1. Ramo
Un agradable calor de febrero se fue extendiendo por la casa con el zumbido de la caldera, y del frío exterior sólo quedó el viento, que acechaba por entre las ramas sin hojas de los árboles amarronados, la hirsuta cola de un perro callejero, metida entre sus flacos cuartos traseros, y los fugaces atisbos del blanco resplandor de la nieve a través del vaho que cubría las ventanas. Steven se detuvo ante la puerta principal, con la mano izquierda en el picaporte y los guantes metidos en los bolsillos del abrigo. Las niñas estaban en sus habitaciones, dormitando o tumbadas en el suelo, con los ojos clavados en la alfombra, y deseando algo con que distraerse. Rachel se hallaba en la cocina, colocando en un jarrón de porcelana Wedgwood las flores que había cogido del jardín del viejo Dimmesdale. Miró hacia la sala, con su chimenea y su ordenada pila de troncos, listos para ser convertidos en cenizas; sus ojos subieron por la escalera, viendo como la cola del viejo Tambor asomaba detrás de la esquina, mientras que el resto de su cuerpo marrón oscuro dormía ante la rejilla de la calefacción, y acabaron bajando hacia su mano, posada en el picaporte. Los dedos apenas le temblaban.
—Steven, ¿aún no te has ido?
La voz sonaba algo ahogada, pero el tono de disculpa era evidente. La belleza de las rosas había hecho que le perdonara el acto de robarlas. Steven sonrió, se pasó la mano por el recién afeitado mentón y se puso los guantes. Ahora ya no necesitaba hacer penitencia.
—No, todavía no —dijo—. Estaba a punto de salir.
—Bueno, mira… Cuando vuelvas, ¿podrías pasar por la tienda de Eben y comprar algo de leche? Quiero hacer un poco de budín.
—¿Budín de chocolate?
—No, de azúcar y mantequilla.
La sonrisa de Steven se hizo aún más ancha; ya habían firmado las paces.
—No tardaré más de una hora —dijo.
—Te quiero.
—Yo también.
Abrió la puerta y salió a la calle, tensando el rostro al sentir el frío; cada inhalación de aire era como el pinchazo de una fría agujita metálica. Usó sus botas para apartar la nieve y abrió un pequeño sendero por el cemento, dejando atrás el seto espinoso. La calle Hawthorne aún no tenía tráfico, pues era demasiado pronto para que la gente hubiese vuelto del trabajo, pero la nieve de los arroyos ya se estaba convirtiendo en una masa de color marrón, aunque sólo hacía una hora que había dejado de nevar. Se preguntó qué extraño misterio de la meteorología hacía que los copos cayeran del cielo siendo de una blancura casi insoportable y que, en cuanto llegaban al suelo, acabaran convirtiéndose en un líquido viscoso que sólo podía ser descrito como indeciblemente feo…, y eso aun siendo caritativo. El proceso parecía algo automático que no necesitaba coches, camiones ni rastrillos para que la transformación se llevara a cabo. Acabó llegando a la decisión de que no era cosa de la física, sino pura magia; era la palabra que solía utilizar cuando no había ninguna otra explicación aplicable.
Unas cuantas mujeres y bastantes niños ya estaban fuera de sus casas, rascando la piedra con sus palas para quitar los varios centímetros de nieve acumulada, y resistiendo la tentación de hacer bolas y hombres de nieve, bajo un cielo grisáceo que les amenazaba con otra nevada. Saludó a unos cuantos, se detuvo y habló con dos o tres, rió cuando un proyectil le golpeó en la espalda, y se entretuvo librando un ruidoso combate con un grupo de siete chicos; el combate se prolongó a lo largo de todo un bloque de casas. Finalmente logró escapar y se alejó a la carrera, saludando con la mano y advirtiéndoles que volvería. Los niños, que se contoneaban pomposamente con sus gruesos abrigos, chillaron y se dispersaron, y la calle quedó sumida en un repentino silencio.
No hay ningún sitio igual, pensó Steven con una sonrisa que tardaría bastante en desvanecerse. Miró hacia la izquierda y los recuerdos hicieron que la sonrisa se convirtiera en una mueca. ¿En qué otro sitio podría haber una casa que perteneciera a un hombre llamado Dimmesdale, el sacerdote adúltero condenado al infierno que aparecía en La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, y qué sitio más adecuado para él que una calle bautizada con el nombre del escritor? Se detuvo y una fugaz punzada de culpabilidad oscureció un tanto su estado anímico, mientras contemplaba con codiciosa envidia el jardín que el viejo había plantado junto a sus setos azulados. Todos los jardines de la calle estaban marchitos y esperaban la llegada de la primavera, pero Dimmesdale había descubierto el secreto de cómo darle color a la nieve.
Magia, pensó Steven; no puede haber otra respuesta.
Las rosas predominaban, y en la parte trasera del jardín había un rosal con flores de un rojo tan oscuro que el observador despistado casi habría podido creer que eran negras.
La noche anterior él y Rachel volvían de jugar al bridge en el apartamento de Barney y Edna Hawkins, situado encima de su local, y Steven apostó con su esposa a que podía robar unas cuantas flores sin que le pillaran. Rachel se irritó ante aquel repentino capricho infantil, pero su tozudez hizo que Steven decidiera desafiar su ira; le dijo que siguiera adelante y, conteniendo la risa, se deslizó sigilosamente junto a la casa hasta llegar a los rosales de atrás. En cuanto estuvo allí, sintió un cosquilleo en la nuca (aunque se negó a mirar hacia atrás), desafió la amenaza de las espinas, arrancó dos puñados de rosas y salió corriendo.
Volvió a casa sin aliento y sonriendo como un idiota. Rachel no quiso dirigirle la palabra, y Steven guardó las rosas en la nevera. Y a la mañana siguiente encontró a su mujer contemplando las rosas, dispuestas ordenadamente sobre la mesa de la cocina. Llevaba la negra cabellera recogida sobre un hombro, le daba tironcitos y parecía algo preocupada. Al aparecer Steven con el jarrón, su mujer le había lanzado una rápida mirada de soslayo, pero no tiró las flores a la basura.
—Sorprendente —había murmurado Steven al silencio de la casa.
Y cuando volvió de la oficina con los papeles que necesitaba —tras haber aceptado de nuevo el reto de los chicos—, se encontró con Rachel esperándole en la sala, sonriendo orgullosamente ante el ramo de flores colocado en el alféizar de la ventana.
—Eres incorregible —dijo ella, y sus rojos labios le rozaron la mejilla.
—Te encanta que lo sea —replicó él, quitándose el abrigo con un encogimiento de hombros y arrojándolo al sillón más próximo—. ¿Dónde están las niñas?
—Oh, Sue decidió decorar su habitación con las huellas de sus dedos, así que acabé echándolas al patio junto con el gato.
—Ah…, maldición —murmuró Steven.
Rachel se rió y tomó asiento sobre el espacioso alféizar de la ventana; su falda escocesa de tela azul se le subió hasta los muslos, y el negro y ceñido suéter que llevaba, reseguía fielmente los contornos de su cuerpo.
—Usó las acuarelas, bobo. Las manchas salieron en seguida.
—¿Sabes una cosa? —dijo él, sentándose a sus pies y encendiendo un cigarrillo—. No sé de dónde han sacado ese carácter tan endiablado, de veras… Desde luego, no lo han sacado de su padre.
—Oh, desde luego que no —convino ella—. Y yo soy demasiado tiesa y aburrida. Será cosa de los genes.
—¿A qué Gene te refieres?
—Al lechero, idiota.
—Ya me lo parecía —afirmó él, sosteniendo el cigarrillo como si fuera una copa de vino, haciéndolo girar lentamente entre sus dedos y moviéndolo de un lado para otro—. El marido siempre es el que…
El grito fue bastante débil, pero bastó para que Steven se pusiera en pie y saliera corriendo hacia el porche de atrás. Sus hijas vinieron hacia él con la cabellera desordenada, agitando las manos; cuatro chicas, y todas estaban llorando. Rachel le siguió mientras él saltaba los peldaños y se arrodillaba en el suelo, protegiendo a sus chicas con los brazos, escuchando pacientemente su histérico parloteo hasta que, por fin, logró comprender lo ocurrido. Y se puso en pie.
—Que no salgan de casa —dijo en voz baja.
Rachel, que lo había oído todo, trataba de contener el llanto.
Steven cruzó el patio caminando como si las piernas se le hubieran vuelto de plomo, y sintiendo que la cabeza le pesaba demasiado para mantenerla erguida. Ni siquiera se enteró del viento frío que soplaba desde el cielo gris, y no hizo caso alguno de la nieve que se le metía en los zapatos.
Tambor, un siamés que siempre había estado con él, incluso antes de conocer a Rachel y casarse con ella. Diecisiete años, gordo y feliz, extraordinariamente paciente con los bebés, que le tiraban de la cola, le daban golpes en el lomo, intentaban meterle los dedos en los ojos, ligeramente bizcos y le estiraban los bigotes…
Tambor, que amaba los regazos y el alféizar de la ventana y la chimenea y las alfombras gruesas, que se metía en las bolsas de papel, debajo de las esterillas y en los zapatos de cualquiera, al menos hasta donde se lo permitía su gordura…
Estaba debajo del manzano que había en la parte trasera del patio. Las niñas habían quitado la nieve que cubría las nudosas raíces, y la hierba seguía verde y la tierra aún estaba caliente. Steven se arrodilló, y no se avergonzó de las lágrimas que lloraban la extinción de casi dos décadas de su vida. Enterró a Tambor allí mismo, cogió una rosa y la colocó sobre la tierra que acababa de remover.
—Era viejo —le dijo esa noche a Rachel mientras ella le rodeaba con sus brazos en la cama, con la cabeza apoyada sobre su pecho—. Estaba… cansado.
—No consigo quitarme de la cabeza la idea de que mañana volverá a estar aquí, tan gordo como siempre y con la rosa en la boca.
Steven sonrió. Tambor apreciaba las flores tanto como la comida para gatos.
—No quiero que muera —gimoteó Rachel, casi igual que lo habían hecho sus hijas—. Él nos presentó.
—Hablaré con Dimmesdale para que le haga volver. Por su aspecto, creo que es capaz de conseguirlo.
—No tiene gracia, Steve —dijo ella, y, tras un minuto de silencio, añadió—: ¿Qué vamos a hacer? Quiero que vuelva.
—Yo también, cariño.
—Steve, ¿qué vamos a hacer?
No tenía ninguna respuesta que darle. Cuando se conocieron Rachel odiaba a los gatos, pero Tambor se plantó frente a ella, clavándole la bizca mirada de sus ojos azules. Rachel acabó inclinándose para hacerle una caricia de cortesía a aquella cabeza ladeada, y Tambor le cogió suavemente el dedo entre sus dientes, lo soltó y lo lamió; Rachel había sido asediada y conquistada en menos de un minuto.
Sustituirlo por otro gato era impensable.
Pero aun así, cuando a la mañana siguiente fue calle abajo en busca de los periódicos, Steven no lograba quitarse esa idea de la cabeza.
Las niñas estaban destrozadas. Se pasaron el desayuno llorando y se negaron a escuchar su versión a muchas voces de las historietas dominicales. Cuando les sugirió que saliesen a jugar, usaron la puerta principal y se plantaron sobre la acera, observando al resto del vecindario pero sin formar parte de él.
La comida fue mala, la cena peor, y el estado anímico de Steven empeoró todavía más cuando Rachel cogió las rosas y las tiró al patio de atrás.
—Son demasiado oscuras —le dijo al ver su mirada de perplejidad—. Ya tenemos bastantes cosas oscuras por aquí, ¿no te parece?
Y cuando volvió a tumbarse en la cama, mientras Rachel, a su lado, suspiraba en sueños, oyó como el viento arañaba la casa con garras de nieve congelada. Escuchó el temblor de los aleros, el gemido de las puertas, y trató de recordar lo que sentía cuando llevó a Tambor a su apartamento, Tambor, tan pequeño e indefenso, avanzando torpemente sobre el suelo de linóleo, y seguido de Steven, que, muy preocupado, aguardaba la ocasión de enseñarle los misterios de la arenilla para gatos y las reglas de higiene.
El grito le hizo parpadear.
Sue, Bess, Annie, Holly. Maldición, pensó, alguien vuelve a tener una pesadilla.
Lanzó un suspiro y espero a que Rachel se moviera, dando señales de haber oído el grito, y como no lo hizo, apartó la colcha y metió los pies en las zapatillas. El batín le cubrió el cuerpo con su abrazo lanudo y Steven salió al pasillo sin encender las luces.
El gimoteo quejumbroso de un bebé.
Entró en la habitación de Bess y en la de Holly, pero las dos estaban dormidas.
Un bebé. Suplicando.
Las otras dos habitaciones estaban igualmente silenciosas.
Se subió el cuello del batín, volvió al dormitorio para ver si Rachel se había despertado y bajó por la escalera con la cabeza ladeada, escuchando, y el ruido acabó llevándole hacia la cocina. Encendió la luz del porche y se quedó inmóvil ante la puerta, con la nariz pegada a los pequeños paneles de cristal para observar el patio que había al otro lado.
Los ruidos venían de allí.
Tambor y yo éramos socios, pensó; amigos, camaradas, él era mi…, mi conciencia.
Y entonces recordó cómo le había mirado el gato cuando entró en casa con las rosas en las manos.
¿Tambor?
Estás soñando, hijo, se dijo, pero no pudo impedir que sus piernas le llevaran hasta el armario del vestíbulo y sus manos cogieran las botas, el abrigo y los guantes forrados de piel. Volvió a la cocina y abrió la puerta de un tirón.
El gimoteo.
Y la nieve.
Ahora caía en silencio, agitándose a través de la cortina negra que se cernía más allá de donde llegaba la luz.
—¡Tambor! —murmuró con voz ronca.
Una sombra se movió junto a él. Steven giró sobre sí mismo pero la sombra ya había desaparecido. Un leve destello rojizo.
Cruzó el patio hasta llegar al manzano, sacó del bolsillo la linterna que había cogido en la cocina y dirigió el haz luminoso hacia la tumba. Pese a la nieve, la tierra aún era visible, y la rosa seguía estando allí, con sus pétalos casi rozando el tronco.
—Tam, ¿dónde estás?
El gimoteo.
Giró sobre sus talones y el haz luminoso siguió su movimiento, y el barrido reveló los dardos de unos… ojos rojos que reflejaban la luz. Se quedó quieto y todo fue silencio, roto tan sólo por el suave susurro de la blancura que flotaba en el aire y caía lentamente al suelo.
No, había algo más…, algo agazapado junto a la tumba. Se puso de rodillas, lo tocó con un dedo rígido y tembloroso y vio que era otra rosa, una de las que Rachel había tirado al patio. Y, sin levantarse, miró por encima del hombro y vio la sombra y los dos puntitos rojos que relucían.
Tan gordo como siempre, había dicho Rachel.
Una rosa…, una rosa enorme.
Dos.
Y, de repente, ahogándose, apuntó con la linterna hacia aquel resplandor rojo que se había vuelto tan intenso, hacia aquellos ojos y su mensaje de que no les gustaba estar solos. Se puso a cuatro patas y empezó a apartar la nieve a manotazos, lanzando chorros de blancura en todas direcciones. Otra rosa, y otra más, y Steven desanduvo lentamente el frío camino que le llevaría a la luz, al porche y a la seguridad de la casa.
Los gemidos se habían hecho más fuertes, y ahora ya no suplicaban.
La nieve caía con más intensidad, los copos ya no flotaban perezosamente en el aire.
Y un segundo antes de que la luz del porche se fuera desvaneciendo y quedara sumido en las sombras, se preguntó cuántas rosas había robado del jardín.
2. Ramillete
Un mar de nubes en tonos grisáceos. Rompientes de viento que esparcían espuma. Y Barney Hawkins —bajito, corpulento, casi sesenta años de edad— de pie junto a la valla mordiéndose el labio, en la misma postura que había adoptado más de una hora antes y en la que seguiría estando por espacio de una hora más, o durante todo el resto del día si no lograba tomar una decisión, fuera la que fuese.
Era el propietario del único bar restaurante de la calle Hawthorne y estaba orgulloso de serlo, y del hecho de que aquellos a quienes llamaba «buenos chicos» hubieran escogido su local de la esquina como base, punto de cita y hogar lejos de la escuela. Pelos largos y cortos, minifaldas y tejanos…, todos habían decidido que los rojos reservados de cuero falso y los taburetes verdes alineados a lo largo del blanco mostrador eran lugares apacibles en los que nunca serían molestados por adultos despectivos y policías malcarados. Barney nunca les molestaba, y nunca intentaba ser nada más que un oído dispuesto a escucharles, salvo cuando trataba de que su ejemplo les demostrara que el romanticismo, tanto con mayúscula como con minúscula, era algo que no tenía cabida en el mundo moderno. Entonces ellos discutían con él a través de una barrera formada por lo que Barney llamaba realidad; pero dado que toleraba sus flores y sus causas, ellos también toleraban su cinismo y su acidez.
Y Barney deseaba que su esposa se mostrara tan tolerante como ellos.
Esa misma mañana un cuarteto de chicos se había encorvado sobre un pequeño cassette en el reservado de atrás, observándolo con cierta aprensión, lanzándole miradas a Barney y mirándose los unos a los otros, pero sin tocarlo.
A Brian aún le faltaban unos cuantos años para ir a la universidad. Era el más valiente de los cuatro, y mientras miraba por encima de sus cabezas, contemplando la llovizna que caía al otro lado del cristal, Barney escuchó sin demasiada atención lo que el muchacho decía.
—¡Mirad, yo he estado allí! Y allí no hay nada. Vosotros no comprendéis ese tipo de cosas, ¿verdad? Quiero decir que si no hay nada…, bueno, pues no hay nada. Eso es todo.
—Brian, eres un… —Quien había dicho esas palabras miró a Barney y sonrió—. Eres un pelmazo.
Syd llevaba gafas y era muy alto, y su cerebro hacía que fuera más o menos respetado e indiscutiblemente temido; tenía costumbre de utilizarlo, pero casi nunca alardeaba de él. Se subió las gafas de montura metálica y puso su dedo primero sobre el brazo de Brian y luego sobre el cassette.
—Yo estaba allí, ¿entiendes? —añadió—. Y lo tengo todo grabado en cinta. Las cintas no mienten. Además, yo nunca sería capaz de engañarte.
Los otros dos chicos asintieron con la cabeza, sin que se pudiera saber a quién daban la razón.
—Bueno, ¿qué? —dijo Syd—. ¿Queréis oírlo o no? No tengo todo el día disponible. Mi padre volverá a casa por la tarde y he de estar allí.
Barney oyó como Edna le llamaba desde la parte de atrás y, de mala gana, se apartó del mostrador. Pasó un paño mojado sobre la parrilla, meneando la cabeza, y apartó las cortinas azules que preservaban de las miradas indiscretas el santuario que usaba cuando el local se ponía un poco demasiado ruidoso, íntimo o conflictivo. Edna estaba sentada ante una maltrecha mesa de formica, con su ya no tan abundante cabellera rojiza recogida en un moño; sus dedos, enrojecidos de tanto lavar, rodeaban una taza de té frío.
—¿Qué pasa? —le preguntó, sentándose frente a ella, con la esperanza de que no pretendiera celebrar su treinta y cinco aniversario con alguna estupidez a la luz de las velas.
Edna señaló el teléfono público colocado junto a la cortina.
—Amos ha vuelto a llamar.
—Por el amor de Dios…, ¿y de qué se trata ahora? Pagué esa maldita multa de aparcamiento el sábado pasado, ¿no?
Edna le obsequió con una sonrisa en la que había una leve tolerancia, y Barney se rascó el todavía rubio cabello con una mano de considerable tamaño. Amos Russo quizá fuera el mejor poli del pueblo, pero había momentos en que podía ser demasiado condenadamente eficiente, y Barney no lograba convencerle de que no era el padre de cada chico algo descarriado que entraba en su establecimiento.
—Bueno, ¿es por la multa? —volvió a preguntar, y cuando Edna meneó la cabeza, Barney dejó escapar un gemido—. Entonces, ¿quién se ha metido en líos, y por qué diablos no llama a sus padres?
—Se trata de Syd —dijo ella, bajando la voz y mirando hacia la parte delantera del local—. Por eso te he llamado en vez de salir. —Su voz fue subiendo de tono hasta volverse algo quejumbrosa, y Barney tuvo que alzar los ojos hacia el techo manchado de grasa, pues de lo contrario habría acabado torciendo el gesto—. Syd, el mejor de todos…
—¿Syd? Dios mío, ese chico tiene más cerebro que una docena de los demás juntos. ¿Qué ha podido hacer para que Amos se enfadara con él?
—Ha estado merodeando por la casa Yardley.
—¿Y quién no ha merodeado por allí?
—E insiste en que hay alguien viviendo dentro. Amos quiere que le digas que deje de molestar a la policía.
—No —dijo Barney, irguiéndose y mirándola fijamente—. Allí no vive nadie.
—Vamos, Barney…
Barney apretó los labios y miró por encima de su mujer, hacia el vacío. Las últimas personas que habían vivido en aquella casucha sometida a un constante peligro de incendio fueron un matrimonio joven que llegó hacía ya diez años. Aparecieron en su camioneta un fin de semana, y dos meses después las ventanas se habían quedado sin cortinas y nadie sabía qué fue de ellos. En el mundo había otras casas como ésa, pensó Barney, y no sería la última: una reliquia de una era en que los techos altos y las chimeneas que ocupaban toda una pared eran considerados muy románticos y necesarios, pero los tiempos habían cambiado, y ahora el calentar semejante sitio, cambiar la instalación eléctrica, las cañerías, poner un tejado y desagües nuevos… Cuando era más joven hubo un tiempo en que él mismo pensó en comprar la casa, pero no había podido disponer de dinero y el sueño no tardó en desvanecerse.
Como todos los sueños que había tenido de joven, los sueños de riqueza, poder y de dejar una cuantiosa herencia a sus hijos…
Ahora sólo tenía el local y el apartamento de encima. Y en cuanto a hijos…, no tenía ninguno.
—Me gustaría quemar ese sitio —dijo.
—¡Barney!
Ver su sorpresa y aquella rápida resignación que nunca lograría comprender, estuvo a punto de hacerle reír. Entonces, antes de que la pelea pudiese empezar —como ocurría siempre que intentaba explicarle la realidad—. Edna se llevó las manos al regazo y colocó sobre la mesa tres flores rojo oscuro unidas por un alambre. Barney miró las flores, miró a Edna y vio como se las colocaba en el hombro izquierdo, sonriendo.
—Bonitas, ¿verdad?
—¿De dónde las has sacado?
—Son de Dimmesdale.
—¡No pretenderás hacerme creer que te las ha regalado!
Su sonrisa se desvaneció, volvió y acabó esfumándose definitivamente.
—No. Yo… Las cogí.
—Por el amor de Dios…, ¿por qué?
—¡Porque son mejores que unas flores de plástico, maldita sea! —dijo ella.
Barney volvió a mirarla y se puso en pie.
—Hablaré con Syd. Está tan loco como tú.
No sabe qué es el amor, pensó con tristeza; lee demasiadas novelas y ve demasiadas películas.
Salió de nuevo al local, se detuvo y oyó las voces.
¡Edward, hace frío!
No es más que la niebla, querida. No debes tener ningún miedo. Es la niebla que sube del río. Debe de ser algo relacionado con el cambio de temperatura y la humedad del aire…, ese tipo de cosas.
No me gusta. Y estoy cansada de esperar.
Te prometo que no hará falta esperar mucho tiempo. Además, este sitio es tan apacible…, tienes que admitirlo, ¿no?
Lo es. Sí. Lo es. Apacible y silencioso, como cuando el sol está a punto de ocultarse. ¿Quieres encender la chimenea? Podemos esperar sentados delante del fuego, contemplando las llamas.
Un chasquido y las voces cambiaron.
Andrew, hace frío.
¿Quieres que encienda la chimenea?
Sí, y corre las cortinas. No me gusta la niebla.
Oh, no sé… La verdad es que a mí casi me resulta agradable. Nos aísla del mundo y es como si no tuviéramos problemas, como si en el mundo no hubiera nadie más que tú y yo. Sí, creo que me gusta.
A mí me recuerda los cementerios.
Eloise, qué poco romántica eres…
Soy lo suficientemente romántica para haberme casado contigo, ¿no? Dame un beso y enciende la chimenea.
Está bien. Pero la niebla sigue gustándome.
Y un nuevo cambio de voces.
Te quiero, Simon.
Esta casa es preciosa.
¿Estás seguro de que no pensabas en otra persona?
No, en ninguna. Fue construida especialmente para ti.
¿Tendremos que esperar mucho?
Charity, te amo, pero no tienes ni pizca de paciencia.
Bueno, entonces salgamos al porche y contemplemos la niebla.
Preferiría quedarme dentro y contemplar el fuego.
Los cuatro chicos estaban acompañados de dos chicas con chaquetas de animadoras del equipo local y faldas cortas, calcetines blancos y zapatos del mismo color. No paraban de soltar risitas, y los chicos se reían en silencio. Barney les miró fijamente, dobló a toda prisa la esquina del mostrador y golpeó la mesa con la mano; la fuerza del golpe bastó para hacer saltar el cassette. La tapa se abrió y la cinta cayó sobre la mesa. Barney la cogió y se la metió en el bolsillo, apartándose de la mesa y ordenándoles a los chicos que salieran del local.
Hubo algunas protestas, aunque no demasiado fuertes, y una de las chicas se paró en el umbral y le miró.
—Señor Hawkins, a veces pienso que no tiene usted alma —le dijo.
Barney le sonrió, apretando los labios.
—Claro que tengo alma. Sé qué debo hacer con ella, eso es todo.
—Bueno —dijo ella mientras Syd le tiraba del brazo—, pues si no cambia, no creo que la conserve durante mucho tiempo.
Se marcharon en un Pontiac cubierto de óxido, que se apartó de la acera con un gruñido de irritación, alejándose hacia el campo de fútbol. Barney se quedó quieto, viendo como el hilillo de humo del tubo de escape se desvanecía en la lluvia, parpadeó y se preguntó qué diablos le habría hecho reaccionar de aquella forma.
—¿Barney?
Sintió el bulto de la cinta en su bolsillo. Edna estaba junto a él y le puso la mano en el brazo.
—Syd tiene un extraño sentido del humor —dijo Barney—. Ha estado merodeando de noche por el barrio, grabando lo que dice la gente dentro de sus casas. Lo que hacen, lo que van a hacer…, ese tipo de cosas. Ha aprovechado la niebla para que no le vieran.
—¿Qué niebla?
Barney parpadeó, bajó los ojos hacia ella y retrocedió un par de pasos, pues el cabello de su mujer se había vuelto un poco más rojo, su cuerpo pareció oscilar, los rasgos de su rostro se suavizaron y su silueta perdió los kilos que había ganado. Barney se apresuró a quitarse el delantal.
—Pues la niebla —dijo—. Ya sabes qué es la niebla, ¿no? La noche anterior, o la otra, no sé cuándo. Syd ha estado…
—Barney, debemos de llevar semanas sin tener una niebla digna de ese nombre. —Dio un paso hacia él, ofreciéndole la mano—. Vamos, cariño, tenemos que preparar los bocadillos antes de que termine el partido.
—No quiero volver a verles en mi local.
—Barney, no seas ridículo…
Apartó el brazo antes de que su esposa pudiera tocarle y arrojó el delantal al interior de un reservado. Agarró su abrigo, que estaba colgado en el perchero que había junto a la caja registradora, y cogió la cinta.
—Voy a salir unos minutos —le dijo antes de marcharse—. Volveré en seguida, no te preocupes.
—¡Barney! Por favor, no…
Cuando salió del local la vio a través del cristal, con las manos crispadas delante del estómago, y se sorprendió mucho al percibir el odio que había en su rostro.
Y una hora después aún podía ver en su imaginación aquella rigidez de los músculos alrededor de los ojos, la tensión de los labios y la forma en que le había seguido con la mirada al alejarse, y nada de todo aquello era típico de Edna.
Se estremeció y se subió el cuello del abrigo. Unos cuantos grados menos y la lluvia se convertiría en nieve. El camino era una resbaladiza cinta negra, y de vez en cuando había charcos cubiertos por una delgada capa de hielo. Encorvó los hombros y lamentó no haber cogido el sombrero. Se pasó la mano por la cara y contempló la hierba que había al otro lado de la valla. La casa Yardley…
Sólo había estado una vez dentro de aquella imitación victoriana de una gran mansión, y una vez había sido suficiente…, más que suficiente. Iba con Edna; aún no estaban casados y todavía observaban los crepúsculos y los amaneceres, y aún les encantaba ver cómo los pajarillos aprendían a volar. Entraron por la puerta de atrás, con una manta para cada uno, avanzaron cautelosamente hasta la parte delantera y colocaron las mantas en el suelo, delante de la chimenea. Edna había traído consigo una vela; la encendió, dejó caer un poco de cera caliente sobre la repisa de la chimenea y la colocó allí. La vela proyectaba sombras y, mientras él la desnudaba, Ed na se dedicó a inventar historias con ellas, convirtiendo a los hombres en caballeros y a las mujeres en Ginebras; y cuando hubieron terminado y se quedaron inmóviles, sudorosos y saciados, él intentó explicarle que no debía perder el tiempo en esas cosas y se pelearon. Entre las sombras, mientras la vela ardía hasta llegar al final de su pábilo…
En las tres décadas y media transcurridas desde aquella noche, ninguno de los dos había vuelto a mencionarla, y Barney se limitaba a intentar que los chicos como Syd no creyesen que aquella casa con vistas al río tenía algo… especial.
Acabó empujando la puerta que había en el centro de la valla y fue lentamente hacia el porche. La puerta principal estaba cerrada, tal como esperaba, y todas las ventanas se hallaban cubiertas de polvo grisáceo. Bajó los peldaños laterales y se abrió paso por entre la maleza húmeda hasta llegar a la parte de atrás. Estaba lloviendo, pero aun así podía ver el centelleo del río, y la colina que se alzaba detrás.
No había niebla, y estaba claro que la casa se hallaba desierta. Empezó a tener la sensación de que estaba haciendo el ridículo y se preguntó quién habría amañado la cinta de Syd. Pero pensó que, habiendo llegado tan lejos, quizá lo mejor sería seguir adelante…, sí, haría que los fantasmas descansaran en paz y así los chicos podrían volver al local, así aprenderían cuánto sabía y lo que había vivido.
Empujó la puerta trasera con la palma de la mano y, cuando se abrió, vaciló durante unos segundos, pero sólo el tiempo suficiente para pasarse los dedos por la cara antes de cruzar el umbral y cerrar la puerta a su espalda. La casa estaba sumida en la penumbra. Barney cruzó la cocina y fue por el largo y angosto pasillo que llevaba a la sala. Todo era tal como lo recordaba: un lugar vacío, polvoriento y con más humedad de la que sus huesos podían soportar. En la pared del fondo había una chimenea, y Barney se arrodilló ante ella para pasar los dedos por la piedra ennegrecida. Estaba fría. Helada.
Se metió las manos en los bolsillos del abrigo. La mano izquierda se cerró en torno a la cinta de Syd, y no pudo impedir que su mente sintiera una leve admiración hacia aquella travesura tan cuidadosamente concebida. Entonces comprendió que todo había sido planeado: los chicos sabían que él oiría la cinta, que aquellos diálogos de serial televisivo y las risitas de las chicas conseguirían hacer que perdiese los estribos… Se lamió los labios y dejó escapar una carcajada.
Pero la carcajada acabó en un jadeo ahogado.
Su mano derecha tocó algo aterciopelado.
Se sacó del bolsillo las rosas que Edna había cogido en aquel jardín, las miró fijamente durante unos momentos y acabó arrojándolas a la chimenea, y la maldición irritada que iba a salir de sus labios, murió antes de nacer cuando miró hacia las ventanas.
Y vio la niebla.
Trató de abrir alguna puerta, pero todas estaban cerradas.
Corrió por toda la casa, tambaleándose entre el polvo, lanzando su peso contra los cristales, y no consiguió romperlos.
Hacía frío, y estaba sudando.
Acabó volviendo a la sala y amenazó con el puño a las ventanas, la niebla, las rosas de la chimenea y la vela encendida que ardía sobre la repisa.
Se dejó caer de rodillas y abrió la mano.
Y las sombras de la venganza y la tristeza palpitaron en los rincones…
… y suspiraron.
3. Flor
Cuando Syd le dio la rosa, Ginny no pareció nada impresionada y, de hecho, hasta es posible que le lanzase una mirada despectiva. Así pues, no valía la pena explicarle (y, quizá, embellecerlos un poco) los riesgos que había corrido para robarla del jardín de Dimmesdale. Si le hubieran cogido, la policía en general y Russo en particular, habrían seguido la tradición y le habrían obligado a devolver lo que había robado; ¿y cómo puedes devolver una rosa cuando ya la has arrancado del tallo?
Miró hacia el otro lado del pasillo que dividía el aula y observó con cansada amargura como Ginny jugueteaba con los pétalos, dándoles golpecitos con el bolígrafo. No había visto que la cogiera para disfrutar del olor, y tampoco había pasado un dedo sobre aquellos pétalos de terciopelo, cerrando los ojos al sentir su contacto. Vio como se encogía de hombros. Y cuando oyó sonar el timbre de la última clase, se quedó sentado en su sitio hasta que el aula hubo quedado vacía. Estaba solo. Él y la rosa que yacía en el suelo, pisoteada por media docena de pies, que la habían convertido en pulpa…
Su primera reacción fue compadecerse de sí mismo: no era feo, pero tampoco era ningún robusto delantero centro capaz de volver locas a las chicas. Y, al parecer, no había forma de lograr que Ginny se fijara en él. Estaba enamorado de ella, y Ginny no le hacía ni caso.
La pena hacia sí mismo desapareció en seguida para ser sustituida por el deseo de venganza: derramaría la tinta más negra que pudiera encontrar sobre su colección de suéters de cachemira, haría que aquella cabellera leonada, tan suave como una nube, nunca volviera a ser la misma, cogería una navaja para enmarcar en sangre los suaves perfiles de su rostro.
Lanzó un bufido, se puso de rodillas y usó el pañuelo para coger la rosa y guardársela en el bolsillo de la cadera.
Día nuevo, plan nuevo, pensó mientras volvía a casa; pero el corazón de Ginny parecía tan frío que ni el ecuador sería capaz de calentarlo.
Entró en la calle Hawthorne y apretó el paso. Su madre haría algo más que enfadarse si volvía a llegar tarde. El que su padre tuviera un empleo que le exigía pasarse más de veinticuatro días al mes viajando ya era bastante malo; Syd sabía que si se marchaba de casa, su madre lloraría. No sería un llanto ruidoso. Quizá se quedara de pie junto a la ventana de la sala, o junto a la estufa, o en la salita del piso de arriba…, derramaría lágrimas, nada de sollozos, y se las limpiaría apenas le brotaran de los ojos. Y cuando él le preguntase si había estado llorando, su madre lo negaría. Cuando se marchara a la universidad en otoño…, no estaba seguro de que su madre pudiera soportar el ver vacía la cama de su habitación.
Oyó que alguien pronunciaba su nombre, pero tenía tanta prisa que se limitó a levantar la mano en un ciego saludo. Sólo hizo una parada, y fue ante la casa de Dimmesdale para contemplar osadamente el jardín en flor y deleitarse con la límpida luz de aquel atardecer, el verdor centelleante de la hierba y las hojas nuevas, y la fresca mordedura de la primera brisa primaveral. Y entonces parpadeó, pues había creído ver el movimiento de una silueta tras una ventana del primer piso. Sí, estaba seguro de que la cortina se había movido, pero la ventana estaba abierta y acabó decidiendo que todo había sido fruto de su imaginación y sus deseos. Sus deseos… Se mordisqueó el labio inferior, con una mano culpablemente metida en el bolsillo de la cadera, y murmuró:
—Ginny… Quiero convertirme en uno de sus bombones.
¿Cuántas cajas de bombones le había enviado durante los últimos cuatro meses? Se las mandaba en secreto y luego veía como compartía su contenido con todo el mundo…, o con casi todo el mundo.
—Tendrías que usar un hueso de los deseos —dijo una voz a su espalda, y Syd giró sobre sí mismo, incómodo e irritado.
Flo Joiner le miró desde el otro lado de sus cristales verdosos, enmarcados por unos revueltos rizos negros, con los labios curvados en una leve sonrisa y los brazos delante del pecho, sosteniendo un montón de libros que parecían una muralla protectora.
—No me gusta la gente que hace eso —dijo, poniéndose en marcha y lanzando una maldición silenciosa al ver que Flo se colocaba a su altura.
—Lo siento —dijo ella—, pero cuando me saludaste pensé que querías acompañarme a casa. No sabía que ibas a celebrar una séance.
—¿Una qué?
El sol le daba en la cara y cuando bajó la vista hacia ella tuvo que entrecerrar los párpados.
—Una sesión de espiritismo, ya sabes… Cabezas sin cuerpo, panderetas y todo ese tipo de cosas. Pensé que ibas a celebrar una sesión privada de espiritismo ante la casa de ese chalado.
—¿Cómo sabes que está chalado?
Flo se rió y sopló para que los rizos de la frente no le cayeran sobre las gafas. Aquella costumbre suya le irritaba; Flo pensaba que la hacía parecer graciosa.
—Cualquiera que viva como ese viejo tiene que estar chalado. Pero… supongo que a veces desear algo sirve para conseguirlo. ¿No crees?
—No, no lo creo —dijo él, y los dos se detuvieron ante una casita blanca que parecía un rancho.
Flo dio un par de pasos por el camino de entrada, se volvió y le preguntó si tenía ganas de comer algo…, un pastel, lo que quisiera.
—Nunca digas «lo que quieras» —replicó él, sonriendo para hacerle olvidar la brusquedad de sus palabras anteriores—. Oír eso hace que la mente de un estudiante de último curso empiece a llenarse de ideas raras.
—Oh, ¿de veras? —dijo ella con una sonrisa enigmática que Syd no logró interpretar muy bien—. Y, sí, puedes estar seguro de que a veces desear algo hace que lo consigas. Mi padre me dijo que deseaba tener un coche nuevo y lo consiguió. Mi hermano quería un nuevo guante de béisbol y también lo consiguió. En cuanto a mi deseo…, bueno, no voy a decirte lo que deseo.
—Tu familia tiene mucha suerte, eso es todo. Nunca había visto tanta suerte junta en un solo sitio.
Flo se encogió de hombros como si aquello no le interesara demasiado.
—Es probable. Además, el estúpido de mi hermano dice que primero necesitas coger una flor en el jardín del chalado. —Bajó la voz, inclinó la cabeza y le contempló por encima de sus gafas—. Pero nunca cojas una rosa, Sidney…, sobre todo, que no se te ocurra coger una rosa.
—¿Estás intentando imitar a alguien?
—Nunca lo sabrás, Sidney, nunca lo sabrás.
—¡Oh, venga, Flo, por el amor de Dios!
Flo volvió a soltar una de sus irritantes carcajadas y Syd le hizo un seco adiós con la mano.
Entró en casa dando un grito para avisar a su madre de que ya estaba allí, subió corriendo la escalera y tiró los libros sobre la cama antes de cambiarse de ropa. Puso el pañuelo con mucho cuidado sobre el alféizar de la ventana y lo contempló durante un par de segundos, rascándose pensativamente la cintura, el mentón y la nuca. Bajó la escalera y fue a la cocina, dándole un rápido beso a su madre en la mejilla mientras miraba por encima de su hombro a la cacerola con sopa de guisantes que hervía lentamente sobre el hornillo.
—Uf —exclamó.
—Sabes que te encanta —dijo ella, riéndose, y fingió darle un azote en el trasero.
Syd se dejó caer en una silla y, cuando su madre le enseñó una botella de ginger ale, dijo que sí con la cabeza y se dedicó a observar cómo la espuma se iba formando y subía a lo largo del vaso hasta derramarse por el borde. Su madre siguió ocupándose de la cena y compartieron unos minutos de apacible silencio, escuchando los ruidos del vecindario, que asimismo se estaba preparando para cenar.
—¿Tienes deberes que hacer?
Syd lanzó un gruñido.
El salero que había en el centro de la mesa sostenía una postal de su padre. Syd le dio la vuelta y contempló la foto: un indio hopi invocando espíritus para distraer a los turistas. Le pareció que era un espectáculo repugnante y volvió a dejarla donde estaba, sin molestarse en leer el mensaje escrito con tinta roja.
—El sábado ya estará aquí.
Syd volvió a gruñir.
Pese a las burbujas, el ginger ale no sabía a nada.
—Mamá, me pregunto si… Llevo mucho tiempo pensando que quizá…, bueno, quizá no debería ir a la universidad en otoño. Quiero decir que si papá…
—No —dijo ella, dándole la vuelta. Tenía el rostro pálido de ira—. ¡No vuelvas a decir eso! No se te ocurra volver a hablar de eso mientras sigas en esta casa.
—Pero mamá…
—Es por culpa de esa Ginny, ¿verdad? Quieres escaparte y casarte con ella, o qué sé yo qué… Sales con ella cuatro o cinco veces a la semana, vuelves tarde por las noches aun sabiendo que al día siguiente has de ir a la escuela, entras caminando de puntillas y te crees que estoy dormida y que no me entero de lo tarde que es… Sydney, ¿crees que soy estúpida?
Vio las lágrimas que se escondían detrás de su rabia y meneó lentamente la cabeza, admitiendo su derrota.
—Está bien —dijo de mala gana—. Lo siento. Sólo quería ahorraros un poco de dinero, nada más.
—No —replicó ella. La ira se había esfumado y su voz había vuelto a recobrar la suavidad de antes—. Lo que pasa es que no quieres dejarme sola, ¿verdad?
Syd dejó que le abrazara y que le hiciera hundir la cabeza en sus pequeños pechos; y le avergonzó y le irritó el que su mente conjurara en seguida la imagen de Ginny masticando pensativamente sus bombones y sonriéndole a… otra persona. Su madre empezó a mecerle, acunándole con una melodía sin palabra, y Syd se preguntó si sospechaba lo mucho que la amaba y hasta qué punto necesitaba otra persona a la que amar, si sospechaba que sus citas con Ginny eran paseos solitarios por el parque, por las callejas alejadas del centro o a la largo del río. Se preguntó todo eso y, de repente, sintió un agudo deseo de que nunca llegara a saberlo.
Cuando hubieron cenado lavaron los platos y su madre se instaló frente a la televisión con su labor de punto. Syd fue al restaurante de Barney para ver si había mucha animación y unos minutos después cogió cuatro grandes crisantemos dorados del jardín de Dimmesdale, alzó la mano en un gesto de saludo cuando pasó corriendo ante la casa de Flo, y le dio las flores a su madre. Su madre se echó a llorar y Syd se quedó quieto en el centro de la habitación, sin saber qué hacer, esperando a que se le pasara, y al final acabó balbuceando algo sobre sus deberes y huyó a su cuarto.
A la tarde siguiente vio el coche de su padre aparcado ante la entrada. Su reunión fue tan ruidosa y emocional como siempre, y cuando se enteró de que su padre había sido transferido a la central y ya no volvería a viajar nunca más, Syd lanzó un grito de alegría y se entregó a una improvisada danza de celebración. Su madre sonrió, su padre hizo lo mismo y por primera vez en todo ese año salieron juntos a cenar fuera de casa.
Y en el restaurante vio a Ginny sentada con sus padres. Cuando se dio cuenta de que la miraba, Ginny le sonrió. Syd se atragantó y le devolvió la sonrisa.
Al día siguiente le pasó una nota en clase. Syd no la leyó. No quería leerla; la última nota que recibió de ella era una súplica de que le presentara a su ex mejor amigo. Se quedó en el vestíbulo después de las clases sosteniendo el papel doblado en su mano, y cuando Flo le preguntó algo ni siquiera se dio cuenta. Flo vio la nota, la cogió, la desdobló, y la leyó con los ojos entornados. Cuando terminó de leerla tenía los labios tensos, y le pareció que se había puesto bastante triste. Le devolvió la nota y se marchó sin decir palabra. Syd supo por qué había obrado así cuando por fin leyó las instrucciones de aquella nota, sin poder dar crédito a sus ojos: tenía que encontrarse con ella en el parque después de cenar, a solas…
No, pensó, la nota no es para mí, se trata de un error.
Pero, cuando llegó a casa, se duchó dos veces y se probó cuatro tejanos y tres camisetas antes de conseguir el efecto que pensó que más le gustaría a Ginny.
Cuando salió de casa, su padre y su madre estaban sentados en el sofá de la sala, cogidos de las manos, contemplando una pantalla de televisión en la que no había imagen.
Diablos, pensó, y sonrió.
El parque era pequeño, apenas tenía dos manzanas de largo por tres de ancho, pero, una vez dentro de él, Syd caminó apresuradamente a través de la arboleda y cruzó un pequeño campo de béisbol, pasando junto a un estanque todavía más pequeño y volviendo a meterse por entre los árboles. Soplaba un poco de viento y las hojas y los arbustos junto a los que pasaba le hablaban en susurros, acariciándole los brazos y la cara y escurriéndose bajo sus pies, como si fueran pequeños animales desprovistos de pelo. Los sonidos de la calle quedaban ahogados por las sombras, y su oscura inmensidad poseía un misterioso atractivo. Pero Syd no quería dejarse llevar por la fantasía. No sabía qué tendría planeado Ginny, pero no le importaba: fuera lo que fuese, lo haría. El mero hecho de hablar con ella ya sería el avance que había buscado y deseado, aquello por lo que tanto había rezado… Su mano se posó sobre el bolsillo de su cadera. El pañuelo con la rosa seguía en el alféizar de la ventana, pero sonrió al comprender que esta vez no iba a necesitar ningún talismán. Sé tu mismo, le había repetido su madre montones de veces; y eso haría, si era lo que Ginny deseaba de él.
Cuando la encontró —empezaba a desesperarse pensando que nunca lo conseguiría—, Ginny tenía la espalda apoyada en el tronco curvado de un abedul. Vestía un cárdigan azul y una falda escocesa, y el cabello le cubría los hombros como si fuera una cascada de plumas. Syd se quedó quieto hasta que ella le vio y movió la cabeza, tendiéndole la mano. Syd la tomó, sintiendo su fresca suavidad, y el cuerpo de Ginny se pegó al suyo y Syd le alzó la cabeza para que sus labios se encontraran.
Dios, pensó; y no pensó en nada más hasta que no estuvieron sentados el uno junto al otro, debajo del árbol, contemplando la primera claridad de las estrellas a través del follaje.
—Llevo mucho tiempo deseándote —dijo ella por fin, y habló en voz muy baja, casi tímida.
—Yo también —musitó él, haciendo una mueca ante la escasa brillantez de su réplica.
—Pensaba que eras tú el que me enviaba todos esos bombones.
—Sí, era yo —admitió él, apartando la vista y sonriendo—. Sabía que te gustaban.
—Vas a conseguir que engorde.
—Oh, no, imposible —dijo él, muy serio—. Tú nunca engordarás, Ginny.
Se quedaron callados y oyeron el leve suspiro de un sinsonte.
—Ginny…, ¿por qué me diste esa nota?
—No lo sé. De repente sentí ganas de hacerlo, eso es todo.
Le cogió la mano y se la llevó a la cara. Sus labios eran suaves y húmedos, y Syd pensó en la rosa.
—Me alegra que te gustaran los bombones.
Ginny se rió y apoyó la cabeza en su brazo.
—No podría vivir sin ellos.
Ginny le besó la palma de la mano y Syd sonrió y se preguntó cuánto tiempo le haría quedarse allí, en el parque, debajo de los árboles, tumbado encima de la hierba.
—Ginny, tú… Ya sé que es una tontería, pero ¿crees en los deseos?
—Tienes razón, es una tontería. Tú eres el chico más listo de la clase. No deberías creer en esas cosas.
—No, hablo en serio… —Ginny le miró y Syd sintió que empezaban a arderle las mejillas. Sus ojos brillantes, el oscuro resplandor de sus labios…—. Verás, el otro día, cuando tú… Me enfadé tanto que… Bueno, te necesitaba tanto que llegué a desear ser uno de esos bombones que te comes.
—Oh —dijo ella—. Eso no me parece ninguna tontería. No, es precioso.
Le pasó la lengua por el pulgar, acariciándolo. Después subió hasta sus labios y Syd la atrajo hacia él.
Un susurro entre las ramas que había sobre su cabeza. El contacto de la hierba en su nuca. Y, de repente, mientras Ginny se movía sobre su pecho, pensó en la pobre Flo y en la tristeza de su rostro.
Algo flotó suavemente hasta posarse en su mejilla, y Syd pensó en las flores que le había dado a su madre…, y en el coche de su padre aparcado delante de la casa.
La suerte que une.
La rosa rojinegra. Sobre su pañuelo, en el alféizar de la ventana. Aplastada. Muerta.
—Qué dulce eres —murmuró ella antes de darle el primer mordisco.
4. Espina
La ventana. Enmarcada en el interior por cortinas blancas. Enmarcada en el exterior por dos tallos de enebro.
El banco del artesano, mal desbastado y lleno de astillas.
El hombre del banco sentado ante la ventana. Vestido con una chaqueta negra de predicador, pantalones negros y zapatos negros. Su cabello es una iracunda nube gris atrapada sobre su cabeza. Sus ojos no son más que sombras, su boca sólo aire.
Observando: el más viejo y el más joven pasan por el otro lado de la calle, mientras que los de edades intermedias aprietan el paso pero no bajan de la acera; el tráfico discurre en oleadas pendulares; el viento, la lluvia, la luz del sol y la oscuridad.
Escuchando: las risas ahogadas, los pasos y las carreras de los que se atreven a hacerlo; el gruñido de los perros y el bufido de los gatos, el batir de las alas de los pájaros que abandonaron sus árboles; y el viento, y la lluvia, la luz del sol y la oscuridad.
Y cuando la luna se hubo ocultado y la calle quedó convertida en una tumba, se puso en pie, se desperezó y salió a su jardín. Sus fuertes manos cogieron lo que quedaba de las flores robadas durante el día. Entró con los despojos en la cocina, bajó por la escalera del sótano y los arrojó a la pila del rincón.
Después se volvió hacia el centro de la habitación, donde ristras de soles artificiales brillaban sobre arriates de flores que empezaban a crecer. Violetas, pensamientos, crisantemos, lirios… Examinó las flores con gran atención, meditando sobre las promesas que traerían consigo.
Pero más pronto o más tarde alguien entraría en la casa. Un chico que deseaba ganar una apuesta, un hombre impulsado por la curiosidad. Quizá incluso fuera una chica, más valiente que casi todos los demás…
No, pensó: la diversión y las risas seguirían durante mucho tiempo.
Rodeó la caldera, dirigiéndose al rincón adonde no llegaban ni las luces ni el calor. Parpadeó lentamente, haciendo que sus ojos se acostumbraran a la penumbra, hasta que pudieron discernir una hilera de plantas que parecían gorgonas en miniatura, con tallos en vez de serpientes, y capullos en vez de colmillos. Tragó una profunda bocanada de aquel oscuro aire que se movía en lentos remolinos, la dejó escapar lentamente y cayó de rodillas.
Sus dedos se movieron con la lentitud de un ritual sobre los botones de su camisa y la abrieron para dejar al descubierto su pecho. Se inclinó sobre las plantas y se pasó la yema de un dedo por la piel, buscando, y hundió la uña en aquella carne sobre la cual jamás se formarían cicatrices. No sintió dolor alguno, nada salvo el rápido instante de identificación fruto de una larga práctica: algo húmedo y pegajoso, algo suave… Se puso la yema del dedo en el pecho, acariciando la letra dibujada allí, y (con el suspiro de un nombre) depositó una gota iridiscente sobre cada uno de los brotes que esperaban recibirla (con el recuerdo de un nombre), se echó hacia atrás y observó como los brotes bebían la sangre…, y la oscuridad…, y aquel aire que nunca se calentaba.
Eran rosas.
Rojinegras.
Rosas rojinegras… esperando.