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EL PLANETA DONDE NO SE FUMA
Durante el banquete con la reina Margaret, Simón había bebido una copa del elixir de la inmortalidad de Shaltoon. Antes de salir, le dieron dos frascos de elixir para sus animales. Simón vaciló antes de ofrecer a «Anubis» y «Atenea» el líquido verde y agridulce. ¿Era correcto infligirles una larga vida?
Simón resolvió el dilema volcando el elixir en dos platos. Si querían beber la sustancia, podrían hacerlo. Después de todo, los animales sabían qué era lo mejor para ellos, y si la inmortalidad les olía mal, no la tocarían.
«Anubis» olió el líquido verde y lo lamió. Simón miró a «Atenea» y dijo: «¿Y bien?» La lechuza dijo: «¿Quién?» Al rato voló hacia el plato y bebió de allí.
Simón comenzó a preocuparse de haber hecho algo mal. Un minuto después olvidó su preocupación. La pantalla le dio la información de que la nave se estaba aproximando a una estrella con sistema planetario. El Hwang Ho aminoró a menos de la velocidad de la luz y dos días después estaban en órbita alrededor del sexto planeta de la estrella roja gigante. Era del tamaño terrestre y su aire era respirable, aunque su contenido de oxígeno era superior al de la Tierra.
El único objeto artificial en el planeta era la gigantesca torre en forma de corazón del Clerun-Gowph. Simón dio varias vueltas con su nave alrededor de ella, pero al descubrir que era tan invulnerable como la otra, la dejó. Este planeta no mostraba signos de vida inteligente, de seres que utilizaran instrumentos, hicieran cultivos o construyeran edificios. Tenía una curiosa vida animal, sin embargo, y decidió examinarla de cerca. Dio órdenes de descender y unos pocos minutos más tarde pisó el borde de un prado, junto a la orilla de un mar ámbar.
La hierba tenía unos sesenta centímetros de altura, era violeta y estaba coronada por flores amarillas con cinco pétalos. Moviéndose entre ellas había unas cuarentas criaturas con forma de pirámide, de unos diez metros de altura. Su piel o caparazón —no estaba seguro de ello— era rosada. Se movían con cientos de piernas muy cortas, apoyadas en amplios pies redondos. Por el medio de sus cuerpos había ojos, dos en cada lado, ocho en total. Eran grandes y redondos y celestes; las pestañas eran largas y rizadas. Arriba de cada cuerpo en forma de pirámide había una bola rosada con una gran abertura en dos lados opuestos.
Era evidente que sus bocas estaban por debajo, ya que dejaban a su paso una huella de hierba cortada. Podía escuchar la masticación de la hierba y el rumor de los estómagos.
Simón había puesto la nave en tina profunda barranca más allá de los bosques para poder examinar aquellas criaturas. Pero ciertos objetos púrpura en el cielo se movían hacia el mar y, volviéndose en curva cerrada, bajaban hacia él. Era aún más extraño que las criaturas que mascaban las flores. A la distancia parecían zepelines, pero tenían dos grandes ojos bajo sus narices y tentáculos arrollados a sus costados, a unos seis metros de los ojos. Simón se preguntó cómo podrían comer. Quizá los curiosos órganos en la punta de la nariz eran alguna clase de boca. Eran bulbosos y tenían una pequeña abertura.
Arriba del pequeño bulbo había un agujero. Pero éste no parecía ser una boca, porque era rígido. Había otro agujero detrás, y una cantidad de agujeros más pequeños al lado.
Las colas eran de zepelines. Tenían enormes timones verticales y elevadores horizontales, pero éstos brotaban a los lados en plumas amarillas y verdes.
Simón supuso que debían usar alguna clase de propulsión a chorro. Aspiraban el aire por el orificio del frente, que era rígido, y lo lanzaban por el orificio trasero, que se contraía y dilataba.
Las imponentes criaturas descendieron más al acercarse al prado, y la primera de ellas, emitiendo silbidos cortos y agudos, se acercó hasta unos diez metros del suelo. Pasó junto a una fila de las pirámides y puso su nariz bulbosa en la abertura de la bola superior de una de ellas. La abertura se cerró alrededor del bulbo y el zepelín quedó sujeto.
La pirámide era un mástil de atraque.
Un momento después, el animal volador quedó suelto. Se dirigió hacia el matorral tras el que Simón estaba agazapado. Después vinieron los otros voladores, todos ellos silbando. Las pirámides se reunieron en un grupo, con el rostro hacia afuera. ¿Estarían mirando realmente hacia afuera, como lo hacen las vacas amenazadas por los lobos? ¿Cómo podían mirar hacia un lado, si tenían ojos en todos los costados y ningún rostro? En cualquier caso, estaban formando un grupo protector.
Simón salió de su escondite con las manos hacia arriba. La criatura-zepelín delantera revoloteó encima de él, con grandes ojos alertas. Sus tentáculos alcanzaron, pero no tocaron a Simón, Este fue casi volteado cuando la cosa se le acercó. El hedor era terrible, pero no desconocido. Había acertado en la mitad de su idea sobre métodos de propulsión. En lugar de tomar aire, comprimirlo con algún órgano y lanzarlo hacia afuera, se movía con gigantescos eructos. Simón supuso que sus estómagos debían contener alguna enzima que produjera el gas. En este momento, se mantenía a unos tres metros de la superficie, oscilando hacia abajo y hacia arriba mientras lanzaba gas por la abertura frontal para contrarrestar el viento.
Simón se quedó allí mientras la cosa silbaba hacia él. Al rato comprendió que los silbidos eran una suerte de mensaje en Morse.
Simón imitó algunos de los puntos y rayas para hacerles saber que él también era inteligente. Luego se volvió y fue hacia su nave. Los zepelines le siguieron por encima de los árboles y le miraron entrar en la nave. Por la pantalla les vio revolotear sobre la nave y tantear con sus tentáculos. Quizá pensaran que también era una extraña criatura viviente.
Simón encontró difícil aprender el lenguaje de los zepelines. Durante el día la mayor parte de ellos estaban demasiado ocupados para hablarle. De noche, los voladores se sujetaban a las bolas en las cimas de las pirámides y se quedaban ahí hasta el alba. Cuando le hablaban —o silbaban— el olor que despedían era casi insoportable. Pero después descubrió que también las pirámides podían silbar. No lo hacían a través de las bocas en los costados, sino con las aberturas en las bolas superiores. Esto también lanzaba un hedor, pero podía aguantarlo si se ponía en la dirección del viento. Y, siendo hembras, las pirámides eran más locuaces y estaban mejor dotadas para enseñarle el idioma.
Les gustaba Simón porque les daba alguien con quién y de qué hablar. Parecía que los machos se pasaban casi todo el tiempo jugando en el aire. Bajaban a mediodía para comer, pero no se quedaban a conversar. Cuando llegaba la noche bajaban, pero esto era para la cena y para una corta sesión de contacto sexual. Después de lo cual se dormían.
—Somos como objetos para ellos —dijo una hembra—. Objetos de nutrición y de placer.
La bola que había sobre las hembras era un curioso órgano. Una abertura combinaba funciones de cerradura, de pezón y de vagina. Las hembras pastaban en el prado, digerían las plantas y a través de una tetilla en la bola alimentaban el extremo de las narices de los machos. Esta abertura recibía también el delgado órgano sexual del macho. La abertura en el otro lado de la bola era el ano y también la boca. Esta podía ser contraída para emitir el lenguaje silbante.
Simón no quería verse mezclado en los asuntos domésticos de estas criaturas. Pero debía mostrar cierta dosis de interés y de simpatía si quería conseguir información. Así que silbó una pregunta a una hembra a la que había llamado Anastasia.
—Sí, así es —respondió Anastasia—. Nosotras hacemos todo el trabajo y esos inútiles hijos de perra no hacen otra cosa que jugar todo el día.
»Las hembras hablamos mucho entre nosotras durante el día —agregó—. Pero nos gustaría hablar con nuestros compañeros, también. Después de todo, han estado en lontananza, pasando el gran rato y viendo cosas interesantes. ¿Pero crees que nos hacen saber qué hay más allá de estos prados? No, todo lo que quieren es que los alimentemos y un poco de sexo y volar al país de los sueños. Cuando nos quejamos, nos dicen que no entenderíamos si nos contaran lo que vieron o hicieron. Y así estamos, en el suelo y encerradas en estos pequeños prados, trabajando todo el día, cuidando a los niños, mientras ellos vuelan arriba y abajo, dándose la gran vida. ¡No es justo!
Simón descubrió que el estómago de los voladores generaba hidrógeno. Era este gas el que les permitía flotar en el aire. Llevaban agua como lastre y la tomaban del océano por medio de sus tentáculos huecos. Cuando querían ganar altura rápidamente, soltaban el agua. Siempre estaban haciendo carreras o retozando, jugando toda clase de juegos. Uno de ellos era perseguir a un pájaro hasta atraparlo, absorberlo dentro de sus agujeros u obligarlo a bajar al suelo. También les gustaba asustar a los rebaños de animales en el terreno, lanzándose en picado y espantándolos. El macho cuyo rebaño levantara la mayor nube de polvo era el triunfador.
Aparte de los silbidos, los machos tenían otra forma de comunicación. Podían emitir surcos largos o cortos de humo, correspondientes a las rayas y puntos de los silbidos. Con esto podían hablar entre sí a larga distancia o llamar a los amigos si encontraban algo interesante. Nunca usaban esta escritura del cielo a la vista de las hembras, sin embargo. Tenían gran placer en guardar sus secretos. Las hembras lo sabían, desde luego, ya que los machos a veces se jactaban de ello. Esto las dejaba aún más descontentas.
Simón no quería quedarse mucho en este planeta, al que llamó Giffard, en recuerdo del francés que controló, con éxito, por primera vez un aparato volador más liviano que el aire. Simón no creía que los simples nativos pudieran dar respuestas a sus preguntas. Pero entonces habló con Graf, nombre que dio al gran macho que dominaba al rebaño. Graf dijo que los machos no pasaban todo su tiempo jugando. A menudo tenían discusiones filosóficas, habitualmente por las tardes, cuando descansaban. Flotaban sobre el océano o sobre un lago y discutían los grandes temas del universo. Al escuchar esto, Simón decidió que debía esperar hasta aprender el lenguaje lo necesario para hablar de filosofía con los machos. Pocos meses después de desembarcar, pidió a Graf que lo llevara hasta el lago donde los machos celebraban sus sesiones. Graf dijo que lo haría con mucho gusto.
Al día siguiente, Graf envolvió un tentáculo alrededor de Simón y lo levantó. Simón quedó excitado, pero también un poco asustado. Hubiera deseado volar hasta el lago en su salvavidas. Pero estaba ansioso por nuevas experiencias, y ésta no la encontraría en cualquier otro mundo.
Poco antes de llegar al lago, Simón sacó un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió. Era un buen cigarro, hecho con tabaco de Mongolia Exterior. Simón estaba fumando felizmente a pocos centenares de metros sobre un espeso bosque amarillo, con el viento que se movía suavemente sobre su cara y un gran pájaro negro de cresta roja que batía sus alas a poca distancia. Todo era azul, tranquilo y alegre; ése fue uno de los raros momentos en que Dios parecía realmente estar en el cielo y todo andaba bien en el mundo.
Como de costumbre, el momento especial no duró mucho. De pronto, Graf comenzó a sacudirse hacia arriba y hacia abajo, tan violentamente que Simón empezó a marearse. Empezó a silbar como si gritara, y el tentáculo que sujetaba a Simón se aflojó. Simón volvió a atraparlo y se colgó de él, gritándole a Graf. Cuando superó el primer pánico, le silbó a Graf:
—¿Qué pasa?
—¿Qué estás haciendo? —Graf le silbaba como una caldera de vapor—. ¡Me estás incendiando!
—¿Qué? —silbó Simón.
—¡Suelta! ¡Suelta! ¡Me incendio!
—¡Me voy a caer, condenado!
—¡Suelta!
Simón miró hacia abajo. Estaban sobre el lago, pero a unos treinta metros de altura. Debajo, los machos con forma de cigarro flotaban en el agua. O habían estado flotando, hasta un segundo antes. Repentinamente se levantaron al unísono, largando agua por sus tentáculos huecos, y después se dispersaron.
Pocos segundos después, Simón comprendió lo que ocurría. Abrió la boca y dejó caer el cigarro. Graf interrumpió inmediatamente sus violentas oscilaciones, y en un momento depositó a Simón en la orilla del lago. Pero su piel estaba más oscura de lo habitual y tartamudeó sus puntos y rayas.
—¡El f-f-fue-fuego es lo p-p-peor que-que-que hay! ¡Es es lo ú-úni-único que-que te-te-tememos! ¡F-f-fue inven-ven-ven-tado por-por-por el de-de-monio!
Por lo visto, los giffardianos tenían una religión. Su demonio estaba, sin embargo, en el cielo y se lanzaba con un chorro de hidrógeno ardiente. Cuando llegaba el momento de que los giffardianos malos fueran llevados al infierno, más allá del cielo, el demonio los fulminaba con fuego desde su cola.
Los giffardianos buenos eran llevados por un ángel con forma de zepelín, cuyos eructos eran de dulce olor, hasta un campo debajo de la tierra. El planeta era hueco, sostenían, y el cielo estaba en ese hueco.
Tenían un montón de ideas raras sobre la religión. Esto no asombró a Simón, que había escuchado ideas aún más extrañas en la Tierra.
Simón pidió disculpas. Explicó qué era el fuego encendido en el objeto que había tenido en la boca.
Los machos temblaron y se agitaron de arriba abajo; uno de ellos estaba tan aterrorizado que se fue, incapaz de controlar sus eyaculaciones de gas.
—Sería mejor que te fueras —dijo Graf—. Ahora mismo.
—Oh, sólo fumaré en la nave desde ahora —dijo Simón—. Lo prometo.
Esto tranquilizó a los machos. Pero no respiraron con facilidad hasta que él anunció que pondría algunos letreros de «PROHIBIDO FUMAR».
—De esta manera, si otros terrícolas llegan hasta aquí, no encenderán fuego —explicó Simón.
No era el fuego lo que convertía a Simón en peligroso. Eran las ideas que dejó caer con inocencia cuando hablaba con las hembras. Una vez, cuando Anastasia se quejó de que la dejaban en el suelo, Simón dijo que ella debería dar un paseo. Se dio cuenta en seguida de que no debió haber aventurado esa opinión. Pero Anastasia no le dejó cambiar de tema. Al día siguiente, trató de convencer a su compañero, Graf, de que la llevara. Él se negó, pero ella quedó tan disgustada que el jugo con que lo alimentaba quedó agrio. Después de algunos días con el estómago descompuesto, él accedió.
Con Anastasia colgada por medio de la cerradura que había en sus órganos, él levantó el vuelo. Los otros miraron o flotaron alrededor, contemplando ese vuelo que marcaba época. La subió hasta unos seiscientos metros, límite después del cual ya no podía ascender. Sin embargo, el peso de ella inclinó la nariz de él, dejándola más abajo que la cola. Él no podía volar de esa manera y tuvo dificultades en llevarla de vuelta hasta el prado. Por otra parte, la piel de Graf comenzó a abrirse, dejando escapar gruesas gotas de una transpiración amarillenta.
Anastasia estaba en éxtasis. Las otras hembras insistieron en que sus compañeros las llevaron a volar. Lo hicieron sin muchas ganas y tuvieron los mismos problemas de navegación que Graf. Los machos estuvieron demasiado exhaustos esa noche para tener contacto sexual.
Imposible contar lo que podría haber ocurrido en días sucesivos. Pero al día siguiente las hembras comenzaron a parir. Quizá fue por la excitación de sus primeros vuelos que las hembras adelantaron el parto. Sea como fuere, Simón llegó esa mañana al prado y encontró una gran cantidad de pequeños zepelines y de pequeños mástiles para atracar.
Los machos pequeños flotaban hasta las aberturas superiores y tomaban allí su alimento. Las hembras recién nacidas pastaban en la hierba al lado de sus madres.
—Ya ves, incluso en el nacimiento se discrimina contra las hembras —se quejó Anastasia—. Tenemos que mantenemos en el terreno y tomar un alimento que no es tan fácil de digerir como el que los machos se llevan de nuestras aberturas. Los machos siempre tienen la parte mejor, como de costumbre.
—La función es determinada por la forma —dijo Simón.
—¿Cómo? —silbó Anastasia.
Simón se paseó, deseando poder mantener cerrada su boca. Caminó por la orilla y consideró la idea de irse ese mismo día. Había podido sostener una discusión filosófica con los machos, pero estaba en el nivel de lo que se puede escuchar en un liceo. No esperaba encontrar un material más profundo. Sin embargo, había prometido a Anastasia que sería el padrino de su hija. Supuso que debía esperar hasta la ceremonia, que se haría tres días después. Una de las debilidades de Simón era la de no poder herir los sentimientos ajenos.
Caminó por la curva de la playa y vio a una hermosa mujer que surgía de la espuma de una ola.