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SIEMPRE LLUEVE EN LOS PICNICS
Hacer el amor en un picnic no es nada nuevo. Pero éste era encima de la cabeza de la Esfinge de Gizeh.
Simón Wagstaff no lo estaba disfrutando del todo. Las hormigas, siempre presentes en cualquier picnic al aire libre, estaban subiendo por sus piernas y nalgas. Una había quedado atrapada donde nadie sino Simón podía estar interesado. Debió de pensar que había caído entre el pistón y el cilindro de un anticuado motor de automóvil.
Simón estaba perseverando, sin embargo. Al rato, él y su novia rodaron hacia un costado y quedaron jadeantes, contemplando el cielo egipcio.
—Estuvo bien, ¿verdad? —dijo Ramona Uhuru.
Simón pensó contarle lo de la hormiga. Pero si ésta todavía estaba corriendo, o renqueando, ella debería ser la primera en saberlo.
—Ciertamente no fue común —dijo Simón—. Vamos. Es mejor que nos pongamos la ropa antes de que aparezca algún turista.
Simón se incorporó, se puso sus pantalones, su jersey gris arrugado y sus sandalias de imitación cuero de camello. Ramona se deslizó en su caftán escarlata y abrió la caja de picnic, llena de vituallas, incluyendo una botella de vino etíope: León Carbonado de Judah.
Ramona, hablando de una cosa y otra, alisó la manta navajo, hecha en Japón. Ramona había sido hecha en Menfis (de Egipto, no de Tennessee).
Simón había sido hecho durante la luna de miel de sus padres en Madagascar. Su padre era en parte griego, en parte judío irlandés, y era un crítico musical que escribía bajo el nombre K. Kane. Todos pensaban, con fundamento, que la K. significaba Killer (asesino). Se había casado con una hermosa mezzosoprano india Ojibway, que cantaba bajo el nombre de Minnehaha Langtry. El aire acondicionado se había descompuesto durante la noche de bodas, y atribuyeron los defectos de Simón a las condiciones inclementes en que había sido concebido. Simón los atribuía a sus ocho meses en una matriz de plástico. Su madre no había querido arruinarse la silueta, así que lo quitó de su matriz y lo puso en un cilindro conectado a una máquina. Simón había comprendido por qué su madre hizo eso. Pero no le pudo perdonar haberse dedicado después a comer, sin freno, engordando cerca de treinta kilos. Si se iba a convertir en obesa, ¿por qué no lo dejó donde correspondía?
Este no era, sin embargo, un día para meditar en traumas infantiles. El cielo estaba tan azul como las venas de una criatura, y la brisa suministraba aire acondicionado al espacio exterior.
Tomó la guía y la leyó mientras bebía el vino. El libro decía que la Esfinge se había originado con los egipcios. La imaginaban como una criatura que tenía rostro de hombre y cuerpo de león. Por otro lado, los griegos, una vez que se enteraron de la Esfinge, la convirtieron en una criatura con cabeza de mujer y cuerpo de leona. Hasta tenía senos de mujer, adorables conos blancos de punta rosada, que debían de haber distraído a los hombres mientras pensaban en las respuestas a sus preguntas. Edipo había ignorado estos obstáculos del pensamiento, lo que quizá no decía mucho a favor de Edipo. Era un poco extraño, se había casado con su madre, había matado a su padre. Había contestado correctamente la pregunta de la Esfinge, pero eso no le evitó problemas después.
La guía que tenía en las manos decía que el rostro de la Esfinge tenía, supuestamente, los rasgos del faraón Kefrén. El libro de guía en su bolsillo posterior decía que el rostro pertenecía al dios Harmachis.
No importaba cuál tuviera razón. La Esfinge reconstituida tenía ahora los rasgos de una famosa estrella de cine.
—¡No estás atendiendo! —dijo Ramona.
—Lo lamento —dijo Simón. Y lo lamentaba. Este era uno de esos raros momentos en los que Ramona se daba cuenta repentinamente de que estaba hablando sola. Estaba asustada. Los que hablan solos son locos, o profundos pensadores, o solitarios, o las tres cosas. Ella sabía que no estaba loca y que no era una profunda pensadora, así que debía estar solitaria. Y temía a la soledad más que a ahogarse, que era su horror favorito.
Simón estaba solitario, también, pero principalmente porque creía que el universo no se portaba correctamente al no dar respuesta a sus preguntas. Pero éste no era el momento de pensar en sí mismo.
—Oye, Ramona, aquí hay una canción de amor para ti.
Se titulaba Las Matemáticas Anatemáticas del Amor. Estaba tomada de los poemas del «conde» Hipólito Bruga, nacido Julius Ganz, un expresionista de principios del siglo XX. Ben Hecht había escrito una biografía suya, pero la única copia sobreviviente estaba en los archivos del Vaticano. Aunque los críticos consideraban a Bruga un poeta menor, para Simón era el preferido y había puesto música a muchas de sus obras.
Primero, sin embargo, Simón pensó que debía explicarle las referencias y la situación, ya que ella no leía nada, excepto las revistas de Confesión Sincera y los best-sellers.
—Robert Browning era un gran poeta victoriano que se casó con una poetisa menor llamada Elizabeth Barrett —le dijo.
—Eso lo sé —dijo Ramona—. No soy tan tonta como tú crees. Vi The Barrets of Wimpole Street en la televisión el año pasado. Con Peck Burton y Marilyn Mamri. Era muy triste; el padre de ella era un canalla. Mató al perrito de Elizabeth porque ella se fugó con Browning. El viejo Barrett miraba con deseo a su propia hija, ¿puedes creerlo? Bueno, en verdad ella no se fugó. Estaba paralizada de la cintura hacia abajo y Peck, quiero decir Browning, tenía que empujarla en su silla de ruedas por las calles de Londres, mientras el padre procuraba perseguirlos con un caballo y un coche. Es la más excitante escena de persecución que yo haya visto.
—Supongo —dijo Simón—. Así que estás enterada sobre ellos. Bien, Elizabeth compuso una serie de poemas de amor para Browning, Sonetos de la Portuguesa. Él la llamaba su Portuguesa porque era muy morena.
—¡Qué dulce!
—Sí. Bien, el soneto más famoso es uno en el que ella enumera las variedades del amor que siente por él. Esto inspiró el poema de Brugas, aunque él no lo puso en forma de soneto.
Simón cantó:
«“¿Cómo te amo? Déjame calcular
Las maneras”, dijo Liz. Pero las adiciones mentales
Se sustraían a las emisiones de Bob Browning,
Dividiendo el vigor necesario para animarla,
Aquí está lo que él dijo a la Portuguesa
Para separar sus rodillas muertas.
“Contar no es lo que cuenta,
Un más, un menos, se puede empujar.
¡Oh, la mujer debajo y el hombre arriba.
Eso es lo que inspira a los montes y a las fuentes!
Al diablo con las bellezas de Euclides,
¡Liz, saca tu trasero de esa silla!”»
—Esas fueron las últimas palabras de Bruga —agregó Simón—. Fue muerto de una paliza, un minuto después, por un borracho enojado.
—No le culpo —murmuró Ramona.
Plumas de tristeza volaron en derredor de ambos. Ramona cacareó como si hubiera puesto un huevo. Era, sin embargo, nerviosidad y no alegría lo que ella proclamaba. Siempre se ponía sensible cuando él adoptaba un humor melancólico.
Fue entonces cuando Ramona se dio cuenta de que su humor venía más de afuera que de adentro. La brisa había cesado, y había caído un silencio tan grueso y pesado como el nacimiento de un hongo en una mina de diamantes o como un gas que surcara una reunión de plegarias. El cielo estaba manchado con nubes tan negras como los fragmentos podridos de una banana. Y sin embargo, sólo un minuto antes, el horizonte había estado tan continuo como una genealogía falsa.
Simón se incorporó y puso el banjo en su estuche. Ramona se ocupó de guardar platos y tazas en la canasta.
—No puedes confiar en nada —dijo, ya cerca de las lágrimas—. Nunca, nunca llueve aquí en la estación seca.
—¿Cómo llegaron esas nubes sin un soplo de viento? —preguntó Simón.
Como de costumbre, su pregunta no fue contestada.
Ramona terminaba de plegar la manta cuando cayeron las primeras gotas. Los dos comenzaron a atravesar la parte superior de la cabeza, hacia los escalones, pero no llegaron allí. Las gotas se convirtieron en un cuerpo de agua, como si todo el cielo fuera una gran garrafa que algún gigante borracho hubiera volcado accidentalmente. Fueron tirados al suelo, y la canasta fue arrancada de las manos de Ramona y enviada hacia un lado de la cabeza. Ramona casi se fue, también, pero Simón atrapó su mano y ambos reptaron hasta la verja en el borde de la cabeza y se aferraron a una barra.
Más tarde, Simón no podía recordar vívidamente casi nada. Era un largo borrón de horror atontado, de pesadez brutal de la lluvia, el frío, los dientes que castañeteaban, las manos doloridas de asirse a la barra de hierro, la oscuridad creciente, un repentino aflujo de gente que se había escapado del suelo, un vago preguntarse por qué se habían agrupado en la cabeza de la Esfinge, una comprensión aterradora del motivo cuando un mar cayó sobre él, su trepar lleno de pánico para no hundirse, su separación de la barra cuando el agua subió hasta su nariz, un solo grito apagado de Ramona, en alguna parte de esa invasión, y después estaba nadando sin tener dónde ir.
El estuche con el banjo flotaba delante de él. Lo atrapó. Le facilitaba flotar, y después de quitarse toda la ropa, podía mantenerse agarrándose al estuche y deslizándose en el agua. Un poco después llegó al borde de la Gran Pirámide. Simón flotaba, tratando vanamente de comprender que había caído tanta agua que la tierra árida de Egipto estaba ahora sumergida bajo ciento sesenta metros de agua.
Y después vino el momento, en la oscuridad de la noche, y en la lluvia casi sólida, en que se preparó para abandonar su espectro remojado y dejarse hundir, Simón era ateo, pero rogó a Jahvé, el dios de su padre; a María, la deidad favorita de su abuela; a Gitche Manitou, el dios de su madre. No podría hacerle daño.
Antes de rendirse, tropezó con algo sólido. Algo que también era hueco, porque resonaba como un tambor bajo los golpes de la lluvia.
Pocos segundos después, el sonido se detuvo. Estaba tan atontado que pasó algún tiempo antes de comprender que se debía a que también la lluvia se había interrumpido.
Anduvo a tientas alrededor del objeto. Tenía forma de ataúd, pero era demasiado grande para ser un ataúd, a menos que contuviera un elefante muerto. La parte superior era lustrosa y estaba cubierta por unos veinte centímetros de agua. Levantó el estuche del banjo y lo hundió. El objeto tembló un poco bajo su peso, pero colocándole las palmas de las manos consiguió bastante apoyo para colocarse lentamente sobre la superficie chata y después sobre su centro.
Se quedó allí jadeante, boca abajo, demasiado frío y miserable para poder dormir. A pesar de lo cual, comenzó a dormir, aunque sus sueños no fueron gratos. Pero rara vez lo eran.
Cuando se despertó miró su reloj. Eran las 7.08. Había dormido por lo menos doce horas, aunque no habían sido reparadoras. Entonces, sintiéndose caliente de un lado, se dio la vuelta lentamente. Un perro se había apretado junto a él. Poco después, el perro abrió un ojo. Simón lo palmeó y se estiró boca abajo, con un brazo encima del animal. Tenía hambre, lo que le hizo pensar si no terminaría por tener que comerse al perro. O viceversa. Era un perro mestizo que pesaría unos treinta kilos, contra sus propios setenta. Probablemente el perro era más fuerte que él y tendría hambre. Los perros siempre tienen hambre.
Se durmió de nuevo, y cuando se despertó era otra vez de noche. El perro se había incorporado. Era de un color amarillo-marrón claro, de forma alargada, y caminaba rígido como si tuviera artritis. Simón lo llamó, porque no quería romper el delicado equilibrio. Vino hacia él y le lamió la cara, aunque Simón no supo si lo hizo por una necesidad de afecto o por un deseo de conocer su sabor. Eventualmente se quedó dormido, despertándose tan duro como un madero (o como un hueso enterrado hacía mucho tiempo por un perro). Pero hacía calor. Las nubes se habían ido, el sol estaba alto y el agua en la superficie del objeto se había secado.
Por primera vez pudo verlo, aunque todavía no sabía qué era. Tenía unos tres metros de largo, más de dos de ancho y una cubierta plástica transparente.
Miró hacia abajo y vio la cara de un hombre muerto.