Sigrid Heuck
El asno y el elefante

Poco tiempo después de haber creado el mundo, hizo el buen Dios un paseo por África. Caminó por el desierto, por la selva y por las estepas y estaba orgulloso de su obra.

Se encontró con elefantes, leones, monos, gacelas, flamencos y otros muchos animales. Pero como el buen Dios estaba algo cansado y era un poco corto de vista, le resultaba a veces difícil diferenciar unos animales de otros. Entonces, todavía no tenían colores. Por eso, decía sin darse cuenta: «Buenos días, Leopardo», a la gacela, y «Me alegro de verte, jirafa», al flamenco.

—Esto no puede continuar así —pensó el buen Dios—, tengo que hacer algo para evitarlo —y envió dos pájaros a su taller a buscar unos botes de pintura. Después reunió a todos los animales.

—Quiero daros un poco de color, para poder diferenciaros mejor —les explicó.

Ninguno quería ser el primero. Al fin se adelantó la cebra y dijo:

—A mí me parece bien. Empieza a pintar.

Y como el buen Dios quería demostrar a los demás animales de lo que era capaz, se esmeró especialmente con la cebra. Pintó a lo largo franjas negras, luego inclinadas y atravesadas, unas veces anchas, otras estrechas, según las conveniencias del cuerpo.

—Bravo —gritaron los animales jubilosos, mientras el buen Dios lavaba los pinceles después de terminar su Obra. La cebra, curiosa, corrió hacia la charca más próxima para mirarse en ella.

Luego, se adelantó el leopardo al que pintó con manchas oscuras salteadas sobre su piel amarilla. La jirafa quedó recubierta con una muestra como de red y las gacelas con los vientres blancos con rayas negras en los costados.

Así iba trabajando el buen Dios y no se dio cuenta de que poco a poco se le acababa la pintura. Al final quedaban el asno y el elefante por pintar, pero los botes de pintura estaban vacíos.

—Por favor, píntame cualquier señal en la espalda, sino la gente me confundirá con el elefante ya que soy casi tan grande como él. Luego me darán caza y me arrancarán los dientes para venderlos como marfil.

—¡Oh! —se lamentó el buen Dios—. ¡No me queda nada! He gastado toda la pintura.

Entonces, un pequeño pájaro tiró de su túnica.

—¡Eh!, en el pincel hay todavía un poco de color negro —dijo piando—, podía llegar con eso.

El buen Dios tomó el pincel y pintó una cruz negra sobre la espalda del asno. El último resto de pintura lo extendió por las patas.

—¿Estás ahora satisfecho? —preguntó, cuando hubo terminado.

—Y-ah —rebuznó el asno alejándose al trote.

Sólo el elefante se quedó gris para siempre. Con su tamaño, habría tenido que emplear mucha pintura.