13
SALIENDO A VER AL SABIO
La reina y su nieta eran conversadoras fluidas y encantadoras. Simón pasó muchas horas al lado de ambas —aunque no al mismo tiempo— con su cola enredada en la de ellas. Pero ninguna de ambas tenía respuesta para su pregunta primordial.
Ni la tenía nadie que hubiera encontrado en la capital. ]Finalmente, pidió una entrevista con el gran sabio Mofeislop. A eso Shintsloop, el Auténtico Gran Cola, dijo que no tenía objeciones. Estuvo tan servicial que Simón llegó a preguntarse si no se estaba alegrando de verse libre de él. Quizá sospechaba algo, aunque no mostraba resentimiento. Simón no se había enterado aún de que un dokaliano podía controlar sus músculos faciales pero no podía evitar que la cola expresara sus verdaderos sentimientos. Si lo hubiera sabido, habría notado que la cola de Shintsloop se mantenía derecha ante él, pero se retorcía locamente en la punta.
Simón envió otro mensaje a la nave, preguntando a Chworktap si quería hacer el viaje con él, El mensajero volvió con un papel:
«No puedo ir contigo. Creo que Tzu Li tiene conciencia, pero teme revelarlo. O es muy tímida o desconfía de los seres humanos. Le he dicho que yo también soy una máquina, pero probablemente cree que es un truco. Pásalo bien. No hagas nada que yo no hiciera. Amor y besos.»
Simón sonrió. Ella se había enojado mucho cuando pensó que él podía considerarla una máquina. Pero si a ella le representaba alguna ventaja admitir que lo era, no vacilaba en hacerlo. Esto era tan humano que ya la certificaba como humana.
El viaje por tren llevó cuatro días. Al final del recorrido había una pared de ladrillos amarillos, de unos sesenta metros, que se extendía hasta donde Simón podía ver. En realidad, rodeaba al País Libre y era una obra equivalente a la Gran Muralla China. No era tan larga, pero sí más alta y más gruesa. No tenía puertas, sino escaleras de ladrillos, del lado exterior, cada kilómetro y medio, aproximadamente. Eran para los guardias, que ocupaban los puestos en la parte superior de la muralla.
—¿Cuántos hombres serían necesarios para cuidar las prisiones si los delincuentes fueran llevados allí y no al País Libre? —preguntó Simón.
Su escolta, el coronel Booflum, calculó:
—Oh, unos cuarenta mil, supongo. El País Libre es un gran ahorro para quien paga los impuestos. No tenemos que alimentar ni albergar a los presos, ni pagar su custodia ni construir nuevas prisiones.
—¿Cuántos soldados cuidan estas murallas? —preguntó Simón.
—Unos trescientos mil —contestó el coronel.
Simón no dijo nada.
Subió hasta la cima de la muralla con «Anubis» detrás de él y «Atenea» sobre un hombro. Cinco kilómetros más allá estaba la inevitable torre de Clerun-Gowph. Pasándola, muchos kilómetros después, estaba la cima de la montaña Mishodei, su objetivo. Entre él y ese punto había docenas de montañas menores y una selva virgen.
Simón y sus animales fueron puestos en un gran canasto de mimbre y transportados por un montacargas. Cuando salió del canasto hizo un ademán de adiós al coronel y emprendió su camino. Llevaba un fardo de alimentos y frazadas, un cuchillo, arco, flechas y su banjo. «Anubis» llevaba otro paquete en su lomo, aunque no le gustaba.
—Mucha gente ha partido de aquí con la intención de ver al hombre sabio —había comentado el coronel—. Nadie ha vuelto, que yo sepa.
—¿Quizá Mofeislop les hizo ver la locura de volver a la civilización?
—Quizá —opinó el coronel—. En lo que a mí se refiere, no puedo tardar más en volver a la carne.
—Eso me recuerda algo. Dele mis saludos a la reina madre y a la princesa —agregó Simón.
Entró en el bosque Yetgul, una región de árboles gigantes, malezas pálidas y retorcidas, pantanos, víboras venenosas, grandes felinos, bestias similares a los osos y a los lobos, paquidermos peludos y elefantinos, hombres sin ley. «Anubis», gimoteando, se mantenía tan cerca de él que Simón tropezó con el perro doce veces antes del primer kilómetro. No tuvo el coraje de reñirle: él también estaba asustado.
Cuando llegó al pie de las grandes montañas Mishodei, semanas más tarde, estaba todavía asustado. Pero se sentía más orgulloso de sus animales que al principio. Ambos habían sido ínvalorables para advertirle la presencia hostil de bestias y hombres. «Anubis» tuvo bastante sentido común como para no ladrar cuando los olía; sólo gruñía suavemente y así alertaba a Simón. La lechuza se adelantaba a menudo y cazaba roedores y pájaros pequeños. Pero cuando advertía algo siniestro, volaba de vuelta y se posaba en su hombro, silbando agitadamente.
En realidad, las bestias mayores sólo eran peligrosas si tropezaban repentinamente con el hombre. Alertadas, o se alejaban o se mantenían en su terreno dejando oír amenazas. Entonces, Simón daba un rodeo. Los únicos animales que constituían un peligro cierto eran las víboras venenosas, porque no tenían mucho sentido.
Sus mascotas solían detectarlas a tiempo, excepto cuando Simón se despertó una mañana con una víbora cobra a su lado. Quedó paralizado, pero la lechuza atacó, golpeó, y Simón rodó hacia un lado seguro. La cobra decidió que ese sitio era malo y se deslizó a otro. Dos días más tarde, la lechuza mató a una pequeña víbora coral que se había arrastrado sobre «Anubis» dormido y se aproximaba a Simón.
El animal más peligroso era el hombre, y aunque Simón vio diez veces sus grupos, se las arregló para ocultarse hasta que pasaron de largo. Los machos tenían aspecto rudo, vestidos con pieles animales, peludos, barbudos, de dientes afilados, mientras los niños tenían ojos legañosos.
—Ejemplos excelentes del Noble Salvaje —había comentado el coronel en su viaje—. En realidad, la mayor parte de los habitantes del País Libre no son los delincuentes que hemos enviado, sino sus descendientes. La mayor parte de los que enviamos a ese país son asesinados por las tribus que merodean en los bosques.
—¿Y entonces por qué no se permite que los descendientes vuelvan a la sociedad? —inquirió Simón—. No son culpables. Seguramente no creerán que los pecados de los padres se transmiten a los hijos, ¿verdad?
—Esa es una hermosa frase —comentó el coronel. Sacó su libreta de apuntes y la escribió. Después continuó—: Se ha discutido en el parlamento sobre el rescate de esos pobres diablos. Por lo pronto, serían una fuente de mano de obra barata. Pero acarrearían todo tipo de enfermedades, y serían difíciles de controlar y costosos para educar. Por otra parte, ellos son los descendientes de esos criminales y han heredado las tendencias rebeldes de sus antepasados. No queremos que eso se vuelva a extender por la población. Después de todo, hemos pasado mil años apartando a los rebeldes de la especie.
—¿Cuántos rebeldes, o criminales, hay ahora, en comparación con la población de hace mil años? —inquirió Simón—. ¿O calculados a una base per capita?
—Los mismos —dijo el coronel.
—¿Y cómo se explica eso después de la tarea selectiva?
—Los seres humanos son criaturas contradictorias. Pero que nos den otros mil años y conseguiremos una sociedad sin delincuentes.
Simón no formuló ningún comentario sobre eso. Preguntó por qué la sociedad dokaliana estaba tan avanzada tecnológicamente en diversas materias y, sin embargo, usaba arcos y flechas. ¿No se había inventado la pólvora?
—Oh, las armas de fuego ya fueron inventadas hace unos quinientos años —explicó el coronel—. Pero somos un pueblo muy conservador, como habrá notado, Se opinó que esas armas introducirían todo tipo de innovaciones molestas en la sociedad. Por otra parte, serían muy peligrosas en las manos del populacho. No hace falta mucho entrenamiento para manejar un arma. En cambio, la habilidad para manejar una espada o un arco lleva muchos años de práctica. Así que se prohibió el uso de armas de fuego, y sólo la élite, y los más estables de las clases interiores, son educados en el uso de espadas y arcos.
A pesar de esta resistencia a las innovaciones, se había aceptado la máquina a vapor. Esto derivó en el desuso de los caballos. Las moscas que circundan a los caballos y las enfermedades que transportan fueron casi eliminadas, mientras las calles se vieron libres de la bosta. Pero la invención del motor a combustión interna fue suprimida y no había polución por el gas ni ruido de los automóviles y camiones.
Por otro lado, el descenso en bajas por las enfermedades que causaban las moscas de los caballos fue más que compensada por los accidentes de tráfico.
Simón lo puntualizó:
—El progreso, como la religión, debe tener sus mártires —comentó el coronel.
—Se podría decir lo mismo de los atrasos —agregó Simón—. ¿Qué se hace con los delincuentes del tráfico? Creo que si los enviaran aquí no habría ya espacio, ni siquiera en ese inmenso bosque.
—Oh, los responsables de esos accidentes no son criminales —explicó el coronel—. Son multados, y algunos son encarcelados, si es que no son ricos.
—Bien —replicó Simón—. ¿Pero no se podría reducir enormemente la cantidad de muertes y mutilaciones en las carreteras con un riguroso examen físico y psicológico de los conductores?
—¿Está bromeando? —contestó el coronel—. No, no lo está. En ese caso, menos de un décimo de la población tendría permiso para conducir. Por Dios, hombre, toda la economía se vendría abajo si hiciéramos eso. ¿Cómo consiguieron vuestros políticos que el pueblo aprobara medidas tan drásticas?
Simón tuvo que reconocer que esas leyes no se habían dictado hasta mucho después del momento en que los automóviles ya no se usaban mucho.
—Y a esa altura a nadie le importaba, ¿verdad? —dijo el coronel.
—Correcto —admitió Simón, y deseó que el coronel dejara de reírse.
Fue con esos pensamientos, humillantes como eran, que Simón mantuvo su valor. El bosque Yetgul se hacía más espeso y triste a cada kilómetro, y el camino era tan estrecho que los matorrales y las ramas se enganchaban en sus ropas a cada paso. Hasta los pájaros parecían encontrar indeseable esa zona. Con lo cual, antes había sido saludado por docenas de diferentes llamadas, silbidos y cantos, que continuaban durante el día y parte de la noche, pero ahora estaba rodeado por el silencio. Sólo ocasionalmente éste era interrumpido, y en ese caso el grito de un pájaro le asustaba. Parecía haber un solo tipo de grito, un chirrido repentino que le parecía un llanto de muerte. Una vez llegó a ver al pájaro responsable, un gran pájaro negro polvoriento que parecía un cuervo con una cresta de gallo.
Los huesos le deprimían especialmente. Desde el principio había visto desparramados algunos esqueletos de hombres y mujeres. A veces se atravesaban en el camino; otras veces, los huesos grises o blancos asomaban debajo de los arbustos o de las hojas. Simón llegó a contar mil esqueletos, y debían haber tres veces más, ocultos en los matorrales fuera de la senda.
Trató de alegrarse con la idea de que alguien que podía inspirar a tantos a desafiar a la muerte era también alguien con quien valdría la pena hablar.
¿Pero por qué el sabio se había aislado tan completamente?
Esto no era difícil de imaginar. Un sabio necesita mucho tiempo para la meditación y la contemplación. Si tuviera visitantes que golpearan a su puerta, día y noche, el sabio no tendría tiempo de pensar. Así que Mofeislop había construido su casa en el sitio más inaccesible del planeta. Esto le aseguraba soledad. También le aseguraba que quien llegara hasta él no plantearía preguntas triviales.
Al término de la tercera semana, Simón salió de los bosques. Delante de él había colinas húmedas y rugosas, con zonas de pastos y grupos de pinos aquí y allá. Por encima giraban halcones y buitres. Simón confió que no estuvieran allí porque sus presas fueran fáciles.
El tercero de los montes, desde lejos el más alto y escarpado, era el fin de su jornada. Al pensar en toda la ascensión que debía efectuar, Simón se sintió desalentado. Y entonces de entre las nubes, que habían sido espesas y de un gris oscuro, tan alegres como una orden de expulsión, irradió el sol. Simón se sintió mejor. Algo que estaba en la cima del tercer monte había reflejado la luz del sol directamente hacia sus ojos. Estaba seguro de que era una ventana en la casa de Mofeislop. Era como si el sabio mismo le estuviera diseñando un plano heliográfico para llegar hasta él.
Una semana más tarde, Simón y «Anubis» remontaron la colina final. La falta de alimento y de oxígeno le estaba haciendo saltar el corazón como lo haría una hebilla de un cinto en un secador automático, y respiraba como un viejo que tuviera una novia adolescente. «Atenea», demasiado cansada para volar, montaba en su espalda, con las patas prendidas en forma tan dolorosa e incansable como un prestamista. No podía perder fuerzas en apartarla. Y además esas garras tenían un valor para él. Le recordaban que estaba vivo y que se sentiría muy bien cuando terminara el dolor.
Arriba, ocupando la mitad del llano que se extendía en la parte superior de la montaña, estaba la casa del sabio. Tenía tres pisos, trece costados, muchos balcones y cúpulas, estaba construida en granito negro. Las únicas ventanas asomaban en el piso de arriba, pero había muchas, pequeñas y grandes, cuadradas, octogonales y redondas. Desde el centro del techo liso emergía una chimenea negra y gruesa, de la que se desprendía un humo negro. Simón se imaginó un gran hogar debajo, con un cerdo que daría vueltas en un pincho de asador y una caldera hirviente con una sopa espesa y sabrosa. Allí esperaría el sabio, para darle primero de comer y luego las respuestas a sus preguntas.
A decir verdad, en ese momento a Simón le importaban un rábano las respuestas. Sentía que si podía llenar su panza, quedaría contento por toda la eternidad. Por el resto de su vida, al menos.
Se esforzó en llegar al borde del llano, se arrastró hasta la enorme puerta, que era de roble y cruzada de barras de hierro, se incorporó lentamente —la lechuza se cayó a un lado— y tiró de la cuerda que hacía sonar la campana. En alguna parte de una habitación cavernosa, una campana sonó.
—Confío que no haya salido —se dijo Simón, conteniendo una risa ahogada. El hambre y el aire fresco lo estaban atontando. ¿Dónde creía que podía haber ido el sabio? ¿Hasta la esquina a comprar cigarrillos? ¿O al cine? ¿O al almuerzo del Rotary Club de la zona?
Su larga espera en la puerta le dio tiempo a pensar cómo habría hecho el sabio para construir la casa. ¿Quién había arrastrado esas piedras pesadas hasta la cima de la montaña? ¿Dónde conseguía Mofeislop sus alimentos?
Simón volvió a tirar de la cuerda y volvió a sonar la campana. A los pocos minutos, una llave giró en una cerradura enorme y herrumbrosa, mientras una barra gigantesca golpeó a un lado. La puerta se abrió lentamente, rechinando como si el mayordomo de Drácula estuviera al otro lado. Simón tuvo un temblor, pero luego se afirmó, pensando que había visto demasiadas películas viejas de horror. La pesada puerta golpeó contra la pared de piedra y apareció un hombre, arrastrando los pies. No se parecía al mayordomo del conde, pero no era un alivio mirarlo. Se parecía al asistente del doctor Frankenstein, o quizá a Lon Chaney (padre) en El jorobado de Notre-Dame. Su columna vertebral se curvaba como una rampa de carretera, estaba inclinado hacia adelante como si le hubieran pegado en el estómago; su pelo se espumaba como un vaso de cerveza; su frente seguía hacia atrás como la Torre de Pisa, la cresta de sus cejas se hinchaba como si estuviera llena de gasa un ojo estaba más bajo que el otro y era lechoso por una catarata; la nariz era roja y arrugada, como una rosa muerta; sus labios eran tan finos como los de un perro, sus dientes, los de un alce que hubiera mascado tabaco toda su vida; su mandíbula había decidido ya desde el nacimiento separarse del fantasma. Y jadeaba como un enfisemático en una convención política.
Sin embargo, tenía una personalidad tan agradable como una cita hecha a ciegas.
Sonrió y dijo «¡Bien venido!», irradiando buena voluntad y camaradería.
—Doctor Mofeislop, supongo —dijo Simón.
—Bendito seas, no —replicó el hombre—. Yo soy el secretario del buen doctor y el sirviente de la casa. Mi nombre es Odiomzwak.
Sus padres deben de haberlo odiado, pensó Simón, y lo miró con simpatía. Él sabía lo que era tener un padre y una madre que no aguantan a su hijo.
—¡Adelante, adelante! —dijo Odiomzwak—. ¡Los tres!
Se adelantó a palmear a «Anubis», que sacó la lengua y cerró los ojos como si le agradara ser recibido así. Simón decidió que sus temores habían sido erróneos. Se sabe que los perros son buenos lectores del carácter.
Odiomzwak tomó una antorcha de su soporte y los condujo por un corredor largo y estrecho. Salieron a un gigantesco cuarto, flanqueado por paredes de granito negro y un piso de mosaicos. En el extremo estaba el gran hogar que se había imaginado. No había ningún cerdo asado, pero la caldera de sopa hirviente estaba allí. Al lado había un hombre alto y delgado, grande de frente y de nariz, calentándose manos y cola. Estaba vestido con zapatillas de piel, pantalones de cuero de oso y una larga túnica estampada con compases, telescopios, microscopios, bisturíes, tubos de ensayo y signos de interrogación. Las marcas no eran iguales a las usadas en la Tierra, desde luego. La marca dokaliana era un símbolo que representaba a una flecha a punto de ser lanzada con un arco.
—¡Bien venido, bien venido, realmente! —dijo el hombre alto, apurándose a recibir a Simón con su mano extendida y los dedos separados—. Es usted tan bien venido como la comida lo es a un hambriento.
—Hablando de lo cual, estoy famélico.
—Desde luego que lo está —señaló Mofeislop—. He estado contemplando su lento progreso por la montaña a través de mi telescopio. Hubo momentos en que pensé que no llegaría.
¿Y entonces por qué no envió alguien a rescatarme?, pensó Simón. No dijo nada, sin embargo. No se puede esperar que los filósofos se conduzcan como la gente común.
Simón se sentó en un banco de pino junto a una larga y angosta mesa de pino. Odiomzwak anduvo alrededor, poniendo la mesa, más dos recipientes en el suelo para los animales. La comida era simple y constaba de rodajas de un pan recién hecho, un fuerte queso de cabra y la sopa. Esta contenía algunas hierbas, legumbres y gruesos pedazos de carne que flotaban. La carne parecía cerdo con cierto sabor a tabaco.
Comió hasta que su panza hizo un ruido. Odiomzwak trajo ama botella de vodka de cebolla, bebida por la que Simón no tenía mucha estima. Tomó un sorbo para ser amable y después, a petición del sabio curioso, tocó algunas canciones en su banjo. «Anubis» y «Atenea» se retiraron al extremo de la habitación, pero Mofeislop y Odiomzwak parecieron disfrutar de la música.
—Me gustó especialmente la última —dijo Mofeislop—. Pero me intriga la letra. ¿Podría traducírmela?
—Pensaba hacerlo —contestó Simón—. Es de un antiguo compositor llamado Bruga, mi poeta favorito. Lamentablemente, o quizá afortunadamente, los dokalianos no tienen TV. Así que tendré que explicar qué con los espectáculos y los anuncios comerciales de la TV. Y asimismo, la identidad de los tres huéspedes que aparecen en el programa y sus antecedentes.
—Ese noble suizo —continuó— llamado barón Victor Frankenstein, construyó un hombre con partes que había desenterrado del cementerio. Nadie sabe cómo hizo para dar vida a ese monstruo de retazos, aunque la película lo mostraba haciéndolo con la descarga de un relámpago. El monstruo se convierte en un salvaje y mata a un grupo de gente. El barón trata de apresarlo, y en cierto momento persigue al monstruo a través del hielo ártico, aunque la escena de la película no muestra esa secuencia de perros y trineo.
Lázaro era un joven que vivió y murió antiguamente en una región que entonces se llamaba Palestina. Fue resucitado por un hombre llamado Jesucristo. Después Jesús fue también asesinado y se resucitó a sí mismo. Antes de morir, sin embargo, su juez, Poncio Pilato, le preguntó: «¿Qué es la Verdad?» Jesús no contestó, sea porque no conocía la respuesta o porque Pilato ya no estaba cerca para escucharla. Después de esto Jesús fue deificado, y una de las religiones importantes de la Tierra fue designada con su nombre. Se supone que él sabía si el hombre era o no inmortal. Por lo menos, en el poema de Bruga, se supone que lo sabe.
Revelación en el show de Johnny Cavear:
«El maquillaje está pronto, las trompetas suenan
¡Aplaudan a nuestro Johnny, famoso anfitrión!
Él introduce a nuestros huéspedes
Y después de toda la coronación de payasos
En un intervalo de la transmisión, nuestro Johnny ruega
Escuchar qué ha pasado en las tumbas.
Pero el monstruo de Frankenstein (“llámame Fred”)
No quiere hablar de la vida entre los muertos
Recuerda sólo que el trineo era lento
Sus perros y su corazón sangraban.
“Detrás de mí, jurando venganza, venía Victor,
Su novia agonizante había jurado que yo
Me había propasado con ella."
Lázaro dijo que él no encontraba adivinanzas
En la tumba, ninguna pregunta que exigiera
Respuesta, sólo el dedo cosquilleante de la Muerte
Que, no sintiéndolo, él creía inútil.
El anfitrión declara: “Es peligroso molestar
A los avisadores con alusiones al sexo.”
Queda un invitado sin escuchar:
“Dinos, Jesús, ¿cuál es la Palabra?”
Él se levanta. “Aquí está la Verdad nítida.”
Todos abren los ojos. El Hombre: ¿Un alma?
Entonces el Tiempo impone su presión
“Y ahora un importante mensaje.”»
—Usted estaba tratando de decirme algo cuando cantó eso —opinó el sabio—. Estaba tratando de que mi mensaje a usted no estuviera perturbado o marcado por comercialismo o por trivialidades, ¿verdad?
—Verdad.
—Ha llegado al sitio correcto y al hombre correcto. Solamente yo en todo Dokal, quizá en todo el universo, sé la verdad. Después de que usted la sepa, su búsqueda habrá terminado.
Simón puso el banjo en el suelo y dijo:
—Soy todo oídos.
—Usted es más que eso —opinó el sabio. Él y Odiomzwak se miraron y echaron a reír. Simón enrojeció, pero se calló. Los sabios eran famosos por reírse de cosas que otra gente no tenía la perspicacia de ver.
—Pero esta noche no, sin embargo —agregó Mofeislop—. Está demasiado cansado y delgado para recibir la Verdad. Necesita estar fuerte y descansado, poner algo de carne junto a sus huesos, antes de que pueda escuchar lo que tengo que decir. Sea mi huésped durante algunos días, restrinja su impaciencia, y le contestaré la pregunta que dice que el tal Pilato formuló a ese Jesús.
—Muy bien —accedió Simón, y se fue a la cama. Pero no estaba bien. Aunque se sentía exhausto, no pudo conciliar el sueño durante largo rato. El sabio había insinuado que había que ser fuerte para recibir la Verdad, que aparentemente era también un plato fuerte. Esto le puso aprensivo. Cualquiera fuera esa Verdad, no sería confortable.
Al final, diciéndose que él se la había buscado, fuera lo que fuese, se durmió. Pero el resto de la noche parecía filmado para una pesadilla. Una vez más las imágenes de su padre y su madre se le acercaban, y detrás de ellos se apiñaban miles de personas, implorando, amenazando, llorando, riendo, burlándose, sonriendo.
Su último sueño fue que el viejo romano, el propio Pilato, se le acercaba.
—Oye, chico —decía Pilato—, es peligroso formular esa pregunta. Recuerda lo que le ocurrió al último que la formuló.
—He estado siempre desilusionado, porque era sólo una pregunta retórica —replicaba Simón—. ¿Por qué no la contestaba Él por sí mismo?
—Porque Él no sabía la respuesta, ésa es la razón —decía Pilato—. No debía haber dicho que Él era Dios. Hasta ese momento, yo pensaba decir a los judíos que se arreglaran solos y dejarlo ir. Pero cuando me dijo eso, creí que el hombre más peligroso del Imperio Romano estaba en mi poder. Así que lo hice crucificar. Pero después tuve mucho tiempo para pensar en la situación, y ahora comprendo que cometí un grave error. La forma más segura de divulgar una fe es hacer mártires. La gente empieza a pensar que si un hombre está dispuesto a morir por sus creencias, debe tener algo por lo que vale la pena esa muerte. Y se quieren incorporar. Por otro lado, el martirio es la forma más segura de poner el nombre en los libros de historia.
—Usted se muestra muy cínico —apuntó Simón.
—Yo era un político —contestó Pilato—. Cualquier soldado de guardia sabe más sobre la gente que ningún psicólogo con una docena de diplomas.
Y desapareció, aunque su sonrisa quedó en el aire durante un minuto, como la del gato de Cheshire.