Lester se puso bien su gorra nueva, con la leyenda HERMANOS ROSE, EXTERMINADORES bordada en hilo escarlata sobre la visera, y contempló con expresión lúgubre el último cepo envenenado que había colocado la semana anterior.

—Ya te lo dije, Lester Bailey —siseó la señorita Dinwittie—. ¡Esos bichos son demasiado listos para ti, eso es lo que pasa!

Lester torció el gesto ante el feroz fruncimiento de ceño de la señorita Dinwittie y siguió contemplando el cepo que le habían dado en el almacén de Hermanos Rose, Exterminadores, para que lo colocara en el suelo de aquel sótano.

Era un artefacto impresionante. En cuanto tocabas el cebo, las fauces metálicas provistas de afilados dientes en forma de sierra se cerraban de golpe, lo cual no impedía que te largaras de allí sino que, además, aseguraba que morirías desangrado. Si eras una rata, claro está… En el caso de un hombre lo más probable era que sólo perdieses un dedo.

Pero el cebo no estaba y la trampa no había funcionado. Por imposible que pareciese, su reluciente dentadura seguía abierta alrededor de la minúscula plataforma que se suponía que hubiese debido proteger con su infalible vigilancia. Lester, considerablemente mortificado, meneó su más bien cuadrada cabezota.

Y, además, aún había algo peor que el hecho de que la trampa no hubiese funcionado. El cebo, que había sido cuidadosamente envenenado, seguía intacto, elegantemente colocado a unos cinco centímetros del cepo. Dejando aparte la casi imperceptible huella de un diente, prueba que había sido sometido a la más delicada y vacilante de las catas, el cebo conservaba toda su integridad virginal.

—Nunca había visto nada parecido, señorita Dinwittie —admitió Lester con un suspiro.

—Eso está claro a juzgar por la expresión de tu cara —dijo ella con voz aflautada—. ¡Todos esos chismes que has esparcido por la casa sólo han servido para ponerlas todavía más nerviosas!

Lanzó un bufido y golpeó el cepo con uno de sus botines. El mecanismo describió una pequeña parábola, se cerró sin atrapar nada en cuanto llegó al apogeo, y cayó al suelo con un leve tintineo metálico.

Aquel gesto despectivo de la señorita Dinwittie no sorprendió a Lester. La señorita Dinwittie podía mostrarse despectiva por la simple razón de que, según pensaba, tenía todo el derecho del mundo a serlo. Su padre había sido un hombre considerablemente codicioso, y cuando murió ya se las había arreglado para apoderarse de casi todo el pueblo en el que se instaló, y la señorita Dinwittie no había soltado ni un centavo de cuanto heredó. Los niños creían que era una bruja.

—Cada día son más listas —dijo la señorita Dinwittie con voz seca—. ¡Y sólo faltabas tú y tus tonterías para conseguir que se volvieran realmente locas!

Su cabecita canosa empezó a moverse en una veloz serie de giros, examinando la penumbra del sótano.

—¡Escucha!

Lester se quedó muy quieto, respirando la rancia atmósfera de aquel lugar, e hizo lo que se le indicaba. Pasado un rato pudo oír los leves ruiditos que les rodeaban. Roces, susurros, crujiditos… Sus ojos se pasearon por las viejas cañerías y tubos que corrían a lo largo de las paredes y se metían por debajo de las vigas y el suelo.

—Se están burlando de ti, Lester Bailey —dijo la señorita Dinwittie.

Soltó un bufido y subió los peldaños del sótano mientras Lester la seguía obedientemente, con los ojos clavados en su flaco y asexuado trasero. Cuando llegaron a la cocina le hizo tomar asiento en una de las sillas de mimbre colocadas alrededor de la mesa, cubierta por un hule, y le sirvió un poco de café amargo. Lester lo bebió sin rechistar. No tenía deseos de ofender todavía más a la señorita Dinwittie.

La anciana dio unos cuantos paseos por la habitación y sorprendió a Lester sentándose repentinamente junto a él e inclinándose hacia su silla como si quisiera contarle un secreto. Su cuerpo desprendía un seco olorcillo a rancio.

—¡Se han aliado! —susurró.

Puso sus huesudas manos sobre el reluciente hule blanco. Lester pudo oír como el aire silbaba por los conductos de su nariz. La anciana frunció el ceño y sus ojos se encendieron con el brillo de una oscura revelación.

—Se han aliado —repitió—. Antes podías acabar con ellas una a una. Cada rata iba por libre. Pero ahora todo ha cambiado.

Se inclinó todavía un poco más sobre su asiento. De hecho, llegó a clavarle un flaco dedo en el pecho.

—¡Se han organizado!

Lester la observó con mucha atención. Sus jefes de Hermanos Rose, Exterminadores, no le habían preparado para enfrentarse a nada parecido. La señorita Dinwittie se reclinó en su asiento, cruzándose de brazos como si estuviera muy satisfecha de sí misma. Sonrió lúgubremente y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Se han organizado —repitió en voz baja.

Lester repasó la escasa información de que disponía sobre cómo había que tratar a los locos violentos. No era gran cosa, pero recordaba que lo principal era no llevarles la contraria. Tienes que seguirles la corriente o salen corriendo a buscar el hacha o el cuchillo del pan.

—Son como un ejército —dijo la señorita Dinwittie, volviendo a inclinarse hacia adelante, demasiado absorta en sus palabras para darse cuenta de que Lester se inclinaba hacia atrás en un gesto reflejo—. Creo que hasta tienen oficiales… ¡ que tienen exploradoras!

Le lanzó una mirada expectante. La reacción de Lester —contemplarla en silencio con las pupilas bastante dilatadas— pareció irritarla.

—¿Y bien? —exclamó con sequedad—. ¿No vas a preguntarme cómo me he enterado de todo eso?

—¿Cómo se ha enterado de qué, señorita Dinwittie?

—¡Pregúntame cómo he logrado enterarme de que tienen exploradoras, so imbécil!

—¿Cómo ha logrado enterarse de eso, señorita Dinwittie?

La señorita Dinwittie se puso en pie y avanzó por el frío suelo de linóleo, haciéndole una seña para que le siguiera. Lester y ella llegaron a una esquina de la cocina especialmente oscura y la señorita Dinwittie apuntó con el dedo a la base de la pared. Lester entrecerró los ojos para ver mejor y le pareció distinguir algo en la moldura. Se puso a cuatro patas para examinarlo de cerca. Garrapateados torpemente sobre la agrietada pintura con lo que parecía ser un lápiz de punta gruesa, había una flechita minúscula, una cruz y un signo que parecía haber surgido de algún alfabeto en miniatura.

—Es alguna clase de instrucción, ¿verdad? —siseó la señorita Dinwittie—. ¡La han puesto ahí para guiar a las de más!

Lester se puso en pie sin decir nada. Acababa de ocurrírsele que la anciana podría haberle coronado con una sartén cuando estaba encogido a sus pies. La señorita Dinwittie contempló con expresión feroz aquellos signos diminutos y dejó escapar un leve bufido.

—Están por toda la casa —dijo—. En los armarios, en la escalera, dentro de las alacenas…, ¡por todas partes!

Su estado anímico pareció alterarse de repente: soltó una carcajada vengativa y volvió a clavar un flaco dedo en el pecho de Lester.

—Eso las delata, ¿no te parece? —le preguntó—. ¡Y hay algo más!, voy a ir arriba, lo bajaré y podrás llevárselo a esos idiotas que te pagan para que vean con qué están tratando, ¡y para que me proporcionen alguna clase de servicio a cambio de mi dinero!

Se llevó un dedo a los labios, salió de la habitación y cerró la puerta, sonriendo.

Lester se quedó con los ojos clavados en la puerta hasta que un estridente siseo le hizo girar sobre sus talones y volverse hacia el café, que se estaba saliendo del pote para derramarse sobre el hornillo. Apagó el fuego, algo asustado ante la fuerza con que el corazón le golpeaba las costillas. Ah, Dios, si tuviera un cigarrillo…, pero sabía que la señorita Dinwittie no aprobaba que la gente fumara, ni que se permitiera nada de lo que ella consideraba vicios.

Podía oír el ruido que hacían las ratas. Desde luego, nunca había visto una casa tan llena de ratas. Una de ellas estaba correteando detrás de la pared que tenía delante, y Lester dio un par de golpes en ella, pero la rata no le hizo ningún caso y siguió correteando sin inmutarse por detrás de los feos ramilletes de flores impresos en el papel pintado. Lester suspiró y tomó asiento en una de las incómodas sillas.

Otra rata empezó a arañar la pared más o menos allí donde estaban aquellas inscripciones tan raras, y luego se le unió otra un poco más lejos, y después una tercera y una cuarta. Lester se puso a calcular cuántas ratas podía haber en aquel viejo caserón y acabó decidiendo que quizá no fuera buena idea, teniendo en cuenta sus circunstancias actuales, lo de estar solo en aquella tétrica cocina y todo lo demás.

Se pasó el dorso de la mano por los labios y volvió a desear un cigarrillo. Se puso en pie, fue hasta la puerta del pasillo y la abrió para echarle un vistazo a la angosta escalera que conducía al segundo piso. La alfombra que cubría el suelo y los peldaños era de un sucio color amarronado.

Volvió a la cocina, sacó su paquete de cigarrillos y encendió uno. Al diablo con la señorita Dinwittie. Además, la oiría venir y tendría tiempo más que suficiente para apagarlo. Estaba seguro de que aquellos peldaños crujirían como almas en pena.

Siempre que el ruido de las ratas le permitiera oír sus crujidos, claro está… Habría jurado que armaban todavía más jaleo que antes. Dejó salir el humo de la boca y se dedicó a escuchar. Había oído decir que si tenías la boca abierta oías mejor. Pegó la oreja al espantoso papel de la pared y la apartó en seguida, asustado, pues nada más moverse, el correteo de las ratas se alejó del punto donde su oreja había entrado en contacto con el papel. Apagó el cigarrillo con la suela de su zapato y lo dejó caer en una caja llena de basura que había junto al fregadero. Volvió a salir de la cocina.

—¿Señorita Dinwittie? —gritó.

Alzó los ojos hacia la oscuridad del segundo piso. No estaba seguro, pero tenía la impresión de que algo se había movido allí arriba.

—Señorita Dinwittie, ¿se encuentra bien?

Movió los pies sobre la polvorienta alfombra. Ahora que pensaba en ello, casi parecía una piel de rata… ¿Qué había sido eso? ¿Roces y crujidos en el piso de arriba?

—¿Señorita Dinwittie? ¡Voy a subir!

Estaba seguro de que eso bastaría para conseguir que la vieja perra diera señales de vida. La señorita Dinwittie jamás toleraría que un tipo como él metiera las narices donde no le habían llamado.

Pero no oyó ninguna protesta, por lo que se frotó la nariz y empezó a subir lentamente los peldaños. La barandilla estaba repugnantemente resbaladiza y era muy suave y pulida. Como el rabo de una rata, pensó.

—¿Señorita Dinwittie?

El segundo piso estaba más oscuro que la boca de un lobo. Cogió la linterna que llevaba en el cinturón y apuntó con ella hacia un lado y hacia otro, llamándola de vez en cuando mientras asomaba la cabeza por umbrales de vieja madera. Cuando llegó a su dormitorio, pronunció su nombre tres veces antes de entrar.

Sobre el tocador, entre un peine y un cepillo de plata, justo en el centro de un coqueto antimacasar de encaje, había el cuerpo reseco de una rata que se había quedado paralizada en las violentas convulsiones del rigor mortis. Sus marchitas patas arañaban el aire, y sus labios arrugados revelaban unos dientes que brillaban con destellos casi imperceptibles. Parecía furiosa.

—¡Mierda! —exclamó Lester.

La parte superior de su cabeza había sido aplastada, quizá por uno de los zapatos de la señora Dinwittie. Alrededor del lomo llevaba atado un pedazo de cordel grisáceo, y un lazo minúsculo hacía que aquel tosco cinturón sirviera para sostener una astillita de cristal; uno de sus extremos había sido afilado hasta dejarlo terriblemente puntiagudo, y el otro estaba envuelto en un poquito de cinta aislante, que servía para formar una especie de empuñadura. Era una espada en miniatura, y parecía muy eficaz.

Vaya, esa vieja perra loca está totalmente chiflada, se dijo Lester; ¡ha disfrazado a esa jodida rata muerta igual que una niña pequeña le pone vestidnos a su muñeca!

Oyó un ruido en el pasillo y se dio la vuelta, sudando pese a la pegajosa frialdad que reinaba en la habitación. ¿Estaría esperándole allí fuera con una espada acorde a su tamaño? ¡Los periódicos no paraban de publicar historias sobre los horrores de que son capaces los locos!

Salió del dormitorio andando de puntillas, miró hacia el otro extremo del pasillo, y sus pulmones dejaron escapar todo el aire que contenían. El haz de su linterna iluminó un trozo de puerta que llevaba al desván y le reveló los botines de la señorita Dinwittie: las puntas apuntaban hacia el techo. Lester siguió contemplándolos, como si estuviera paralizado, y vio como empezaban a moverse lentamente, a saltitos y sacudidas, acompañados de unos leves golpecitos y unos arañazos todavía más débiles.

Oh, Dios mío, pensó Lester, oh, Jesús bendito y Señor del Cielo, oh, por favor, oh, Dios, ¡sácame de este lío!

Fue de puntillas hacia la escalera; de hecho, intentó andar todavía más de puntillas que antes. Quería echarse a llorar, pero se dijo que no debía hacerlo, porque si sollozaba no podría oír a las ratas. Empezó a bajar por las escaleras, y ya estaba a la mitad, cuando el instinto le hizo volverse y mirar hacia arriba.

Y allí, mirándole fijamente, había una rata que blandía orgullosamente un pedazo de plástico que parecía haber pertenecido a una aguja de hacer punto. Del extremo de la aguja colgaba un rectangulito de tela sucia con los bordes deshilachados. Lester necesitó varios horribles segundos para comprender que estaba contemplando la bandera de las ratas.

—¡Yo no lo sabía! ¡No tenía ni idea! —murmuró, bajando a tientas por los peldaños. Se arrancó de la cabeza la gorra donde ponía HERMANOS ROSE, EXTERMINADORES y la arrojó bien lejos, gritando y llorando—. ¡Sólo intentaba ganarme la vida, maldita sea!

Pero el tiempo en que esos lamentos podrían haberle servido de algo ya quedaba muy atrás. El ejército de ratas ocupaba todo el piso de abajo, y las filas colocadas en perfecta formación vieron como su enemigo se acercaba paso a paso, aguardando anhelantes la orden de su general.