«Malvado es el corazón del hombre desde su juventud.»
Génesis, 8, 21
El Señor Thomas Whiston y yo recorrimos las oscuras callejas de Haggat en Nochebuena para acudir a casa de Manfred Arcane, con dos negros que llevaban antorchas precediéndonos y otros dos cerrando la marcha. Unas buenas linternas nos habrían sido tan útiles como las antorchas, y además, hasta los callejones de aquel antiguo barrio de curtidores donde había escogido vivir Arcane, siempre enemigo de la modernidad, poseían ya algunas farolas; pero Arcane, hombre de gustos nada corrientes y amante de lo pintoresco, había insistido en que sus criados vinieran a recogernos.
Aquel gesto complació al corpulento Tom Whiston, vicepresidente ejecutivo del departamento de importaciones africanas de la Cosmopolitan-Anarch Oil Corporation. Whiston no había estado nunca en Haggat ni en ningún lugar de Hamnegri. No había obtenido audiencia ante Achmet ben Alí, Presidente Hereditario de Hamnegri y Sultán de Kalidu, lo cual le había ofendido considerablemente. Cuando su petróleo tiene muchos compradores, los sultanes pueden permitirse el lujo de actuar con altivez, y Achmet el Piadoso odiaba a los comerciantes.
Pero Su Excelencia Manfred Arcane, Ministro Sin Cartera del gabinete del Sultán, nos había enviado invitaciones de su puño y letra para que acudiéramos a su fiesta de Nochebuena, un acontecimiento nada corriente en la ciudad musulmana de Haggat, dado que la mayor parte de los franceses se habían marchado durante las guerras civiles. Le aseguré a Whiston que Arcane era un hombre tan cortés como agradable, y que después del Sultán Achmet no había nadie tan poderoso como Manfred Arcane, con lo que aquella invitación hizo que Tom Whiston se sintiera bastante consolado.
—Si el tal Arcane es europeo, ¿cómo es posible que ocupe el cargo de gran visir en semejante país? —me preguntó Whiston—. Señor Yawby, ¿cree realmente que el contrato depende de él?
—Oh —dije yo—, Arcane puede ser lo que le dé la gana: cuando quiere que la gente crea que ha nacido en Haggat puede conseguirlo, créame… El Sultán y Presidente Hereditario no podría arreglárselas sin él. Arcane controla a los mercenarios y, a efectos prácticos, también se encarga de las relaciones con el extranjero…, contratos petrolíferos incluidos. Su posición en Hamnegri es parecida a la que ocupaba Glubb Pachá en Jordania, y quizá incluso superior. Fui cónsul en Haggat durante seis años y me nombraron cónsul general hace tres, por lo que conozco a Arcane tan bien como puede llegar a conocerle un forastero. Manfred Arcane no es hombre que se deje vencer por la edad o por el peso de las costumbres, puede estar seguro.
Nos encontrábamos ante las inmensas puertas de madera tallada de la casa de Arcane, que había sido construida en el siglo XVII por algún negrero de Kalidu al que le gustaba exhibir sus riquezas. Dos porteros negros con alfanjes al cinto se inclinaron ante nosotros y nos abrieron las puertas. Whiston vaciló un instante antes de entrar, lo que no me sorprendió; aquel lugar poseía una especie de tétrica magnificencia que era capaz de impresionar a cualquiera.
Una voz de soprano tan dulce como potente llegó a nosotros desde algún punto de aquella inmensa y oscura mansión.
—¿Es que va haber mujeres en la fiesta? —quiso saber Whiston.
—Debe de ser Melchiora…, la señora Arcane. Es siciliana y tiene todo el aspecto de una femme fatale. —Bajé la voz—. La verdad es que es una femme fatale. Durante la insurrección de hace cuatro años mató a media docena de rebeldes con su rifle. Sí, habrá algunas señoras, aunque no espere ningún harén. Arcane es cristiano, o algo parecido… Supongo que tendremos una fiesta en famille, lo cual quiere decir que será una fiesta más o menos británica, ya que Arcane se educó en Inglaterra, aunque haga mucho tiempo de eso. Tiene una especie de ama de llaves que se encarga de llevarle la casa: es una inglesa muy anciana, lady Grizel Fergusson. Conocerá a algunos oficiales de los Voluntarios de Paz Interraciales, los mercenarios que se ocupan de que su petróleo siga fluyendo de los pozos; así como a tres o cuatro parejas francesas, y quizá conozca también a Mohammed ben Ibrahim, el Ministro de Seguridad Interna, un hombre muy civilizado y agradable… Creo que Arcane tiene alojado en su casa a un noble etíope, un exiliado. Y, naturalmente, también hay que contar con el surtido de invitados típicos de Arcane…, gente muy animada, ya lo verá. Supongo que habrá juegos de salón ingleses y oiremos unas cuantas anécdotas. El Ministro Sin Cartera es un gran narrador de anécdotas.
—Por lo que he oído contar de él —observó Tom Whiston sotto voce—, debería tener muchas anécdotas que explicar. Dicen que sabe dónde están enterrados los cadáveres, y que tiene derecho a quedarse con un dos por ciento de lo que se paga por cada barril de petróleo.
Me llevé el dedo a los labios.
—Frases que en Norteamérica son más o menos figurativas, son tomadas al pie de la letra en Hamnegri, señor Whiston —le advertí—, y eso es porque aquí siempre se obra llegando a las últimas consecuencias de los actos. Descubrirá que el señor Arcane es un hombre de modales exquisitos: una mezcla de cortesía inglesa, algo de rigidez austriaca y la exuberancia propia de un noble africano, pero el resultado final es realmente exquisito… Su Excelencia ha sido soldado y diplomático y posee una mente muy sutil. La gente de esta ciudad le llama «el Padre de las Sombras». Por lo tanto, hablar de cadáveres…
Un sirviente de librea escarlata nos había guiado por una gran escalinata y a lo largo de un pasillo cuyas paredes estaban adornadas con alfombras: había algunos espléndidos ejemplares antiguos de Persia y otros salidos de los no tan refinados telares del Sultanato de Kalidu. Un negro de aspecto imponente que llevaba una cadenilla de oro alrededor del cuello y que parecía ser una especie de mayordomo, nos hizo una reverencia y nos invitó a entrar en una inmensa habitación en cuyo centro había una fuente. Hablé con el mayordomo en voz baja, explicándole quiénes éramos, y él se encargó de anunciar nuestra presencia usando un inglés bastante tolerable.
—¡El señor Thomas Whiston, de Texas, Norteamérica, y el señor Harry Yawby, Cónsul General de los Estados Unidos!
Y fuimos recibidos por Melchiora, la joven esposa de Arcane o, mejor dicho, su consorte: la espléndida Melchiora, sibilina y altiva, con su masa de negros cabellos recogida en lo alto de la cabeza y sus negros ojos reflejando los destellos de las lámparas. Le ofreció su esbelta mano a Tom Whiston para que se la besara y me di cuenta de que Whiston no parecía muy seguro de cómo desempeñar tal tarea.
—Vengan al diván que está junto a la fuente y en seguida haré que mi esposo esté con ustedes —nos dijo en un inglés impecable.
Aquella gran estancia de techos abovedados que en tiempos había sido el harén del palacio, albergaba ya a un número bastante considerable de personas que conversaban y bebían ponche, pero su algo sombría inmensidad hacía que su número pareciese bastante más reducido de lo que era realmente, y apagaba un tanto su alegría. Un cuarteto de cuerda aparentemente francés interpretaba música; criados negros con túnicas verdes hasta el tobillo, iban y venían por entre los invitados con bandejas de refrescos. La señora Arcane se encargó de que Whiston fuera presentado a unos cuantos invitados que yo ya conocía.
—El coronel Fuentes…, el mayor Mac Ilwraith, oficial ejecutivo de los voluntarios…, monsieur y madame Courtemanche… —Fuimos avanzando lentamente hacia el diván—. Su Excelencia Mohammed ben Ibrahim, Ministro de Seguridad Interna… Y un nuevo amigo, el Fitaurari Wolde Mariam, de Gondar.
El Fitaurari era un veterano de cabello cano y rasgos de águila que había tomado parte en la resistencia abisinia contra Italia, pero la fortuna le permitió huir de su país por el paso de Gallabat antes de que la junta militar pudiera capturarle. Aquella celebración tan excéntrica y cosmopolita parecía hacerle sentir algo incómodo; sus grandes ojos ovalados, que recordaban a los de los frescos etíopes, no paraban de moverse nerviosamente, buscando quien le rescatara de las locuaces atenciones que le profesaba una dama francesa de mediana edad, por lo que Melchiora le sacó del apuro y se lo llevó con nosotros hacia el diván.
La ya ancianísima lady Grizel Fergusson, que había pasado la mayor parte de sus décadas en África y la India y cuyo esposo había muerto torturado en Kenia, estaba llenando tacitas con el ponche de un gigantesco cuenco de plata de aspecto un tanto primitivo situado junto al diván.
—Ah, señor Whiston… Ha venido por nuestro petróleo, según tengo entendido. Qué encantador, ¿verdad? Pero me temo que yo no puedo ayudarle en eso, no haría más que estorbarle… Veamos, ¿dónde está Su Excelencia? Oh, el cónsul español le tiene atrapado; iremos a rescatarle dentro de un momento. ¿Oyó cantar a la señora Arcane al entrar en la casa? ¿Qué le ha parecido su voz? Deliciosa, ¿verdad?
—Sí, pero no comprendí ni una sola palabra de la canción —dijo Tom Whiston—. ¿Conoce la letra de Rodolfo, el reno de la nariz roja?
—Oh, la verdad es que lo dudo… Ah, ya ha conseguido apartar a Su Excelencia del cónsul español, qué chica tan hábil. Su Excelencia, ¿me permite que le presente al señor Whiston…? De Texas, ¿no?
Manfred Arcane, que entre otros logros había hecho que el bando del Sultán ganara la guerra civil gracias a su asombrosa victoria en los Vados de Krokul, vino hacia nosotros con paso vivaz, tan erguido como siempre y obsequiándonos con su habitual sonrisa de cordialidad. Dos hombrecillos de piel negra y aspecto lobuno, más hijos adoptivos que sirvientes, se encargaron de abrirle paso por entre los invitados, haciendo reverencias, sonriendo con sus afilados dientes y pidiendo excusas en su incomprensible dialecto. Aquellos dos hombrecillos de bárbara apariencia habían salvado la vida de Arcane en los Vados cuando recibió la bala de un traidor en la espalda; pero Arcane ya parecía totalmente recuperado de aquella herida.
Manfred Arcane me hizo una jovial inclinación de cabeza del tipo que se reserva a los conocidos y estrechó la mano de Whiston.
—Le agradezco mucho el que haya querido unirse a nuestra mísera fiestecilla; y ha sido usted muy amable al acompañarle, Yawby. Veo que les han dado un poco de ponche; está preparado según mi fórmula particular. Señor Whiston, me han dicho que el martes usted y yo mantendremos lo que, aprovechando que estamos entre amigos y puedo ser franco, me permitiré calificar de grosera conversación comercial, pero esta noche la dedicaremos a los juegos de salón. ¿Conoce el mordisco del dragón, esa exuberante y encendida diversión típica de las fiestas navideñas? Tengo entendido que en Inglaterra ya casi nadie la recuerda, pero hubo un tiempo, antes del diluvio, cuando estaba en la Wellington School, en que ningún muchacho tenía la mano más ágil que yo a la hora de participar en dicho juego… Nuestros invitados me han pedido que presida las diversiones de esta noche. Espero que no le importe quemarse los dedos…
Todo lo anterior fue dicho con el suave acento que se adquiere en las universidades inglesas, y Arcane sabía hablar con fluidez doce lenguas más. Tom Whiston, más acostumbrado a tratar con jeques árabes y pomposos dignatarios africanos, se quedó algo sorprendido ante aquel apuesto anciano de cuerpo flexible y blancos cabellos. Arcane estaba tan lleno de energía que ésta parecía fluir de las yemas de sus dedos; los rasgos de su rostro moreno —heredado de una madre zíngara que nació en Montenegro, según decían los informes— se hallaban en continuo movimiento, y el que apenas tuviera arrugas le daba un aspecto jovial y, al mismo tiempo, levemente siniestro. La majestuosa altivez propia de Arcane quedaba disimulada por la sencillez de su trato y sus modales abiertos, aunque yo sabía hasta qué punto era fácil dejarse engañar por esa fachada… De no ser por él, ese recién nacido al que se conocía con el nombre de Comunidad de Hamnegri ya se habría hecho pedazos.
Arcane nos indicó que tomáramos asiento en dos sillones y dio una palmada. Dos sirvientes se apresuraron a traerle una gran bandeja de estaño labrado y la colocaron sobre una mesita; uno de ellos arrojó puñados de pasas encima de la bandeja y el otro se encargó de escanciar sobre ellas brandy que ya había sido previamente calentado.
Los invitados fueron formando un círculo alrededor de la bandeja, ofreciendo todo el variado espectro de sus rasgos. Un muchacho europeo de piel aceitunada —«el hijo», le murmuré a Whiston— se adelantó solemnemente con un gran fósforo encendido que ofreció a Arcane. Los sirvientes apagaron las lámparas y el viejo harén quedó sumido en la negrura más absoluta, rota sólo por la llamita que sostenía Arcane.
—Ahora nos unimos reverentemente en el viejo y honorable pasatiempo del mordisco del dragón —dijo la voz de Arcane en un burlón tono melodramático. La llamita sólo permitía distinguir su bien recortada barba blanca—. Quien logre apoderarse de las pasas más llameantes y devorarlas recibirá como recompensa la hermosa bandeja sobre la cual se hallan esparcidas, creación del mejor artesano de toda Haggat. ¡Amigos, os ofrezco un adelanto de cómo es el Infierno! Y ¡presto!
Acercó la cerilla al brandy, tocándolo en tres puntos distintos y haciendo nacer llamaradas azules que un instante después ya cubrían toda la bandeja.
—¡A por ellas, valerosos compañeros! —Pocos de los presentes conocían el juego y la mayor parte no se atrevió a moverse. Arcane metió una mano entre las llamas, cogió un puñadito de pasas y se las llevó a la boca, lanzando gritos de fingida agonía—. ¡Ah! ¡Ahhh! ¡Ardo, me quemo! ¡Ah, qué tormento!
Lady Fergusson dio un paso hacia adelante para emular a Su Excelencia y yo también cogí mi puñado de pasas, sabiendo que es conveniente participar en los juegos de quienes se sientan en los tronos del poder. Melchiora nos imitó, y fue seguida por el muchacho, el cónsul español, la locuaz dama francesa y bastantes invitados más. Cuando las llamas empezaron a perder altura Arcane cogió la bandeja y la agitó suavemente para avivar el fuego.
—¿Cómo, señor Whiston, tiene miedo? —le preguntó—. ¡Que algunas señoras se encarguen de arrastrar a nuestro huésped norteamericano al tormento!
El pobre Whiston fue empujado hacia adelante, trató de coger torpemente un puñado de pasas… y logró volcar la bandeja, que cayó ruidosamente sobre los baldosines del suelo. Las llamas se extinguieron y los gritos de las mujeres despertaron ecos en la negrura que invadió la habitación.
—¡Vaya! —exclamó Arcane, riendo. Los sirvientes encendieron las lámparas—. Rodríguez —le dijo al cónsul español—, esta noche ha demostrado que su glotonería es la mayor de todas las presentes, y la bandeja será suya en cuanto la hayan lavado. En cuanto a usted, señor Texas Whiston, creía que era un Maquiavelo de los contratos petrolíferos, pero el premio al más torpe ha recaído en su persona. Tenga, se lo entrego… —y en su mano, como por arte de magia, apareció un minúsculo apagavelas de oro, que ofreció a Whiston.
Cuando vio que el rostro de Whiston se ponía rojo y que parecía enfadado, Arcane se esforzó por calmarle, arte en el que era maestro. Unos pocos minutos de halagos le bastaron para conseguir que su invitado tejano recuperase la sonrisa. El cuarteto de cuerda había empezado a tocar un vals y muchos invitados se deslizaban sobre los baldosines; la fiesta era todo un éxito.
—Su Excelencia —dijo Grizel Fergusson con su chillona voz de vieja—, ¿vamos a disfrutar de nuestra historia de fantasmas navideña o no?
Melchiora y el muchacho, Guido, se unieron a su ruego.
—Eso dependerá de si a nuestro huésped norteamericano le gustan esa clase de anécdotas —replicó Arcane—. ¿Cuáles son los sueños de su filosofía, señor Whiston?
Le di un discreto codazo a Whiston, aprovechando que estábamos medio ocultos por las sombras que rodeaban la fuente: Arcane prefería contar con un público dispuesto a escuchar sus anécdotas, y era un narrador al que valía la pena oír.
—Bueno, nunca he visto un fantasma —admitió Whiston de mala gana—, pero puede que en África las cosas sean distintas. He oído hablar de hombres que hacen conjuros, del vudú y de los médicos brujos…
Arcane le obsequió con una sonrisa algo extraña.
—Wolde Mariam, con quien pasé unos cuantos años cuando servía al Negus Negusti, que en paz descanse su alma, podría contarle muchas cosas al respecto. Los habitantes de Gondar son gente extraña, y sospecho que el mismo Wolde Mariam sería capaz de sembrar dientes de dragón en el suelo…
Es muy probable que el abisinio no captara aquella alusión al mito griego, pero sonrió ominosamente, mostrándonos su aguda dentadura.
—Pues entonces oigamos su historia —pidió Melchiora—. No hace falta que sea un relato de fantasmas.
—Y Manfred…, Su Excelencia, ¿por qué no vuelve a hablarnos del Archivicario Gerontion? —dijo Lady Fergusson—. Creo que no hay ninguna aventura suya que me guste más.
Arcane dejó de sonreír durante una fracción de segundo y Melchiora alzó la mano como para disuadirle; pero Arcane dejó escapar un leve suspiro, volvió a sonreír y nos indicó un umbral situado al otro lado de la fuente.
—Preferiría sufrir el destino de las pasas utilizadas en el mordisco del dragón antes que volver a pasar por esa experiencia —nos dijo—, pero trataré de complacerla, siempre que Wolde Mariam no intente resucitar al Archivicario. Nuestros amigos parecen muy entretenidos con su baile; ¿por qué asustarles? Por favor, vengan al Gabinete de Barbablanca, y Wolde Mariam y yo nos encargaremos de helarles la sangre.
Fue hacia la puerta practicada en el grueso muro, haciéndonos una seña para que le siguiéramos, y nos llevó por un pasillito que terminaba en una pequeña habitación de paredes encaladas perdida en las entrañas de la vieja mansión.
Éramos siete: Melchiora, Guido, lady Fergusson, Whiston, Wolde Mariam, Arcane y yo. Como único adorno, la habitación contaba con uno de esos terribles Cristos agonizantes tan típicos de España, que estaba colgado en lo alto de una pared. No había asientos del tipo europeo, sólo un diván y varios almohadones y escabeles de cuero. Una lámpara de aceite suspendida del techo proporcionaba la única fuente de luz. Nos tumbamos, recostamos o acuclillamos alrededor del Ministro Sin Cartera y de Wolde Mariam. Tom Whiston parecía algo incómodo. Melchiora agitó una campanilla y un sirviente nos trajo té y pastelillos.
—Viejo amigo —le dijo Arcane a Wolde Mariam—, es costumbre inglesa contar historias sobrenaturales en Navidad, sólo Dios sabe por qué, y Grizel Fergusson debe ser complacida, y además hay que impresionar al señor Whiston. Háblanos de tu Gondar natal, de sus hechiceros capaces de hacer conjuros y cambiar de forma…
Sospecho que Whiston estaba empezando a odiar toda aquella velada pero era lo bastante inteligente como para saber que no debía ofender a Arcane, pues el destino de muchos barriles de petróleo dependía de su buen humor.
—Oh, sí, por supuesto, nos encantaría que nos hablara de ellos —dijo, aunque sin demasiado entusiasmo.
No sé cómo se las arreglaría pero Arcane hizo que la llama de la lámpara situada sobre nuestras cabezas perdiera intensidad hasta quedar casi apagada. Apenas podíamos ver el atormentado rostro del Cristo colgado en la pared, y poca cosa más. En cuanto la luz se hizo más tenue Melchiora tomó la mano de Arcane entre las suyas. Las siete personas presentes en aquella pequeña habitación nos hallábamos en el corazón de África y, al mismo tiempo, estábamos fuera de ella…, fuera del tiempo y del espacio.
—Instrúyenos, viejo amigo —le dijo Arcane a Wolde Mariam—. No nos reiremos de ti, y cuando hayas terminado yo me encargaré de que tus lecciones queden bien claras.
La tenue luz de la lámpara hacía que los ojos y los dientes del soldado etíope resultaran realmente impresionantes, pero no dominaba el inglés lo suficiente para ser un buen narrador de anécdotas. De vez en cuando se atascaba, buscaba una palabra inglesa, no la encontraba y utilizaba el amárico o el italiano. Nos habló de diáconos que practicaban la magia y que podían hacer arder papeles aunque estuvieran sentados a varios metros de ellos; de conjuros capaces de hacer que los ojos de un hombre sangraran y sangraran hasta que la víctima accedía a aquello que los hechiceros le hubieran pedido; de los falasha, que podían transformarse en hienas, y de las mujeres del pueblo galla, que sabían hacerse obedecer por los espíritus. Me dedico a coleccionar relatos populares del este de África, por lo que todo aquello me resultó muy interesante, pero Tom Whiston no comprendió ni la mitad de cuanto contaba Wolde Mariam, y como la mitad que sí entendía le parecía increíble, pronto empezó a aburrirse. Tuve que darle un par de codazos para impedir que roncase. Wolde Mariam tampoco parecía muy entusiasmado; debía de temer que le tomáramos por un ignorante supersticioso, él, que había ocupado una alta posición en Gondar…
—Eso es lo que creen algunas personas —dijo al fin, terminando su historia de una forma no demasiado brillante.
Pero Melchiora, que nació en la siniestra Agrigento siciliana, le había escuchado con gran atención, igual que el muchacho. Manfred Arcane, que estaba sentado justo debajo de la lámpara, supo poner fin al incómodo silencio que siguió a esas palabras.
—Algunos de ustedes ya han oído antes lo que voy a contar —empezó diciendo—, pero aun así afirman que no les aburrirá oírlo de nuevo. La historia sigue inquietándome: lo ocurrido hace dos años plantea tantas preguntas terribles… El Archivicario Gerontion, tan armoniosamente perfecto en su maldad, su «malevolencia sin mácula», era el ser más abyecto que uno pueda llegar a encontrarse. Y, sin embargo, ¿quién soy yo para juzgarle? Gerontion causó unas cuantas víctimas, mientras que yo he acabado con miríadas de ellas.
—Oh, vamos, Su Excelencia —le interrumpió Grizel Fergusson—, esas muertes tuvieron lugar en honorables combates cara a cara.
El viejo aventurero la obsequió con una inclinación de su hermosa cabeza.
—Honorables a la ruda manera del condottiero, quizá, dejando aparte unas pocas excepciones. Tanto da, nuestro execrable Archivicario quizá fuese enviado para que este viejo réprobo saboreara un anticipo del Infierno…, anticipo servido mediante un diabólico juego de mordisco del dragón, con pasas, brandy y todos los aditamentos necesarios. ¡Ah, sí, Gerontion era un verdadero dragón, y me llevó a una tierra de dragones especialmente extraña! —Tomó un sorbo de su té antes de seguir hablando—. Señor Whiston, estoy seguro de que no cree en las anécdotas del Fitaurari. Permítame decirle una cosa: durante los años que pasé en Abisinia, estos ojos míos presenciaron algunos de los fenómenos que ha descrito; y lo cierto es que estos mismos ojos míos han sangrado a causa de la maldición lanzada por un hechicero de Kaffa, tal como les ha contado el Fitaurari. ¡Ah, gentes de poca fe! Pero aunque Gondar, Kaffa y otras comarcas etíopes están llenas de horribles prodigios, los encantadores hindúes son más poderosos que los africanos. Este Archivicario Gerontion del que voy a hablarles, era un canalla sorprendentemente instruido, y creo que tomó su alias del poema de Eliot, supo combinar las artes de la India con las de África.
La historia me resultaba nueva, pero había oído mencionar el nombre de Gerontion en algún sitio, dos o tres años antes.
—Su Excelencia, ¿no había alguien llamado así que ejercía el oficio de farmacéutico en Haggat? —me atreví a preguntar.
Arcane asintió.
—Sí, y además era un gran químico. Utilizó su saber químico conmigo…, y también otros saberes suyos. Verá, Yawby, si la memoria no me traiciona, santo Tomás de Aquino afirma que un alma debe tener un cuerpo donde habitar, y ésa ha sido siempre mi doctrina. Pero se trata de una doctrina arcana —y sonrió, sabiendo que todos habríamos pensado en su propio apellido o alias—, que requiere grandes dosis de interpretación. Cuando visité la peculiar morada del Archivicario, ¿estaba fuera de mi cuerpo o dentro de él? No podría responder a esa pregunta ni aun suponiendo que la salvación de mi alma dependiera de ello…, y, probablemente, el que lo supiera tampoco bastaría para salvarla. ¡Oh, la senilidad hace que me aparte del tema! Dejen que intente poner algo de orden en tanta garrulería.
Whiston se había erguido y estaba prestándole toda su atención. Tanto la voz como el cuerpo de Arcane parecían haberse cargado de electricidad.
—Hay algo que quizá no sepa, señor Whiston —le dijo Manfred Arcane—, y es que aparte de mis responsabilidades militares y diplomáticas, ejerzo ciertas funciones judiciales que abarcan todo el territorio de Hamnegri. Para expresarlo de una forma sencilla, mi persona es un tribunal de apelación para los europeos que han sido acusados según la ley hamnegriana. Hubo un tiempo en que esos tribunales especiales eran bastante comunes en África; y la supervivencia de éste obedece principalmente a razones diplomáticas. Las leyes de Hamnegri son bastante duras, y ésa es la razón de que el Presidente Hereditario y Sultán me haya autorizado para administrar una especie de jus gentium en aquellos casos que conciernen a ciudadanos europeos… o norteamericanos. De lo contrario, los técnicos y los comerciantes europeos podrían acabar marchándose de Hamnegri, y podríamos vernos enzarzados en controversias diplomáticas con algunos de los gobiernos europeos y americanos más humanitarios.
»¡Bien! Hace dos años se me presentó el caso de un tal T. M. A. Gerontion, quien se había dado a sí mismo el título de Archivicario de la Iglesia del Misterio Divino, una secta cuasi cristiana que creo que tiene algunos seguidores en Madrás y en el sur de África. Este Archivicario Gerontion, que anteriormente había usado el nombre de Omanwallah y otros alias, era un químico cuyo local se hallaba en uno de los más oscuros callejones de toda Haggat. Se le había encontrado culpable de traficar en narcóticos sin licencia, y como resultado de dicho tráfico se habían producido varios homicidios. Fue juzgado por el Tribunal Administrativo de Correos y Aduanas. Quizá ya se haya dado cuenta de que la estructura jurídica de Hamnegri no se parece a ninguna de aquellas con las que está familiarizado, señor Whiston; y hay razones que justifican tal estructura…, entre ellas, la influencia política del Director de Correos, Gabriel M’Rundu. Bien, lo cierto es que dicho tribunal goza de jurisdicción sobre el tráfico de narcóticos y puede llegar a imponer la pena capital…, y Gerontion fue condenado a muerte.
»El Archivicario, hombre muy inteligente, se las arregló para hacerme llegar su demanda de apelación basándose en que era súbdito británico o, mejor dicho, ciudadano de la Commonwealth británica. “Al César…”. En cuanto a si era ciudadano de la Commonwealth, la verdad es que se trataba de un típico caso prima facie; y jamás logré averiguar si su afirmación era cierta o no: toda la vida de aquel hombre había sido un laberinto de fraudes y mentiras. Creo que Gerontion era hijo de padre parsi y que nació en Bombay, pero con su mismísima identidad personal en litigio, y dado que era tan viejo y había vivido en tantos sitios, bajo tantos alias y con tantas documentaciones falsas, y los registros policiales mostraban tal cantidad de inconsistencias… Bien, lo cierto es que no había forma de averiguar ni algo tan sencillo como cuál era su auténtica nacionalidad. Había cambiado varias veces de nombre, de residencia y ocupación…, de hecho, hasta parecía haber cambiado de aspecto.
—Era bajito y rechoncho como un sapo —dijo Melchiora, apretando la mano del Ministro.
—Sí, lo era —dijo Arcane—, rara vez he atendido la apelación de alguien tan feo…, aunque la verdad es que tenía más o menos mi misma estatura, amadísima mía, y sus modales eran todavía más desagradables que su apariencia. Aun así, acepté su demanda de apelación y le arranqué de la custodia del Director de Correos antes que la sentencia pudiera ser ejecutada. M’Rundu, a quien inspiro más miedo que amor, se ofendió muchísimo; tenía la esperanza de sonsacarle alguna información de naturaleza bastante curiosa, así como una considerable suma de dinero…, aunque habría acabado ejecutándole. Pero me temo que estoy cayendo en la indiscreción; todo esto ha de quedar entre nous, amigos míos.
»Acepté la demanda del Archivicario porque las complejidades de su caso me interesaban. Algunos de ustedes ya saben que suelo ser presa del aburrimiento, y aquella demanda me fue presentada durante uno de mis períodos de ociosidad. Estaba claro que el condenado era una persona notable experta en toda clase de felonías y maldades: un auténtico parangón de los vicios… Se había pasado décadas escurriéndose por entre los dedos de la policía de una docena de países, había sido repetidamente acusado… y absuelto. Parecía dedicarse a jugar un mortífero juego criminal por puro amor al juego, y al parecer dicho juego le proporcionaba ganancias de lo más sustancioso, aunque siempre acababa perdiendo la mayor parte de tales ganancias en las mesas de juego. La Interpol y otras fuentes a las que tengo acceso me proporcionaron una gran masa de información sobre aquel hombre que apelaba a mí.
»Gerontion, Omanwallah o la persona que se ocultaba tras otros nombres distintos, parecía haber sabido conservar la libertad pese a ser acusado de crímenes muy graves gracias, sobre todo, a que los acusadores habían tenido considerables dificultades para demostrar que el prisionero fuera la misma persona cuyo nombre figuraba en la orden de arresto. Yo mismo poseo cierta habilidad en el uso de los disfraces y los seudónimos, pero este Gerontion, o como quiera que se llamase, me superaba en mucho. Las descripciones policiales del criminal en cada período de su carrera diferían radicalmente de la descripción policial anterior; era como si Gerontion fuese muchos hombres en uno… Y lo más sorprendente es que las huellas dactilares que obtuve de cinco o seis países de Asia y África no coincidían entre sí. ¡Qué anguila! Empecé a sospechar que habría sobornado a policías, encargados de los registros e incluso a más de un juez; bien podía permitírselo.
»Había sido juzgado por nigromancia en los Estados del Shan, acusado de haber sacado de su tumba a un niño al que obligó a obedecer sus órdenes; también fue juzgado por envenenar a dos viudas en Madrás; por un gigantesco fraude cometido en Johannesburgo; por secuestrar a una joven de Ceilán que jamás fue encontrada; y había sido acusado repetidamente de fabricar y vender peligrosos preparados narcóticos. El catálogo de acusaciones era interminable. Y, sin embargo, el Archivicario Gerontion había logrado permanecer en licenciosa libertad durante muchas décadas, con sólo breves períodos de reclusión.
Al parecer, Guido, que tenía diez años pero sabía mucho más de lo que correspondía a su edad, aún no había oído nunca aquel extraño relato, y se había desplazado hasta pegarse a las rodillas de su padre.
—Padre, ¿y qué había hecho en Haggat?
—Muchas cosas, Guido. ¿Quieres traerme un puro? —el puro llegó en una caja de madera de sándalo. Arcane encendió su cigarro birmano y empezó a darle chupadas mientras seguía hablando—. Ya les he explicado que fue acusado y juzgado por el Tribunal de Correo y Aduanas. Hamnegri permite la venta legal de hachís y algunos narcóticos más…, suponiendo que el vendedor haya pagado una suma considerable para obtener la licencia, y dicha licencia hace que esté sometido a ciertas reglas y a la posibilidad de inspecciones regulares. Gerontion poseía un gran capital pero no había intentado conseguir esa licencia. ¿Por qué obró así? Supongo que en parte por el intenso placer que le producía el correr riesgos; para cierto tipo de criminal, evadir la ley ya es un fin en sí mismo, una auténtica fuente de alegría… Pero supongo que si no la obtuvo fue, sobre todo, porque no se atrevía a permitir que sus operaciones quedaran sometidas al escrutinio de las autoridades. La venta local de narcóticos era una pequeña parte de su negocio; también los exportaba a gran escala, y Hamnegri ha firmado tratados que prohíben ese tipo de tráfico. Peor aún, no se limitaba a vender drogas sino que las fabricaba utilizando fórmulas secretas…, y experimentaba con los cuerpos de aquellas personas a las que podía convencer para que tomaran dosis en la intimidad de sus aposentos.
»Tres mendigos de la clase que es capaz de hacer cualquier cosa a cambio de unas monedas de cobre fueron la perdición de Gerontion. Uno fue encontrado muerto en un callejón, y los otros dos fueron hallados en sus chabolas junto a la Puerta de las Cabezas. Según los informes las alucinaciones de aquellos dos agonizantes eran de una naturaleza tan compleja como detallada…, eso es algo que luego comprendería mejor. Uno de los mendigos recobró la razón antes de expirar y su lucidez duró el tiempo suficiente para que pudiese pronunciar el nombre del Archivicario; los hombres de M’Rundu detuvieron a Gerontion. Parece ser que los tres mendigos estaban confinados en casa de Gerontion, pero supongo que debió de producirse algún descuido y, pese a estar sumidos en el delirio, lograron salir a la calle. La policía de correos entró en el sótano del Archivicario y encontró a otros dos desdichados en estado de coma. También murieron poco después.
»Mientras tuvo al químico en su poder, M’Rundu procuró que el asunto no saliera a la luz, y cuando alojé a Gerontion en esta casa yo hice lo mismo que él. Supongo que sus agudos oídos habrán captado algún rumor al respecto, Yawby. La razón de nuestro secreto era que Gerontion parecía estar relacionado con una especie de secta, camarilla o círculo internacional, y teníamos la esperanza de atrapar a sus socios. Acabé descubriendo que la pista llevaba a Escocia; pero eso es otra historia.
Wolde Mariam alzó la mano igual que un niño en la escuela.
—Ras Arcane, ese envenenador… ¿era cristiano? ¿O era parsi?
El Ministro Sin Cartera pareció halagado por aquel título abisinio que acababa de serle conferido.
—¡Ah, viejo camarada, si el Negus me hubiera tenido en tan alta estima como tú! Bueno, supongo que mi vida en Hamnegri ha acabado convirtiéndome en una especie de Ras, pero tus montañas me gustan más que esta costa estéril. En cuanto a la fe de Gerontion, su Iglesia del Misterio Divino era un instrumento para el engaño y la extorsión, cuyas víctimas solían ser ancianas y algo seniles; pero no me cabe duda que creía fervorosamente en un reino sobrenatural. Su credo parecía ser una especie de maniqueísmo degradado… Ah, el maniqueísmo, esa herejía perenne. Supongo que no comprenderá muy bien estas divagaciones, Wolde Mariam; puede que ni siquiera sepas que tú mismo eres un hereje, abisinio monofisita; no pretendo ofenderte, viejo amigo… Bueno, los maniqueos creen que el mundo está dividido entre las fuerzas de la luz y las de la oscuridad; y Gerontion había escogido el bando de la oscuridad. No te remuevas con tal impaciencia, pequeño Guido, no tengo intención de darte una conferencia sobre teología.
Pese a sus palabras, empecé a temer que Arcane acabara embarcándose en tal tipo de disertación, pues tenía tendencia a caer en digresiones largas y más bien abstrusas, aunque siempre interesantes; y yo, al igual que los demás, deseaba que aquel sorprendente Gerontion apareciese sobre su escenario y nos mostrara toda su fealdad, tanto la interior como la exterior.
—¿Y Su Excelencia llegó a albergar a ese desesperado Archivicario en esta casa? —le pregunté, esperando hacerle volver al tema principal de la historia.
—Era algo que no presentaba muchos riesgos, o eso pensé —respondió Arcane—. Cuando salió de la prisión de M’Rundu se hallaba en un estado físico bastante deplorable. Nunca permito que la policía o los soldados que se encuentran bajo mi mando utilicen los métodos de interrogatorio empleados por la gente de M’Rundu. El Archivicario tenía una pierna rota; había enflaquecido de una forma asombrosa, hasta el punto de que parecía un globo pinchado; no se le habían dado medicinas…, en fin, creo que seguir hablando de su estado podría ser bastante desagradable. Pese a todo ello, M’Rundu no había logrado sacarle mucha información; yo usé la bondad y la astucia y logré obtener más que él…, mucho más. Se encontraba tan mal que le habría sido imposible marcharse de aquí, y, naturalmente, tengo centinelas ante las puertas y repartidos por el resto de la mansión.
»Y ¿saben una cosa? Descubrí que él y yo éramos tan parecidos como dos gotas de agua…
—¡No! —le interrumpió apasionadamente Melchiora—. ¡No se te parecía en nada, era un demonio y un asesino!
—Cada moneda tiene dos caras, amadísima —le dijo Arcane—. El valiente usa una espada, el cobarde un beso. Aun así, Gerontion no era un cobarde; en algunos aspectos puede afirmarse que era un héroe de la villanía, y afrontaba peligros horrendos para obtener la satisfacción de triunfar sobre la ley y la moral. Lo que pretendo decir es esto: él y yo habíamos hecho muchas cosas malas, pero mis maldades habían sido cometidas para conseguir un buen fin…, quizá eso demuestre que soy mucho más estúpido que él y que me dejo engañar con más facilidad…, o por una triste imposición de las circunstancias; y yo me arrepentía de haber cometido tales actos. «Cometo esas maldades a las que he renunciado»… Los actos malvados que he cometido, casi siempre son encuadrables en esa categoría de la maldad necesaria, prerrogativa de quienes han sido nombrados magistrados o mandan hombres en el campo de batalla.
»Pero el corazón de Gerontion siempre se había regido por la misma norma. “Mal, tú serás mi bien”, había dicho desde el principio. Siempre he pensado que esa afirmación socrática según la cual todos los hombres buscan el bien y si caen en el vicio es sólo por su ignorancia, era una verdadera estupidez. Sócrates tenía su propio daimon, pero no conocía al Demonio. Hay hombres que se dedican al mal por puro y simple amor al mal…, aunque, por suerte, esos hombres no abundan. Existen naturalezas corruptas que gozan con el dolor, la muerte y la corrupción, complaciéndose en todas las modalidades del fraude, la violencia y la traición. Detrás de todos esos crímenes y maldades se oculta el ego monstruoso.
Guido escuchaba atentamente las palabras de Arcane y, como recompensa, el Ministro Sin Cartera le acarició la cabeza.
—Esas naturalezas que adoran el mal me inspiran una morbosa fascinación —siguió diciendo Arcane—, pues el abismo siempre llama al abismo, y el mal que hay en mi interior contempla con feroz envidia al mal que hay en ellos. El Archivicario Gerontion era una naturaleza diabólica que se hallaba en rebeldía contra todo el orden de nuestro mundo. Su naturaleza me encantó, tal como se dice que encantan los dragones, y llegó el momento en que ese dragón me mordió, como después oirán…, aunque hablar de momento quizá no resulte adecuado, pues puede que lo ocurrido tuviera lugar fuera del tiempo.
»Sí, el mal puro, el mal defecado por un alma puede llegar a ser encantador…, siempre que no te agarre por el cuello. Gerontion tenía buenos modales, aunque dulzones y un tanto afectados, era astuto y había leído muchísimos libros: poseía todo un tesoro de cintas y alusiones listo para ser utilizado, sabía comprender los motivos humanos y los distintos tipos de carácter, y había acumulado una inmensa y sarcástica experiencia mundana…, hasta poseía una especie de traviesa y maliciosa alegría. ¿Conoces a alguien así, Melchiora…, tu esposo, quizá? —la belleza sentada junto a él apretó los labios—. Por lo tanto, ¿me equivoco al afirmar que él y yo éramos como dos gotas de agua? —Arcane extendió sus manos hacia Melchiora en un grácil gesto de súplica—. Entre el Archivicario y yo no había más que una barrera, barrera formada por mis débiles buenas intenciones de un lado y por su poderosa malevolencia del otro; o, para expresarlo de una forma distinta, yo era un torpe sirviente de la luz, mientras que él era uno de los más valiosos servidores de la oscuridad.
Arcane dobló elegantemente la muñeca e hizo caer la ceniza de su puro.
—¿Cuánto tiempo pasó con usted ese tipo? —preguntó Tom Whiston. El relato le tenía realmente fascinado.
—Casi una quincena, mi amigo de Texas. Melchiora estaba en Roma visitando a unas amistades suyas; durante aquel mes esta ciudad y todo el país se hallaban relativamente libres de altercados y violencia…, situación muy deseable, cierto, pero rara en Hamnegri. No tenía nada que hacer y pasé muchas horas en la reverenda compañía del Archivicario. Gerontion podía ir venir por toda la casa y tenía acceso a todos los lugares a que pudiera llevarle su silla de ruedas. Estaba bien alimentado y bien alojado, era atendido por un médico y cortésmente servido por los criados…, de hecho, casi se le mimaba. ¿Qué temor podía inspirarme aquel viejo canalla lisiado? Su vida dependía de la mía; si me hubiera causado algún daño, habría vuelto a los tormentos de la prisión de M’Rundu.
»Acabamos estableciendo una relación casi íntima. Cuanto más tiempo tuviera conmigo al Archivicario, más lograría averiguar de sus maquinaciones internacionales y sus asociados. Solíamos pasar las veladas juntos…, no, no en su pequeña celda, sino en el gran salón donde se está celebrando la fiesta navideña. Quizá fuera una advertencia de mis instintos, pero no me gustaba estar con él en un espacio reducido. Nuestras vidas estaban repletas de acontecimientos, e intercambiamos una innumerable cantidad de anécdotas.
»No tenía idea de qué esperaba conseguir sabiendo más de mí, dado el lúgubre futuro que le aguardaba, pero se dedicó a interrogarme con halagadora asiduidad sobre muchos episodios de mi abigarrada carrera, mis amigos, mis responsabilidades políticas, mis pequeños gustos y preferencias… Descubrimos que teníamos muchas cosas en común…, por ejemplo, una terrible afición a las pasas y los higos. Le hablé de mí y le conté mucho más de lo que podría haberle revelado a un hombre que tuviera posibilidades de vivir largo tiempo. ¿Por qué no satisfacer la curiosidad de un hombre sentenciado a muerte, por muy ociosa que pueda parecernos esa curiosidad?
»Y, por mi parte, yo logré irle arrancando pequeños datos que acabaron encajando hasta formar un mosaico más o menos completo. Por ejemplo, lo que averigüé bastó para llevarme hasta sus desagradables socios británicos y acabar con su grupo. ¿No se daba cuenta de que yo le estaba sacando información que podía ser utilizada contra otras personas? Quizá sí, y hasta me parece bastante probable. ¿Estaba traicionando deliberadamente a sus colaboradores, entregándomelos mientras fingía no ser consciente de cuanto revelaba? La tácita acusación que me ofrecía ¿iba destinada a complacerme y ganarse los favores del magistrado que tenía su vida en sus manos…, sin que nadie pudiera decir que era él, Gerontion, quien había dejado escapar al gato de la bolsa? Sí, una traición tan sutil habría encajado muy bien con el resto de su vida.
»¿Qué no había hecho aquel charlatán en un momento u otro? Para empezar, se había adentrado en los misterios de la magia tántrica y otros estudios ocultistas; conocía todas las artes de los hechiceros asiáticos y africanos, y las había practicado. Poseía considerables conocimientos farmacológicos, de los cuales yo no estaba preparado para sacar gran provecho, aunque le escuché atentamente siempre que me hablaba de ese tema; hacía poco había inventado un preparado narcótico, al que puso el nombre de Kalanzi; cinco mendigos habían perecido a causa de los experimentos que hizo con él: “un mero acto de Dios, Su Excelencia”, me dijo, acompañando sus palabras con un lento y solemne guiño. ¡Y de qué forma tan encantadora sabía contarlo todo, y con qué aparente candor!
»Sólo había una cuestión respecto de la cual se mostraba reticente: Sus varias identidades o máscaras y los nombres que había asumido. No negaba haber desempeñado muchos papeles; incluso sonrió y llegó a obsequiarme con una críptica cita tomada de Eliot: “Dejadme llevar también / disfraces tan deliberados / como la piel de la rata, la pluma del cuervo o dos duelas cruzadas…”. Cuando le hice ver que sus descripciones policiales variaban de una forma absurda, incluso en lo referente a las huellas dactilares, se limitó a asentir con expresión complacida. Me asombraba lo viejo que debía de ser…, la edad de aquella maltrecha criatura debía de ser aún mayor de lo que cabía deducir por su aspecto…, pues sus anécdotas se remontaban a una generación más de las que yo había conocido, y ya no soy ningún jovencito. Hablaba como si su vida no hubiera conocido principio y no fuera a tener fin…, ¡y era un hombre sentenciado a muerte! Parecía creer en alguna doctrina sobre la transmigración de las almas que resultaba casi platónica; pero estaba tan decidido a seguir la pista de sus socios que no traté de adentrarme más en su peculiar teología.
»¡Sí, era un hombre fascinante y dotado de una maligna sabiduría! Pero aquella más bien macabra diversión con la que entretenía mis horas de ocio tenía que terminar, como les ocurre a todas las cosas. Una noche trató de sobornarme, tan amable y delicadamente como lo hacía todo. No me sentí insultado, pues era justo lo que esperaba de tal persona…, ¿qué otra cosa podía esperar? A cambio de su libertad, “Después de todo, ¿qué son para usted o para mí esos cinco mendigos muertos?”, me entregaría una más que considerable suma de dinero; si le hubiera dejado salir de mi casa ya haría tiempo que dicha suma estaría en mi poder. Aquello me pareció casi conmovedor: demostraba su confianza en mi honor, él, que no poseía ni pizca de esa virtud… Naturalmente, no había querido hacerle tal oferta a M’Rundu, pues sabía que el Director de Correos se habría quedado tanto con el soborno como con el sobornador.
»Le dije que ya era rico y que siempre había preferido la gloria a la riqueza, pero me mostré muy educado. Aceptó mis palabras sin discutirlas, pues había llegado a comprenderme bastante bien. Aun así, me sorprendió ver que se tomaba con tanta calma el que se esfumara su última y precaria esperanza de escapar a la ejecución.
»A esas alturas ya sabía que no me quedaba más remedio que confirmar la sentencia de muerte dictada por el Tribunal Administrativo de Correos y Aduanas, rechazando su apelación. Era culpable y más que culpable de todas las acusaciones; no tenía amigos lo bastante poderosos para conseguirle un perdón a través de los canales diplomáticos; y aunque hubiera alguna duda sobre los delitos cometidos en Haggat, yo estaba enterado de todos aquellos crímenes que habían quedado sin castigo en otras tierras. Después de haber capturado a una criatura tan maligna y llena de veneno, mi conciencia no me permitía dejarla en libertad para que volviera a asolar el mundo.
»Así pues, la noche siguiente le dije que no podía anular su sentencia, y confieso que sentí ciertos escrúpulos de conciencia al pensar en las agradables conversaciones que habíamos mantenido durante los últimos días, amenizadas con brandy y pasas. Pero no volvería a la mazmorra de M’Rundu. Como último favor, me encargaría de proporcionarle una ejecución privada lo más indolora posible; como muestra de la estima mutua que nos profesábamos, y dado lo parecido de nuestras características personales, yo mismo le administraría el coup de grâce con mi propia mano. Pensaba que lo mejor sería hacerlo al día siguiente; me pasaría toda la mañana ocupado con el juicio y Gerontion sería despachado por la tarde. Le expresé mis condolencias, que eran parcialmente sinceras, pues Gerontion había sido uno de los especímenes más divertidos de toda mi colección de almas perdidas.
»No podía permitir que me hiciese perder más tiempo, pues incluso un encantador de serpientes experimentado no puede juguetear demasiado rato con su cobra favorita si aún le queda veneno en los colmillos. Naturalmente, fui lo bastante cortés como para no hacerle partícipe de esas reflexiones mías. “No te demores en el jardín de Attalus…”.
»“Archivicario —le dije—, si desea redactar un testamento o hablar con un clérigo, estoy dispuesto a encargarme de los arreglos necesarios por la mañana, después de haber dado mi aprobación a la sentencia anterior”.
»Al oír estas palabras, el viejo Gerontion pareció emocionarse tanto que no pudo hablar; asombrado, vi como unas cuantas lágrimas brotaban de sus ojos. Finalmente, y aunque con gran dificultad, se las arregló para pronunciar una de sus citas, y hasta logró acompañarla con algo parecido a una sonrisa. “Después de tales placeres, qué horrible sería hacer algo semejante”. ¡Yo era la Morsa o el Carpintero, y él una pobre ostra indefensa!
»¿Qué podía esperar de mí en ese momento? No creo que albergara la esperanza de ser perdonado a cambio de unas lágrimas, sabiendo cuántas vidas llevaba ya sobre los pobres restos de mi conciencia, como si él no fuese más que una jovencita arrestada por su primera infracción automovilística… Enarqué las cejas y le pregunté qué posible alternativa existía.
»“Conmutarme la pena por cadena perpetua, Su Excelencia”, me respondió en un tono de voz realmente patético.
»Cierto, yo disponía de ese poder. Pero Gerontion debía de saber cómo eran los campamentos del desierto de Hamnegri donde se cumplían las sentencias a cadena perpetua; en esos sitios de condiciones tan duras, la palabra “perpetua” casi era una burla. Un anciano en su estado no habría durado un mes en tales campamentos, y una bala habría sido mucho más piadosa.
»Se lo expliqué, pero aun así siguió pidiéndome que le conmutara la pena: “Los dos somos hombres de edad, Su Excelencia: ¡viva y deje vivir!”. ¡Aquel viejo y terrible delincuente llegó a suplicar y lloriquear como un colegial asustado! Cierto, si estaba pensando en aquella pregunta que los Evangelios plantean con tanta frecuencia: “¿Dónde pasarás la eternidad?”, su preocupación resultaba bastante comprensible.
»“Espera que si le mando a un campamento del desierto logrará escapar de él —me limité a replicar—. Pero eso es una estupidez, teniendo en cuenta su edad y su estado físico, a menos que pretenda conseguirlo mediante el soborno, y para impedir tal posibilidad me bastaría advertir a los centinelas, diciéndoles que en caso de que tal escapatoria llegara a producirse serían ejecutados sin ningún tipo de juicio previo. Y, como dicen los irlandeses, ‘¿Qué es el mundo para un hombre cuando su esposa es viuda?’. No, Archivicario, todo debe terminar mañana”.
»Me miró fijamente, frunciendo el ceño, y tanto sus gimoteos como sus lágrimas cesaron de repente. “Entonces —dijo, controlando cuidadosamente su tono de voz—, permita que agradezca a Su Excelencia las bondades que ha tenido para conmigo en los últimos días de mi existencia. Le agradezco la buena conversación, el buen coñac y la buena comida. Me he alojado en su morada y he gozado de todas sus atenciones, y en cuanto llegue la ocasión, tengo la esperanza de que obtendré el privilegio de atender a Su Excelencia en mi morada”.
»¡Su morada! Supongo que todos tenemos cierta tendencia a pensar que somos inmortales, pero aquel fatuo convencimiento de que seguiría viviendo e incluso prosperando después del anuncio irrevocable que acababa de hacerle unos momentos antes… ¿Sería posible que aquel Archivicario no fuera más que un lunático? Me había parecido tan terriblemente racional, al menos dentro de los límites ofrecidos por su espantosa y distorsionada lógica particular… No, aquella invitación debía de ser una última ironía, por lo que decidí responderle en el mismo tono: “Le agradezco su amable invitación, reverendísimo Archivicario, y la aceptaré cuando pueda encontrarme alojamiento”.
»Me contempló en silencio durante unos segundos, como hace el dragón de las leyendas, que paraliza con su fatídica mirada. Les aseguro que sostener la mirada del Archivicario me costó un esfuerzo considerable; era como si estuviera despojándome de la mismísima esencia de mi ser. “¿Puedo importunar a Su Excelencia pidiéndole una cosa más? —me preguntó por fin—. Durante estos últimos días casi hemos llegado a convertirnos en amigos; y, si me permite la osadía, creo que hay ciertos lazos y correspondencias entre nosotros, ¿no es así? Nunca conocí a un caballero más parecido a mí o que me gustara más…, y le ruego que se tome mis palabras como un cumplido, señor. Hemos aprendido muchas cosas el uno del otro; una parte de nuestra relación perdurará mucho tiempo. —La fijeza con que me observaba se hizo un poco más llevadera—. Bien, hace unos momentos hablé del coñac, ese excelente brandy suyo… ¿Podríamos tomar una última copa juntos, quizá esta noche? ¿Y sería posible que la copa fuera de ese Napoleón realmente admirable que bebimos anteayer en esta misma mesa?”.
»“Naturalmente”. Fui hacia la campanilla y llamé a un sirviente, que se encargó de traernos la botella del coñac y dos copas…, y se marchó en cuanto le hube dado instrucciones que no debíamos ser molestados durante dos o tres horas. Pretendía aprovechar aquella última ocasión para averiguar si un Archivicario un poco ebrio podía ser inducido a revelarme algo más sobre sus socios de ultramar.
»Serví el coñac. Sobre la mesa había un cuenco de pasas y el Archivicario cogió un puñado, masticándolas entre sorbo y sorbo de coñac; yo hice lo mismo.
»Aquel potente licor sirvió para animarle; sus ojos, siempre hundidos en las cuencas, empezaron a brillar y se volvieron más penetrantes; volvió a hablarme en tono confiado, casi como si fuera el dueño de la casa.
»“¿Qué es ese fenómeno al que llamamos morir? —me preguntó—. En última instancia, usted y yo no somos más que conjuntos de partículas eléctricas positivas y negativas. Esas partículas, que no pueden ser destruidas pero a las que se puede convencer para que cambien de posición, están unidas temporalmente unas a otras por alguna fuerza o poder que no comprendemos…, aunque algunos de nosotros quizá seamos más ignorantes que otros en lo que respecta a la naturaleza de dicho poder. ¡Ilusión, ilusión! Nuestros cuerpos son débiles estructuras habitadas por fantasmas…, fantasmas metidos en una máquina que funciona de manera imperfecta. Cuando la máquina se derrumba o cae bajo la influencia de algunas sustancias químicas, nuestro fantasma busca otro alojamiento. ¡Maya! Quise averiguar el secreto de todo esto. ¿Qué son esos cinco mendigos por cuya muerte está dispuesto a ejecutarme? Esos canallas no tenían ni la más mínima importancia… No temo a sus fantasmas: han ido a mi morada. Cuando algo deja de serme útil lo tiro…, aunque ese algo sea Su Excelencia”.
»¿Estaría volviéndose loco? El Archivicario se encogió en su silla de ruedas y sus párpados empezaron a cerrarse, pero logró recuperarse el tiempo suficiente para decirme: “Bienvenido a mi morada”. Jadeó, intentando tragar aire, pero lo único que consiguió fue emitir un murmullo. “Me apoderaré de su cuerpo”, dijo.
»Pensé que iba a caer de la silla de ruedas; su rostro se había vuelto tan pálido como el de un muerto y tenía las mandíbulas tensas. “¿Qué le ocurre?”, exclamé, y me puse en pie para impedir que cayera al suelo.
»O, mejor dicho, intenté ponerme en pie. Descubrí que me encontraba demasiado débil. Mi rostro también debía de estar volviéndose lívido, y mi cerebro se halló sumido en un repentino estupor; mis párpados empezaban a cerrarse en contra de mi voluntad. “¡Viejo de Satanás! —pensé en ese último instante—. ¡Su acto final de maldad ha sido envenenar las pasas con ese infernal polvo Kalanzi suyo, y ahora moriremos juntos!”. Y perdí el conocimiento después de esa terrible reflexión.
El señor Tom Whiston tragó aire.
—Pero aún sigue con nosotros —dijo.
Melchiora tenía cogidas las dos manos de Arcane. Wolde Mariam estaba persignándose.
—Por la gracia de Dios —dijo Manfred Arcane. Las palabras fueron pronunciadas muy lentamente, y Arcane las acompañó con una rápida mirada hacia el crucifijo de la pared—. Pero todavía no he terminado, señor Whiston: aún debo llegar a lo peor. Melchiora sírvenos un poco de coñac.
Melchiora sacó una botella de un armarito de madera tallada. Salvo Guido, todos los presentes en la habitación aceptamos una copa de coñac.
—Cuando recuperé el conocimiento me hallaba en un sitio distinto —dijo Arcane—. Sigo sin saber dónde estaba o qué era aquel sitio. Lo primero que pensé fue que me habían secuestrado. Descubrí que estaba solo, que no me habían hecho daño, que tenía frío y todo estaba oscuro.
»Me encontraba agazapado sobre un pavimento de piedra en una ciudad…, creo que no era una ciudad africana. Era un lugar muy antiguo, desolado y silencioso. Una ciudad que había sido saqueada, he visto lugares semejantes, pero de eso hacía ya mucho tiempo.
»¿Alguno de ustedes conoce Stari Bar, cerca de la costa dálmata, a unos kilómetros al norte de la frontera albanesa? ¿No? He visitado esa ciudad en ruinas varias veces; mi madre nació no lejos de allí. Bien, esa ciudad fría y oscura tan concienzudamente saqueada en la que me encontraba se parecía un poco a Stari Bar. Daba la impresión de ser una población mediterránea en donde se mezclaban los edificios de estilo gótico y turco, no había edificios de tipo árabe, y la mayor parte carecían de tejado. Pero pueden tener la seguridad de que no perdí el tiempo estudiando su arquitectura.
»Me puse en pie. La noche era muy negra, sin luna ni estrellas, pero podía distinguir bastante bien los contornos de las cosas, aunque no sé cómo. El lugar estaba desierto: no había nadie. Casi todas las casas carecían de puertas, y en cuanto a las que seguían conservándolas…, bueno, la verdad es que no sentía muchos deseos de llamar a ellas.
»Me he visto en muchas situaciones apuradas. De no haber sido por esas experiencias, creo que aquel lugar extraño y frío habría conseguido sumirme en la desesperación. No sabía cómo había llegado allí ni adónde podía ir. Pero supongo que mi cuerpo se puso a fabricar adrenalina, ¿qué son los hombres y las ratas, esos destructores naturales, sin su adrenalina?, y empecé a examinar la naturaleza de mi apuro actual.
»Mi necesidad más inmediata era explorar aquel sitio. Estaba algo mareado y tenía el estómago un tanto revuelto, pero me obligué a caminar por aquella calle empinada; tenía intención de llegar al punto más alto de aquella ciudad devastada y obtener una imagen general de aquel lugar. No encontré ni a un alma viviente.
»Toda la ciudad estaba rodeada de una muralla. Me abrí paso por lo que debió de ser la puerta principal de la ciudadela, situada a bastante altura, y ascendí con cierta dificultad por una escalera medio en ruinas que llevaba a una precaria torre de los baluartes. Me pareció hallarme muy por encima de una llanura, pero estaba demasiado oscuro para distinguir gran cosa. Aquel precipicio no me ofrecía ningún camino por el que salir de allí; supuse que me vería obligado a volver sobre mis pasos por aquellas calles desoladas hasta encontrar las puertas de la muralla.
»Pero cuando ya iba a bajar, vi un lejano destello luminoso allí donde la ciudad debía de encontrarse con la llanura. Quizá no fuera una luz muy intensa, pero carecía de competidoras. Daba la impresión de moverse de una forma errática…, y quizá estuviera viniendo hacia mí, aunque nos encontrábamos separados por una distancia muy, muy grande. Decidí bajar corriendo para ir a su encuentro; cualquier cosa sería mejor que aquella aborrecible soledad.
»Salí de la ciudadela y no tardé en perderme por el laberinto de calles y callejas, que, en algunos puntos, estaban obstruidas por cascotes y escombros. En tiempos aquella ciudad debió de contar con una gran población, pues estaba llena de viejas casas de piedra y argamasa pegadas unas a otras; pero ahora parecía hallarse totalmente vacía. ¿Acabaría perdiendo aquella débil luz parpadeante, extraviado en la confusión de sillares y escombros? Seguí avanzando, siempre hacia abajo, golpeándome las espinillas en más de una ocasión. Sí, en aquella ciudad devastada, cuyos habitantes debían de haber perecido a manos de enemigos implacables, experimenté fuertes sensaciones físicas. “Donde el búho y el murciélago su vigilia mantienen…”. Sólo después me di cuenta de que allí no había ni búhos ni murciélagos. No vi más que un ser vivo: cuando pasé corriendo junto a un edificio con cúpula que parecía haber albergado un establecimiento de baños turcos, una gruesa y repulsiva serpiente huyó de mí; pero puede que sólo fuera una ilusión.
»Bajé y bajé tan de prisa como una liebre asustada, saltando sobre los escombros o dando un rodeo para evitarlos, cayendo y resbalando en más de una ocasión, incapaz de comprender cómo había ido a parar a aquel horrible lugar, pero anhelando con todas mis fuerzas ver a otro ser humano.
»Acabé llegando a una gran plaza, uno de cuyos lados estaba ocupado por una inmensa iglesia en ruinas que quizá fuera de estilo gótico veneciano, aunque también podía tratarse de alguna otra confusa mezcla de estilos.
Me pareció que aún tenía techo, aunque no entré en ella. Me lancé por un callejón de considerable pendiente que pasaba junto a la iglesia, pensando que aquel callejón me llevaría hacia donde parpadeaba la luz.
»Detrás de la iglesia había un gran espacio abierto rodeado de un murete interrumpido en algunos puntos. ¿Me habría extraviado? Y entonces, al final de aquel empinado callejón que se extendía ante mí, vi nuevamente el brillo de la luz. Parecía estar subiendo hacia mí. El resplandor no era producido por ningún farol o linterna, sino que se originaba en una masa de sustancia luminosa, más fosforescente que incandescente, y tuve la impresión de que era tan alta como un hombre.
»Todos somos unos cobardes…, sí, Melchiora, tu esposo también. Aquella extraña luz, si así se la podía llamar, hizo que me echara a temblar. No debía enfrentarme a ella hasta no tener alguna idea de qué era, por lo que salí del callejón y fui hacia la izquierda, aprovechando una de las brechas del murete que corría paralelamente al callejón.
»Me hallé rodeado de tumbas. Aquel espacio abierto era un cementerio, y quedaba justo detrás de la inmensa iglesia. Hasta el cementerio de aquella ciudad horrible había sido saqueado… Los monumentos habían sido derribados, las tumbas abiertas y despojadas de su contenido. Tropecé con un cráneo, que se hizo pedazos, y caí al suelo de aquel osario al aire libre.
»Sin embargo, aquella caída resulto providencial, pues mientras yacía de bruces en el suelo, la luz se detuvo frente a una de las brechas del murete y allí se quedó, como si no supiera hacia dónde seguir. Mi posición actual me permitió verla con bastante claridad.
»Sí, tenía la altura de un hombre, pero era una cosa amorfa, una especie de inmenso fuego fatuo o candela funeraria, y ésa es la mejor descripción que puedo dar de ella. Temblaba, se encogía y volvía a expandirse, todo ello sin moverse ni un centímetro del sitio donde se había detenido.
»Y de aquella abominable candela funeraria, si así puedo llamarla, brotó una voz. Quizá no fuese más que un murmullo, pero el absoluto silencio que reinaba en aquella ciudad desierta hacía que pareciese de una tremenda potencia. Al principio la voz se limitó a gemir y balbucear, pero pronto logré distinguir palabras, y aquellas palabras me dejaron paralizado. Fueron éstas: “Necesito su cuerpo”.
»Si la cosa se hubiera lanzado sobre mí en aquel instante habría estado perdido: no podía mover ni un músculo. Pero después de haber permanecido unos minutos junto a la brecha, la candela funeraria se alejó y empezó a moverse lentamente por el callejón, yendo hacia la iglesia y la plaza. Pude ver como su extremo relucía por encima del murete hasta que se desvaneció al final del callejón.
»Seguí inmóvil, aunque no había perdido el conocimiento. ¿Adónde podía huir? La cosa se había ido, pero podía estar acechando en cualquier parte de aquella ciudad, y eso me hizo sentir un terror mucho más enervante que el que jamás me haya inspirado ningún hombre vivo.
»Y en ese instante los recuerdos inundaron mi mente. Vi la gran habitación de esta casa de Haggat, y vi al Archivicario sentado ante el brandy y las pasas, y sus últimas palabras resonaron en mis oídos. Cierto, había sido transportado o, mejor dicho, volatilizado a la peculiar morada del Archivicario, aquella donde enviaba a los desdichados que ya habían dejado de serle útiles.
»En cuanto a si esa ciudad en ruinas era un sitio “real”, no lo sé. Estoy seguro de que no se trataba de un sueño ni de una visión, al menos no en el sentido que damos corrientemente a tales palabras. Las circunstancias en que me hallaba eran reales; el peligro que corría era tan agudo como auténtico. En cuanto a si esa ciudad saqueada existe en algún lugar de este mundo…, no tengo ni la más mínima intención de buscarla…, o si era una ilusión conjurada por la imaginación del Archivicario o por la mía, lo ignoro. ¡Maya! Pero lo que sí sabía era que, fuera cual fuese la naturaleza de aquel lugar maldito, aquella Ciudad de Dis, era muy posible que nunca lograse salir de ella…, y, desde luego, no si la candela funeraria daba conmigo.
»Pues aquella masa de resplandor debía de ser el Archivicario Gerontion en busca de alguien a quien devorar. Estaba claro que el Archivicario sí tenía una forma de escapar a la muerte de su cuerpo, y era apoderándose del mío. ¿Cuántas veces habría hecho eso mismo durante su larga carrera de maldades…, una, dos, tres veces? ¿Tendría intención de hacerlo con uno de esos mendigos que había sometido a sus experimentos, y habría sido interrumpido antes de que su empresa pudiera ser completada?
»Aquello debía de resultarle muy peligroso, y sólo lo utilizaría como último recurso en casos desesperados, pues Gerontion se hallaba debilitado y más allá del límite de sus fuerzas, pero la única alternativa era la bala del verdugo. Pretendía entrar en mí, llegar hasta lo más hondo de mi ser para perpetuar su esencia en mi carne, y yo, o, mejor dicho, la esencia, el fantasma de mi yo, quedaría abandonado en aquel lugar desolado que se encontraba más allá del tiempo y el espacio. El Archivicario, conocedor de algunos secretos tántricos, me había escogido como presa porque sólo yo me hallaba a su alcance la víspera de su ejecución. Y también estaban esas correspondencias entre nosotros, que servirían para disminuir los obstáculos a la transmigración de la maligna esencia de Gerontion desde un recipiente mortal a otro: el anverso de la moneda se convertiría en el reverso. El abismo llamaba al abismo, el mal al mal.
»Seguí tendido entre los huesos resecos de aquel cementerio saqueado, sin tener ni idea de cómo podía salvarme. Aquella ciudad, sus secretos y sus leyes…, todo eso pertenecía a Gerontion. Aun así, la candela funeraria, que balbuceaba y gemía como si se hallara en una situación bastante apurada, debía de tener ciertas limitaciones perceptivas, o de lo contrario unos minutos antes habría cruzado la brecha del murete para caer sobre mí. ¿Sería capaz de seguirme el rastro igual que si fuera un sabueso, y tendría que huir de ella durante toda una eternidad?
»“¡Arcane! ¡Arcane!”. Mi nombre, horriblemente distorsionado; la voz del ignis fatuus gritaba desde la lejanía. Volví la cabeza tan de prisa como una lechuza. El abominable resplandor asomaba por detrás de la iglesia, subiendo la pendiente del gran cementerio; se me iba acercando lentamente.
»Me levanté de un salto. Aquel ser carente de ojos tembló y empezó a flotar hacia mí, como si hubiera percibido mi movimiento. Corrí por entre lápidas tan altas que resultaban grotescas; la candela funeraria se movía con más rapidez y casi sin ninguna vacilación. Iba a participar en un juego del escondite o de la gallinita ciega cuyo final estaba fijado de antemano. “¡Aquí estamos, dándole vueltas a la chumbera a las cinco de la madrugada!”.
»La vaga masa de fosforescencia me siguió con una especie de horrible temblor nervioso; pero cuando llegó a las lápidas yo le llevaba cien metros de ventaja y me encontraba tras las ruinas de un pequeño mausoleo.
»Nunca he sido perseguido por un tigre o un oso polar, pero estoy seguro de que cuanto experimenté en aquel recinto lleno de huesos fue mucho peor que el pánico impotente de un aldeano hindú o un esquimal herido. El perdedor siempre puede suplicar clemencia y tener alguna leve esperanza de que le será concedida, incluso si quien le ha vencido es el peor rufián imaginable, que acaba de asaltar un puesto de avanzadilla perdido en los confines de la nada. Yo sabía que no podía rendirme a aquel ignis fatuus, igual que no hubiera podido rendirme ante un tigre o un oso. Quería devorarme.
»La cosa seguía avanzando y ya había cubierto la mitad de la distancia que la separaba del mausoleo. A mi derecha había una especie de monumento con forma de pirámide; corrí hacia él. Estaba acercándome al final del cementerio y el muro de esa parte parecía demasiado alto para escalarlo. Llegué a la pequeña pirámide de piedra, pero la candela funeraria ya había dejado atrás el mausoleo y venía hacia mí.
»¿Por dónde ir? Empecé a correr cuesta arriba, yendo hacia la oscura masa de la iglesia, no sabría decir por qué. No me atrevía a mirar por encima del hombro…, no podía perder ni una décima de segundo.
»No era momento de imitar a la esposa de Lot. Llegué a una puerta lateral de la iglesia y, sólo cuando estuve allí, me detuve una fracción de segundo para contemplar lo que me pisaba los talones. La candela funeraria se encontraba a cierta distancia de mí; avanzaba con más lentitud y me pareció que su brillo había perdido fuerza. Aun así, creí oír como algo murmuraba la palabra “cuerpo”. Entré corriendo en el inmenso recinto de aquella iglesia.
»¿Dónde podía ocultarme del cazador sin rostro? Me metí en una capillita cuyo suelo estaba cubierto con la escayola desprendida del techo. Sobre el maltrecho altar seguía habiendo un icono de Cristo Rey, aunque el rostro había sido mutilado a lanzazos. Trepé por el altar y me agarré a la imagen.
»Desde donde estaba podía ver la puerta por la que había entrado a la iglesia. La corrupta masa de luz había llegado a ella y se había detenido en el umbral. Empezó a brillar con gran intensidad, igual que si estuviera haciendo un último y frenético esfuerzo, y un segundo después la candela funeraria se extinguió tan bruscamente como si la hubieran tapado con un apagavelas. El icono se soltó de la pared y caí del altar con él en mis manos.
Sentí un agudo dolor en el brazo derecho; supongo que Whiston debía de llevar unos cuantos minutos apretándomelo, pero hasta aquel instante no me había dado cuenta. Guido estaba llorando de miedo, la cabeza enterrada en el regazo de Melchiora. Nadie dijo nada hasta que Arcane se volvió hacia Grizel Fergusson.
—¿Quiere subir un poco la intensidad de la lámpara? —le pidió—. La obra ya ha sido representada; consuélate, pequeño Guido.
—Volvió, ras Arcane —dijo la grave voz de Wolde Mariam, y en ella había un temblor casi imperceptible—. ¿Qué hizo con el mal sacerdote?
—No tuve que hacer nada con él…, aunque tampoco podría haber hecho gran cosa, pues pasé toda la semana siguiente delirando. Dicen que por las noches no paraba de gritar. Transcurrió un mes entero antes de que me encontrara lo bastante bien para caminar, e incluso después de eso estuve dos o tres meses evitando los rincones oscuros.
—¿Y qué fue del Archivicario? —me atreví a preguntarle.
—Verá, Yawby, los sirvientes entraron en el antiguo harén sobre las diez para limpiarlo, suponiendo que el Archivicario y yo nos habíamos retirado a dormir. Descubrieron que el Archivicario se había caído de la silla de ruedas y yacía en el suelo, muerto. Después de una breve búsqueda me encontraron en la pequeña habitación donde nos hallamos ahora. Estaba inconsciente y tenía algunos morados y cortes sin importancia. Al parecer llegué hasta aquí a rastras, me aferré a los pies de Nuestro Señor —movió la cabeza, señalando el Cristo español que colgaba de la pared—, y el crucifijo cayó sobre mí, igual que el icono de aquella iglesia profanada. ¡Ah, esas correspondencias!
—¿Cuánto tiempo había pasado desde que se quedó a solas con el Archivicario? —preguntó Tom Whiston con voz enronquecida.
—Puede que unas dos horas y media…, más o menos el mismo tiempo que creí pasar entre las malditas ruinas de su morada.
—Manfred, sólo tú eres capaz del esfuerzo de voluntad necesario para volver de ese sitio —le dijo Melchiora a su esposo, y le murmuró en voz baja lo que imaginé que serían palabras de ternura y cariño en siciliano. Sus hermosos ojos estaban algo llorosos, aunque ya debía de haber oído muchas veces aquella terrible historia, y le temblaban las manos.
—Sólo un hombre en cuyo corazón hubiese la suficiente cantidad de mal podría haber sido arrastrado hasta allí, cariño mío —respondió Arcane, y su mirada recorrió nuestro pequeño y algo inquieto círculo—. Bien, amigos míos, ¿creen que el Archivicario sigue vagando por entre las tumbas abiertas, como un viejo ogro melancólico y abandonado, ardiendo, ardiendo, ardiendo, condenado a pasar toda la eternidad en ese estado?
Hasta el Fitaurari pareció afectado por aquella imagen. Quise saber cuál había sido el error de Gerontion.
—Bueno —sugirió Arcane—, supongo que lo que para mí fue una dosis no lo bastante fuerte de su kalanzi, debió de ser una sobredosis para el envenenador; sólo le di la espalda durante unos cuantos segundos, y ése fue todo el tiempo que tuvo para echar la droga en las pasas. Teniendo en cuenta su debilidad física, la tensión a que estaban sometidos sus nervios y la prisa con que debió actuar…, la verdad es que el Archivicario tenía muy pocas probabilidades de salirse con la suya, aunque no fue eso lo que pensé mientras me hallaba en su morada. —Arcane estaba acariciando la cabeza de Guido, que seguía con el rostro pegado al regazo de su madre—. No me hallaba en condiciones de hacer que sus despojos recibieran el funeral adecuado, pero Mohammed ben Ibrahim, ese estadista tan joven, serio y digno de confianza, sabía algo del caso y dada mi ausencia no quiso correr riesgos. Hizo que el fláccido cascarón que había albergado a Gerontion fuera quemado aquella misma medianoche y montó guardia junto a él mientras el humo y la pestilencia ascendían a los cielos. La magia tántrica o el arte oculto que Gerontion había usado conmigo, perdió a un gran practicante.
»¿Habría visto como el éxito coronaba la empresa que intentó conmigo…, dos o quizá incluso tres veces? Creo que sí; pero no tenemos ningún testigo que haya sobrevivido y pueda contarlo.
—Oiga, no quiero que me tome por idiota, pero la verdad es que no he comprendido ni la mitad de lo que nos ha contado —dijo Whiston con voz vacilante—. Suponiendo que el Archivicario se hubiese salido con la suya… No podía hacerlo, claro está, pero suponiendo que lo hubiera conseguido…, ¿qué habría hecho entonces?
—Oh, señor Whiston, si hubiera conseguido apoderarse de mi ya un tanto maltrecho cuerpo y el que había abandonado siguiera dando alguna señal de vida…, aunque dudo que tuviera el poder o el deseo de hacer que ese fantasma llamado Manfred Arcane pasara a ocupar sus viejas carnes…, supongo que lo habría hecho fusilar al día siguiente; después de todo, sobre aquel cuerpo pesaba una sentencia de muerte. —Arcane terminó su copa de coñac y lanzó una risita maliciosa—. ¡Ah, me imagino la exultante alegría que habría dominado al malévolo Archivicario Gerontion cuando contemplara el triste destino de su anfitrión! ¡Cómo habría disfrutado de aquella soberbia ironía! Casi lamento haberme visto obligado a causarle esa decepción… Habría asumido una nueva identidad: la de Manfred Arcane, Ministro Sin Cartera. Me había estudiado con suma intensidad, y su capacidad interpretativa habría sido el orgullo de cualquier escenario. Estoy seguro de que habría podido representar la mascarada el tiempo suficiente para escapar al extranjero y esconderse; aunque también es posible que su nueva identidad le hubiera resultado tan agradable y hubiera sido capaz de asumirla con tal perfección que se limitara a calzarse mis zapatos y desempeñar todas mis funciones. Ese papel le habría dado más poder para cometer maldades del que nunca había conocido antes. Habría sido una situación de lo más graciosa, ¿verdad, amigos míos?
Por el rabillo del ojo vi como la espléndida Melchiora se estremecía de pies a cabeza.
—Entonces, ¿cómo sabemos que fracasó? —preguntó Tom Whiston fingiendo que intentaba bromear, y lanzando una carcajada muy poco convincente.
—¡Señor Whiston! —exclamaron con simultánea indignación Melchiora y Grizel Fergusson.
Manfred Arcane le dirigió una afable sonrisa, sin perder ni un ápice de su encanto habitual.
—Ah, mi incrédulo Tomás de Texas, el martes por la mañana negociaremos nuestro nuevo contrato petrolífero tomando brandy y pasas, y entonces descubrirá que el Archivicario Gerontion logró salirse con la suya, pues tendrá ante usted a un auténtico dragón…, la Encarnación del Mal.
Pero antes de abandonar aquella pequeña habitación y volver a la gran estancia donde sonaban los valses navideños, Arcane se arrodilló ante el crucifijo colgado de la pared.