Ingrid Uebe
El vecino

Sara y sus padres se han mudado a una casa nueva. La casa está en un prado verde de las afueras de la ciudad. En la misma casa viven otras cinco familias, todos gente muy agradable. Sólo el vecino de al lado no se deja ver. Las persianas de sus ventanas no se levantan nunca.

A Sara le da lo mismo porque el vecino, además, no tiene niños.

—Es un señor que vive solo —había dicho el portero en cierta ocasión—. No da ninguna molestia y paga su alquiler con puntualidad. No sé nada más de él.

Sara tiene una hermosa habitación con balcón al jardín. Se acostumbró enseguida a la nueva casa. Una vez, de noche, estaba leyendo un libro de fantasmas. En realidad, hacía tiempo que debería estar durmiendo, pero la historia era tan emocionante…

De repente oyó cómo se levantaban las persianas de la vivienda de al lado. Al mismo tiempo chirrió también la puerta del balcón. Curiosa, Sara se levantó y subió su propia persiana lo suficiente para ver a través de ella. No tuvo que esperar mucho tiempo. En el balcón apareció una oscura silueta, con una larga capa que le colgaba de los hombros. Se encaramó sobre la baranda y permaneció un momento inmóvil, con los brazos abiertos. Un estremecimiento, frío como el hielo, corrió por la espalda de Sara. La oscura figura se alejaba volando. Aleteaba sobre el jardín como un gigantesco pájaro, volando cada vez más alto en dirección a la luna. Pronto no era más que una sombra proyectada en el disco claro y brillante de ésta. La sombra de un murciélago.

Al día siguiente, Sara fue al supermercado y compró una ristra de ajos con veinte cabezas por lo menos.

—Válgame Dios —dijo la señorita de la caja—, ¿qué quieres hacer con tantos ajos?

—Mi madre necesita un montón —contestó Sara, metiendo la ristra de ajos en una bolsa de plástico.

Ya en casa, escondió los ajos debajo de su cama. Su madre vino a darle las buenas noches, levantó la cabeza, arrugó la nariz olfateando y dijo:

—Aquí huele de una forma rara. Voy a abrir la ventana para que entre aire fresco.

—Sí, ábrela del todo, y deja la persiana subida. Me gusta tanto el viento por la noche —contestó Sara.

Cuando su madre se marchó, Sara siguió leyendo historias de fantasmas. El corazón le latía fuertemente por la emoción, pero no solamente por la historia. Por fin oyó que se levantaban las persianas del balcón de al lado. Se tiró de la cama y se escondió detrás de las cortinas. Pronto apareció de nuevo la negra figura en el balcón, abrió los brazos y voló hacia la luna. Rápidamente Sara extrajo los ajos del escondite, y salió con ellos al aire fresco de la noche. No le fue difícil pasar de su balcón al del vecino.

Con un trozo de cordel amarró la ristra de ajos al tirador de la ventana abierta. Luego, silenciosamente, regresó a su habitación y bajó del todo las persianas. Un grito pavoroso le despertó de madrugada. Se oyó ruido de cristales rotos, luego bajar las persianas con furia. Cuando la noche siguiente estaban Sara y sus padres cenando patatas salteadas y pan con mantequilla, oyeron abrirse la puerta del vecino y después, abajo, la de la entrada de la casa. Mirando por la ventana, vieron en la calle parado ante la casa un carro, que tiraba un caballo y el cochero al lado. Dos hombres sacaban un pesado baúl de la casa.

—¡Uy! —exclamó la madre—, parece un sarcófago.

—Creo que nuestro vecino se muda —dijo el padre. ¿Por qué de noche? ¡Qué raro!

—¡Qué bien que se vaya! —pensó Sara aplicándose con gusto a las patatas.