arrugado salió de ella. El conductor abrió las puertas de atrás y el chasquido metálico hizo callar a los pájaros congregados en los árboles. Después entró en la tienda.

Macklin esperó y observó. Juano salió de la tienda, conducido por el hombre del traje arrugado. El dependiente del otro turno le vio marchar meneando la cabeza.

Macklin no sabía qué hacer. Deseaba hablar con Juano, sí, pero ¿qué podía hacer ahora? Y exactamente, ¿qué infiernos había estado esperando? Aún faltaba algo más, algo distinto… Era como haber distinguido fugazmente una silueta tapada por una manta en un pasillo repleto de gente. Al principio no sabías qué era pero estaba ahí; sabías qué podía ser, pero no podías estar seguro, no hasta haberte acercado a ella y haberte quedado quieto el tiempo suficiente como para descifrar cuál era su auténtica forma.

El conductor ayudó a Juano, sosteniéndole para que entrara en la camioneta. Después cerró las puertas, puso en marcha el motor y se alejó.

Macklin le siguió con las luces apagadas.

Se mantuvo pegado a la camioneta mientras ésta serpenteaba a través de la ciudad, acercándose cada vez más y más a las colinas. La camioneta no llevaba ningún letrero, pero Macklin pensó que debía de funcionar como esas compañías de microbuses que había visto a última hora de la tarde en Malibú o en Bel Air llevando y trayendo al servicio doméstico, o como aquellas empresas que cogían a los chicos y los utilizaban para que consiguieran suscripciones a revistas o pidieran donativos en los vecindarios donde Macklin había vivido.

El cielo seguía oscuro, pero su negrura empezaba a volverse de un color gris pizarra cerca del horizonte. La camioneta dejó atrás a un camión de la basura que ya estaba terminando su ronda nocturna. Macklin seguía pegado a ella.

La camioneta acabó llevándole a un callejón sin salida junto al que había un edificio en construcción. Macklin se detuvo en el cruce y un instante después vio como la camioneta daba la vuelta.

La dejó pasar, fue hasta el final del callejón y dio la vuelta, muy despacio.

Y entonces vio a la camioneta viniendo hacia él.

Fingió que estaba aparcando. Levantó la mirada.

La camioneta se había parado delante de él, obstruyéndole el paso.

El hombre del traje arrugado bajó de un salto y abrió la portezuela del coche de Macklin.

Macklin intentó salir del coche, pero el hombre le dio un empujón.

—¿Qué pasa, te crees lo bastante mayor para ir siguiendo a la gente o qué?

Macklin trató de ver algo por entre el brillo cegador de los faros.

—Vi como mi amigo Juano entraba en su camioneta —dijo—. No pude hablar con él antes y… Bueno, pensé que podía seguirle hasta su casa y conversar un rato con él para ver cómo le han ido las cosas.

El otro hombre que iba en la camioneta se levantó de su asiento y bajó del vehículo. Era más joven, de huesos más finos y algo más delgado. Se acercó al coche de Macklin y se quedó inmóvil junto a él, escuchando.

—Le vi entrar en la camioneta —dijo Macklin—, en el Stop ’N Start, en Pico… —Su mano estaba buscando la palanqueta que guardaba debajo del asiento—. Pasaba por allí y…

—Fuera.

—¿Qué?

—Te vimos. Sal del coche.

Macklin se encogió de hombros y giró sobre sí mismo, cogiendo la palanqueta y ocultándola a su espalda mientras se levantaba del asiento.

El otro hombre movió la cabeza y el conductor agarró a Macklin por la pechera de la camisa, cerrando la puerta de una patada sobre su brazo, todo en el mismo gesto. Macklin soltó un chillido y la palanqueta cayó sobre el pavimento con un tintineo metálico.

—¿Otro accidente? —sugirió el joven.

—No, sería demasiado complicado. Con el accidente de ayer ya hubo bastante. Venga, muévete. ¿No querías hablar con tu amigo?

Macklin estaba medio doblado a causa del dolor. Uno de los dos hombres le agarró del brazo aplastado por la portezuela y tiró de él haciéndole gritar. Un instante después sintió que le clavaban una aguja en el sobaco y su cuerpo empezó a caer.

Cuando recobró el conocimiento la camioneta avanzaba rápidamente por la autopista. Macklin sintió zumbar una rueda bajo su cabeza. Y un instante después vio a los otros, sentados sin mover ni un músculo. Juano estaba entre ellos.

Percibió el olor, algo apestoso y dulzón, un olor en el que había el rastro de algo que recordaba de sus prácticas escolares en el laboratorio, algo cuyo nombre no lograba identificar. El olor era como una cuchillada en sus fosas nasales.

No reconoció a ninguno de los otros: caras pálidas, como hechas de pasta cruda, cabezas echadas hacia adelante, los brazos apartados del cuerpo en una postura extraña, con las muñecas asomando de las mangas.

—Echadme una mano —dijo, pero realmente no esperaba que ninguno de ellos le ayudara.

Luchó por incorporarse. Ahora podía distinguir dos siluetas en la cabina de la camioneta, al otro lado de la reja.

Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.

—Eh, amigos… ¿Podéis entenderme?

—Déjanos descansar —dijo alguien con un hilo de voz.

Macklin se levantó con demasiada rapidez y perdió el equilibrio. Le habían inyectado algo lo bastante fuerte como para dejarle sin sentido, pero probablemente el Dexamyl había conseguido que su mente no quedara del todo a oscuras. Los frenos de la camioneta gimieron y el vehículo empezó a bajar por una rampa. Macklin estaba a punto de perder el conocimiento. Oyó voces, voces que aparecían y desaparecían igual que peces en la oscuridad, voces que entraban y salían de sus oídos hablando de forma tan baja y confusa que no siempre era capaz de entender lo que decían.

—Aún queda bastante sitio en la cruz. —Era la voz del hombre más joven, el de los huesos finos. Sí, estaba casi seguro de que era su voz.

—Oh, hace mucho tiempo que siento interés por la figura de Jesucristo, pero la verdad es que nunca he sabido muy bien cómo comprenderle…

—Bueno, pues ten cuidado con su ira. Sí, realmente deberías tener cuidado con su ira, porque puedes estar seguro de que acabará cayendo sobre ti…

Macklin echó la cabeza hacia atrás y se hundió en su sueño oscuro. Había algo que deseaba recordar. No quería recordarlo. Intentó no pensar en nada, concentrarse en la vieja canción de los Doors. Deja de dudar, pensó. Deja de perder el tiempo. Venga, inténtalo, ¿qué podemos perder? / Que nuestro amor se convierta en una pira funeraria. La camioneta se detuvo con una última sacudida y la cabeza de Macklin rebotó en el acero.

La puerta se abrió. Macklin tenía los ojos clavados en ella y le pareció que tardaba toda una eternidad.

Por entre las rendijas de sus párpados: un hombre vestido con un uniforme que le sentaba fatal, viniendo a saltitos hacia la camioneta, sostenido por los otros dos. Una hilera de surtidores de gasolina y un letrero que decía NO CERRAMOS NUNCASIEMPRE A SU SERVICIO. Las letras se movían lentamente, como si respirasen. Antes de soltarle, el hombre del traje le desabrochó la camisa del uniforme y le clavó una hipodérmica en el pecho, cerca del corazón y al lado de una banda que le pasaba por debajo de los brazos. La aguja brilló con un resplandor apagado bajo la pálida luz de la mañana.

—Éste necesita un poco de refuerzo —dijo el conductor, o quizá fuera el otro hombre. Sus voces parecían sonar siempre al mismo tiempo.

—Bueno, pues asegúrate de que no le das lo mismo que a nuestro querido Juano, ¿eh? Me gustaría que fuera capaz de caminar con sus propias patitas.

—¿Qué pasa, crees que me gusta llevarles en brazos?

—Oh, venga, hermano, ya lo hemos hecho antes. Ayer, por ejemplo.

Y en ese instante Macklin dejó que sus párpados recorrieran el resto del trayecto y un instante después se encontró nuevamente a la deriva.

Las ruedas zumbaron bajo él.

—¿Cuánto falta?

—Pronto llegaremos. Pronto.

Las voces sonaban débiles y lejanas, como un papel doblado al abrirse y cerrarse.

Un chirrido de frenos. Las puertas volvieron a abrirse. Un delgado haz luminoso se paseó sobre los párpados de Macklin, obligándole a abrir los ojos.

Tuvo otro momento de lucidez; ahora se hacían cada vez más frecuentes. Pestañeó, sintiendo un agudo dolor. Ahora la camioneta estaba aparcada entre dos pequeñas lomas. Dos hombres vestidos con trajes del oeste pasaron junto al vehículo: uno de ellos llevaba a un caballo por las riendas. El conductor de la camioneta detuvo a un grupo de figuras vestidas con togas. Daba la impresión de estar preguntándoles adónde debía ir.

Detrás de ellos se veían las ruinas de un castillo. Parte de un castillo. Y junto al castillo, Macklin identificó el campanario de una iglesia, la esquina de una calle de finales de siglo, una falsa pista para lanzar cohetes y una vieja escuela construida con ladrillos. Los ángulos y las líneas de los edificios parecían achatarse bajo el cielo, alejándose en intersecciones y contornos que se inclinaban de forma casi imperceptible, a punto de caer.

El conductor y el otro hombre acercaron una camilla a la parte trasera de la camioneta. En la camilla había una forma alargada, cubierta por una sábana y metida dentro de una bolsa de plástico. Los dos hombres introdujeron la camilla en el vehículo y empezaron a cerrar las puertas y pasar los seguros.

—Espero que no te hayas dejado el marcapasos.

—El jefe de los dobles dijo que estaba en la bolsa, con el cuerpo.

—Más vale, o nos estaremos jugando el trasero. Mejor dicho, te estarás jugando el trasero. Oye, ¿cómo se hizo todo eso?

—Se cayó por un acantilado conduciendo un coche de carreras. O… No, quizá sea la colisión de coches que había preparado para esa nueva serie, ya sabes, la policíaca. Eso es lo que quieren ahora, realismo. Me alegro de que sea una incineración, porque no hay forma de que ni Kelly ni Dee puedan tenerle arreglado y presentable para mañana.

—Ahí tienes la razón, hombre. Por eso le han escogido. Las cenizas no necesitan maquillaje.

La camioneta se puso en marcha.

—Vamos a casa —dijo una voz casi inaudible.

—Sí…

Ahora Macklin estaba despierto. Se agazapó junto a la bolsa de plástico y observó los rostros de Juano y los otros. Los ojos estaban abiertos y clavados en un punto tan imposible de alcanzar como la más delgada e impalpable de las membranas oculares, con una expresión tan imposible de leer como esas mismas membranas.

Fue de uno a otro moviéndose muy despacio. Empezó por el de la gasolinera. Tenía la camisa abierta y la tela colgaba fláccidamente igual que si fueran pliegues de carne. Macklin vio la caja plateada sujeta al pecho de piel pálida y algo arrugada, directamente encima del corazón. ¿Un marcapasos?, pensó aturdido.

Se arrodilló y pegó el oído a la caja.

Oyó un leve zumbido, como el de un reloj de pulsera eléctrico.

¿Para qué serviría? ¿Para hacer que la sangre siguiera moviéndose a una velocidad capaz de evitar el rígor mortis y la putrefacción de los tejidos? Dios santo, ¿durante cuánto tiempo?

Se acordó de Whitey y de la enfermera. «¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre desde que se convierten en cadáveres hasta que se celebran los servicios funerarios? ¿Cuánto se tarda en eso? ¿Dos días? ¿Tres?».

Sintió una oleada de náuseas casi irresistibles. Cuando volvió a mirarlos, los rostros parecían oscilar, porque los ojos de Macklin estaban llenos de lágrimas.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Ojalá estuvieras aquí —dijo el hombre de la gasolinera.

—¿Y qué lugar es ése?

—Todos hemos estado aquí antes —dijo otra voz.

—Vamos a casa —dijo una tercera voz.

Sí, pensó Macklin, comprendiéndolo todo al fin. Pronto podréis descansar; pronto dejaréis de ser objetos, maquinaria. Se os rendirán los honores precisos y llorarán por vosotros y os devolverán vuestra calidad de personas, y después de eso por fin podréis descansar en paz. Habéis trabajado pacientemente durante mucho tiempo y no ha sido en vano. Pronto podréis verlo. Sí, pronto todos vosotros lo veréis…

Deseó poder explicárselo, pero era imposible. Su única esperanza radicaba en que ellos ya lo supieran.

La camioneta se detuvo con una leve sacudida. El freno de mano emitió un agudo chirrido metálico.

Macklin se tendió en el suelo y cerró los ojos.

Oyó el crujido de la puerta al abrirse.

—Vamos.

El conductor hizo que los cadáveres fueran bajando del vehículo. Macklin oyó ruido de pies que se arrastraban, caminando despacio, cansinamente, y desde el exterior del vehículo le llegó el olor de las rosas y de la hierba recién cortada.

—¿Y éste qué? —preguntó el conductor, rozando con el pie el zapato de Macklin.

—Oh, hará su turno de cuarenta y ocho horas, no te preocupes. ¿Has oído hablar de algo llamado utilización de los recursos humanos?

—Ya me lo explicarás algún día. ¿Cuándo recogemos al indio?

—Tan pronto como le den el certificado en el hospital. Andan algo retrasados. El accidente no estuvo demasiado bien preparado.

—Pues éste sí que lo estará. Pero antes Dee querrá hacerle hablar para enterarse de cuánto sabe y a quién se lo ha contado. Dos en dos días es demasiado… Luego, probablemente tendremos que llevarle hasta su coche y prepararlo todo. Y hacer la llamada para que acabe en el Saint John incluso si llega muerto… Tiene que salir perfecto. Bueno, coge el otro extremo.

Macklin sintió como la bolsa del cadáver se movía, rozándole la pierna. Los dos hombres la sacaron de la camioneta, gruñendo y jadeando, y se la llevaron… ¿hacia dónde?

Macklin abrió los ojos. Su vacilación duró sólo un segundo, el tiempo necesario para tragar una honda bocanada de aire.

Un instante después ya estaba corriendo.

La gravilla saltaba bajo sus pies. Oyó maldiciones y el ruido metálico de las puertas al cerrarse pero Macklin siguió corriendo, con la cabeza gacha y las piernas moviéndose igual que pistones. Volvió la cabeza y vio a un hombre que le perseguía. El conductor se detuvo junto al edificio de pompas fúnebres y gritó algo. Pero Macklin siguió corriendo.

Fue por el camino, que transcurría por entre árboles cubiertos de musgo y estatuas manchadas por los excrementos de los pájaros, hasta que no se atrevió a seguir por él. Entonces, dio un salto y avanzó a través de la alfombra de hojas hasta llegar a un claro. Cruzó una puerta sobre la que unas viejas letras de hierro decían CEMENTERIO DE DRY LAWN y siguió corriendo hasta distinguir una abertura en el muro, allí donde éste bajaba siguiendo la curvatura del terreno. Se abrió paso por entre unos enormes macizos de yedra polvorienta y bajó por la pendiente. Y un instante después se encontró en la acera.

Los coches pasaban por el cruce con un potente ruido de motores, impacientes por llegar al trabajo. Oyó toses y ruido de pasos, pero no era más que una parada de autobús situada a mitad del bloque. Los frenos neumáticos de un autobús especial para los suburbios sisearon agudamente. Un grupo de personas de cara ceñuda se levantaron del banco donde esperaban y subieron al vehículo, caminando igual que sonámbulos.

Macklin corrió hacia el autobús, pero las puertas se cerraron con un golpe seco y el autobús se alejó rugiendo.

Más gente en la esquina, dándose prisa, sin mirarse los unos a los otros. Macklin apretó el paso y se mezcló con ellos.

Tintorerías, un puesto donde vendían hamburguesas, el aparcamiento, la gasolinera: todo cerrado. Pero en la gasolinera había un teléfono público.

Macklin echó a correr pese a que el semáforo estaba en rojo. Cerró la puerta de la cabina a su espalda y estuvo a punto de derrumbarse contra el cristal.

Metió monedas en la ranura, marcó el número de la centralita y pidió hablar con la policía.

La atmósfera dentro de la cabina era casi irrespirable. Macklin sintió el olor de una loción capilar. El sudor brotaba de sus poros y le helaba la piel.

En algún lugar, a lo lejos, se oía la música de una radio.

Un sargento le habló por el auricular. Macklin empezó a chillar, diciéndole que debían venir a buscarle. ¿Dónde estaba? Macklin miró frenéticamente a su alrededor pero no había ningún letrero que indicara la calle, sólo un expositor de periódicos sujeto a la pared con una cadena. NINGUNO DE LOS MUERTOS HA SIDO IDENTIFICADO, decía el titular.

Macklin sintió un nudo en la garganta.

—Ninguno de los muertos ha sido identificado —dijo, casi balbuceando, su voz yendo más aprisa que sus pensamientos.

Silencio.

Y Macklin siguió hablando, contándolo todo, lo de la camioneta y el hospital y el hombre del traje arrugado que daba inyecciones de algo así como una super-adrenalina, y habló de los marcapasos eléctricos y de los dependientes del turno de noche y de los accidentes. Luchó por soltarlo todo antes de que fuera demasiado tarde. Una parte de su ser oía lo que estaba diciendo y se preguntaba si no se habría vuelto loco.

—¿Quién los enterrará? —gritó—. ¿Qué clase de monstruos…?

Oyó un chasquido metálico y la línea quedó muerta.

Macklin siguió agarrado al auricular. Tenía los ojos anegados en sudor. Era agudamente consciente de cómo le latía el corazón y empezó a contar las pulsaciones, mientras la humedad de su aliento se iba condensando sobre el cristal.

Después metió otra moneda en la ranura.

—Buenos días, Saint John’s Hospital. ¿Puedo ayudarle?

No lograba recordar el número de la habitación. Describió al hombre, el accidente, la fecha. Sexto piso, sí, justo. Siguió hablando hasta que la recepcionista logró localizar los datos.

Una pausa. No cuelgue.

Esperó.

—¿Señor?

Macklin no dijo nada. Era como si ya no le quedasen palabras.

—Lo siento muchísimo…

Sintió como la sangre escapaba de su cuerpo. Tenía los dedos fríos, insensibles.

—… pero me temo que la operación no salió bien. El paciente no logró recuperarse. Si desea que le ponga en contacto con…

—El nombre del paciente era Pluma Blanca —dijo Macklin mecánicamente.

El auricular resbaló de entre sus dedos y quedó colgando del cordón, balanceándose igual que el péndulo de un reloj.

Macklin se apoyó en el cristal de la cabina. Después de lo que le pareció un tiempo muy largo se dio cuenta de que sus dedos, en un movimiento reflejo, estaban buscando un cigarrillo. Sacó uno del paquete. Estaba medio aplastado. Lo alisó y se lo puso en los labios.

Al otro lado del cristal empañado por el vaho siluetas sin rostro iban y venían por la acera. Macklin estuvo observándolas durante un rato.

Cogió una carterita de cerillas del suelo, encendió dos a la vez y las sostuvo cerca del cristal. La llama abrió un agujero de claridad entre la niebla creada por la condensación.

Intenta incendiar la noche, pensó estúpidamente, repitiendo las palabras hasta que tanto esa frase como cualquier otra que su mente fuera capaz de imaginar dejaron de tener ningún significado.

La llama de las cerillas empezó a quemarle los dedos, pero Macklin apenas lo sintió. Acabó prendiendo fuego a la tapa de la carterita y le dio vueltas lentamente, una y otra vez. Se preguntó si habría algo más que pudiera arder, alguna cosa, todo a la vez. Cerró los ojos, apretando los párpados con fuerza. Cuando los abrió se encontró contemplando sus propias ropas.

Miró por el círculo que había creado en el vaho del cristal.

Fuera, sus contornos borrosos y algo distorsionados pero imposibles de confundir, había una camioneta azul. Estaba esperando junto a la acera.