12
EL PLANETA DOKAL

El hogar es donde está la cola, dice un viejo refrán de Dokal.

Había un buen motivo para ello. Los dokalianos se parecían mucho a los terrícolas excepto por un detalle. Tenían largas colas prensiles, de más de dos metros de longitud y sin pelos desde un extremo al otro, rematadas en un penacho largo y sedoso.

Simón fue atrapado por algunos machos de aspecto rudo y empujado a un hospital. El perro trotó a sus pies y la lechuza se le posó en el hombro derecho. Simón confiaba que Chworktap mirara por la pantalla y viera lo que estaba ocurriendo. Pero probablemente estaba dedicada a examinar las partes de Tzu Li para saber si eran más grandes que el todo.

—Buena suerte, Chworktap —murmuró Simón—. Cuando salgas a buscarme, puedo ser sólo un montón de piezas, imposible de rearmar.

Simón fue ingresado en un gran edificio de piedra. El y sus animales quedaron en un gran cuarto del séptimo piso y la puerta fue cerrada. Simón miró a través de uno de los ventanales. La plaza cercana estaba llena de gente y la mayoría miraba hacia su ventana. A través de dos torres altas consiguió ver la proa de su nave espacial. Alrededor había guardias con lanzas, y a alguna distancia otra multitud.

Entre otros edificios pudo ver un camino pavimentado que llegaba desde el campo. En él había camiones y vehículos de pasajeros, impulsados a motor.

La puerta se abrió y alguien empujó un carrito de ruedas que contenía alimentos. Quien empujaba era una joven de buena apariencia que vestía sólo una delgada túnica escarlata y una falda muy corta color topacio. La ropa estaba abierta por detrás para dejar salir la cola. La joven destapó al mismo tiempo tres platos, dos con las manos y otros con el extremo de la cola. Salía un vapor de los alimentos. «Anubis» se agitó; «Atenea» voló hasta el borde de un plato y comenzó a comer. Cuando la mujer se fue, Simón dio al perro uno de los platos y se puso a comer con entusiasmo. No sabía qué alimentos eran y creyó mejor no saberlo. En todo caso, no podía preguntar por su naturaleza. También bebió de una alta copa de cristal. El licor era amarillo, espeso y dulce. Antes de haberlo terminado sintió su cerebro entumecido.

Por lo menos, no lo hacían morir de hambre.

Al final de la semana Simón podía atender ya una conversación simple. A las tres semanas podía comunicarse bastante bien como para preguntar cuándo sería puesto en libertad.

—Después de la operación —contestó Shunta, que era la intérprete.

—¿Qué operación? —preguntó Simón, empalideciendo.

—No podemos dejarte salir a la calle hasta que seas provisto de una cola. A nadie se le permite vivir con privaciones en nuestra sociedad, y verte así disgustaría a la gente. Yo soy doctora, así que a mí no me afecta… demasiado… una persona sin cola.

—¿Y para qué quiero una cola?

—No bromees.

—Siempre me las arreglé sin cola.

—Eso se debe a que no conociste cosas mejores —replicó Shunta—. Pobrecito.

—Bien —dijo Simón, enrojeciendo—. ¿Y si me niego?

—A decir verdad —contestó Shunta después de un instante de asombro— pensábamos que habías venido aquí a conseguir una.

—No. Vine aquí a obtener respuestas a mis preguntas.

—¡Ah! ¡Uno de ésos! —dijo Shunta—. Muy bien, querido Simón, no habremos de forzarte. Pero deberás dejar este planeta inmediatamente.

—¿Tenéis hombres sabios? —preguntó Simón—. ¿O mujeres sabias? —agregó rápidamente, tras haber visto que las cejas de ella se levantaban.

—La persona más sabia del planeta es el viejo Mofeislop —contestó ella—. Pero no es fácil llegar hasta él. Vive en la cima de una montaña, en el País Libre. Tendrás que viajar solo hasta allí, porque está prohibido enviar soldados. Y puede ocurrir que no vuelvas. Pocos vuelven.

El País Libre, descubrió, era un territorio de un tamaño cercano al de Texas, compuesto sobre todo de montañas y bosques espesos, animales salvajes y personas aún más salvajes. Los delincuentes, en lugar de ser enviados a la cárcel, eran depositados allí e instruidos para que no volvieran. Además, todo ciudadano disgustado con su gobierno o con la sociedad estaba en libertad de irse allí. A veces se le pedía sin mucha amabilidad que lo hiciera.

—Hmmm —reflexionó Simón—. ¿Cuánto hace que existe esa institución?

—Unos mil años.

—¿Y cuánto ha durado vuestra civilización en su estado actual? Es decir, ¿durante cuánto tiempo han existido las mismas costumbres y la misma tecnología?

—Unos mil años.

—¿Así que no se han hecho progresos en un milenio?

—¿Y para qué? —replicó Shunta—. Somos felices.

—Pero habéis enviado no sólo a vuestros criminales, sino también a la gente más inteligente, la más insatisfecha, al País Libre.

—Funciona bien —explicó ella—. Por un lado, no tenemos que utilizar dinero oficial para alimentar y albergar a los delincuentes. Ni tenemos que afrontar tampoco el problema ético de la pena de muerte. Los del País Libre se matan entre sí, pero nadie les obliga a hacerlo. En cuanto a tu acotación poco perspicaz sobre los «más inteligentes», eso se contesta fácilmente. Una persona inteligente se adapta a su sociedad, no pelea contra ella.

—Ahí tienes algo de razón —admitió Simón—. Aunque no sé cuánta. En cualquier caso, tengo una elección clara. De paso, ¿has oído hablar de mi nave espacial?

—La mujer no nos deja entrar en la nave, pero está tomando lecciones de idioma a través de la escotilla. Le explicamos por qué te retuvimos, y cuando terminó de reírse dijo que te esperaría. También dijo que te envía su amor.

—¡Pues vaya amor!

Suspiró y agregó:

OK. Accedo a la operación, con la condición de que la cola será amputada antes de que yo me vaya. Y debo hablar con Mofeislop.

—¡Oh, adorarás tu cola! —exclamó Shunta—. Y verás qué tonta es esa idea de la amputación. Tu actitud es la de un ser de dos dimensiones que tiene temor de la tercera.

Simón salió de la anestesia a la noche del día siguiente. Tuvo que permanecer boca abajo durante varios días, pero en el tercero se le permitió moverse. Al sexto día le quitaron las vendas. Se quedó de pie y desnudo frente a un espejo mientras enfermeras, médicos y funcionarios decían Ah y Oh a su alrededor. La cola era larga y espléndida; surgía de un compacto grupo de músculos que le habían injertado también en la base de la columna vertebral. Podía moverla sólo un poco, pero le aseguraron que en una semana la podría manejar como cualquier nativo, excepto para colgarse de una rama. Eso lo podían hacer sólo los niños y los atletas.

Tenían razón. Pronto Simón tuvo el placer de descubrir que podía esgrimir una cuchara o un tenedor y alimentarse utilizando la cola. Tuvo que enviar a «Anubis» a otra habitación, sin embargo, porque el perro quedó inquieto. Y varias veces «Anubis» no podía resistir la tentación de apresar la cola con sus dientes. Simón tuvo que aprender a tenerla extendida hacia arriba cuando el perro estaba cerca.

La vida en Dokal estaba arreglada para acomodar la cola, desde luego. Las sillas dejaban un espacio entre el asiento y el respaldo para meter las colas. La parte trasera de los asientos de automóviles estaba abierta. Una secretaria no sólo escribía a máquina sino que barría el piso al mismo tiempo. Y no hacían falta cepillos largos para rascarse la espalda. Los albañiles manejaban cinco ladrillos por cada tres que podía manejar un terrícola. Un soldado dokaliano era un guerrero terrible, que blandía una espada o un hacha con el extremo de la cola. Simón, al ver a algunos en combates figurados, se alegró de que en la Tierra no hubiera existido una especie con la cola al mismo tiempo que la suya. En ese caso, habría eliminado al Homo Sapiens antes del comienzo de la historia. Aunque eso no habría significado mayor diferencia a la larga, pensó. A todo efecto práctico, el Homo Sapiens ya era una especie extinta.

Una semana más tarde, Simón encontró otro uso para su cola, aunque no le sorprendió. Fue invitado a una fiesta ofrecida por el gobernante de la nación en la cual había irrumpido. Estaba sentado a la mesa, a la derecha del gobernante, del Auténtico Gran Cola. Como un signo del aprecio que ahora se sentía por Simón, era alimentado con una cuchara manejada por la cola del Auténtico Gran Cola. A la derecha de Simón, la hija del gobernante, una encantadora joven llamada Tunc, se ocupaba de llenar su copa. Después de numerosos brindis, Simón se preguntó si no estaría perdiendo control sobre su cola. Sintió como un penacho peludo que subía y bajaba por sus muslos y después, cuando se quedó quieto, sintió que los pelos le hacían cosquillas en el sexo. Tanteó detrás de él con una mano torpe, atrapó la raíz de la cola y deslizó su mano. Procedía justo de allí.

Tunc le sonrió, y a él le penetró en el cerebro, congelado por el vino, la idea de que ella estaba jugando con él a las colas. Tuvo la idea efímera de que traicionaría a Chworktap si respondía a Tunc. Pero no era culpa suya que ella prácticamente lo hubiera echado del Hwang Ho y se hubiera rehusado después a reunirse con él. Aunque con algunas dificultades, movió su cola debajo de la mesa y la hizo subir hasta los muslos de Tunc. Por lo menos, pensaba que eran de ella. La mujer sentada al lado de Tunc, la madre del Auténtico Gran Cola, abrió la boca y se sentó más derecha. Pero después le sonrió. Probablemente tenía gases.

No había estado en la cama de su lujoso departamento más de diez minutos cuando se abrió la puerta. Tunc entró, se quitó la túnica y la falda, se metió en la cama junto a él. A esta altura Simón había reconsiderado la ética de la situación. Chworktap era honesta con él, incluso si lo había empujado transitoriamente al exilio. ¿Podía él, en conciencia, ser deshonesto con ella?

Por otro lado, ¿a Chworktap le importaría algo?

Y además, vuelta a empezar, no quería herir los sentimientos de Tunc.

Ella se acurrucó a su lado, lo besó, y con el extremo de su cola le acarició la garganta, el pecho, el estómago, la parte interior de sus piernas y cosquilleó sus genitales.

Del disgusto él pasó a la repugnancia: una repugnancia a lastimar los sentimientos de ella.

Simón le hizo dar la vuelta y se puso encima, descubriendo que la cola aportaba realmente otra dimensión. ¿Cómo había podido vivir sin ella? Ya vería cuando le contara a Chworktap sobre esto; no, mejor no le contaría.

La cola de Tunc subió desde las piernas y el extremo se introdujo en el orificio más próximo. Está era una experiencia nueva aunque agradable y hasta extática para él. Usó su cola para ponerse a la recíproca.

Tunc gimió y jadeó, hizo todas las cosas que los amantes hacen una y otra vez sin que la novela se agote. Simón hizo lo mismo, aunque procuró evitar la cola de ella cuando la sintió en su boca. El orgasmo, sin embargo, no se preocupa de las molestias, y llegó a superar esa momentánea repulsión.

Cuando Tunc atravesó la puerta hacia afuera, la contempló irse, contento de que se fuera. Una petición más y el honor de la Tierra habría quedado oscurecido. Empañado, por lo menos.

Se levantó de la cama y se lavó los dientes. Al otro lado de la inmensa habitación escuchó un golpe. Se irguió y dijo:

—¡Ya no, Tunc!

Pero la puerta se abrió y mostró a Agnavi, la abuela de Tunc.

Simón gruñó y agregó:

—No quiero herir sus sentimientos, Majestad. Pe ro no puedo ni enderezar mi cola.

Agnavi quedó desilusionada, pero sonrió cuando Simón le prometió una Función Real para el día siguiente. Entretanto, dulces sueños. Era una mujer agradable, con la paciencia de la edad mediana.

Simón no durmió bien, sin embargo. Tuvo otra de esas pesadillas repetidas, en las que miles de personas le hablaban al mismo tiempo. Y los rostros de su padre y de su madre se veían más y más cerca.