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SHALTOON, EL PLANETA DEL TIEMPO IGUAL
Simón ordenó al computador que hiciera descender la nave sobre un gran campo, cerca del mayor edificio de una ciudad. La gente que salía del edificio tenía aspecto humano excepto por sus orejas puntiagudas, ojos amarillos con pupilas de gato y dientes afilados. Simón no se sorprendió. Todas las especies humanoides halladas hasta ahora descendían de simios, felinos, caninos, úrsidos y roedores. Simón los miró a través de los visores. Cuando los soldados se reunieron alrededor de la nave, apuntando con sus lanzas, arcos y flechas hacia el Hwang Ho, él salió. Mantuvo las manos altas en el aire para mostrar que era pacífico. No sonrió porque en algunos planetas mostrar los dientes era un signo de hostilidad.
—Soy Simón Wagstaff, el hombre sin planeta —dijo.
Simón tuvo dificultades para convencerles de que no quería aprovecharse de ellos. Quería algo de ellos, les dijo reiteradamente, pero no era nada material. Primero, ¿sabían algo sobre los constructores de la torre inclinada con forma de corazón?
La gente asignada para escoltar a Simón le dijo que todo lo que sabían era que los constructores eran llamados Clerun-Gowph en esta galaxia. Nadie sabía por qué, pero alguien alguna vez en algún lado debió haberlos encontrado. De otra manera, ¿por qué tenían un nombre? En cuanto a la torre, había estado allí, vacía e inclinándose lentamente, desde que los shaltonianos habían adquirido un lenguaje. Sin duda, había estado desde antes de eso.
Los shaltonianos tenían una leyenda según la cual cuando la torre se cayera, llegaría el fin del mundo.
Simón era adaptable y gregario. Pero se sentía incómodo con los shaltonianos. Había algo que estaba mal con respecto a ellos, algo que no podría describir.
Quizá, pensó, sería el fuerte olor a almizcle que se extendía sobre la ciudad, superando al de la bosta en las granjas cercanas. El olor emanaba de todo shaltoniano adulto que se hubiera encontrado y era igual al de una gata en celo. Al poco tiempo entendió por qué. Todos ellos estaban en la época de celo, que se extendía durante todo el año. Su principal tema de conversación era el sexo, pero ni siquiera con este tema podían sostener mucho diálogo. A la media hora se ponían inquietos y pedían disculpas para retirarse, Si él los seguía, descubría que él o ella entraban en una casa donde eran bien venidos por alguien del sexo opuesto. La puerta se cerraba, y a los pocos minutos se escuchaban desde la casa los ruidos más malditos.
Esto derivó en que no pudo conversar largamente con las escoltas que se suponía debían vigilarlo. Desaparecían, y alguien venía a tomar su lugar.
Por otra parte, cuando esas escoltas volvían al día siguiente, actuaban en forma extraña. No parecían recordar lo que se les había preguntado ni lo que habían dicho el día anterior. Al principio lo atribuyó a una escasez de memoria. Quizá fuera esto lo que había impedido que los shaltonianos progresaran más allá de una elemental sociedad agrícola.
Simón era un buen conversador, pero también un buen oyente. Una vez que aprendió el lenguaje, captaba una discrepancia de entonación entre los distintos escoltas. Variaba no sólo entre personas individuales, lo que debía esperarse, sino en el mismo individuo de un día al otro. Simón finalmente dedujo que no se sentía incómodo porque los shaltonianos fueran, desde su punto de vista, demasiado sexuados. Eso no le inspiraba repugnancia moral. Después de todo, no se podía esperar que los extraños fueran como los terrícolas. De hecho, su actitud se parecía más a la envidia.
Los terrícolas estaban dedicados a subirse a lo alto del montón, mientras los shaltonianos se dedicaban a subirse uno sobre otro.
Esto a Simón le pareció un buen arreglo, al principio. Una de las cosas malas de la sociedad humana era que poca gente tenía realmente un contacto íntimo. La gente que se pasaba mucho tiempo en la cama, sin embargo, debía estar llena de amor. Pero las cosas no eran así en este planeta. No había ni siquiera una palabra que significara «amor» en el idioma. No es que esto supusiera, en general, mucha diferencia entre la conducta de la Tierra y la de Shaltoon. Esta última parecía tener la misma cantidad de divorcios, desacuerdos, peleas y crímenes que aquélla. Por otro lado, los shaltonianos no tenían muchos suicidios. En lugar de deprimirse, salían a fornicar.
Simón pensó sobre ese aspecto. Concluyó que quizá la sociedad de Shaltoon estuviera, después de todo, mejor organizada que la de la Tierra. Y no porque esto se debiera a alguna inteligencia superior entre los shaltonianos. Era un asunto de exceso de hormonas. La Madre Naturaleza, y no el cerebro, merecía ese crédito. Esto le deprimió, pero no buscó a ninguna hembra para sacudirse el estado de ánimo. Se fue a su cabina y tocó el banjo hasta que se sintió mejor. Después se puso a pensar en el significado de eso y se deprimió de nuevo. ¿Acaso no había hecho el amor consigo mismo, a través del banjo, en lugar de hacerlo a otro ser? ¿Las notas que salían de esas cuerdas no eran una forma perversa del yoísmo? ¿Su placer supremo derivaba de rasguear cuerdas y no de fornicar?
Simón apartó el banjo, que a cada minuto se parecía más a un falo desmontable. Salió con el propósito de utilizar su instrumento no desmontable. Diez minutos más tarde, estaba otra vez en la nave. Había pasado junto a un barril de lluvia y había mirado dentro. Allí, al fondo, había una criatura recién nacida. Había mirado alrededor para buscar un policía y notificarle, pero no había encontrado a ninguno. Se dio cuenta de que nunca había visto a un policía. Detuvo a un transeúnte y comenzó a preguntarle dónde quedaba la comisaría. Incapaz de hacerlo, porque no conocía la palabra correspondiente a «policía», llevó al transeúnte hasta el barril y le mostró lo que había dentro. El ciudadano se encogió de hombros y siguió su camino. Simón caminó hasta que encontró a una de sus escoltas. La mujer se sorprendió al encontrarlo sin compañía y le preguntó por qué había dejado la nave sin notificarlo a las autoridades. Simón dijo que eso no era lo importante Lo importante era el caso de infanticidio que acababa de descubrir.
Ella no pareció entender lo que él decía. Lo siguió y miró dentro del barril. Entonces levantó la vista con una extraña expresión. Simón, sabiendo que algo andaba mal, miró de nuevo. El cadáver había desaparecido.
—Pero juro que estaba aquí hace cinco minutos —insistió.
—Desde luego —dijo ella fríamente—. Pero los hombres de los barriles lo han sacado.
A Simón le llevó algún tiempo meterse en la cabeza la idea de que no había visto nada raro. En verdad, los barriles que había observado en cada esquina y bajo la lluvia rara vez parecían usados para juntar agua potable. Su utilidad principal era tirar las criaturas.
—¿No tienen la misma costumbre en la Tierra? —dijo la mujer.
—Allí es ilegal matar criaturas.
—¿Cómo evitan el crecimiento excesivo de la población? —preguntó ella.
—No lo evitamos.
—¡Qué bárbaros!
Simón perdió parte de su indignación cuando la mujer explicó que el promedio de vida de un shaltoniano era de diez mil años. Esto se debía a un elixir inventado unos doscientos mil años antes. Un efecto secundario de ese elixir era que un shaltoniano rara vez enfermaba.
—Así que debemos tener algún medio de conservar baja la cantidad de población —dijo ella—. De otra manera, estaríamos unos sobre otros en mil años o menos.
—¿Y los anticonceptivos?
—No están en nuestras costumbres. Interfieren con el placer del sexo. Por otra parte, todos deben tener una probabilidad de nacer.
Simón le pidió que aclarara esa observación aparentemente contradictoria. Ella contestó que un niño abortado carece de alma. Pero un niño que llega a salir al aire libre es dotado de un alma en el momento de nacer. Si muere unos segundos después, va al cielo. En verdad, es mejor que muera, porque se ahorra las dificultades y los dolores y las angustias de la vida. Sin embargo, para evitar que la población decrezca, se hacía necesario mantener viva a una de cada cien criaturas nacidas. Los shaltonianos dejaban que el azar decidiera quién viviría y quién no. Toda mujer que quedaba embarazada iba al Templo de Shaltoon. Allí elegía un número en una mesa de ruleta y si la bola caía en la casilla elegida, conservaba la criatura. Los Santos Croupiers le daban una tarjeta con el número afortunado, que ella se colgaba en el cuello hasta que la criatura tuviera un año de edad.
—El cilindro de ruleta está arreglado para que la probabilidad sea de uno entre cien —dijo—. La casa gana habitualmente. Pero cuando gana una mujer, se declara una fiesta y ella es reina por un día. No hace gran negocio, porque pasa la mayor parte del tiempo presenciando el desfile.
—Gracias por la información —dijo Simón—. Me vuelvo a la nave. Hasta luego, Goobnatz.
—No soy Goobnatz —replicó ella—. Me llamo Dunnernickel.
Simón estaba tan agitado que no le preguntó qué quería decir con eso. Supuso que su memoria le habría traicionado. Al día siguiente le pidió disculpas.
—Otra vez equivocado —dijo ella—. Mi nombre es Pussyloo.
Existía una tendencia a que todos los extraños de una misma raza parecieran iguales a los terrícolas. Pero había estado allí el tiempo suficiente para distinguir a los individuos fácilmente.
—¿Los shaltonianos tienen un nombre diferente cada día?
—No —contestó ella—. Mi nombre siempre ha sido Pussyloo. Pero estuviste hablando con Dunnernickel ayer y con Goobnatz el día, anterior. Mañana será Quimquat.
Simón le pidió que se explicara.
—¿En la Tierra no tenéis rotación de antepasados? —preguntó.
—¿Qué diablos es eso?
—Es un fenómeno biológico y no sobrenatural —dijo ella—. Supongo que vosotros, pobres terrícolas, no lo tenéis. Pero el cuerpo de todo shaltoniano contiene células que llevan la memoria de un antepasado en particular. Los más antiguos están en el tejido anal. Los últimos en el tejido del cerebro.
—¿Quieres decir que cada uno lleva consigo la memoria de sus antepasados? —preguntó Simón.
—Eso es lo que dije.
—Pero me parece que con el tiempo una persona no tendría bastante espacio en su cuerpo para todas las células ancestrales —observó Simón—. Cuando uno calcula que los antepasados se duplican en cada generación hacia atrás, pronto no le queda espacio. Uno tiene dos padres, y cada uno de ellos tiene otros dos, y éstos tienen a su vez otros dos. Etcétera. Uno retrocede cinco generaciones y ya tiene dieciséis tatarabuelos. Y así sucesivamente.
—Y así sucesivamente —confirmó Pussyloo.
—Uno debe recordar que si se retrocede en treinta generaciones, todos los seres vivientes tendrían antepasados comunes. Si no fuera así, el planeta de aquella época estaría tan lleno de personas como moscas hay en una pila de bosta.
—Pero hay otro factor que elimina la cantidad de antepasados. Las células de antepasados con personalidades más fuertes lanzan productos químicos que disuelven a las más débiles.
—¿Me estás diciendo que, incluso en el nivel celular, existe la ley de supervivencia del más apto? —preguntó Simón—. ¿Que el egoísmo es el agente dominante?
Pussyloo se rascó entre las piernas y dijo:
—Así es. No habría ningún problema si allí se terminara el asunto. Pero en los viejos tiempos, hace unos veinte mil años, los antepasados comenzaron su lucha por los derechos civiles. Después de una larga pelea, llegaron a un arreglo de Tiempo Igual. Funciona así: una persona nace y se le permite controlar su cuerpo hasta que llega a la pubertad. Durante ese período, el antepasado habla sólo cuando le hablan.
—¿Cómo hacen eso? —preguntó Simón.
—Es un asunto mental cuyos detalles no han aclarado aún los hombres de ciencia —contestó ella—. Algunos sostienen que poseemos un circuito nervioso que podemos conectar o apagar con el pensamiento. El problema es que los antepasados también pueden conectarlo. Solían hacerles pasar un mal rato a los pobres diablos que llevaban uno, pero ahora no abren ningún canal a menos que se les pida.
Agregó:
—De cualquier manera, cuando una persona llega a la pubertad, debe ceder a cada antepasado un día para él (o ella). El antepasado se hace cargo del cuerpo y de la conciencia del portador. El mismo portador tiene un día a la semana para sí mismo. Así sale adelante, aunque hay mucho regateo sobre eso. Cuando se completa el círculo, empieza de nuevo. Debido a la cantidad de antepasados, un shaltoniano no podría vivir lo suficiente para un ciclo completo si no fuera por el elixir. Pero éste demora el envejecimiento para que el plazo de vida se extienda hasta los diez mil años.
—Lo que de hecho es veinte mil años, porque un año de Shaltoon es el doble del nuestro —dijo Simón.
Estaba asombrado.