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EL BOOJUM DEL ESPACIO

Simón exploró el terreno caminando. Encontró la nave espacial para un solo pasajero donde Comberbacke la había dejado. Había sido construida por la Compañía de Naves Espaciales Titanic & Icarus, que a Simón no le inspiraba confianza. Después de examinarla decidió, sin embargo, tripularla de vuelta hasta el Hwang Ho. La iba a depositar en el espacio grande de la cubierta sobre la popa. Podría usarla para un transbordo, o como bote salvavidas, durante sus viajes por el espacio interestelar.

Cuando volvió a la nave grande, descubrió que el anciano se había ido. Simón salió otra vez a pie. Después de caminar por la ladera fangosa, encontró a Comberbacke merodeando entre las ruinas de una aldea. El anciano miró hacia arriba cuando escuchó el chapoteo de los pies de Simón.

—Hasta una aldea armenia debería tener biblioteca —dijo—. Ya no hay analfabetos. Así que debe de haber un libro con los resultados del campeonato mundial.

—¿Es eso todo lo que le hace falta para ser feliz?

El viejo pensó un minuto.

—No. Si consiguiera una erección sería mucho más feliz. ¿Pero para qué me serviría? No hay ninguna mujer a la vista.

—Yo pensaba más en alguien que pudiera servirle de compañera y quizá también de enfermera.

—Encuéntreme a alguien que le guste el béisbol —dijo Comberbacke,

Simón se alejó sacudiendo la cabeza. Ya estaba anocheciendo cuando volvió a la nave. Salía luz de la puerta principal, que había quedado abierta. Se apuró para entrar a la nave y cerró la puerta tras él. Llamó al anciano por su nombre. Comberbacke no contestó. Simón fue a la sala de juegos y encontró al viejo en una silla, Su cabeza había volado. Una pistola china yacía en su regazo. Sobre la mesa, delante de él, había un libro manchado de agua y de barro, con las páginas abiertas y empapadas. Pero no era agua lo que había caído sobre ellas.

El libro era la Encyclopedia Terrica, volumen IX, Barracuda a Bay Rum.

No había ninguna nota de despedida escrita por Comberbacke, pero Simón leyó bajo el rótulo Béisbol, Campeonato Mundial, todo lo que necesitaba saber. El campeonato del año 2457 había terminado en un escándalo. Hacia la mitad del partido final, Cardinals, 3 - Tigers, 4, la policía había arrestado a cinco hombres de St. Louis. El comisario tenía pruebas de que habían aceptado dinero de ciertos apostadores para entregar el partido. Los Tokyo Tigers ganaron por esa conducta de sus rivales, y a los cinco hombres se les habían aplicado las penas máximas.

Simón enterró al viejo y puso encima un mojón. En la piedra rasguñó estas lineas:

SILAS T. COMBERBACKE

2432-3609

Fanático del Espacio y del Béisbol

Esta piedra esconde un pecado cardinal.

Un montón de siglos transcurrieron antes

De que supiera sobre ese match predestinado

Lo bueno que habría sido continuar meditando

En el Espacio. Con su héroe ya prostituido,

No se preocupó más por el estrépito del estadio.

Es mejor no saber cómo va el partido.

La última línea erá un buen consejo, pero Simón no lo siguió.

Volvió al Hwang Ho, cerró la escotilla y se sentó ante el panel de control en el puente. Los mapas estelares estaban acumulados en los circuitos de la computadora. Si por ejemplo Simón quería ir al sexto planeta de 61 Cygni A, sólo tenía que apretar los botones respectivos. El resto lo hacía la computadora.

—Llévame a alguna galaxia no explorada, y desde allí tocaremos de oído —escribió Simón.

Pocos segundos después era lanzado a la oscuridad desconocida, La nave podía conseguir 69.000 veces la velocidad de la luz, pero Simón la mantuvo a 20.000. El viaje mismo se llamaba soixante-neuf porque eso significaba sesenta y nueve en francés. Había sido creado en el año 2970 por un francés cuyo nombre exacto Simón no recordaba. Era Pierre le Chanceux o Pierre le Chancreux, no estaba seguro, porque no había estudiado la historia del Espacio.

Cuando la primera nave equipada con el mecanismo, la Golden Goose, había sido acelerada hasta la velocidad máxima, los de a bordo se habían asustado por un ruido creciente. Este había comenzado a 20.000 veces la velocidad de la luz. Mientras la nave aceleraba, el ruido se hacía más fuerte y más alto. A los 69 X, la nave se llenó del ruido que uno escucha cuando una mujer de pelvis estrecha da a luz, o cuando a un hombre le pegan en los testículos. Había muchas teorías sobre la procedencia del ruido. Y después, en el año 2980, el doctor Maloney, que era brillante cuando estaba sobrio, resolvió el misterio. Al parecer el impulso conseguía toda su energía, excepto la del despegue, al acercarse a la quinta dimensión. Esta dimensión contenía estrellas iguales a las nuestras, excepto que eran de forma penta-dimensional, sea ello lo que fuere. Estas estrellas eran criaturas vivas, seres de compleja estructura, así como las estrellas de nuestro universo estaban vivas. Los esfuerzos para comunicarse con las estrellas habían fallado, sin embargo. Quizás ellas, igual que las marsopas, simplemente no tenían interés en hablar con nosotros. No importa. Lo que importaba era que el impulso de la nave quitaba la energía a esas cosas vivientes. No les gustaba morir. Por tanto, explicó el doctor Maloney, gritaban.

Esto alivió a mucha gente. Algunos insistían, sin embargo, en interrumpir los viajes interestelares. Podríamos matar a seres inteligentes. Sus opositores puntualizaban que esto sería lamentable, si fuera verdad. Pero como otras especies utilizaban el impulso, las estrellas igualmente serían ultimadas. Si nos negáramos a utilizarlo, no tendríamos progreso. Y estaríamos a merced de enemigos mercenarios en el espacio exterior.

Por otra parte, no había ninguna prueba de que las estrellas penta-dimensionales fueran más inteligentes que los gusanos.

Simón ignoraba cuál era la verdad. Pero no le gustaba escuchar los gritos, que eran tan fuertes a 69 X que ya no servían los tapones para los oídos. Por eso mantuvo la nave a 20 X. A esa velocidad, confiaba en dañar poco a las estrellas.

El perro había estado gimiendo y lloriqueando por un rato, pero de pronto comenzó a ladrar fuerte y a correr alrededor. Le gritó a Anubis, que no le prestó la menor atención. Finalmente, Simón recordó algo que había leído en la escuela y que había visto en algunas series de la TV. Se asustó, aunque no estaba seguro de tener bastante motivo para asustarse.

Como es sabido, los perros eran psíquicos. Veían cosas que los hombres suelen llamar fantasmas. Ahora se sabía que éstos eran realmente objetos penta-dimensionales que pasaban a través del espacio sin ser percibidos por los groseros sentidos del hombre. Circulaban a través de ciertos canales delineados por la forma de la quinta dimensión. El principal canal de la Tierra pasaba por las Islas Británicas, razón por la cual Inglaterra tenía más «fantasmas» que ningún otro sitio del planeta.

Toda nave terrestre que saliera, al espacio más allá del sistema solar llevaba a un perro. El radar, como estaba limitado a la velocidad de la luz, no servía para una nave que viajara a velocidades superiores. Pero un perro podía detectar a seres vivos, incluso a un millón de años-luz, si estaban en el impulso sesenta y nueve. Para los perros, los otros seres en este mundo extradimensional eran fantasmas, y los fantasmas los asustaban.

Apretó un botón. Se animó una pantalla, mostrándole el lado derecho de la nave. No esperaba ver a la nave que se acercara, porque iba más rápido que la luz. Pero podía ver una especie de cañón negro, acercándose en un ángulo que habría de interceptar su curso. Esto, ya lo sabía, era el trazo dejado por una nave con empuje sesenta y nueve. Una de las peculiaridades de ese empuje era que la nave irradiaba detrás de sí una sombra, una negrura cónica de naturaleza desconocida. En caso de que Simón hubiera podido ver detrás de su propia nave, sólo habría visto un círculo de la nada.

Estaba convencido de que la nave que se le acercaba era una Hoonhor y lo estaba persiguiendo. Esa era la única razón que podía ocurrírsele de que la nave no hubiera cambiado su rumbo, lo que resultaría en un choque si lo mantuviera. Probablemente los Hoonhors querían impedirle notificar a otros mundos los que habían hecho en la Tierra.

Apretó el pedal del acelerador hasta el piso, mientras la aguja de velocidad se mantenía hacia el lado derecho del dial. Torció también el volante hacia la izquierda para hacer un viraje. El desconocido corrigió inmediatamente su rumbo para seguirle.

El murmullo de los dos cuartos de máquinas se convirtió en un chillido fuerte y penetrante. Anubis aulló como en agonía y la lechuza comenzó a volar gritando. Simón puso tapones en sus oídos, pero no le aislaban del doloroso ruido. Tampoco podía taponar su conciencia. En algún lado, en alguno de los universos penta-dimensionales, un ser vivo estaba sufriendo una terrible tortura para que él pudiera salvarse.

Fue entonces cuando la sirena de un panel de control comenzó a silbar y las luces relampaguearon en rojo. Simón se alarmó aun más. Un boojum del espacio estaba delante de la nave.

Los boojums eran una especie de cavernas en un sistema de desagüe transdimensional. O una abertura en un cilindro multidimensional de ruleta. Todos los boojums de este universo eran entradas a mundos de otra dimensión, y si una nave resultaba absorbida por uno de ellos, podía perderse para siempre en un laberinto de conexiones. O, si su tripulación tenía suerte, podía ser expulsada nuevamente a este universo. La única salida de Simón, le gustara o no, era sumergirse en el boojum. Dudaba que el capitán de la nave Hoonhor tuviera el coraje de seguirlo hasta adentro.

De pronto, todo se volvió negro. Tampoco había sonido alguno. Después de lo que pareció horas, pero debió de haber sido sólo unos minutos —si es que el tiempo existía en ese lugar— se sintió como si estuviera derritiéndose.

Repentinamente estaban entre las estrellas. Simón casi gritó de alegría. Lo habían conseguido; no estaban condenados a viajar para siempre, como algún Holandés Errante, a través de los mares sin forma y sin luz del boojum.

Simón indicó al computador que llevara la nave hasta la galaxia más próxima y buscara un planeta habitado. Pasó una semana, computada por tiempo de la nave. Simón estudió filosofía y chino, cocinó alimentos para sí mismo y para sus compañeros, limpió lo que ensuciaban el perro y la lechuza. Y entonces un día, en medio de su desayuno, sonó la señal de aviso. Simón corrió al cuarto de control y miró la pantalla del panel. Traducidas, las palabras chinas decían: «Aproximándose a sistema solar con planeta habitado.»

Simón condujo la nave para ponerla en órbita alrededor del cuarto planeta. Cuando el Hwang Ho estuvo cerca, Simón miró a través de un telescopio que podía captar en la superficie objetos tan pequeños como un ratón. Lo que más atrajo su atención fue una torre gigantesca al borde del más pequeño de dos continentes. Tenía más de un kilómetro en la base y tres de altura. Su forma era la de un corazón de confitura, con la punta clavada en el suelo. La superficie exterior era de un metal liso sin una abertura. Parecía como si hubiera sido hecha con un solo molde. Pero el metal tenía rayas blancas, negras, amarillas, verdes y azules. No estaban pintadas sino que parecían parte integrante del metal.

La imponente estructura parecía recién hecha. Sin embargo, se inclinaba hacia un costado como si el sólido granito de la base estuviera cediendo a los millones de toneladas de presión. Eventualmente, quizá en un millón de años, se caería. Había estado allí por miles de millones de años, mucho antes de que la población humana hubiera evolucionado desde los monos o aun desde los comedores de insectos. Quizás había sido levantada antes de que la vida hubiera reptado desde los mares primitivos, cálidos y nutritivos como la orina de un diabético.

Simón sabía algo de torres como ésta, la razón por la que se deleitaba en verla. Viajeros interestelares a galaxias distantes habían informado sobre tales torres en todos los planetas habitados de esos sistemas. No había ninguna, sin embargo, en los planetas de la galaxia de la Tierra. Nadie sabía por qué, aunque muchos se molestaban por tal desprecio.

De los seis millones de torres informadas hasta entonces por los turistas de la Tierra, todas habían sido como ésta. Los nativos de diversos planetas habían probado de todo, desde tornos con punta de diamante hasta rayos láser y bombas de hidrógeno, sin llegar a raspar el misterioso metal. La edificación era hueca. Un martillo podía hacerla sonar como un gong. Había hasta un planeta con una orquesta sinfónica que tocaba sólo un instrumento: la torre. Los músicos se distribuían en escaños a diferentes alturas de la torre y la golpeaban con martillos, con lo que la forma y diseño de los cuartos internos determinaban a un kilómetro de distancia, y usaba dos banderas para impartir sus indicaciones.

El mayor acontecimiento musical en la historia de este planeta ocurrió cuando un director, Ruboklngshep, se cayó de la plataforma. La orquesta, tratando de atender el movimiento de las banderas que se agitaban en la caída, produjo seis frases de la música más exquisita jamás creada, aunque algunos críticos pusieron reparos a las tres últimas notas. El arte, igual que la ciencia, a veces consigue por accidente sus mejores resultados.