Caminó por el risco, aquel risco tan alto que parecía pegado al cielo. Barrido por el viento, limpio y casi ilimitado, el risco era un lugar desde donde se podía ver hasta muy lejos, como si la mismísima tierra, el suelo y la piedra se hubieran puesto de puntillas y alargaran los brazos, estirándose hasta llegar al cielo. El risco era tan alto que, cuando mirabas hacia abajo, podías ver el dorso de los halcones que iban trazando lentos círculos sobre el valle del río, buscando su presa.
Pero había algo más que el hecho de encontrarse tan arriba. También estaba la sensación de que el risco era muy viejo, y el olor del tiempo, y la intimidad, como si aquella gran muralla de piedra le estuviera transfiriendo su personalidad; y tuvo que admitir que la personalidad del risco le caía bien: era algo con lo que podía envolverse como si fuese una capa.
Y siempre oía el crujir de la mecedora que se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, con su anciana ocupante encogida y algo marchita pero aún llena de energía, meciéndose hacia atrás y hacia adelante, tan pequeña, tan arrugada y tan flaca que parecía haberse confundido con la mismísima armazón de la mecedora; sus pies colgaban de ella sin llegar al suelo, como si fuera una niña subida al sillón del bisabuelo. Sus pies no tocaban el suelo, no lo rozaban ni siquiera con un dedo que pudiese seguir impulsando la mecedora, y sin embargo, la mecedora continuaba moviéndose, y no paraba nunca. Thomas Parker se preguntaba cómo diablos se las arreglaba para mantenerlas en movimiento.
Había llegado al final del risco, el punto donde aquellos inmensos peñascos de caliza se desplomaban formando una serie de acantilados que terminaban en el río. El risco torcía hacia el este y seguía el curso del valle, creando una muralla de piedra que se pegaba al inmenso espacio abierto de éste, haciéndolo parecer todavía mayor.
Se dio la vuelta para contemplar el risco y allí estaba, a un kilómetro y medio de distancia: un molino de viento parecido a una araña, con la gran rueda encarada al oeste, hacia él, y cuyas aspas eran un torbellino plateado que giraba iluminado por el sol poniente.
Sabía que el molino hacía mucho ruido, pero estaba tan lejos de él que no podía oír nada: las fuertes ráfagas de viento que llegaban del oeste se le metían por las orejas y no les permitían captar ningún sonido que no fuese su rugido. El viento le agitaba los faldones de la chaqueta y tiraba de las perneras de sus pantalones, y le hacía sentir su firme presión en la espalda.
Sin embargo, aunque sus oídos no pudieran captarlo, su mente seguía oyendo el crujido de la mecedora que se movía hacia atrás y hacia adelante en aquella habitación donde una plácida gentileza de otra época luchaba contra la brusquedad de los tiempos actuales. La chimenea era de ladrillos rosados, y alrededor de los ladrillos había paneles de madera blanca; la repisa estaba repleta de viejas figurillas de cerámica y marcos con fotos antiguas, y también había un rechoncho reloj, de caja muy adornada, que sonaba cada cuarto de hora. Los muebles de la habitación eran de roble, y una alfombra bastante desgastada cubría el suelo. Las cortinas de los grandes ventanales, provistos de espaciosos alféizares, estaban hechas de una tela muy gruesa que los años habían ido volviendo de un tono apagado que no se parecía a ningún color identificable. Cuadros con gruesos marcos dorados colgaban de las paredes, pero la habitación estaba tan oscura que no había forma de saber lo que representaban.
La criada para todo, la compañera, ama de llaves, enfermera y cocinera, entró con la bandeja del té: rebanadas de pan untadas con mantequilla en un plato y pastelitos en otro. Colocó la bandeja sobre la mesa que había delante de la anciana sentada en la mecedora y salió de la habitación, para volver a las oscuras y misteriosas profundidades de la vieja casa.
—Thomas —dijo la anciana con su frágil y quebradiza voz—, ¿tienes la bondad de servir el té? Dos terrones y sin leche, por favor.
Thomas se levantó del sillón de tela de crin, fue con paso algo desmañado hacia la bandeja y sirvió el té de una forma igualmente desmañada. Intuía que servir el té era algo que requería una lenta delicadeza, y que cada gesto debía tener el encanto de un auténtico caballero, pero él no poseía ese encanto. Su mundo era muy distinto del de aquella casa y aquella vieja dama, y nada de cuanto había encerrado en él le pertenecía.
Había acudido allí obedeciendo el mandato expresado en una hojita de papel que olía débilmente a lavanda; la caligrafía era más firme de lo que había esperado, y cada letra, cuidadosamente formada, poseía una fluida dignidad.
Espero tu visita la tarde del 17, había escrito la anciana. Tenemos asuntos que discutir.
Una llamada del pasado que le llegaba de más de mil kilómetros de distancia, y él había acudido conduciendo su vieja caravana maltratada por la intemperie a través de las colinas llameantes de un otoño de Nueva Inglaterra…
El viento seguía tirando de él, las aspas del molino continuaban girando velozmente, y un poco más abajo, por encima del río, se veía el negro puntito del halcón trazando círculos en el aire. Era otoño, pensó, y el otoño allí era diferente: los árboles del valle, y aquellos que podía ver a lo lejos, adoptaban los colores de la estación.
El risco no tenía árboles, dejando aparte los pocos que se agrupaban alrededor de donde antaño estuvieran las granjas, esas granjas que ahora habían desaparecido, reducidas a cenizas, vencidas por el mal tiempo o convertidas en ruina con el paso de los años. Sí, tal vez el risco hubiera estado cubierto de árboles, pero de eso tenía que hacer mucho tiempo, y si alguna vez los hubo, esos árboles cayeron más de cien años antes bajo el filo del hacha, para que la tierra pudiera ser convertida en campos de labor. Los campos seguían allí, pero ya nadie los trabajaba; llevaba décadas sin conocer el arado.
Se acercó un poco más al borde del risco y se volvió para contemplar todos los kilómetros que había recorrido ese día, explorando el lugar y aprendiendo a conocerlo, aunque no comprendía por qué tenía la sensación de que debía llegar a conocerlo; pero el impulso estaba allí, extraño e irresistible, y se había dejado llevar por él. Hasta aquel momento ni siquiera se había preguntado qué podía ser.
Sus antepasados habían pisado aquel suelo, habían vivido y dormido sobre él, allí habían tenido su descendencia y habían llegado a conocerlo de una forma mucho más profunda de lo que él podría llegar a hacerlo en unos pocos días. Habían llegado a conocerlo y lo habían abandonado… Habían huido de algo indefinible. Y eso no estaba bien, se dijo, no, eso no estaba nada bien. La información que se le había dado resultaba algo confusa. Allí no había nada de qué huir. Al contrario, había algo por lo que vivir, algo que invitaba a quedarse…, la proximidad del cielo, el viento que lo limpiaba todo, aquella sensación de intimidad con la tierra, la piedra, el aire, la tormenta…, hasta con el mismísimo cielo.
Sí, sus antepasados habían hallado aquel suelo; eran los últimos descendientes de los muchos seres que habían caminado sobre él. Durante millones de años aquel risco fue recorrido por criaturas desconocidas, criaturas que quizá estuvieran más allá de su imaginación… La tierra no había cambiado, y su edad geológica era inmensa, pues aquel lugar era un centinela que se alzaba como un mojón entre otras tierras que no habían parado de sufrir alteraciones. No se había agrietado para dejar paso a las grandes cadenas montañosas, había escapado a la acción de los glaciares, no había sido cubierto por ningún mar intercontinental… Siguió inmutable durante centenares de millones de años, igual a como siempre había sido, limitándose a soportar el peso de la nieve y los sutiles cambios causados por el clima.
Había tomado asiento en aquella habitación surgida del pasado y allí estaba la anciana de la mecedora, sentada al otro lado de la mesa, meciéndose sin cesar, incluso mientras bebía el té y mordisqueaba la rebanada de pan con mantequilla.
—Thomas —le dijo con su voz de vieja, frágil y quebradiza—, tengo un trabajo para ti. Es una tarea que debes realizar, y sólo tú puedes hacerlo… Es algo muy importante para mí.
Importante para ella… No para nadie más, no, sólo para ella. Que los demás pudieran encontrarlo importante o no… tanto daba. Para ella sí era importante, y eso era lo principal.
—Sí, tía —dijo él, sonriendo ante aquel continuo mecerse y ante la seriedad con que se lo tomaba todo, aunque su diversión parecía algo fuera de lugar en aquella habitación, ante aquella anciana y aquella casa…—. Bueno, ¿de qué clase de trabajo se trata? Si es algo que pueda hacer…
—Puedes hacerlo —dijo ella con cierta irritación—. Venga, Thomas, no te hagas el listo conmigo… Es algo que puedes hacer. Quiero que escribas una historia de nuestra familia, de nuestra rama de los Parker. Ya sé que en el mundo hay muchos Parker, pero sólo estoy interesada en una rama, la nuestra… Puedes pasar por alto todas las ramas colaterales.
—Pe-pero, tía… —tartamudeó, al pensar en lo que le pedía—. Para eso haría falta mucho tiempo. Puede que hicieran falta años enteros…
—Te pagaré el tiempo que emplees. Escribes libros sobre otras cosas, ¿no? Bueno, ¿por qué no puedes escribir uno sobre la familia? Acabas de terminar un libro sobre paleontología. Necesitaste tres años o más para escribirlo. Has escrito sobre arqueología, sobre el Egipto antiguo, sobre las viejas rutas comerciales del mundo… Hasta has escrito un libro sobre el folklore y las supersticiones de la antigüedad, y espero que mis palabras no te ofendan, pero jamás había leído una obra tan llena de tonterías. Creo que tú lo llamas divulgación científica, ¿verdad? Bueno, sea lo que sea, es algo que requiere montones de trabajo, ¿no? Hablas con mucha gente, hurgas en viejos archivos polvorientos… Creo que puedes hacer lo mismo por mí, si te lo pido.
—Pero ese libro no tendría mercado. No le interesaría a nadie.
—A mí sí me interesaría —dijo ella con cierta sequedad, y su voz estuvo a punto de quebrarse—. ¿Y quién ha hablado de publicarlo? Quiero conocer la historia de la familia, eso es todo. Thomas, quiero saber de dónde venimos y quiénes somos, y qué clase de personas somos… Te pagaré. Insisto en ello. Te pagaré…
Y pronunció una cifra que le dejó sin aliento. Jamás había soñado que tuviera tantísimo dinero.
—Y los gastos —añadió ella—. Quiero que no te olvides de anotar cuidadosamente todos tus gastos, sean cuales sean.
Intentó razonar con ella y se esforzó por ser amable, pues estaba claro que había perdido el juicio.
—Pero, tía, podrías conseguir lo que quieres sin necesidad de gastarte tanto dinero. Hay especialistas en genealogía que se ganan la vida investigando la historia de las familias…
Su tía dejó escapar un seco bufido.
—Ya he hecho que llevaran a cabo algunas investigaciones. Te pasaré todo el material que han recopilado. Eso debería facilitarte las cosas.
—Pero si ya tienes todo eso…
—No estoy muy segura de que sea verdad. La historia no queda demasiado clara. Al menos, no para mí. Se esfuerzan demasiado, y siempre quieren darte algo a cambio de tu dinero… Te doran la píldora, Thomas. Me hablan de la mansión de Shropshire, pero no estoy segura de que semejante mansión existiera. No sé, me parece tan manido… Quiero saber si esa mansión existió o no. Había un comerciante de Londres…, dicen que vendía cubertería. No me basta, debo saber más de él. Ni los datos de Nueva Inglaterra están claros. Ah, Thomas, otra cosa: no mencionan ni a un solo cuatrero, y según ellos en la familia tampoco hubo carne de horca. Si hubo cuatreros y carne de horca, también quiero saberlo.
—Pero, tía…, ¿por qué? ¿Para qué quieres tomarte tantas molestias? Si lo escribo nunca llegará a publicarse. Nadie se enterará, sólo tú y yo. Te entregaré el manuscrito y ahí acabará todo.
—Thomas, soy una vieja loca, estoy senil y sólo me quedan unos cuantos años más de locuras y senilidad. No me gustaría nada verme obligada a suplicártelo.
—No tendrás que suplicármelo —le había dicho él entonces—. Mis pies, mi cerebro y mi máquina de escribir están por alquilar, pero sigo sin comprender qué…
—No intentes comprenderlo —había replicado ella—. Siempre he logrado salirme con la mía. Deja que siga haciéndolo.
Y aquél había sido el resultado final. El largo camino seguido por los Parker culminaba en aquel risco barrido por los vientos, con su molino traqueteante y su grupito de árboles que habían protegido granjas que ahora ya no estaban allí, y todo terminaba en esos campos que llevaban tanto tiempo sin ser cultivados y aquel arroyuelo junto al que había aparcado el remolque.
Bajó los ojos hacia la pendiente y vio un grupo de peñascos, algunos tan grandes como un establo, o más aún, entre los que habían crecido unos cuantos abedules.
Qué extraño, pensó. Dejando aparte los de las granjas, eran los únicos árboles del risco, y no había ningún otro grupo de peñascos. Estaba claro que no eran un residuo de la glaciación, pues los muchos glaciares de aquella era que habían atravesado el Medio Oeste se habían detenido bastante al norte de allí. Aquella comarca era conocida como la zona sin glaciaciones: formaba una especie de pequeña bolsa mágica que, por alguna razón todavía desconocida, había logrado escapar a los glaciares, que siguieron avanzando por ambos lados de ella hasta llegar mucho más al sur.
Quizá hubo un tiempo en que esa parte del risco terminaba en una formación rocosa, que la intemperie se había encargado de ir reduciendo hasta dejar tan sólo aquel grupo de peñascos.
Unos instantes después, aunque no había nada que le impulsara a ello, y casi sin quererlo, se encontró bajando poco a poco por la pendiente hasta llegar a los peñascos y sus abedules.
Vistos de cerca, los peñascos eran tan grandes como le habían parecido desde lo alto del risco. Entre los de mayor tamaño —una media docena— había muchos más, fragmentos de roca que habían sido originados por las heladas o por el correr de las aguas, ayudadas quizá por el sol, que había contribuido a irlas agrietando.
Thomas se abrió paso por entre las grietas e intervalos que separaban las rocas, sonriendo para sí mismo. Un gran sitio para que jueguen los niños, pensó. Un castillo, un fuerte, una montaña para la imaginación infantil… El polvo y las hojas caídas a lo largo de los siglos habían encontrado refugio entre los peñascos, para acabar formando una capa de tierra vegetal, en la que crecían muchas plantas, incluyendo algunos ásteres silvestres y bastantes varas de oro que ya empezaban a florecer.
Cuando llegó al centro de los peñascos, encontró una caverna o lo que parecía una buena imitación de ella. Dos grandes rocas se unían en la punta para formar la bóveda de un túnel que tendría unos cuatro metros de largo por uno y medio de ancho; los lados de las rocas se iban inclinando hacia el interior, hasta tocarse a unos dos metros y medio por encima del suelo del túnel. En el centro del mismo había un montoncito de piedras. Algún crío debió de recogerlas muchos años atrás y las escondió ahí imaginando que eran su tesoro particular, pensó Thomas.
Fue hacia ellas, se inclinó y cogió unas cuantas. Apenas puso los dedos sobre ellas supo que había encontrado algo raro. No eran piedras corrientes. Las acarició con la yema de los dedos y notó lo suaves y resbaladizas que eran: casi parecían estar cubiertas de aceite.
Un año antes, en un museo del oeste —quizá fuera Colorado, aunque no estaba seguro—, había visto y tocado por primera vez piedras como ésas.
—Gastrolitos —le dijo el conservador del museo, un hombre de barba cana—. Piedras de la molleja… Creemos que proceden del estómago de los dinosaurios herbívoros…, quizá todos los dinosaurios llevaran esas piedras dentro. No podemos saberlo con seguridad.
—¿Cómo la arenilla que encuentras en el buche de una gallina? —le preguntó Thomas.
—Exactamente. Las gallinas se tragan piedrecitas, arenilla y trocitos de concha para que les ayuden a digerir la comida. No tienen nada con qué masticarla, así que la engullen entera. La arenilla y las piedrecitas de la molleja se encargan de triturarla por ellas. Hay cierta posibilidad…, de hecho, casi podría decirse que hay una posibilidad bastante elevada de que los dinosaurios hicieran lo mismo, y que se tragaran guijarros para que se encargaran de masticar por ellos. Llevaban dentro esas piedras durante toda su vida, las piedras acababan puliéndose, y cuando morían…
—Pero ¿por qué dan esa impresión de estar cubiertas de grasa?
El conservador meneó la cabeza.
—No lo sabemos. Puede que sea aceite de dinosaurio. Quizá el estar tanto tiempo dentro de su cuerpo hacía que acabaran impregnándose de una especie de aceite…
—¿Y nadie ha intentado extraerlo? ¿Nadie ha intentado saber si realmente contienen aceite?
—No creo que nadie lo haya intentado —dijo el conservador.
Y allí, en aquel túnel, en aquella caverna o como uno quiera llamarla, había un montón de piedras de molleja.
Thomas se puso en cuclillas, cogió media docena de las más grandes —su tamaño era ligeramente inferior al de un huevo de gallina—, y sintió como el vello de su nuca se erizaba a causa de un viejo temor atávico, un temor que correspondía a un pasado tan remoto que ni siquiera hubiera debido sentirlo.
Hacía millones de años, o quizá centenares de millones, un dinosaurio enfermo o herido se había metido en aquel mismo túnel para morir. Desde entonces la carne había desaparecido y los huesos se convirtieron en polvo, pero el montoncito de guijarros que ese dinosaurio llevaba dentro seguía existiendo.
Thomas se apoyó en los talones, sosteniendo las piedras en su mano, y trató de conseguir que su mente recreara lo que había ocurrido allí. La criatura se había tumbado en el suelo, temblando, encogida sobre sí misma, obligándose a llegar hasta el fondo de aquel agujero rodeado de roca para obtener la máxima protección posible. Había gemido de dolor, bufando y resoplando. Y había muerto allí donde Thomas tenía los pies. Después llegaron los pequeños mamíferos carroñeros, que desgarraron su carne…
Esto no es tierra de dinosaurios, pensó Thomas, no es la clase de sitio que visitan los buscadores de fósiles, atraídos por los restos del pasado. Aquí hubo dinosaurios, naturalmente, pero no se dieron los violentos procesos geológicos que habrían acabado enterrando sus huesos, permitiendo que se conservaran. Claro que, de haberlos, esos huesos seguirían allí, pues aquella tierra era muy vieja y no había sido afectada por la erosión de los glaciares, que habían destruido o enterrado a gran profundidad tantos yacimientos de fósiles.
Pero al meterse en aquel grupo de peñascos, había dado con el lugar donde murió una criatura que ya no caminaba sobre la tierra. Intentó imaginar la forma que podía haber tenido ese animal extinguido, cuál sería su aspecto cuando aún vivía… No, era imposible saberlo. Había tantos tipos distintos de dinosaurios…; algunos eran conocidos gracias a sus fósiles, pero quizá aún quedaran muchos por descubrir.
Se guardó las piedrecitas que había escogido en el bolsillo de la chaqueta. Emergió del túnel, salió de entre los peñascos y descubrió que el sol ya estaba medio escondido por las colinas del oeste. La proximidad del ocaso había hecho que el viento dejara de soplar, y pudo caminar por el risco envuelto en un silencio casi absoluto. El molino traqueteaba suavemente a cada lento giro de las aspas.
Empezó a bajar por la pendiente cuando le faltaba poco para llegar al molino, y siguió bajando hasta encontrarse en una cañada que terminaba en el río. Su caravana estaba aparcada bajo un gran chopo que crecía junto al arroyo, y el sol poniente que se reflejaba en el metal le arrancaba destellos blancos. Oyó el sonido del agua que gorgoteaba por la pendiente mucho antes de llegar a ella. Lejos, en el bosque, se oía el alboroto de los pájaros que se preparaban para la llegada de la noche.
Volvió a encender el fuego, se preparó la cena, y cuando hubo terminado se quedó un rato sentado junto a las llamas, sabiendo que había llegado el momento de partir. Su trabajo había concluido. Había ido siguiendo la larga historia de los Parker y el rastro de su linaje le había llevado hasta al sitio donde Ned Parker edificó su granja poco después de la guerra de Secesión.
La mansión de Shropshire existía, cierto, pero si había de ser sincero, llamarla mansión era exagerar un poco; y también había descubierto que el comerciante de Londres no vendía cubertería, sino lana. No encontró cuatreros, carne de horca, traidores ni delincuentes o gente de mal vivir. Los Parker habían sido gente tranquila y de pocas ambiciones que no parecían capaces de alcanzar la grandeza ni en lo bueno ni en lo malo. Llevaron existencias honradas y no muy espectaculares: aparceros que cultivaban sus pocos acres de tierra, comerciantes que atendían sus pequeños negocios… Y, finalmente, cruzaron las aguas para llegar a Nueva Inglaterra no como pioneros, sino como colonos. Algunos lucharon en la guerra de Independencia, pero no se distinguieron como soldados. Otros lucharon en la guerra de Secesión, pero tampoco allí alcanzaron grandes distinciones.
Naturalmente, había unas cuantas excepciones que rozaban lo notable, pero nunca lo espectacular. Por ejemplo, estaba el caso de Molly Parker, que había sido sentenciada a la picota porque tenía la lengua demasiado suelta y habló mal de algunos vecinos; y también el de Jonathon, que fue deportado a las colonias porque tuvo la mala cabeza de contraer deudas, y un tal Teddy Parker, que parecía haber ocupado algún tipo de cargo eclesiástico (la cosa no quedaba demasiado clara) y que libró una prolongada y feroz batalla legal con un miembro de su parroquia que no estaba de acuerdo con ciertos derechos sobre unos pastizales atribuidos a la iglesia.
Pero todo eso eran asuntos de poca importancia. Apenas habían causado una leve oscilación en el plácido estanque de la tribu Parker.
Es hora de marcharse, se dijo. Había seguido el rastro de la familia o, al menos de su rama, hasta llegar a aquel risco. Había encontrado la vieja granja, la casa que se quemó hacía ya tantos años y de la que ahora sólo quedaba el hueco del sótano, ya medio borrado por el fango y las hojas acumuladas durante todo ese tiempo. Había visto el molino y había estado junto al pozo que silbaba, aunque el pozo no quiso silbar para él.
Sí, era hora de marcharse, pero no quería hacerlo. La idea de abandonar aquel sitio le hacía sentirse extrañamente a disgusto, como si todavía debiera ocurrir algo, como si pudiera hacer nuevos descubrimientos…, aun sabiendo que ya no quedaba nada por descubrir.
Quizá se debiera a que se había enamorado de aquel gran risco azotado por el viento, hallando en él parte de ese encanto indefinible que debió de tener para su lejano antepasado. Tenía la sensación de estar atrapado y sujeto por cadenas, de haber encontrado el sitio para el cual había nacido. Sí, tenía que admitirlo, le parecía que aquél era el sitio donde debía estar y que raíces ancestrales le unían a él.
Eso era ridículo, se dijo. Ignoraba qué extraño capricho bioquímico había hecho que su cuerpo llegara a tal convencimiento, pero no podía tener ninguna relación profunda y real con aquel sitio. Se permitiría el lujo de pasar uno o dos días más allí y se marcharía: su sensación de haber vuelto a casa bien merecía esa pequeña concesión. Y quizá pasar uno o dos días más junto al risco haría que acabase hartándose del lugar y le libraría de su hechizo.
Avivó el fuego y puso unos cuantos troncos más en la hoguera. Las llamas prendieron en el nuevo cargamento de madera y se hicieron más altas. Apoyó la espalda en su silla plegable y se dedicó a contemplar la oscuridad que lo invadía todo más allá del círculo iluminado por la hoguera. Las tinieblas estaban llenas de masas más oscuras, siluetas que observaban y esperaban, pero Parker sabía que sólo eran zarzamoras o retamas. La leve claridad que asomaba por el este anunciaba la próxima salida de la luna. La calma del crepúsculo fue sustituida por una brisa que hizo temblar las hojas del gran chopo que dominaba su campamento.
Cambió de postura, poniéndose de lado, y al hacerlo los guijarros guardados en el bolsillo de su chaqueta rozaron el brazo de la silla, oprimiéndole la cadera.
Se metió la mano en el bolsillo y los sacó. Se los puso en la palma y alargó el brazo hacia la hoguera para que la luz del fuego cayera sobre ellos. Empezó a frotarlos con el pulgar. Parecían estar hechos de terciopelo, y tenían su mismo tacto. El bailoteo de las llamas les arrancaba destellos. Eran mucho más lisos y suaves que los guijarros redondeados que se encuentran en el cauce de los ríos. Los examinó con más atención y se dio cuenta de que cada depresión, cada superficie cóncava, estaba tan pulida como el resto de la piedra.
Las piedras de los arroyos habían sido alisadas por el frotamiento contra la arena y por la acción de las aguas que pasaban sobre ellas. Las de molleja, de tanto frotarse contra los resistentes músculos de dicho órgano, que no paraba de contraerse y dilatarse; y quizá la molleja también contuviera algo de arena, pues cuando arrancara alguna planta de un suelo arenoso, el dinosaurio seguramente no se andaría con demasiados remilgos. Se tragaría la planta y con ella irían también la arena y los terrones pegados a las raíces. Aquellas piedras se habían pasado años enteros sometidas a un frotamiento continuo.
Les fue dando vueltas con el pulgar y el índice de la otra mano, fascinado. Y, de repente, una de las piedras captó la luz del fuego y emitió un destello. Parker le dio la vuelta y la piedra volvió a brillar. Ahí estaba: una especie de irregularidad en la superficie de la piedra…
Dejó caer las otras dos en su bolsillo y se acercó un poco más a la hoguera sosteniendo la que había emitido un destello en la palma de su mano. La hizo girar para que la luz del fuego cayera plenamente sobre ella y se inclinó hasta casi pegar la cabeza a la piedra, intentando averiguar qué podía ser lo que le había llamado la atención. Parecía una hilera de caracteres escritos, pero jamás había visto unos caracteres semejantes. Y no podían serlo, claro está, pues cuando el dinosaurio se tragó esa piedra la escritura todavía no existía. A menos que alguien, más tarde, durante el siglo pasado o… Meneó la cabeza, perplejo. No, eso tampoco tenía sentido.
Fue hasta la caravana con la piedra en la mano y hurgó en el cajón de su escritorio hasta encontrar una pequeña lupa. Encendió una luz de campaña, la puso al máximo y la colocó sobre el escritorio. Se sentó, acercó la piedra a la luz y empezó a examinarla con la lupa.
Quizá no fueran caracteres escritos, pero no cabía duda de que en la piedra había grabado algo…, y los minúsculos huecos y líneas del grabado eran tan suaves y resbaladizos como el resto de la piedra. Además, no había ninguna posibilidad de que esas señales tan parecidas a letras pudieran ser debidas a causas naturales. Intentó captar su forma exacta, pero la parpadeante luz de gas dificultaba bastante su tarea. Parecía haber dos triángulos, uno apuntando hacia arriba y el otro hacia abajo, y una línea de puntitos los unía por la parte central.
Pero, de momento, no podía sacar nada más en claro. Los caracteres, si de eso se trataba, eran tan pequeños y estaban tallados con tal delicadeza que ni la lupa permitía apreciar sus detalles. Quizá una lupa más potente pudiera revelárselos, pero no tenía ningún otro sistema de aumento que emplear.
Dejó la piedra y la lupa encima del escritorio y salió de la caravana. Nada más bajar los peldaños sintió que algo había cambiado. La oscuridad había estado llena de sombras un poco más negras, sombras que había identificado como maleza o arbolillos. Pero ahora las sombras eran mucho más grandes y se movían.
Se detuvo al final de la escalerilla y trató de distinguir sus contornos, pero sus ojos no lograron captarlos, aunque de vez en cuando le parecía percibir un movimiento.
Estás loco, se dijo. Ahí fuera no hay nada. Una vaca o un novillo, como mucho. Recordó algo que le habían contado: los propietarios de aquellas tierras solían dejar sueltos su ganado para que pasara el verano pastando, y al llegar el otoño lo encerraban en los corrales hasta que llegara el momento de sacrificarlo. Pero durante sus paseos a lo largo del risco no había visto ni una sola res, y le pareció que si lo que se movía por entre la oscuridad fuese ganado ya habría logrado identificarlo. Si fueran reses tendría que oír el chasquido de sus pezuñas y los bufidos cuando olisqueaban la hierba o las hojas…
Fue hacia la silla y se dejó caer en ella. Cogió un palo y lo usó para mover los troncos, juntándolos un poco más; después volvió a reclinarse en la silla. Intentó tranquilizarse diciéndose que había acampado demasiadas veces al aire libre para que ahora empezara a permitirse el imaginar cosas que se movían en la oscuridad. Pero, aun así, seguía estando bastante nervioso.
Más allá del círculo de luz todo estaba inmóvil, pero a pesar de ello, y por mucho que discutiera consigo mismo, podía percibir su presencia: la captaba gracias a un sentido que antes le era desconocido y que jamás había utilizado. Se preguntó qué capacidades y habilidades insospechadas podía encerrar la mente humana.
Grandes siluetas oscuras que se movían con una lenta torpeza, que se iban acercando centímetro a centímetro, manteniéndose siempre allí donde no podía verlas pero dando vueltas a su alrededor, cada vez más próximas al círculo de luz, fuera de su alcance…
Se irguió en el asiento y notó como todo su cuerpo se ponía rígido: sus nervios se tensaron hasta quedar tan tirantes como las cuerdas de un violín. Siguió sentado y aguzó el oído esperando ese sonido que nunca llegaba, pues el movimiento sólo podía ser percibido, no escuchado.
Estaban ahí, le decía ese extraño sentido que nunca había conocido, y mientras tanto su mente, su mente lógica de ser humano, negaba a gritos esa presencia. No hay pruebas, decía su mente humana. No las necesitamos, decía esa otra parte de su ser; sabemos que están ahí.
Las siluetas siguieron moviéndose. Se iban pegando las unas a las otras, y eran muy numerosas. Su forma de moverse era lenta y cautelosa: no hacían ni un solo ruido. Si arrojaba un tronco hacia la oscuridad, el tronco chocaría contra ellas.
No lo arrojó.
Siguió sentado en la silla, sin moverse. Voy a ser más paciente que ellas, se dijo. Si es que están ahí fuera…, seré más paciente que ellas, esperaré hasta que se harten. Esta hoguera y este campamento son míos. Tengo derecho a estar aquí.
Intentó analizar su estado de ánimo. ¿Tenía miedo? No estaba seguro. Quizá no sintiera ese terror que hace perder el uso de la palabra y obliga al grito o al balbuceo, pero lo más probable era que sí tuviese algo de miedo. Y, pese a lo que acababa de decirse, ¿tenía derecho a estar allí? Tenía derecho a encender una hoguera, cierto, pues sólo la humanidad sabía utilizar el fuego. No había ningún otro ser capaz de hacerlo. Pero el campamento, la tierra que ocupaba…, eso quizá fuera muy distinto; la tierra muy bien podía no ser suya. Quizá estuviera sometida a una hipoteca de larguísima duración, algo que la ataba a un tiempo muy remoto.
El fuego fue debilitándose y la luna asomó por detrás del risco. Le faltaba poco para estar llena pero emitía una claridad muy débil, casi fantasmagórica. Su luz no mostraba nada de lo que podía haber más allá del campamento, aunque, cuando aguzó la vista, Thomas tuvo la sensación de que algo enorme se movía por entre los árboles de la pendiente.
El viento soplaba con más fuerza y oyó el distante traqueteo del molino. Ladeó la cabeza y trató de verlo, pero la luz de la luna era demasiado débil y no pudo distinguir su silueta.
Fue relajándose poco a poco. ¿Qué diablos ha pasado?, se preguntó, sintiendo una mezcla de confusión y asombro. No tenía propensión a dejarse llevar por la fantasía. No era de los que se imaginan fantasmas. Ese algo incomprensible había ocurrido, de eso no cabía duda, pero en cuanto a la interpretación que él le había dado… Ahí estaba el problema: no le había dado ninguna interpretación. Se había aferrado a la misma posición que había mantenido durante toda su existencia, la del observador.
Entró en la caravana, cogió la botella de whisky y volvió a sentarse junto a la hoguera; no se molestó en buscar un vaso. Se apoyó en el respaldo, sujetando la botella con una mano y dejándola reposar sobre su estómago. La base de la botella era un pequeño círculo de frialdad pegado a su estómago.
Se acordó de aquel viejo negro con el que había hablado una tarde; estaban en una comarca perdida de Alabama, sentados en el precario porche de aquella casa limpia pero un poco maltrecha, y la sombra de un árbol les protegía contra el cálido sol de la media tarde. El anciano estaba cómodamente reclinado en su silla y de vez en cuando hacía girar su bastón: apoyaba la punta en el suelo del porche, lo sostenía por el eje y lo hacía girar de tal forma que la curva del mango daba vueltas y vueltas.
—Si piensa escribir su libro tal como hay que escribirlo, no debería conformarse con el Diablo: tiene que ir más allá —le había dicho el anciano—. Supongo que no debería contarle esto, pero teniendo en cuenta que ha prometido no usar mi nombre…
—No utilizaré su nombre —volvió a prometerle Thomas.
—Pasé muchos años siendo predicador —prosiguió el anciano—, y durante aquellos años utilizaba mucho al Diablo. Le despreciaba y me burlaba de él; me servía para amenazar a la gente. Les decía: «Sí no os portáis bien el Viejo Diablo os arrastrará por unas escaleras muy, muy largas, sí, os cogerá por los talones y os arrastrará, y vuestra cabeza irá rebotando en cada peldaño mientras vosotros gritáis, lloráis y suplicáis. Pero el Viejo Diablo no hará ningún caso de vuestros lloros y súplicas. Oh, no, ni siquiera os escuchará. Os irá arrastrando por esas escaleras y acabará arrojándoos de cabeza al fuego…». El Diablo era algo que esa gente podía comprender. Llevaban años oyendo hablar de él. Sabían qué aspecto tenía y cómo las gastaba…
—¿Y servía de algo? —le había preguntado Thomas—. Me refiero a eso de amenazarles con el Diablo…
—No estoy seguro. Creo que a veces sí servía de algo. No siempre, pero a veces… Al menos valía la pena intentarlo.
—Pero usted me dice que debo ir más allá del Diablo.
—Ustedes, los blancos no pueden comprender estas cosas. No las sienten en los huesos. Están demasiado lejos de la jungla. Mi gente sí las comprende… Algunos de nosotros, por lo menos. Llevamos pocas generaciones fuera de África.
—Quiere decir que…
—Quiero decir que ha de remontarse muy atrás, que debe llegar hasta la época en que el hombre no existía…, ha de volver a los primeros eones. El Diablo es un mal cristiano…, un mal leve, si lo prefiere así, una versión atenuada del auténtico mal, una sombra de lo que fue y de lo que quizá siga siendo. Llegó a nosotros transmitido por Babilonia y Egipto, e incluso los babilonios y los egipcios habían olvidado cómo era realmente el mal, o quizá nunca llegaron a saberlo. Lo que quiero decir es que el Diablo no se parece en nada a la idea sobre la que se basa, no es más que una leve sombra del mal que fue percibido por los primeros hombres…, no visto sino percibido, en aquellos días lejanos, cuando los hombres tallaron las primeras herramientas de pedernal mientras empezaban a darle vueltas a la idea de utilizar el fuego.
—¿Intenta decirme que el mal ya existía antes que el hombre y que sus representaciones no son obra de la imaginación humana?
El anciano le dirigió una sonrisa algo torcida pero que, aun así, seguía siendo una auténtica sonrisa.
—¿Qué razón hay para que el hombre deba cargar con toda la responsabilidad de haber inventado el concepto del mal? —le preguntó.
Thomas recordaba haber pasado una tarde agradable en aquel porche, bajo la sombra del árbol, hablando con el anciano y bebiendo vino de moras. Y hubo otros momentos y otros lugares en los que habló con otros hombres, y lo que le contaron le permitió escribir un breve y no demasiado convincente capítulo en el que exponía la hipótesis de que un mal primigenio podía haber sido la base de todas las figuras y representaciones del mal inventadas por la humanidad. El libro se vendió bien, y aún seguía vendiéndose. Todo el trabajo que invirtió en él había valido la pena. Y lo mejor de todo era que había logrado escapar sin chamuscarse: no creía en el Diablo ni en nada de cuanto le acompañaba, aunque leer su libro hubiera hecho que montones de personas acabaran convenciéndose de su existencia.
La hoguera se había apagado y la botella estaba bastante más vacía que cuando la sacó del remolque. El paisaje parecía dormitar bajo la débil luz de la luna. Mañana, se dijo…, sí, voy a quedarme un día más y luego me marcharé. He terminado el trabajo que me encargó tía Elsie.
Se puso en pie y fue a acostarse. Justo antes de apagar la luz creyó oír de nuevo el crujir de la mecedora de su tía.
Después del desayuno subió nuevamente al risco y fue hasta donde había estado la granja de los Parker. Al hacer su primera inspección de la zona se había limitado a pasar de largo junto a ella, deteniéndose sólo el tiempo estrictamente necesario para asegurarse de que estaba allí.
Un arce inmenso se alzaba junto al agujero del sótano. El agujero estaba lleno de zarzamoras. Se puso en cuclillas junto a ellas, cogió una rama seca y la utilizó para hurgar en la tierra y las hojas muertas. Bajo la primera capa había trocitos de carbón de encina que volvían negruzco el suelo.
Encontró un gran matorral de romero. Cogió unas hojas y las estrujó entre los dedos, liberando su potente aroma. Hacia el este del sótano, media docena de manzanos habían logrado sobrevivir a la desaparición de la granja: sus troncos achaparrados tenían muchas ramas rotas pero aún daban fruto. Cogió una manzana y, cuando la mordió, sintió un sabor que parecía llegar de otra época, un sabor que no podría encontrar en ninguna de las manzanas que se vendían en los mercados de ahora. Descubrió un matorral de ruibarbo y unos cuantos rosales silvestres cuyos rojos escaramujos parecían aguardar a los pájaros del invierno, y también vio un macizo de iris tan espeso que los bulbos habían acabado asomando del suelo.
Miró a su alrededor. Sí, fue allí mismo: ya hacía más de un siglo que su antepasado construyó la granja…, una casa, un granero, un cobertizo para las gallinas, un establo, un secadero para las mazorcas, un pequeño silo para el grano y quizá unos cuantos anexos más. El soldado que había vuelto de la guerra se convirtió en granjero, vivió allí durante bastantes años y acabó marchándose. No sólo él, sino todos los demás habitantes de aquel risco…
Durante el último viaje destinado a completar la tarea impuesta por aquella extraña anciana encorvada sobre su mecedora, había hecho una parada en el pueblecito de Patch Grove para preguntar por dónde debía seguir. Un par de granjeros sentados en el banco que había delante de la barbería le miraron con reticencia, sin creerle, quizá hasta algo nerviosos.
—¿Parker’s Ridge? —le preguntaron—. ¿Quiere saber cómo se llega a Parker’s Ridge?
—Tengo cosas que hacer allí —respondió Thomas.
—Nadie tiene cosas que hacer allí —dijeron ellos—. Nadie va nunca allí.
Pero Thomas insistió y acabaron diciéndole cómo llegar.
—La verdad es que sólo hay un risco, pero está dividido en dos partes —dijeron—. Cuando salga del pueblo siga hacia el norte hasta encontrar un cementerio. Tuerza a la izquierda por el desvío que hay un poco antes del cementerio y no tendrá problemas para llegar a Military Ridge. Procure no ir hacia abajo. Hay algunos caminos que podrían desviarle, pero si no los toma acabará llegando hasta lo alto del risco.
—Pero yo no quiero ir a Military Ridge, quiero ir a Parker’s Ridge.
—Es todo el mismo risco —dijo uno de los hombres—. Cuando llegue al final habrá llegado a Parker’s Ridge. Desde allí se puede ver el río. Pregunte por el camino.
Y Thomas siguió hacia el norte y torció a la derecha antes de haber llegado al cementerio. El camino que llevaba al risco era una carretera secundaria que más bien parecía un sendero rural: no estaba asfaltado, y si lo estuvo, el pavimento llevaba tanto tiempo sin ser reparado que apenas quedaba nada de él. Las granjas se iban sucediendo a los lados del camino, y todas compartían el aspecto precario de las granjas situadas en terreno alto: eran grupos de edificios que parecían a punto de caerse, rodeados de campos de aspecto miserable. Los perros venían corriendo a ladrarle cuando pasaba ante ellas.
Había recorrido ocho kilómetros, cuando vio a un hombre que sacaba el correo de un buzón situado a un lado del camino. Thomas se detuvo unos metros más allá de él.
—Voy a Parker’s Ridge —dijo—. ¿Me falta mucho para llegar?
El hombre se metió las tres o cuatro cartas que había recogido del buzón en el bolsillo trasero de su mono y fue hacia el coche. Era un hombre corpulento y de grandes huesos. Tenía la cara cubierta de arrugas y llevaba una semana sin afeitarse.
—Ya casi ha llegado —dijo—. Le deben de faltar unos cinco kilómetros. Pero, oiga, forastero…, ¿por qué quiere ir allí?
—Para echarle un vistazo, nada más —dijo Thomas.
El hombre meneó la cabeza.
—Allí no hay nada que ver. Está vacío, no hay nadie… Antes había gente. Media docena de granjas. La gente vivía en ellas, trabajaban los campos. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Sesenta años…, no, puede que más. Ahora ya no hay nadie. Las tierras siguen teniendo un propietario pero no sé quién es. Ahora sólo se usan para el ganado. Su propietario va al oeste en primavera para comprar reses, las deja pastar por esa zona hasta que llega el otoño y luego las recoge, les da un poco de grano y las engorda para llevarlas al mercado.
—¿Está seguro de que allí arriba no vive nadie?
—No, ya no. Antes sí. Y había edificios. Casas, granjas, ya sabe… Pero ya no están. Algunas se incendiaron. Supongo que fue cosa de los chicos: una caja de cerillas habría bastado para prenderles fuego a todas. Seguramente estarían convencidos de que era lo mejor. El risco tiene una reputación bastante mala.
—¿Qué quiere decir con eso de que tiene mala reputación? ¿Cómo es posible que…?
—Bueno, para empezar hay un pozo que silba. Aunque no sé qué tiene que ver el pozo con la mala fama del risco, claro.
—No le comprendo. Nunca había oído hablar de un pozo que silbara.
El hombre se rió.
—Era el pozo del viejo Ned Parker. Fue uno de los primeros que se fueron a vivir al risco. Volvió a casa después de la guerra de Secesión y compró unas tierras allí arriba. Le salieron baratas. Los veteranos podían comprar tierra del gobierno a dólar el acre, y en aquellos tiempos todo esto era tierra del gobierno. Ned podría haber comprado tierras fértiles…, sí, podría haber comprado unos cuantos llanos en Blake’s Prairie, a unos cuarenta kilómetros de aquí, y también le habrían salido a dólar el acre. Pero él no era de ésos. Ned sabía lo que quería. Quería un sitio donde hubiese mucha madera, donde pudiera tener un arroyo para el agua y donde pudiera estar cerca de la caza y la pesca.
—Por lo que cuenta, me parece que las tierras no resultaron ser lo que él esperaba, ¿verdad?
—Todo era como tenía que ser, dejando aparte el agua. Había un arroyo bastante grande del que fiarse, pero vinieron unos cuantos años sin lluvia y el arroyo empezó a secarse. Nunca llegó a quedarse sin agua, pero Ned temía que pudiera acabar ocurriendo. Aún sigue teniendo agua, pero él no quería levantarse un día y descubrir que se había secado, así que empezó a cavar un pozo. Allí arriba, en lo alto de ese risco… Contrató a un tipo que perforaba pozos y le puso a trabajar. Encontró un poco de agua, pero no mucha. El hombre siguió perforando y perforando, pero no lograba encontrar agua suficiente y finalmente le dijo: «Ned, la única forma de conseguir agua es bajar hasta el nivel del río. Pero lo que falta de pozo te va a costar un dólar veinticinco el palmo». Verá, en esos días un dólar veinticinco era un montón de dinero, pero Ned ya había invertido mucho en el pozo y le dijo que siguiera adelante, por lo que el tipo aquel siguió perforando. Nadie había oído hablar nunca de un pozo tan profundo… La gente solía ir hasta su granja sólo para ver cómo iba perforando. Lo sé porque me lo contó mi abuelo, que lo sabía por su padre. Cuando la excavación llegó al nivel del río encontraron agua, montones de agua… Ned tenía un pozo que nunca se quedaría seco. Pero bombearla era un auténtico problema, ya que hacía falta subir el agua desde una gran distancia. Ned decidió comprarse un molino más grande, pesado y robusto que se fabricaba en aquel entonces, y aquel molino le costó mucho dinero, pero Ned nunca se quejaba de nada. Quería agua y ahora la tenía. El molino jamás le dio problemas, a diferencia de lo que ocurría con la mayoría de los molinos. Estaba hecho para durar. Sigue ahí y todavía gira, aunque ahora ya no bombea agua. El eje de la bomba se rompió hace unos cuantos años y la palanca que servía para inmovilizar las aspas también acabó averiándose. Ahora el molino gira y gira todo el tiempo. Ya no hay nadie que lo engrase, y eso ha hecho que acabara volviéndose cada vez más ruidoso. Naturalmente, llegará el día en que se estropeará del todo y se detendrá…
—Ha dicho algo sobre un pozo que silbaba. Me ha explicado todo lo que pasó pero no me ha contado lo del pozo que silbaba.
—Bueno, es algo bastante extraño —dijo el granjero—. A veces el pozo silbaba. Si te ponías junto a él y asomabas la cabeza por el agujero notabas una especie de brisa, y cuando esa brisa llegaba a ser lo bastante fuerte el pozo parecía silbar. La gente dice que aún lo hace, aunque no puedo asegurárselo. Algunos decían que sólo silbaba cuando había viento del norte, pero tampoco se lo podría jurar. Ya sabe cómo es la gente, ¿no? Siempre tienen respuesta para todo, tanto si son ciertas como si no lo son… Según tengo entendido, la gente que decía que el pozo sólo silbaba cuando había viento del norte lo atribuía a que un viento del norte soplaría directamente sobre la parte del risco que da al río. Esos acantilados están llenos de grietas y cavernas; la gente decía que algunas de las grietas llegaban hasta el otro lado del risco y que el agujero del pozo pasaba por unas cuantas. El viento del norte se metía por las hendiduras hasta llegar al pozo y acababa subiendo por el agujero.
—No me parece una explicación demasiado verosímil —dijo Thomas.
El granjero se rascó la cabeza.
—Bueno, no sé… No sabría decírselo. Eso es lo que afirmaban, y ahora allí ya no queda nadie. Se marcharon hace muchos años. Un día recogieron sus cosas y se marcharon.
—¿Todos a la vez?
—Tampoco lo sé. No lo creo… No, no creo que se fueran todos de golpe.
Todo debió de empezar con una familia, luego se marchó otra, y otra más…, hasta que el risco quedó vacío. Ahora ya nadie se acuerda de lo que ocurrió. Nadie sabe por qué se marcharon. Cuentan historias bastante extrañas…, la verdad es que no son historias, sólo cosas que oyes aquí y allá. No tengo ni idea de lo que ocurrió. Que yo sepa, no hubo ninguna muerte y no le ocurrió nada a nadie. Cosas extrañas, nada más… Pero una cosa sí puedo decirle, joven, y es que yo no iría a Parker’s Ridge a menos que se tratara de un asunto de vida o muerte. Y todos mis vecinos piensan igual que yo. Ninguno de nosotros podría darle una razón clara, pero nunca iríamos allí.
—Tendré cuidado —le prometió Thomas.
Pero, naturalmente, acabó descubriendo que no había ninguna razón para andarse con cuidado. Al contrario, en cuanto hubo subido al risco experimentó la inexplicable sensación de pertenecer a aquel sitio, de haber vuelto al lugar donde siempre debió vivir. Cuando caminaba por él sintió que aquel desnudo pedazo de rocas y tierra le había transferido su personalidad o estaba a punto de hacerlo, y se las había arreglado para que le sentara tan bien como una capa hecha a medida, envolviéndole en ella, y Thomas se preguntó si era posible que un pedazo de tierra y rocas tuviera algo parecido a una personalidad.
En cuanto Military Ridge hubo terminado detrás de la última granja, cediéndole el sitio a Parker’s Ridge, el camino se fue encogiendo hasta convertirse en un sendero perdido entre la hierba, un mero recuerdo de que hubo un tiempo en que existía un auténtico camino. Thomas vio el molino pegado a un extremo del risco, una estructura semejante a una araña y que se recortaba contra el cielo, con sus aspas traqueteando impulsadas por la brisa. La dejó atrás y acabó deteniéndose. Bajó de la caravana y fue por la pendiente hasta encontrar el arroyo que seguía fluyendo al comienzo de la cañada. Volvió a la caravana y la sacó del camino, descendiendo cautelosamente por la pendiente hasta aparcar bajo el chopo que dominaba el arroyo. Eso había ocurrido hacía dos días, y aún podía quedarse un día más.
Y ahora estaba allí, junto al macizo de iris; miró a su alrededor e intentó imaginarse cómo podía haber sido aquel sitio, esforzándose por verlo con los ojos de su antepasado que había vuelto de la guerra y había comprado unos acres de tierra donde instalarse. Entonces aún habría ciervos, pues le habían dicho que el hombre quería cazar, y los animales salvajes no habían empezado a ser realmente diezmados hasta la gran ventisca de los años ochenta del siglo pasado. Habría lobos que pondrían en peligro a las ovejas, pues en aquellos tiempos todo el mundo tenía ovejas. Habría gallinas de guinea emitiendo su grito sibilante en el patio, pues en aquellos tiempos todo el mundo tenía gallinas de guinea; y era bastante posible que hubiese pavos reales, gansos, patos y gallinas yendo de un lado para otro. El establo estaría ocupado por unos caballos dóciles y robustos, pues entonces todo el mundo le daba gran importancia a disponer de unas buenas monturas. Y, por encima de todo, estaría el máximo motivo de orgullo para un hombre que tuviese algo de tierra: los graneros bien cuidados, los rebaños de reses, el trigo, el maíz, el huerto recién plantado… ¿Y el viejo? ¿Cómo sería Ned Parker, ese hombre que salía de su casa para ir por el sendero que llevaba al molino? Quizá fuera robusto y de constitución sólida, pues los Parker tendían a la corpulencia, y debía de caminar con el cuerpo muy erguido, pues se pasó cuatro años como soldado en el ejército de la Unión. Quizá caminara con las manos a la espalda y la cabeza un poco echada hacia atrás para contemplar el molino, el mayor tesoro de su granja y aquel del que más orgulloso estaba…
¿Qué pasó, abuelo?, se preguntó Thomas. ¿Qué es todo esto? ¿Sentías lo mismo que yo, creías que éste era el sitio donde debías estar, igual que me ocurre a mí? ¿Sentías la personalidad de la tierra tal como yo la capto ahora, esa sensación de intimidad barrida por el viento, y la libertad de ese risco que parece extenderse en todas direcciones? ¿Existía ya entonces igual que ahora? Y en tal caso, como estoy casi seguro de que debió de ser, ¿por qué te marchaste?
Naturalmente, no obtuvo ninguna respuesta a su pregunta. Sabía que no iba a obtenerla. Ahora ya no había nadie que pudiera responderle. Pero incluso mientras se formulaba esas preguntas sabía que aquella tierra estaba cargada de información y de respuesta. Si hubiera alguna forma de dar con ellas… Aquí hay algo digno de ser conocido, se dijo. Si pudiera saber qué es… La tierra era muy vieja. Siempre estuvo allí, inmutable, esperando en silencio y viendo como las eras pasaban sobre ella igual que si fuesen las sombras de una nube. El risco había montado guardia junto al río desde tiempos inmemoriales, y había estado allí para presenciar cuanto ocurría.
Los pantanos del río habían hervido de anfibios que chapoteaban y se llamaban los unos a los otros, había manadas de dinosaurios y los que no vivían en manada se alimentaban de los que sí lo hacían, había gigantescos titanóteros, inmensos mamuts y mastodontes… Sí, había mucho que ver y mucho que recordar.
El viejo negro le había dicho que mirase hacia atrás, que volviera a la época en que el hombre no existía, a los días primigenios que habían sido olvidados… Y Thomas se preguntó si sería necesario volver al día en que cada dinosaurio había realizado su acto de adoración, cuando engulló una piedra sobre la que había grabada una mágica hilera de símbolos crípticos, demostrando que tenía fe en un dios primigenio…
Thomas se estremeció. Estás loco, se dijo. Los dinosaurios no tenían dioses. Sólo los seres humanos poseen la inteligencia que les permitió crear a sus dioses.
Se apartó del macizo de iris y fue subiendo hacia el molino, siguiendo el sendero ya casi invisible que Ned Parker debió de seguir hacía ya más de cien años.
Echó la cabeza hacia atrás para contemplar el giro de las aspas, que se movían lentamente impulsadas por la suave brisa matinal. Qué arriba están, pensó. Pegadas al cielo, dominando el mundo desde lo alto…
La plataforma del pozo estaba hecha con troncos de roble que los años y la intemperie habían ido desgastando, pero seguía siendo tan sólida como el día en que los colocaron allí. La madera estaba cubierta por una fina capa de polvo, pero la suciedad y la podredumbre no habían penetrado demasiado. Thomas se inclinó sobre un tronco, lo rascó con la uña y logró arrancar un pedacito, pero la madera que había debajo seguía siendo firme y seca. Sabía que aquellos troncos seguirían aguantando otros cien años, y quizá perdurasen durante varios siglos.
Mientras estaba de pie junto a la plataforma se dio cuenta de que el pozo hacía ruido. No era un silbido, sino una especie de leve gemir, como si en el fondo hubiera un animal dormido quejándose en sueños. Algo vivo, se dijo, algo que gime suavemente a mucha distancia de la superficie, un gran corazón y un gran cerebro que palpitan en las profundidades, perdidos entre las rocas.
Los cerebros y los corazones de los viejos dinosaurios, pensó, o de sus dioses… Sintió una leve irritación. Ya vuelves a empezar, se dijo; no consigues quitarte de la cabeza esa fantasía estúpida de los dinosaurios. Encontrar aquel montoncito de piedras de molleja debía de haberle causado una impresión más profunda de lo que había creído en un principio.
Era ridículo. Los dinosaurios apenas tenían inteligencia, y sus cerebros sólo habían servido para impulsarles a mantenerse con vida y ocuparse de la procreación. Pero la lógica no podía ayudarle; su mente parecía decidida a pensar de una forma totalmente enloquecida. Sí, claro, los dinosaurios no tenían mucha capacidad cerebral, pero quizá hubiera otro órgano suplementario, algo que podía llegar allí donde no alcanzaba el cerebro…, ¿un órgano de la fe?
La ira hizo que todo su cuerpo se tensara. ¿Cómo podía permitirse ese tipo de razonamientos, cómo podía dedicarse a concebir teorías tan llenas de agujeros? Tuvo la impresión de haber caído tan bajo como el peor adepto de algún culto esotérico que se deja engañar con cuatro bobadas para adolescentes.
Siguió subiendo por el sendero que había usado para llegar hasta allí. Apretó el paso, perplejo ante las extrañas ideas que se acumulaban en su cerebro. Aquel sitio… Hacía que te sintieras libre, como si estuvieras muy cerca del cielo; nunca había encontrado un lugar que poseyera una personalidad geográfica tan definida pero, al mismo tiempo, estaba claro que producía unos efectos bastante extraños. Era como si de pronto hubiese dejado de formar parte del mundo, como si fueras un ser aparte…, y nada más pensarlo se preguntó si no habría dado con la razón que impulsó a marcharse a todas las familias del risco.
Se pasó el día entero allí arriba, recorriendo los kilómetros de tierra y rocas, examinando los lugares más interesantes, y olvidó su perplejidad y su ira; hasta llegó a olvidar que estaba en un sitio muy extraño. Dejó de pensar, concentrándose en el placer que le producía aquella fascinante sensación de libertad y de formar parte del cielo. El viento del oeste le acariciaba, tirando de sus ropas. El risco era un lugar limpio y puro, pero su pureza no era la de aquello que ha sido lavado, sino la pureza de algo que nunca ha llegado a ensuciarse, algo que había permanecido intacto y sin desgastarse desde el día de su creación, sin que los dedos grasientos del mundo pudieran tocarlo…
Encontró los agujeros donde habían estado los sótanos de las otras granjas y se inclinó sobre ellos en una postura casi de plegaria, buscando los macizos de lilas, los restos de lo que habían sido vallas, los tramos donde aún se percibía lo que fue un sendero que ahora no iba a ninguna parte, y las losas de piedra caliza que habían formado umbrales o patios; y utilizó esos fragmentos para que su mente fuera creando los retratos de las familias que habían vivido allí durante un tiempo, la gente que quizá hubiera sentido la atracción de aquel sitio tal como él mismo la había sentido, esas personas que habían acabado huyendo de allí… Analizó el viento y la sensación de altura, aquella extraña vejez pura y sin contaminar desprendida por el risco, y trató de encontrar en ellos el elemento de horror que podía haberles hecho huir. Pero no encontró horror alguno; lo único que encontró fue una especie de áspera serenidad.
Volvió a pensar en la anciana de la mecedora y en aquel día que había pasado con ella, tomando té en su vieja casa de Nueva Inglaterra, comiendo rebanadas de pan con mantequilla. Ella también era capaz de sentir todo aquello, naturalmente. Tenía que sentirlo. De lo contrario, ¿cuál era la razón de que quisiera conocer con tal anhelo todos los detalles del linaje familiar?
Thomas no le había hablado de sus investigaciones. De vez en cuando le mandaba alguna carta muy seria y respetuosa para hacerle saber que seguía trabajando en el proyecto. Pero la anciana no conocería la historia de los Parker hasta que él depositara el manuscrito en aquellas manos marchitas que parecían garras. Thomas estaba seguro de que al leerlo se encontraría con algunas sorpresas. No había cuatreros ni carne de horca, pero había otros cuyas vidas jamás se habría imaginado y de las que no podría enorgullecerse. Suponiendo que buscase motivos de orgullo, claro está… Thomas no estaba muy seguro de que fuera eso lo que buscaba. Por ejemplo, estaba el Parker de principios del siglo XIX que vendía elixires milagrosos y que había sido expulsado de muchos pueblos a causa de su arrogancia y la pésima calidad de su mercancía. A mitad de siglo también hubo un tratante de esclavos, y no había que olvidar al barbero de un pueblecito de Ohio que se escapó con la esposa del ministro baptista, o al forajido que murió bajo un diluvio de balas en un pueblo ganadero del Oeste. Pensó que quizá a tía Elsie le cayera bien. Aquella rama de los Parker había sido una tribu realmente extraña, un linaje que terminó con el hombre que hizo perforar un pozo que podría haber liberado a los descendientes de un mal primigenio, dejándoles sueltos para que recorrieran el mundo… No, basta ya. No estás seguro, se dijo con firmeza. Ni siquiera tienes bases que te permitan la más ligera especulación al respecto. Te estás dejando afectar demasiado por este sitio.
Cuando bajó por el sendero el sol ya estaba ocultándose; siguió por él hasta llegar a la pendiente y continuó bajando hasta llegar a la caravana aparcada junto al arroyo. Se había pasado el día entero en lo alto del risco y ya no pasaría ninguno más. Mañana se marcharía de allí. No había razón para quedarse más tiempo. El risco quizá escondiera algo digno de ser descubierto, pero él no era capaz de encontrarlo.
Tenía hambre: no había comido nada desde el desayuno. En la hoguera ya no quedaban ni ascuas, y tuvo que volver a encenderla para prepararse la cena. Acabó de comer cuando el crepúsculo del otoño ya iba cubriendo la tierra. Su día de vagabundear le había dejado bastante cansado, pero aún no tenía ganas de dormir. Se instaló en su silla plegable y se dedicó a escuchar el cauteloso avance de la noche. El este del cielo se fue iluminando suavemente al salir la luna, y en las colinas que dominaban el valle del río un par de búhos empezaron a ulular como si hablaran el uno con el otro.
Estuvo un rato escuchándoles y acabó yendo a la caravana para coger la botella. Aún quedaba algo de whisky; podía terminárselo, y mañana ya encontraría algún sitio donde comprar más. Encendió la luz de campaña y la colocó sobre el escritorio. Su resplandor hizo brillar la piedra de molleja, que seguía donde la había dejado la noche antes. La cogió y la hizo girar hasta ver la inscripción. Se inclinó sobre ella e intentó descifrar aquellos caracteres casi invisibles, preguntándose si no estaría confundido: lo que había tomado por signos escritos quizá no fuesen más que alguna imperfección natural de la piedra, y, de repente, empezó a dudar de cuanto había creído ver durante su examen de la noche anterior. Pero los símbolos seguían allí y no se parecían a nada que pudiese tener un origen natural. Se preguntó si habría alguien capaz de descifrar el mensaje de la piedra, y nada más preguntárselo comprendió que lo más probable era que no. Fueran lo que fuesen aquellos caracteres, habían sido grabados millones de años antes de que la primera criatura vagamente parecida al hombre hubiese caminado sobre la faz de la tierra. Se metió la piedra en el bolsillo de la chaqueta, cogió la botella y volvió junto a la hoguera.
Descubrió que estaba algo nervioso y que hasta la atmósfera le parecía algo tensa. Era extraño, pues cuando fue a buscar la botella no sentía tal nerviosismo. Quizá tuviera algo que ver con aquellos minutos que había pasado dentro de la caravana. Observó atentamente la masa de oscuridad que le rodeaba y captó un leve movimiento más allá de la luz de la hoguera, pero acabó decidiendo que no eran más que las ramas de los árboles agitadas por el viento; la noche acababa de empezar, pero ese breve lapso de tiempo había bastado para que se levantara viento del norte, y las ráfagas de aire se iban haciendo más fuertes, como si anunciaran una tormenta. Las hojas del gran chopo bajo el que estaba aparcada la caravana entonaban esa especie de melodía fantasmal de las hojas movidas por el viento. Oyó el traqueteo del molino… y algo más. Un silbido. El pozo estaba silbando. El silbido sólo podía oírse a intervalos, pero en cuanto empezó a prestarle atención, pareció volverse más fuerte y consistente; era un silbido muy agudo, un sonido sin pausas y sin ritmo que seguía y seguía…
Ahora estaba seguro de que había movimiento más allá del fuego, y no eran las ramas de los árboles. Oyó golpes ahogados y roces entre la hierba, como si unos cuerpos muy grandes y desgarbados se movieran en la oscuridad. Se levantó de un salto y se quedó inmóvil; las llamas de la hoguera bailaban sobre su tenso cuerpo. La botella resbaló de sus dedos pero no se agachó a recogerla. Sintió como el pánico empezaba a dominarle y trató de oponerle resistencia, pero sus nervios y sus músculos se tensaron en un espasmo involuntario, como si obedecieran a un temor atávico: el temor a lo desconocido, a las cosas que daban tumbos en la oscuridad, el fantasmagórico e inexplicable silbido del pozo. Gritó y su grito no iba dirigido a lo que pudiese haber más allá del círculo de claridad, sino a sí mismo, a lo que aún le quedaba de lógica y a los vestigios de su mente racional, que luchaban contra aquel miedo terrible que se había adueñado de su cuerpo. La lógica y la mente acabaron sucumbiendo al miedo y Thomas, cegado por el pánico, echó a correr hacia la caravana.
Subió de un salto a la cabina, se derrumbó en el asiento y alargó la mano hacia la llave del encendido. Bastó con darle una vuelta para que el motor cobrase vida con un estallido. Cuando encendió los faros creyó ver las siluetas agazapadas que se movían lentamente, aunque ni la claridad de los faros bastaba para que estuviese seguro. Si existían, las siluetas no eran más que sombras, manchas de oscuridad algo más intensa que las sombras de la noche.
Puso la marcha atrás, hizo que la caravana retrocediera hasta llegar a la pendiente y empezó a avanzar trazando un semicírculo. El miedo le hacía jadear. Cuando la tuvo de cara a la pendiente, puso la primera y la caravana subió por la colina dirigiéndose hacia el sendero por el que había vuelto unas horas antes, el sendero que pasaba junto al molino y su constante traqueteo.
La esquelética silueta del molino se recortaba claramente contra el cielo iluminado por la luna. Las aspas eran como manchones de luz que capturaban la débil claridad de la luna recién salida y la volvían a reflejar. Y, dominándolo todo, oyó el estridente silbido del pozo. Thomas recordó lo que le había dicho el granjero: el pozo sólo silbaba cuando había viento del norte.
La caravana llegó al sendero, apenas visible bajo la luz de los faros, y Thomas hizo girar el volante para seguirlo. El molino quedaba a medio kilómetro de distancia, quizá menos. Un minuto y lo habría dejado atrás, un minuto y estaría bajando por el risco, dirigiéndose hacia la seguridad que le ofrecía otro mundo distinto, porque ahora estaba seguro de que el risco no pertenecía a su mundo. Era un lugar encantado, una pequeña cuña geográfica que no debería estar allí. Quizá eso formara parte de su encanto: cuando entrabas en él dejabas atrás las penas y preocupaciones del mundo real. Pero aquel don tenía su precio, pues a cambio había encontrado algo mucho más aterrador que nada de cuanto el mundo real pudiese conjurar.
Cuando lo vio a través del parabrisas Thomas tuvo la impresión de que el molino había cambiado, que había perdido algo de su esquelética precisión de líneas anterior: se había vuelto borroso y difícil de ver con claridad…, de hecho, tuvo la impresión de que había cobrado vida y había dado comienzo a lo que parecía una torpe danza, aunque en su torpeza había también una fluida suavidad.
Estaba un poco menos asustado que antes y la parálisis inducida por el miedo había perdido una leve fracción de su intensidad. Ahora controlaba la situación —en parte, al menos—, y ya no se hallaba rodeado de horrores de los que no podía escapar. Unos segundos más y habría dejado atrás el molino: la caravana adelantaría al viento, y el silbido se iría desvaneciendo, la pesadilla habría quedado atrás… No, se dijo, lo que habría quedado atrás sería su imaginación desbocada, pues el molino no podía estar vivo y aquellas siluetas agazapadas no existían…
Y entonces comprendió que se equivocaba. No era cosa de su imaginación. El molino estaba vivo. Podía verlo, y nada de cuanto su mente fuese capaz de mostrarle sería tan claro como aquella visión. La estructura estaba cubierta de siluetas que se retorcían lentamente y trepaban por ella; no podía verlas lo bastante bien para saber cómo eran, pues se hallaban tan cerca las unas de las otras que no había ninguna claramente perceptible en su totalidad. Y las siluetas parecían estar cubiertas de escamas húmedas y repugnantes, una visión tan horrible que le hizo tragar aire, dominado por el terror más abyecto. Un instante después vio que los alrededores del pozo también estaban llenos de criaturas como las que trepaban por el molino, grandes masas de oscuridad gibosa que avanzaban lentamente hasta que llegaron al sendero.
Apretó el acelerador de forma instintiva, sin que su mente racional interviniera para nada en ello, y la caravana tembló y se sacudió, yendo en línea recta hacia la masa de cuerpos. Iba a chocar con ellos, pensó, había cometido una estupidez… Tendría que haber intentado dar un rodeo. Pero ahora ya era demasiado tarde; el pánico había tomado las riendas y no podía hacer nada.
El motor tosió y acabó deteniéndose con un petardeo ahogado. La caravana siguió rodando unos metros más y se quedó inmóvil. Thomas hizo girar la llave del encendido. El motor volvió a toser, pero se negaba a arrancar. Los bultos oscuros estaban por todas partes, pegándose a la caravana para verle mejor. No podía distinguir sus ojos pero sintió que le miraban. Volvió a darle a la llave y esta vez el motor ni siquiera tosió. El maldito carburador se ha inundado, dijo una parte de su mente, la única que no se había dejado dominar por el miedo.
Apartó la mano de la llave y se reclinó en el asiento. Sintió como todo su cuerpo era invadido por una especie de frío terrible…, frío y una sensación de algo duro que le oprimía. El miedo y el pánico habían desaparecido; ya no sentía nada, sólo esa frialdad y la opresión. Abrió la portezuela, bajó de la cabina y empezó a alejarse de la caravana. El molino con su carga de monstruos se alzaba sobre él. Las siluetas encorvadas le obstruían el paso. Bultos redondeados se movían hacia atrás y hacia adelante: cabezas…, quizá fueran cabezas. Creyó sentir el lento agitar de sus colas, aunque no podía verlas. El silbido parecía estar por todas partes y llenar el universo, agudo, interminable, eterno. Las aspas del molino traqueteaban impulsadas por el viento; era la única parte de la estructura que no estaba llena de cuerpos oscuros.
Thomas dio una zancada hacia adelante.
—Voy a pasar —dijo en voz alta—. Hacedme sitio. Voy a pasar.
Y le pareció que estaba avanzando y que sus pasos seguían cierto ritmo, el ritmo de un tambor que sólo él podía oír. Sorprendido, se dio cuenta de que caminaba siguiendo el ritmo de los crujidos de aquella mecedora, la que se movía hacia atrás y hacia adelante en la vieja casa de Nueva Inglaterra.
No puedes hacer otra cosa, le dijo la locura. Es lo único que puedes hacer. No puedes correr. ¿Para qué? ¿Para acabar en el suelo, llorando y chillando, para conseguir que te aplasten? No, un hombre, no puede hacer otra cosa…
Continuó caminando, despacio pero con paso firme, siguiendo el lento crujir de la mecedora.
—Apartaos —les dijo—. Soy la criatura que os sucedió.
Adelante ser extraño, creyó oírles decir por encima del estridente silbido del pozo, el traqueteo de las aspas del molino y el crujir de la mecedora. Puedes pasar, pues llevas contigo el talismán que le dimos a nuestro pueblo. Llevas contigo la señal de nuestra fe.
No es mi fe, pensó Thomas. No es mi talismán. Puede que no os atreváis a tocarme, pero tiene que haber otra razón. Yo no me he tragado ninguna piedra.
Pero eres hermano de quien se la tragó, le dijeron.
Se hicieron a un lado, abriéndole un camino para que pasara. Thomas siguió avanzando sin mirar ni a derecha ni a izquierda, fingiendo que no estaban allí aunque sabía que sí estaban. Podía oler la acre pestilencia de los pantanos desprendida por sus cuerpos. Sentía su presencia, podía notar como sus miembros se acercaban igual que si pretendieran acariciarle, igual que haría un hombre con un perro o un gato, pero sin llegar a completar el gesto, deteniéndose cuando faltaban unos centímetros para rozarle.
Avanzó por el sendero y les dejó atrás, alejándose de aquellas siluetas encorvadas que se agrupaban alrededor del pozo. Les dejó solos, perdidos en sus abismos de tiempo. Les dejó en otro mundo y se dirigió hacia el suyo, caminando lo bastante despacio para que no creyeran que huía de ellos pero un poquito más de prisa que al principio, y tomó por el sendero que atravesaba Parker’s Ridge.
Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sus dedos se cerraron sobre la grasienta suavidad de la piedra. El crujido de la mecedora seguía sonando en su mente y Thomas aún caminaba ajustando el paso a su ritmo, aunque el crujido ya se iba debilitando.
Hermano, pensó, han dicho que era su hermano… Y es cierto, lo soy. Todos los seres vivos de la Tierra son hermanos y, si lo deseamos, cada uno lleva consigo la señal de nuestra fe.
—Hermano —dijo en voz alta, dirigiéndose a aquel viejo dinosaurio que había muerto hacía tanto tiempo entre los peñascos—, me alegra haberte conocido. Me alegra haberte encontrado. Me alegra llevar conmigo la señal de tu fe.