20
EL FINAL DEL RECORRIDO

«No importa lo que sea, pero alguien encontrará la manera de sacarle beneficio.»

Esa era una cita de una de las novelas de Somers, El Mar de los Sargazos del Espacio. Allí, la nave sin combustible de John Clayter es chupada dentro de un torbellino del espacio, una extraña deformación de espacio-tiempo cerca del borde del universo. Todo lo que flota suelto en el cosmos es arrastrado eventualmente hasta esa zona. Clayter no se sorprende de encontrar allí naves espaciales averiadas, basura y cometas cansados, en un torbellino incesante. Pero se asombra cuando descubre que las ideas terminan también allí. Las ideas son radiaciones electromagnéticas y así, igual que la gravedad, siguen y siguen, expandiéndose por el mundo. El Mar de los Sargazos tiene la peculiar propiedad de la amplificación, y así John Clayter casi se vuelve loco al ser bombardeado por las ideas. La trivialidad de la mayoría de ellas lo empuja hasta intenciones suicidas, y como éstas a su vez son amplificadas y rebotan, igual que en una cámara de ecos, él tiene que escaparse rápido o morir.

Queda salvado cuando se cruza con una nave espacial de los kripgacers. Esta especie se dedica al negocio de salvar ideas, pulirlas un poco y después venderlas. Su gran cliente comprador es la Tierra.

Simón recordaba esa historia cuando aterrizó en su penúltimo planeta. En éste los nativos estaban aún en la Edad de Piedra. Eran esclavizados y explotados por otra especie procedente de una galaxia distante, los felckorleers. Estos acorralaban a los aborígenes, similares a canguros, y los retenían en iglús de hierro. Las paredes de los iglús estaban recubiertas de materia orgánica, en su mayor parte paja, más el pelo que los felckorleers habían afeitado a sus esclavos. Después que los aborígenes habían quedado sentados en los iglús durante una semana, eran empujados de allí hasta una nave espacial. A esa altura los pobres nativos irradiaban un aura azul, y sus captores evitaban tocarlos. Los manejaban desde lejos, con varas de tres metros de largo.

Simón vio cómo zarpaban con rumbo desconocido tres naves cargadas con los nativos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó a un felckorleer.

—Un poco de dinero —contestó la cosa. Explicó que las burbujas azules contenían energía sexual. Como las burbujas eran tan gruesas, no adelgazadas aún por la distancia desde su punto de origen, había en ellas un voltaje sexual terrible. Podían atravesar el metal, pero los objetos orgánicos las detenían. De ahí los iglús destinados a concentrar la energía de las burbujas. Los aborígenes encerrados en ellos absorbían el voltaje.

—Después los transportamos al otro lado del universo —explicó orgullosamente el felckorleer—. Las especies de allí tienen poco empuje sexual, debido a que consiguen el último suspiro de las burbujas. Así que les proveemos con un servicio muy necesario. Les vendemos estos salvajes que hemos empapado con la sustancia azul y ellos los abrazan. La sustancia azul es como la electricidad: se transfiere hacia potenciales menores. Y nuestros clientes, que tienen potenciales menores, reciben una gran cantidad de sexo. Por un tiempo, por lo menos.

—¿Y qué ocurre con los aborígenes?

—Mueren. La sustancia azul parece ser la sustancia misma de la vida. Cuando son atrapados por un cliente, pierden hasta el último vestigio de energía. Lástima. Si sobrevivieran, podríamos traerlos aquí y recargarlos. Pero no se nos terminará la provisión. Se reproducen como locos, ya se dará cuenta.

—¿No le remuerde nunca la conciencia? —preguntó Simón.

El felckorleer pareció sorprendido.

—¿Por qué? ¿Para qué sirven aquí los nativos? No hacen nada. Como puede ver, no están civilizados.

Si Simón hubiera sido John Clayter, habría rescatado a los aborígenes y habría entregado a los felckorleers a la Policía Inter-Galáctica. Pero nada había que él pudiera hacer. Y si protestaba, se encontraría quizá dentro de un iglú.

Dejó el planeta con el ánimo triste. Pero él, básicamente, es decir, genéticamente, era un optimista. Al segundo día se sintió feliz. Quizá el cambio derivó de su ansiedad por llegar a los Clerun-Gowph. Ordenó a la nave el máximo de velocidad, aunque el grito del empuje 69 X era casi insoportable. Al cuarto día vio la estrella allá lejos, temblequeando, oscilando detrás de las burbujas azules. Tres minutos más tarde ya aminoraba la marcha y el griterío cesó cuando se aplicaron los frenos necesarios. Arrastrándose a ochenta mil kilómetros por hora, se aproximó al planeta mientras su corazón batía una mezcla de temor y de exaltación.

El mundo de Clerun-Gowph era enorme. Tenía la forma de una pesa de gimnasia y consistía en realidad en dos planetas conectados por una barra. Cada uno era del tamaño de Júpiter. Esto preocupó a Simón, porque la gravedad sería tan grande que lo achataría como si fuera sopa volcada en un platillo de café. Pero la computadora le aseguró que la gravedad no era mayor que la terrestre. Esto suponía que ambos planetas y la barra eran huecos. Después resultó cierto. Los Clerun-Gowph habían vaciado el centro de hierro de su planeta nativo y habían construido otro planeta con el metal. El agregado albergaba la mayor computadora del mundo. También contenía las fábricas de burbujas azules, que fluían por millones de aberturas.

Los dos planetas giraban sobre su eje longitudinal y además sobre un común centro de gravedad, localizado en la barra intermedia. Una atmósfera cuya forma era también la de pesas de gimnasia, cubría ambos planetas, y sobre ella había una espesa manta de la sustancia azul.

Simón condujo al Hwang Ho para descender en el planeta original, ya que era el único que tenía tierra y agua. A la velocidad mínima descendió a través del azul y después del aire. Simón tuvo una enorme erección y dolor en los testículos cuando bajó a través de la zona azul, pero estos síntomas desaparecieron cuando pasó el límite. La nave enfiló hacia la ciudad mayor, y tras unos pocos minutos estuvo tan baja que Simón podía ver a los nativos. Parecían cucarachas gigantes.

Cerca del edificio mayor, en la ciudad, había un gran prado. Estaba rodeado por miles de seres de Clerun-Gowph, y en un borde había una orquesta que tocaba extraños instrumentos. Simón se preguntó a quién estarían homenajeando, y no fue hasta llegar a unos seis metros de la superficie que repentinamente se dio cuenta. Se habían reunido para recibirlo a él.

Esto lo asustó. ¿Cómo supieron que venía? Debían ser muy sabios y perspicaces para haber anticipado su visita.

Un momento después quedó aún más asustado. El empuje 69 X, que no había hecho ningún ruido en la baja velocidad, gritó. Simón, el perro y la lechuza saltaron en el aire. El grito creció hasta un nivel ensordecedor y luego abruptamente cesó. Al mismo tiempo, la nave cayó.

Simón se despertó un momento después. Su pierna izquierda y su banjo estaban rotos. «Anubis» le lamía la cara; «Atenea» volaba dando chillidos en derredor; la escotilla estaba abierta; hacia adentro miraba un rostro horrible, con ojos de muchas facetas, mandíbulas y antenas. Simón trató de sentarse para recibir a la cosa, pero el dolor le provocó un nuevo desmayo.

Cuando se despertó por segunda vez, estaba en una cama gigante dentro de un edificio que era obviamente un hospital. Esta vez no sentía dolor. De hecho, pudo levantarse y caminar como siempre. Esto le asombró, así que preguntó a una asistente cómo le habían arreglado la pierna. Quedó nuevamente asombrado cuando la cucarachoide contestó en inglés:

—He inyectado un adhesivo de secado rápido en la rotura —dijo la cosa—. ¿Qué tiene de particular?

—Bien, entonces —insistió Simón—, ¿cómo es que habla inglés? ¿Ha estado aquí algún otro terrestre?

—Algunos de nosotros aprendimos inglés cuando supimos que usted venía.

—¿Cómo lo averiguaron?

—La información estaba en las cintas de la computadora —dijo la cosa—. Ha estado allí durante millones de años, pero no lo supimos hasta que Bingo nos lo dijo hace pocos días.

Bingo, parecía, era el jefe de Clerun-Gowph. Había alcanzado esa posición por derecho de antigüedad.

—Después de todo —continuó la asistente con aire casual— él es tan viejo como el universo. De paso, permítame que me presente. Mi nombre es Gviirl.

—Lamento que la recepción se haya frustrado por el accidente —dijo Simón.

—No fue un accidente —declaró Gviirl—. Por lo menos, no desde nuestro punto de vista.

—¿Quiere decir que sabían que yo habría de desplomarme con la nave? —preguntó Simón, con los ojos muy abiertos.

—Oh, sí.

—¿Y entonces por qué no hicieron algo para impedirlo?

—Bien —comenzó Gviirl—, no sabíamos con precisión cuándo se interrumpirían los mandos. Bingo lo sabía, pero no quería decirlo. Dijo que le quitaría toda la gracia. Así que apostamos un montón de dinero a propósito de su descenso. Yo hice una apuesta, cuatro a uno, afirmando que caería desde unos seis metros. Realmente me fue bien.

—¡Hijos de perra! —exclamó Simón—. Oh, no lo digo por usted —aclaró—. Es sólo una exclamación de la Tierra. ¿Pero cómo es posible que ustedes, la especie más avanzada del universo, accedan a un entrenamiento tan primitivo como el juego?

—Ayuda a pasar el tiempo —explicó Gviirl.

Simón quedó silencioso por un rato. Gviirl le alcanzó un vaso con un líquido dorado y espumoso. Simón lo bebió y se pronunció:

—Es la mejor cerveza que he tomado.

—Desde luego —dijo Gviirl.

Simón se dio cuenta entonces de que «Anubis» y «Atenea» se habían refugiado debajo de la cama. No los culpó, aunque a esa altura debían haberse acostumbrado a ver criaturas de apariencia monstruosa. Gviirl era tan grande como un elefante africano. Tenía cuatro patas tan gruesas como las de un elefante para soportar su enorme peso. Los brazos, que terminaban en manos de seis dedos, debieron de haber sido piernas en algún momento previo de su evolución. La cabeza era grande y de frente alta, y contenía, según se dijo, un cerebro el doble que el de Simón. Era demasiado pesada para volar, desde luego, pero tenía vestigios de alas. Estas eran de un hermoso color lavanda, con bordes escarlata. El cuerpo estaba contenido en una suerte de esqueleto externo, una concha dura, rayada como si fuera una cebra. Esa caja tenía una abertura delantera para dar espacio a la expansión de los pulmones. Simón le preguntó por qué podía hablar un inglés tan excelente. Ella no tenía una cavidad oral como la de un ser humano, así que su pronunciación tendría que ser rara, por lo menos.

—El viejo Bingo me colocó un aparato que convierte mi pronunciación en sonidos ingleses —explicó ella—. ¿Alguna otra pregunta?

—Sí. ¿Por qué fallaron los mandos de mi nave?

—¿Ese grito que escuchó? —dijo—. Esa fue la última de las estrellas, expirando en su agonía.

—¿Qué me quiere decir? —preguntó Simón, estupefacto.

—Sí. Apenas si llegó a tiempo. Los soles de los universos transdimensionales han estado agotando sus energías. Ya no hay más energía para un vuelo de 69 X.

—¡Estoy retenido aquí!

—Eso me temo. No habrá más viajes interestelares para usted ni, ya que estamos, para ningún otro.

—No me importaría si pudiera conseguir la respuesta a mi pregunta —dijo Simón.

—No transpire —aconsejó Gviirl—. Hablando de lo cual, le sugiero tomar tres duchas diarias. Ustedes los humanos no huelen muy bien, ¿sabe?

Gviirl no quería ser desagradable. Sólo estaba afirmando un hecho. Estaba condescendiendo, pero en una turma amable. Después de todo, tenía un millón de años de edad y no podía esperarse que tratara a Simón de otra manera que como una criatura un poco retardada. Simón no se molestaba por esa actitud, pero se alegró de tener cerca a «Anubis» y a «Atenea». No sólo le impedían sentirse muy solo, sino que le daban pretexto para poder mirar hacia abajo a alguien.

Gviirl llevó a Simón de excursión. Visitó los museos, la biblioteca, las instalaciones de agua potable y almorzó con algunos dignatarios menores.

—¿Qué le pareció? —preguntó después Gviirl.

—Muy impresionante —contestó.

—Mañana —anunció— se reunirá usted con Bingo. Se está muriendo, pero te ha concedido una audiencia.

—¿Cree usted que tendrá la respuesta a mi pregunta? —inquirió Simón casi sin aliento.

—Si alguien puede contestarle, será él. Es la única criatura sobreviviente entre las criadas por Ello, como sabe.

Los habitantes de Clerun-Gowph llamaban «Ello» al Creador, porque no tenía sexo, desde luego.

—¿Él caminaba y conversaba con Ello? —preguntó Simón—. ¡Entonces es a él a quien busco!

A la mañana siguiente, después del desayuno y de una ducha, Simón siguió a Gviirl a través de las calles hasta la Gran Casa. «Anubis» y «Atenea» se negaron a salir de debajo de la cama, pese a toda su insistencia. Supuso que ellos, siendo psíquicos, sentían la presencia de lo esencial. Debía suponerse que algo de ello debía haberse contagiado a Bingo durante su larga asociación con el Creador. Simón no culpó a los animales por sentirse atemorizados. Él también tenía su susto.

La Gran Casa estaba encima de una colina. Era el edificio más viejo del universo y lo parecía.

—Ello vivía allí mientras echaba a andar a Clerun-Gowph —explicó Gviirl.

—¿Y dónde está Ello ahora? —inquirió Simón.

—Salió un día a almorzar y nunca volvió. Tendrá que preguntarle por qué al viejo Bingo.

Lo condujo escalones arriba y a través de un vasto porche a vestíbulos que se prolongaban por kilómetros y tenían techos a ochocientos metros de altura. Sin embargo, Bingo estaba en un pequeño y cómodo cuarto, con alfombras gruesas y un hogar llameante. Estaba tirado sobre un grueso de alfombras, con pilas de almohadones gigantescos. A su lado había un surtidor de cerveza y una gran fotografía encuadrada.

Bingo era un venerable y anciano cucarachoide que parecía estar dormido. Simón aprovechó para mirar la fotografía. Era un retrato de una nube azul.

—¿Qué significa lo que está escrito debajo? —preguntó a Gviirl.

—«A Bingo, con mis mejores deseos, de Ello.»

Gviirl tosió fuerte varias veces, y poco después los ojos de Bingo se abrieron.

—El terrestre, Vuestra Ancianidad —dijo Gviirl.

—Ah, si, la criatura de allá lejos con algunas preguntas —reaccionó Bingo—. Bien, hijo, siéntate. Ponte cómodo. Sírvete una cerveza.

—Gracias, Su Ancianidad —contestó Simón—. Tomaré una cerveza, pero me quedaré de pie.

Bingo lanzó una risa que degeneró en un ataque de tos. Cuando se recuperó, bebió algo de cerveza. Después dijo:

—Te ha llevado tres mil años llegar aquí para poder hacer algunos minutos de negocios. Admiro eso, pequeño tuerto. De hecho, eso es lo que me ha mantenido vivo. He estado estirándome para llegar a esta entrevista.

—Eso es muy gratificante, Vuestra Ancianidad —agradeció Simón—. Primero, sin embargo, y antes de plantear la Pregunta Esencial, quisiera aclarar algo secundario. Gviirl me dice que Ello creó el Clerun-Gowph. Pero toda la vida en el resto del universo fue creada por ustedes.

—Gviirl es muy joven y por eso tiende a utilizar un lenguaje impreciso —observó Bingo—. No debía haber dicho que nosotros creamos la vida. Debió decir que éramos responsables de la vida existente en otros sitios.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Simón.

—Buena, pues hace muchos miles de millones de años comenzamos a hacer un examen científico de todos los planetas del mundo. Primero enviamos expediciones de exploración. No encontraron signos de vida en ningún lado. Pero estábamos interesados en la geoquímica y todo eso, ya sabes. Así que enviamos expediciones científicas. Estas construyeron bases, cuyas torres habrás encontrado. Los equipos se quedaron en esos planetas un tiempo largo, por lo menos desde vuestro efímero punto de vista. Tiraron la basura y sus excrementos en los mares primitivos, cerca de las torres. Eso contenía microbios y virus que florecieron en los mares. Estos evolucionaron hasta formar criaturas mayores, y así los hombres de ciencia se quedaron a observar su desarrollo.

Hizo una pausa y se bebió otra cerveza.

—La vida en esos planetas fue un accidente.

Simón quedó impresionado. Él pasaba a ser el final de un proceso que había comenzado con excrementos de cucarachas.

—Es una forma tan buena de empezar como cualquier otra —comentó Bingo, como si hubiera leído los pensamientos de Simón.

Después de un largo silencio, Simón preguntó:

—¿Por qué no hay torres en los planetas de mi galaxia?

—La vida allí no parecía muy prometedora —respondió Bingo.

Simón se sonrojó. Gviirl lanzó una risita ahogada. Bingo comenzó a dar grandes risotadas y a pegarse en las caderas frontales. La risa se convirtió en un jadeo y en un ahogo, hasta que Gviirl tuvo que palmearle la espalda y volcar un poco de cerveza en su garganta.

Bingo enjugó sus lágrimas y agregó:

—Sólo estaba bromeando, hijo. La verdad fue que nos llamaron de vuelta antes de que pudiéramos construir allí otras bases. La razón fue ésta. Habíamos construido la computadora gigante y ja habíamos alimentado con toda la información necesaria. Llevó un par de miles de millones de años hacer eso y esperar que la computadora digiriera toda la información. Entonces comenzó a lanzar las respuestas. No había ningún motivo para que continuáramos explorando después de eso. Todo lo que teníamos que hacer era preguntarle a la computadora, y ésta nos diría lo que habríamos de encontrar, antes de estudiar un sitio. Así que todos los de Clerun-Gowph hicieron las matas y se volvieron a casa.

—No entiendo —dijo Simón.

—Bien, es así, hijo. Yo he sabido durante tres mil millones de años que un bípedo de aspecto repulsivo, pero patético, que tocaba el banjo y se llamaba Simón Wagstaff, aparecería ante mí a las 10.32 a.m., el 1.º de abril de 8.120.006.000, cronología de la Tierra, D. C., o sea, Después de la Creación. El bípedo habría de formularme algunas preguntas y yo le daría las respuestas.

—¿Cómo podía ser eso? —preguntó Simón.

—No es tan difícil. Una vez que el universo queda armado en una estructura particular, todo se desarrolla desde allí en forma predecible. Es como largar una bola de bowling por el canal de retorno.

—Creo que me voy a sentar —dijo Simón—. Pero necesitaré un almohadón, sin embargo. Gracias, Gviirl. Pero, Vuestra Ancianidad, ¿qué pasa con el azar?

—No hay tal cosa. Lo que parece azar es solamente ignorancia por parte del interesado. Si supiera bastante, sabría también que las cosas no podían haber ocurrido de otra manera.

—Pero todavía no entiendo —protestó Simón.

—Eres un poco lento con el gatillo mental, hijo —continuó Bingo—. Vamos, tómate otra cerveza. Estás pálido. Te dije que, hasta que la computadora comenzó a funcionar, procedíamos como lo hubiera hecho cualquiera. Ciegos de ignorancia. Pero una vez que comenzaron a llegar las predicciones, supimos no sólo todo lo que había ocurrido, sino lo que habría de ocurrir. Podría decirte el momento exacto en que voy a morir. Pero no lo haré, porque no lo sé yo mismo. Prefiero seguir ignorante. No tiene gracia saberlo todo. El viejo Ello lo descubrió por sí mismo.

—¿Puedo tomarme otra cerveza? —preguntó Simón.

—Seguro. Tienes derecho. Bebe.

—¿Y qué hay de Ello? ¿De dónde vino Ello?

—Esa es una información que no está en la computadora —contestó Bingo. Quedó silencioso por un rato, sus párpados descendieron y comenzó a roncar. Gviirl tosió fuerte por un minuto y los párpados se abrieron. Simón se quedó mirando esos ojos enormes de venas rojas.

—¿Dónde estaba? Ah, sí. Ello pudo decirme de dónde vino y qué estaba haciendo antes de crear el universo. Pero de eso ya hace mucho tiempo, y ahora no me acuerdo. Es decir, si es que Ello me lo dijo alguna vez. De cualquier manera, ¿cuál es la diferencia? Saber eso no afectará lo que habrá de ocurrirme, y ésa es la única cosa que realmente me preocupa.

—Maldición, pues —exclamó Simón, sacudido por la desilusión y la indignación—. ¿Qué habrá de ocurrirle?

—Oh, me moriré, y mi cuerpo embalsamado será puesto en exhibición durante algunos millones de años. Y después habrá de desmenuzarse. Eso será todo. Finis para Su Seguro Servidor. No existe tal cosa como una sobrevida. Eso lo sé. Es algo que recuerdo que Ello me dijo.

Hizo una pausa y agregó:

—Creo que fue así.

—Pero entonces, ¿para qué nos creó Ello? —protestó Simón.

—Mira el universo. Obviamente, está hecho por un hombre de ciencia; de otro modo no sería tema de análisis científicos. Nuestro universo, y todos los otros que Ello ha creado, son experimentos científicos. Ello es todopoderoso. Pero, para hacer las cosas un poco más interesantes, Ello, siendo todopoderoso, oscureció partes de su propia mente. Así, Ello no sabría qué era lo que iba a ocurrir.

»Esa es —continuó— la razón, según creo, de que Ello no volviera de almorzar. Borró la memoria de su creación, y ni siquiera supo que debía volver para una importante reunión conmigo. He escuchado informes de que se ha visto a Ello por la ciudad, actuando en forma confusa. Solamente Ello sabe dónde está Ello ahora, y quizá tampoco Ello lo sepa. Quizá. De cualquier manera, cualquiera que sea el universo donde Ello esté, cuando ese universo se funda en una gran bola de energía feroz, Ello andará cerca para ver cómo funcionan las cosas.

Simón se levantó de la silla y gritó:

—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Acaso Ello no sabía la agonía y el dolor que causaría el sufrimiento de billones y billones de seres vivientes? ¿Y todo para nada?

—Sí —dijo Bingo.

—¿Pero por qué? —gritó Simón Wagstaff—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

El viejo Bingo tomó un vaso de cerveza, lanzó un eructo y después habló:

—¿Por qué no?