Ingrid Uebe
Un nido en mi jardín
Ésta es una historia auténtica. Yo mismo la he vivido. En realidad la estoy viviendo todavía, porque aún no ha terminado.
En mi jardín viven un par de tordos. Cuando el jardinero plantó los árboles, el otoño pasado, vinieron los tordos. Han estado allí todo el invierno. Cuando había nieve y hielo preferían esconderse entre las ramas del abeto o andar a saltitos por la hierba. No escapaban cuando yo salía de casa. Me observaban cuando esparcía alpiste por la terraza o cuando colgaba saquitos de grano en los árboles. El macho es negro y de imponente apariencia, la hembra de color gris pardo y de gracioso aspecto.
Pasaron tres semanas hasta que me di cuenta de que algo había cambiado. Los tordos no se esconden ni dan más saltitos por el jardín. Ahora vuelan incansablemente por el jardín de acá para allá, cruzan la cerca y regresan. La meta de sus vuelos de vuelta es siempre un tejo ancho y tupido, no más alto que yo. Cuando los pájaros volaban hacia él, llevaban siempre algo en el pico: pajas, pequeñas ramitas o manojitos de hierba seca.
—Seguro que están haciendo un nido —pensé. Pero como tenía mucho que hacer y además la desapacible aguanieve no cesaba, no me volví a acordar de ellos. Pero el domingo de Resurrección, cuando estaba buscando en el jardín un escondite para los huevos pintados de pascua, vi el nido. Estaba allí puesto como una pequeña y profunda cazuelita en la horquilla de una rama. El exterior y el borde redondo estaban acolchados con ramitas y montoncitos de hierba seca. Se hallaba vacío. El fondo era plano y de color castaño oscuro como de arcilla. Hasta entonces sólo había visto cosas así en los libros o en las películas. Ahora estaba asombrado ante la pequeña obra de arte y la encontraba perfecta y hermosa.
Durante un par de días no se dejaron ver los tordos.
Ya pensaba que habían buscado otro sitio para anidar. Quizás mi perro era muy ruidoso ladrando o les había asustado el gato del vecino.
Entonces descubrí que una capa de hierba seca se extendía en el fondo del nido ocupando un tercio aproximadamente del suelo. Un par de días más tarde estaba ya depositado el primer huevo de color verde mate y no más grande que la uña de mi pulgar. Me puse muy contento. Cada día había un nuevo más. Al final eran cuatro.
Esta mañana por primera vez, el sol calentaba en la terraza. Salí al jardín a ver mis rosas. Ninguna se había helado. En todas nacían pequeños brotes rojos. Me acerqué al tejo y vi que el nido estaba ocupado. El tordo hembra estaba sentado dentro y me miraba con ojos confiados. Un par de segundos permanecimos mirándonos y sin movernos. Luego, retrocedí silenciosamente.
Dentro, en la casa, arrimé mi mesa-escritorio a la ventana y descorrí las cortinas. Desde aquí veo el nido con el tordo empollando dentro como una difusa sombra en las ramas del tejo. Ahora es por la tarde. El futuro padre tordo está posado en el tejado de enfrente silbando su canción. Yo miro y escucho. Me causa mucha alegría el pequeño milagro en mi jardín y escribo esta historia, que todavía no ha terminado.