Monika Sperr
Un perro para Martín

Todos los niños de la urbanización están haciendo corro alrededor de un perro. Hay muchos más perros que viven allí. Diecisiete en total. Martín lo sabe. A Martín le gustan los perros, también los conejos de indias, los erizos y los ratones. Pero más que nada los perros.

Éste es un perro pachón. Uno muy joven. El pequeño bicho con la piel suave como el terciopelo y las orejas caídas se siente como algo encargado y no recogido. Probablemente tiene un poco de miedo también. Lo cual no es de extrañar con tantas piernas de niño alrededor y con diferentes olores.

—¿Qué tiempo tiene? —pregunta Martín a la muchacha a quien pertenece.

—Casi tres meses —contesta ella. Y después dice algo que hace latir más rápido el corazón de Martín—. Hace sólo tres días que lo tenemos y ya tenemos que desprendernos de él, porque no lo podemos llevar a la nueva casa.

Martín atrae hacia si al perrito. Éste, juguetón, intenta morder su mano izquierda. Y efectivamente, atrapa un dedo y muerde con fuerza.

—¡Ayyy…! —Martín rescata su dedo diciendo—: ¡Qué perrito más fresco!

Lo dice con admiración porque el perrito le gusta. Le gusta mucho. Hace tiempo que Martín desea tener un perro, pero su madre está en contra. Siempre que intenta convencerla para que le permita tener un perro la madre contesta:

—Con cuatro niños ya tengo bastante. Un perro necesita moverse, hay que pagar impuestos por él y además también quiere comer.

Naturalmente que tiene razón la madre. Cuatro niños en una vivienda de tres habitaciones son más que suficientes. Martín tiene tres hermanas con las que regaña a menudo. Ahora, sin embargo, las mira suplicándoles ayuda. Christine le comprende enseguida.

—¡Claro que sí! —dice con entusiasmo—. ¡Claro que nos quedamos con el orejas lacias!

Dicho y hecho. Lo toman y se van. Pero cuanto más se van acercando a casa, más se les va poniendo a los cuatro un peso en el estómago.

—Mamá se enfadará —dice Helena.

—¡Cómo enfadarse! ¡Se pondrá furiosa! —recalca Mónica. Martín se pone más pálido que de costumbre. Ya en la vivienda, ninguno se atreve a entrar en la habitación de la madre. Finalmente Martín abre la puerta un poquito y empuja dentro al perrito de las orejas lacias. Luego se quedan quietos, como alguien que lleno de miedo cuando se aproxima una tormenta, espera el pavoroso aparato de rayos y truenos.

Pero no pasa nada. Ni rayos ni truenos. Como el silencio continúa, miran curiosos por el ojo de la cerradura. Y allí está efectivamente el orejetas, en el regazo de la madre ronroneando como un gato al calor de la estufa caliente. Christine se da cuenta enseguida del milagro y dice en voz alta:

—¿Puede quedarse?

—Por mi parte no hay nada en contra. Pero sólo si me prometéis que os ocuparéis vosotros de él.

—¡Sí, sí! —grita riendo Martín—. ¡Te prometo que yo me ocuparé de él!

Y después estalla un jubiloso alboroto tan fuerte que orejas lacias huye a esconderse bajo el sofá.