No sé si era blanca o negra. Quizá un poco de las dos cosas. O quizá fuera india: en Glory, West Virginia, había quienes decían que era una cherokee de pura raza y que descendía de la mujer de un jefe que no quiso participar en la Marcha de las Lágrimas que tuvo lugar durante la década de los cuarenta del siglo pasado. Algunos decían que no era ninguna descendiente, que era esa misma mujer y que había alcanzado una edad increíblemente avanzada. El coronel Bruce mantenía la teoría de que se trataba de la última de los adena, la civilización desaparecida que construyó el gran túmulo de Glory mil años antes de Jesucristo.
¿Qué importaba de dónde era o de quién descendía? ¿Qué chico de diecisiete años se ha interrogado jamás sobre la raza, la edad o los orígenes de su primer gran amor?
Para empezar, supongo que podrían preguntarme qué locura se apoderó del Concejo de Glory cuando contrató a Darly Pogue como encargado del muelle. Pogue era un hombre devorado por el miedo —fobia, lo llaman en los libros—, y el temor al gran río Ohio roía continuamente sus entrañas; ese río le producía pesadillas y había hecho que sufriera por lo menos dos ataques de tembladera, también llamada Horrores del Whisky.
Darly temía a ese gran curso de agua como un animal salvaje teme a los incendios del bosque.
Había razones para ese miedo suyo. Se decía que de niño se había pasado seis días y seis noches flotando a la deriva en una vieja panera de cerezo, oyendo los truenos y viendo los relámpagos de las tormentas que hicieron desbordarse el río durante la terrible inundación de 1990.
Yo leía montones de esos libritos azules de la Haldeman Julius que llegaban de Kansas; sólo costaban cinco centavos, y contaban muchas historias sobre la reencarnación.
Uno de esos libritos decía que el hombre no se reencarna en otro cuerpo para convertirse en un nuevo ser humano y seguir la cadena. Afirmaba que Dios divide nuestra existencia como criaturas espirituales entre el aire, la tierra y el agua, y que debemos pasarnos temporadas siendo peces, pájaros o animales… U hombres. Una existencia como delfín puede venir seguida de una esplendorosa reencarnación como gavilán durante la que surcarás los cielos, y después de morir, puedes volver a convertirte en hombre. Bueno, no sé cómo ni por qué, pero dentro de Darly Pogue había una vocecita y esa vocecita le susurraba que el Buen Dios tenía planeado que la próxima reencarnación de Darly fuese en un bagre del río Ohio.
Ya pueden imaginar lo mal que eso le sentaba a Darly, conociendo la fobia que le tenía al río.
¿Y de dónde podía haber salido aquella malévola información que tanto le obsesionaba? Quizá fuera de alguna gitana echadora de cartas; durante la primavera el camino del río se llenaba de carromatos pintados como golosinas y las gitanas con turbantes de lentejuelas no paraban de gritar y cantar. Quizá una de ellas le dijera a Darly que acabaría así. Yo creo que fue Loll quien se lo dijo. A veces podía ser realmente mala.
Y, naturalmente, era una predicción capaz de hacer que cualquier hombre se preocupara. Quiero decir… Bueno, ¿han visto alguna vez uno de esos viejos bagres cubiertos de barro que comen basura, con su cabeza plana y sus labios de goma? ¿Le han mirado a los ojos?
No he hablado de comerse uno… Bien sabe Dios que en todas las aguas del Señor no hay nada más sabroso que un bagre cocinado con manteca y aderezado con mazorcas y un poco de crema.
No, lo que les he preguntado es si alguna vez han estado cerca de un bagre vivo, lo bastante cerca para rozarle el morro. Bueno, pues prueben a hacerlo. Es toda una experiencia, créanme… Esa cabezota fea y resbaladiza les mirará con una vieja sonrisa burlona que tiene doscientos millones de años, una sonrisa que parece preguntar: Homo sapiens, ¿cuánto tiempo llevas dando vueltas por ahí? Y tendrán la impresión de que el bagre les guiña el ojo, como si quisiera recordarles que ustedes vienen de aguas tan antiguas como las de él…, y que probablemente algún día acabarán volviendo a ellas. Bueno, estoy seguro de que ustedes exclamarán lo mismo que diría yo en su caso: ¡Oh, Señor, no me hagas formar parte de su fea tribu cornuda!
¿Qué sentido tiene contratar como encargado del muelle a un tipo que no puede ver el río ni en pintura?
Hacer que ese hombre se pase las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana en una especie de ataúd flotante atado a la orilla por una frágil cuerda que puede romperse o cortarse con la mayor facilidad del mundo…
Pero ¿y si ese hombre es el único que sabe cómo adivinar los secretos del gran río, tanto los importantes como los que no tienen ningún valor? Supongamos que es capaz de localizar el cuerpo de una persona ahogada y que sabe encontrarlo con una precisión infalible. Supongamos que puede predecir el sitio donde hay un escollo invisible o el lugar donde se está formando un nuevo banco de arena, y que nunca falla. Supongamos que puede pronosticar cuándo llegarán los barcos de vapor…, horas antes de que atraquen. ¿Y qué ocurre cuando es capaz de subir en uno de esos barcos, echarle una mirada al cargamento y calcular el peso sin equivocarse ni en una onza?
El viejo Ohio, esa Belle Rivière oscura y misteriosa, no tenía ni un solo secreto que Darley Pogue no fuera capaz de adivinar…, salvo uno. Y Ese Secreto, naturalmente, era el Secreto con el que estaba casado: Loll, bruja del río, diosa, mujer, lo que fuese. Ella era el único secreto de la gran Señora acuática que Darley no podía comprender.
Pero también era la fuente de todos los otros grandes secretos del río.
Loll.
Loll, extraña y misteriosa…
¿Qué podía hacer que un hombre viviera con semejante mujer pegado a las aguas de ese río al que temía como si fuera el mismísimo demonio?
Todo empezó la mañana en que el agua empezó a subir de nivel, en la primavera del treinta y seis. Los habitantes de Glory fueron al muelle con muchas preguntas que hacer y se dirigieron a Darly Pogue para pedirle que confirmara o desmintiera las predicciones que crepitaban en las rejillas de las radios cuando sintonizaban la WWVA.
Comprendan, hay muchas cosas de Loll que todavía no les he contado…, por ejemplo, cómo era en realidad.
Échenle una mirada.
Imagínense que son las diez de la mañana. Hilachas de niebla siguen flotando como recuerdos sobre las lentas y oscuras aguas que fluyen por el canal del gobierno. Loll va y viene por la cocinita refunfuñando mientras prepara mi desayuno y el de Darly: mazorcas, tostadas y bagre. Mmmmmmmmmmmm, qué bueno. Pero fíjense en Loll. Su cara recuerda una manzana reseca llena de arrugas. Una pequeña pipa hecha con una raíz de laurel parece estar pegada a sus marchitas encías desprovistas de dientes. Sus ojos están rodeados por unas profundas arrugas duras como el cuero, asomando por entre ellas igual que ratones escondidos en una bota vieja. Observen la joroba de su espalda, sus manos como garras y esa especie de saco informe que es su único vestido. Ahí la tienen: Loll, la esposa de Darly Pogue.
Entonces, ¿por qué sigue con ella?
¿Por qué sigue viviendo con esa vieja arpía junto al río que tanto odia y teme? Ahí estamos, en la cocinita del bote, contemplando a ese vejestorio. Encima de la mesa hay un reloj Ingersoll con una correa de cuero; la tapa del reloj fue tallada por un inquilino del Pasillo de la Muerte de la prisión de Glory, un hombre que pasó sus últimas horas trabajando un hueso de melocotón con una navajita.
He dicho que eran las diez de la mañana, ¿no?
La verdad es que son las cinco.
De la mañana.
Y ahora, hagan que las manecillas de ese reloj de caja niquelada pasen dos veces por las doce; eso, hasta la medianoche. La escena cambia al instante, todo se altera mágicamente. La luna parece aprisionada entre las ramas del sauce violeta que hay sobre el embarcadero de ladrillos. Las estrellas bailan el fox-trot y se bañan en el centelleo del río. Una brisa suave brota de las aguas, que parecen emitir chispas. Ahora, aspiren hondo.
¿Qué es ese olor maravilloso?
Laburno, quizá.
Lilas mezcladas con azaleas y el aroma de las moras.
Con un pellizco de almizcle y canela.
¿Quién está detrás de la puerta del dormitorio, inmóvil en el angosto pasillo?
Avanza, entra la luz, una silueta que la ardorosa y jadeante luz de la luna cubre de plata… Casi parece ser el origen de toda la claridad, y no alguien iluminado por ella. Ustedes saben que están contemplando el mismo ser humano que vieron a las diez…, y saben que es imposible pero que ha ocurrido, saben que al caer la noche aquella criatura se ha convertido en la mujer más hermosa que han visto y que nunca verán.
Nunca.
En toda su vida.
Está desnuda, sólo lleva una faldita de tejido casi transparente y unas sandalias, no hay nada que le cubra el pecho: ni camisón ni osito de peluche, nada de nada.
Y parece deslizarse por el pasillo como si fuera una mujercita hecha de llamas, como si a su paso atrapara toda la luz de la luna y las sombras, y da unos tímidos y encantadores golpecitos en la puerta del camarote ocupado por Darly Pogue.
Darly ha estado bebiendo.
Los primeros rumores de la posible inundación han hecho que el pánico le dominara.
Loll vuelve a llamar.
¿S-sí?
Soy yo, cariño. Tengo lo que has estado esperando. Abre.
¿No puedes decírmelo a través de la puerta?
Pero, cariño, ¡quiero sentir cómo me abrazas!, exclamó Loll, y la luz de las estrellas se quedaba enredada en la aureola levemente planteada que circundaba sus pezones, iluminándolos con su centelleo. ¡Quiero que me hagas el amor! ¡Quiero pasármelo bien!
¡Queridita, ya sabes que cuando estoy así no puedes entrar!
¡Oh, déjame entrar!
Pero es que yo, es que tengo dolor de cabeza, ¿comprendes?
Está bien, dijo la preciosa joven haciendo un mohín.
¿Y bien?, graznó el pobre Darly acompañándose con el castañeteo de sus dientes.
¿Y bien qué, cariño?
¡La marca! ¡La marca del treinta y seis!, chilló Darly. ¿Cuál va a ser? No será tan mala como la del veintiocho o la de mil novecientos trece, supongo, y seguro que tampoco como la de ese horrible año mil ochocientos ochenta y cuatro. ¿Verdad que no? Oh, venga, no me hagas sufrir más. Puedo aguantarlo. ¡Dime que no subirá hasta tan arriba!
¿Cuál fue la marca de mil novecientos trece?, le preguntó Loll, con una arruguita frunciendo su lindo ceño mientras hacía memoria. Sí, la marca de mil novecientos trece en Glory fue de veinte metros, y tomaron la medida en la pared del Banco Mercantil.
Eso me parecía, gruñó el pobre Darly. Sí, eso es. Y la marca del treinta y seis… no puede llegar más arriba.
La marca del treinta y seis, dijo Loll en voz baja y suave, encendiendo un porro, será de treinta y ocho metros, ni uno más ni uno menos.
Darly no dijo nada; se limitó a dejar escapar un graznido asmático.
¿Qué? Estoy empezando a perder el oído. ¡Me ha parecido que decías algo así como treinta y ocho metros!
Eso he dicho, respondió Loll, dejando escapar un chorro de humo aromático por los hermosos y delicados agujeritos de su nariz.
¡Aaaaaaaaay!, gritó el pobre Darly, abriendo de un manotazo la puerta del camarote y galopando hacia la pasarela. Llevaba unos calzoncillos largos de colores chillones que había encargado por correo a la revista Ballyhoo. Desapareció en algún punto de los olmos que llevaban a la calle Water.
Eso me dejó a solas con ella: tenía la nariz pegada a una grieta de la puerta de mi camarote, fascinado por aquella visión de belleza, luz y feminidad perfumada. ¡Maldita sea, era como estar junto a un jardín cuando el viento sopla hacia ti!
Daba la impresión de tener dieciocho años recién cumplidos, uno más que yo, y un servidor jamás había visto a una dama desnuda salvo al dorso de esos naipes grasientos y con los cantos desgastados que solíamos pasarnos uno a otro en la escuela.
Nunca había visto nada parecido.
El río estaba lleno de luces: chicos que buscaban ranas o cogían peces de las redes. El resplandor de las linternas se reflejaba en las aguas y parecía atravesar las cortinas movidas por el viento, cabrilleando sobre el cuerpo de aquella chica.
Era tan bonita…
Se dio cuenta de que la estaba mirando.
Se dio la vuelta y sus pies se movieron sobre la maltrecha alfombra del pasillo, viniendo hacia mi puerta, dejándome confundido entre el éxtasis y el terror.
Entró en mi camarote.
Un segundo después estábamos en la litera; ella tenía los labios húmedos y jadeaba con pasión, y yo no me encontraba mucho más presentable.
Después tuvo la amabilidad de coserme el desgarrón de la camisa y los dos botones que me había arrancado cuando nos desnudamos.
¡Uf!
Y mientras hacíamos el amor podía oír al pobre Darly Pogue recitar la historia del Diluvio Universal narrado en el Génesis, gritando a pleno pulmón por toda la calle Water.
¡Y por Dios que yo no soy ningún Noé!, anunciaba cada cinco o diez minutos, como un candidato que se niega a presentarse a las elecciones. ¡Y a partir del día de hoy, juro por Dios que he dejado de ser vuestro encargado del muelle!
Bueno, hurgué y avancé a tientas por el camino que llevaba a mi virilidad, enredándome en los hermosos miembros de aquella chica.
La luna estuvo a punto de ruborizarse al ver las cosas que hicimos.
Ella no paraba de enseñarme cosas nuevas.
Y como fondo se oía el chasquido y el crepitar de la estática que brotaba de la vieja Stromberg Carlson de válvulas, eso y la voz del pobre Darly Pogue subido a un olmo de la calle Water, anunciando que el Diluvio Universal de la Biblia iba a repetirse.
¿Quién eres?, le pregunté a la mujer.
Soy Loll.
Eso ya lo sé. Pero te veo por la mañana…, cuando nos preparas el desayuno, y entonces eres vieja…
Soy una prisionera de la luna, me dijo. Mi belleza aumenta y se desvanece con cada una de sus fases.
No me importa. Te amo. Cásate conmigo. Pediré prestado por ti. Hasta llegaré a robar.
Me quedé callado. Tenía que pensármelo bien.
No llegaré a matar por ti pero… robaré. ¿Quieres casarte conmigo?
No.
¿Es que no me amas?, le pregunté entonces con la voz de un niño de diez años.
Me gustas mucho, dijo, dándome un beso que parecía una caricia; sus grandes ojos color gris niebla estaban velados porque acabábamos de hacer el amor. Estás lleno de extraordinarias aptitudes y sabes hacer el amor de maravilla.
Frunció los labios y se encogió de hombros.
Pero no te amo, me dijo.
Comprendo.
Estoy enamorada de él. Amo a ese hombrecillo ridículo que se niega a venir conmigo.
¿Ir contigo? ¿Ir adónde, Loll? No pensarás marcharte de Glory, ¿verdad?
No voy a marcharme del río, si es a eso a lo que te refieres. En cuanto a Darly Pogue…, adoré al Otro porque encerraba una parte de él. Antes de que se fuera. Y ahora no quiere seguirme.
¿Antes de qué, Loll? ¿Seguirte adónde?
No obtuve respuesta. Sus ojos estaban clavados en el círculo de luz arrojado por un farol que iluminaba el exuberante follaje del gran olmo del río…, y entre el follaje asomaban las piernas desnudas del pobre Darly Pogue.
Y ahora no hay más remedio que castigarle, me dijo. Ha ido demasiado lejos. Lleva demasiado tiempo resistiéndose a mi voluntad. ¡Este último insulto ha hecho rebosar el vaso!
Empecé a vestirme tan de prisa como podía. Me daba cuenta de que Loll estaba hablando de otras Dimensiones y de Cosas y Poderes que me asustaban casi tanto como el río a Darly Pogue. Pero, aun así, podía comprender hasta qué punto tenía poder sobre él y cómo se las arreglaba para hacerle vivir en aquel ataúd flotante situado sobre la superficie de las aguas, aquella masa viva en continuo movimiento, aquel gran río de bajíos y remansos, aquel montón de laguitos que no paraban de fluir, aquel Ohio al que tanto quería: Loll era su belleza nocturna.
Le hice salir del camarote tan delicadamente como pude, pues no quería que me infligiera uno de sus castigos.
Pero sabía que mi vida nunca volvería a ser igual que antes.
De hecho, me di cuenta de que ahora sabía dos cosas de las que antes no tenía ni idea: iba a pasar toda mi vida en el río y jamás llegaría a casarme.
Porque conocer a Loll había vuelto insípidas todas las caricias de las mujeres mortales, por muy llenas de amor que estuvieran.
Y, además, volvió a coserme los botones por la mañana, aunque las manos que me devolvieron la camisa una vez arreglada estaban tan arrugadas y retorcidas como las inmensas raíces de los viejos árboles del río.
Bueno, supongo que recordarán la inundación del treinta y seis. Fue terrible, desde luego.
Era un espectáculo extraño: si ibas a la Séptima podías ver el farol que hay en la punta del poste telefónico, el que está junto a la tienda de ropas, y te dabas cuenta de que la luz del farol bailaba y hacía centellear la oscura corriente de agua que palpitaba a sólo unos veinticinco centímetros por debajo de él. Aquel farol parecía un diente de león colocado sobre un inmenso tallo de luz iridiscente.
Era muy hermoso.
Pero daba mucho miedo.
Los valles lo pasaron bastante mal. El agua alcanzó la marca de los diecinueve metros.
Pero Loll había dicho que subiría bastante más de treinta metros, ¿no?
Sí, eso había profetizado, y como el pobre Darly Pogue sabía que nunca se equivocaba, se asustó tanto que echó a correr para salvar su vida y acabó encerrándose en la habitación de la esquina del quinto piso del hotel Zadok Cramer. Sólo había un sitio más alto en toda Glory, y era la pasarela situada encima del viejo edificio de los tribunales, la cual estaba tan arriba que dominaba hasta el túmulo. Pero Darly se decidió por el quinto piso del Zadok, porque le pareció que en ningún sitio podría estar más lejos del origen de su fobia.
Yo estaba viviendo en el hotel, así que solía llevarle las comidas que le preparaba el personal de la cocina: Loll se había declarado en huelga.
Darly apenas comía.
Se limitaba a pasarse el día sentado en la gran cama de estaño jugueteando con la tapa del relojito tallado por el tipo del Pasillo de la Muerte, y por su cara cualquiera habría dicho que era él quien lo había tallado.
Quiere que vuelva. Y por Dios que no pienso volver.
Bueno, Darly, por lo menos podrías bajar y verla un ratito. Te dejaré usar mi bote.
¿Y volver a pisar esa chalana?
Bueno…, sí, Darly.
Y un cuerno, me decía secamente, yendo de un lado para otro con sus calzoncillos largos del Ballyhoo, acercándose a la ventana cada diez minutos para contemplar cómo los bloques de casas parecían derretirse hasta desaparecer en el inmenso cristal del río. ¡Ir a la chalana! ¡Y un cuerno!, gritaba. Ella quiere llevarme mucho más lejos.
Darly se calló, como si sus labios tuvieran voluntad propia y no quisieran que se les escapase el nombre de lo Indecible, y sentí una especie de escalofrío. Cerré los ojos. Todo estaba a oscuras, y lo único que podía ver era ese retazo de suave piel dorada que había entre los pechos de Loll y la peca que flotaba en su centro, como una isla en un río de oro.
¡Pero aquí estoy a salvo!, gritó Darly de repente, cogiendo el vaso que había junto a la jofaina y llenándolo de J. W. Dant. Se tragó todo el whisky sin pestañear. Volví a sentir un escalofrío.
Oye, Darly, ¿es que nunca piensas acompañarlo?
¿Con qué?
Bueno, qué diablos…, pues con agua.
No tengo.
Señalé hacia la pileta y sus dos grifos terminaron en cupidos de cabecitas minúsculas.
Es para lavarse, no para beber. Es…
Se estremeció.
… es agua del río.
Contempló con tristeza los grifos y la pileta que el uso había vuelto de un color entre dorado y marrón, como el que tienen las pipas de espuma de mar.
Intenté conseguir una habitación sin agua corriente, me dijo. Odio esta pileta. Piénsalo bien. Las cañerías bajan y bajan hasta llegar al…
Naturalmente, no pudo terminar la frase.
La noche en que alcanzamos la marca del treinta y seis estaba en mi habitación del hotel. El muelle había quedado inutilizado por la inundación y la chalana estaba vacía, dejando aparte a Loll. La marca —sólo diecinueve metros— quedó registrada en la pared del almacén de harinas y granos Purina que hay en el cruce de la Séptima y la Occidental. Ésa fue la marca del treinta y seis, y el agua no llegó más arriba.
Cualquiera habría pensado que Darly se alegraría, ¿no?
O, al menos, que se sentiría un poco aliviado.
Nada de eso. Se volvió loco de ira. Loll le había engañado. Le había asustado y había conseguido convertirle en el hazmerreír de toda Glory. ¡Treinta y ocho metros, nada menos! ¡Ah, ya le enseñaría él a no prevaricar de esa forma!
Cogió el bote y remó por la calle hasta llegar a donde el agua lamía los gabletes del viejo hotel Traders y a la chalana amarrada a su sólida chimenea de piedra. Estaba bastante borracho.
Darly empezó de nuevo con su recital del Diluvio, chillando a pleno pulmón. Cuando acabó con el Génesis la emprendió con Loll, diciendo que se había burlado de Dios al profetizar un nuevo Diluvio.
Loll aguantó casi todos aquellos discursos sin salir de su camarote, y cuando no pudo soportarlos más salió de él y se plantó en la pequeña cubierta de la chalana, mirándole fijamente. Tenía su peor aspecto de arpía y sus rugosos nudillos aferraban la plateada cabeza de un bastón hecho con una rama de aulaga. Y, por extraño que parezca, volví a desearla, incluso en esa fase de la luna.
¡Loll, me has mentido!, gritó Darly. Maldita seas, me has mentido. ¡Y te has burlado de las Sagradas Escrituras!
¡No te he mentido!, gritó ella, y su carcajada bailó sobre las aguas. ¡Oh, nada de eso, nada de eso, nada de eso!
¡Me has mentido!, aulló Darly, y echó a correr por la pasarela hasta llegar a la cubierta de la chalana. Nadie estaba lo bastante cerca de él y nadie pudo impedir que golpeara a la vieja con el dorso de la mano, haciéndola caer entre las sombras del pasillo.
La mirada que Loll le lanzó en ese instante… la vi.
Nunca me han mirado así, y les aseguro que me alegro.
Darly volvió remando al hotel, entró por una ventana de la sala del baile del tercer piso y subió hasta su habitación del quinto piso.
Nunca se le volvió a ver con vida.
Entró a aquella pequeña habitación, en lo más alto del Zadok Cramer. Llevaba consigo cincuenta y siete kilos de masilla de cristalero y empezó a esparcirla lenta y concienzudamente por toda la habitación, convirtiéndola en un refugio impenetrable.
Aquella locura hizo que toda Glory se riera todavía más de él, porque si el agua llegaba a subir tan alto todo el edificio acabaría derrumbándose, ¿no?
Pero el nivel de las aguas siguió bajando. Estaba claro que Loll le había tomado el pelo. Sí, las aguas siguieron bajando. El lunes de Pascua el río había bajado tanto que la chalana pudo regresar a su sitio de costumbre, y quedó amarrada junto al viejo sauce que había en el nacimiento de la calle Water.
Todo había vuelto a la normalidad.
¿O no?
La última noche de la inundación del treinta y seis hubo una terrible tormenta con gran aparato eléctrico. La marca del treinta y seis fue una de las peores que se recuerdan, y se acercó bastante a lo que Loll había dicho.
Y nadie pudo hablar con ella para preguntarle qué había pasado, porque en algún momento de la tormenta desapareció de la faz de la tierra, como le ocurriría luego a Darly.
Nos enteramos a la semana siguiente.
Toonerville Boso, el conserje, llevaba tres días con sus noches sin tener noticias de Darly Pogue. Una anciana que se alojaba en la cuatro cero siete informó que del techo de su dormitorio caía un hilillo de agua marrón. La mañana del domingo después de Pascua Toonerville fue a la habitación sellada con masilla y vio un hilillo de agua amarillenta y algo fangosa que salía por debajo de la puerta. Y, además, un minúsculo pez luna se debatía infructuosamente sobre la alfombra persa.
Supongo que recordarán el resto…
Como una muralla de agua verde, barro y bagres vivitos y coleando salió por la puerta de aquella habitación, arrastrando al pobre Boso a lo largo de todo el pasillo, haciéndole caer por la escalera, y cómo le llevó a través de la puerta principal para acabar depositándolo en la acera.
Aquel cuarto había sido invadido. Sí, los grifos estaban abiertos.
Todos los habitantes de Glory y creo que toda la población de la comarca del río saben que la auténtica marca del treinta y seis está en el techo de aquella habitación del hotel. El coronel Bruce se pasó un mes usando la regla de cálculo y la plomada, y acabó dándonos la medida exacta de cuál había sido la auténtica marca de aquel año: treinta y siete metros, ni uno más ni uno menos.
Lo sé, lo sé… en la habitación había bagres, y peces luna, y cangrejos, y dos carpas doradas realmente inmensas, y todos eran demasiado grandes para haber pasado por las cañerías de un hotel, y mucho menos por aquellos minúsculos grifos de estaño. Pero lo hicieron. La presión debió de ser tremenda. Y todo ese líquido debió de brotar de los grifos en unos segundos…, antes de que Darly Pogue pudiera darse cuenta de lo que pasaba y tuviera tiempo de gritar.
¿La presión del amor? No lo sé. Fue alguna fuerza que no conocemos, y quizá todo esté explicado en uno de esos libritos azules que valen cinco centavos, los que llegan de Kansas y hablan de la reencarnación…, supongo que fue uno de los que no llegué a leer. La presión necesaria para que esos peces, unas cuantas botellas y montones de barro y agua subieran por las cañerías y llegaran hasta aquella habitación fue considerable, ya lo he dicho. Pero no fue nada comparada con la que debió de requerirse para que Darly llegara al río. Le sacó de aquella habitación. Le llevó al verde seno de la madre de las aguas, la que no tiene fondo. ¿El amor? Quizá sea la fuerza más potente de toda la naturaleza. Al menos, el amor de alguien como ella…
Jamás encontramos ni rastro de Loll. Y tampoco de Darly, dejando aparte esos calzoncillos suyos del Ballyhoo, los que parecían un arco iris; fueron la única parte de él que no pudo pasar por los grifos y allí se quedaron, colgando de la pileta como un estandarte vencido.
Bueno, vayan allí.
Vayan al río.
Cuando la luna de primavera brilla en el cielo.
Cuando las luces de los esquifes que se deslizan sobre la negrura del río parecen hogueras de campamento sostenidas por zancos de luz.
Un bagre emerge del agua fingiendo ser una marsopa rodeada de niebla y luz de luna, y un instante después vuelve a sumergirse alegremente en las profundidades. Otro bagre un poco más pequeño se desliza junto a él. Sus feos y chatos rostros se unen bajo la luz de las estrellas. Sus inmensos labios gomosos se rozan en un beso extático.
Los bagres desaparecen en las oscuras aguas de primavera: los viejos amantes en luna de miel van a buscar un suculento montón de basura con el que desayunar.
¡Ah, Darly Pogue, hombre afortunado! ¡Oh, Darly, qué suerte la tuya!