19
FUERA DE LA SARTÉN
Simón lloró mucho en su viaje hasta el planeta siguiente. «Anubis» gemía. Era un fiel espejo de los sentimientos de su amo. Por otro lado, «Atenea» era tan feliz como puede llegar a serlo una lechuza. Estaba contenta de haberse librado de Chworktap. La ponía nerviosa, y ella a su vez ponía nerviosa a «Atenea», y esto aumentaba los nervios de Chworktap. Su relación era lo que los hombres de ciencia podrían llamar «aporte negativo». Era también la relación entre Simón y Chworktap, pero ellos preferían denominarla amor en ruinas.
Simón nunca olvidó a Chworktap. A menudo pensaba en ella, y cuanto más tiempo pasaba, mejores eran sus recuerdos. Era fácil amarla siempre que no estuvieran ambos en una pequeña habitación, veintitrés horas por día.
Entretanto, Simón vagó de un mundo a otro mientras la leyenda del Vagabundo del Espacio crecía. A menudo la leyenda le precedía, y cuando llegaba a cierto planeta se descubría dueño de una celebridad instantánea. No le importaba. Significaba ser agasajado e invitado a unos tragos y elogiado sin discriminación por su forma de tocar el banjo. Asimismo, hembras de varias especies —algunas de ellas con seis piernas o con tentáculos— estaban ansiosas de llevarlo a la cama.
Simón se dio cuenta de que cuanto más penetraba en esa zona del espacio, mayor era la vitalidad sexual. Todos, incluido él mismo, parecían estar penetrados por la lujuria. La Tierra le había parecido un planeta obsesionado por el sexo, pero ahora sabía que, relativamente, los terrestres eran unos eunucos.
—¿Por qué ocurre? —preguntó Simón una noche a Texth-Wat. Esta era una gran cosa redonda con seis vientres, todos los cuales debían ser impregnados dentro de un período de sesenta minutos para que pudiera quedar embarazada. Tenía una personalidad agradable, sin embargo.
—Es por las grandes burbujas azules, querido —contestó—. Cada vez que aparece una por la galaxia, nos pasamos en la cama una semana. Arruina la economía, pero no se puede tener todo.
—Si vienen sólo de un sitio —comentó él—, su efecto debe ser más débil a medida que se alejan del punto de origen. Me pregunto si habrá vida en los planetas del otro borde del universo.
—No lo sé, querido —contestó Texth-Wat—. ¿No terminaste todavía, no?
Simón había estado viajando por el espacio unos tres mil años cuando aterrizó en el planeta. Shonk. Fue arrestado al salir de la nave y encerrado en un sitio que haría parecer lujosa a una cárcel mexicana. Fue convicto y sentenciado sin los formalismos de un juicio, ya que su culpabilidad era obvia. La acusación era exhibiciones obscenas. En Shonk, la gente iba desnuda, excepto en la cara, que se cubría con máscaras. Como los aparatos genitales no diferían mucho en tamaño ni forma, ni podían tampoco ser usados para distinguir a una persona de otra, los shonks consideraban los rostros como sus partes pudendas. Los shonks reservaban la gloria de esas partes solamente para los respectivos cónyuges. Muchos hombres y mujeres habían perdido para siempre su reputación por haber mostrado accidentalmente la cara.
—¿Qué condena me han dado? —preguntó Simón apenas hubo aprendido el idioma.
—Perpetua —dijo el guardia.
—¿Cuánto es eso?
El guardia puso cara extraña, pero contestó:
—Hasta que se muera. ¿Qué otra cosa podría ser?
—Yo confiaba en que la longitud de la vida pudiera ser legalmente definida —reflexionó Simón.
Por lo menos tenía un espléndido paisaje a través de los barrotes de hierro. Había un gran lago con peces voladores que brillaban con fosforescencia en la noche, y más allá había montañas cubiertas de árboles con flores multicolores y aún más allá la inevitable torre en forma de corazón de Clerun-Gowph. A los cuatro años el escenario palideció, sin embargo.
Simón decidió que debía esperar sentado. Algún día, los elementos debilitarían los ladrillos y el cemento en que se sujetaban los barrotes metálicos. Apartaría esas rejas y daría una carrera veloz hasta la nave. Lo bueno de ser inmortal es que uno adquiere un montón de paciencia.
Al final del quinto año, una nave espacial bajó en el lago. Simón debió alegrarse, porque existía la probabilidad de que los viajeros lo rescataran. Pero no se alegró. Esa nave emitía el peculiar brillo anaranjado que caracterizaba a las de los hoonhors.
—¡Oh, oh! —exclamó Simón—. ¡Finalmente me atraparon!
Poco después, los hoonhors salieron. Tenían casi tres metros de alto, con la piel verde y forma de cae, tus. También tenían espinas en todo el cuerpo, largas y afiladas como espinas de cactus. Era por esto que todos consideraban a los hoonhors como una especie muy particular, aunque la verdad era al revés.
Aparte de su apariencia estética, eran más astutos que Simón. Habían examinado la situación, decidieron que lo sabio era hacer en Shonk lo que los shonks hacían, y cubrieron con máscaras sus partes superiores. Lo que los shonks ignoraban era que el rostro de los hoonhors estaba en la parte inferior del cuerpo. Las salientes que los shonks creían narices eran realmente los genitales, y viceversa.
Al día siguiente los hoonhors, tras haber conferenciado con los shonks, aparecieron en la puerta de Simón. Los funcionarios shonks relucían con sus cuentas de vidrio, que los hoonhors parecían haberles entregado como rescate de Simón. Los funcionarios olían además a whisky barato. Simón fue escoltado hasta la nave y llevado frente al despacho del capitán.
—Por lo menos no podrán decir que no les di a ustedes, hijos de perra, algo a cambio de su dinero —dijo Simón. Estaba dispuesto a morir como un terrestre, por lo menos en teoría. Con dignidad y con actitud desafiante.
—¿De qué me está hablado? —preguntó el capitán.
—Finalmente me atraparon.
—No sé cómo podríamos haber hecho eso. Ni siquiera lo perseguíamos.
Simón quedó atónito. No sabía qué contestar.
—Siéntese —ordenó el capitán—. Sírvase un trago y un cigarro.
—Prefiero estar de pie —replicó Simón, aunque no explicó por qué.
—Fuimos felices cuando encontramos a un terrestre en esta parada olvidada por Dios —dijo el capitán—. Creíamos que los terrestres eran ya una especie extinguida.
—Ustedes deberían saberlo.
El capitán se puso verde oscuro. Debe de estar ruborizándose, pensó Simón.
—Los hoonhors siempre hemos sentido culpa y vergüenza por lo que hicimos a los terrestres —explicó—. Aunque ahora la Tierra es un hermoso planeta limpio, y no lo sería si no fuera por lo que le hicimos. Sin embargo, ésa fue culpa de mi antecesor, y no podemos ser responsabilizados por lo que ellos hicieron. Pero hemos formulado una sincera petición de disculpas. Y nos gustaría saber qué podemos hacer por usted ahora. Le debemos mucho.
—Es un poco tarde para recompensas —replicó Simón—. Pero quizá puedan hacer algo por mi. Si pueden informarme dónde viven los Clerun-Gowph. olvidaremos cuentas viejas.
—No es ningún secreto, por lo menos para nosotros —contestó el capitán—. Si usted no nos hubiera tenido tanto miedo, se habría ahorrado tres mil años de búsqueda.
—El tiempo pasa rápido —continuó Simón—. OK. ¿Dónde está?
El capitán tomó un mapa celestial y marcó el objetivo con una X.
—Ponga esto en la computadora, y lo llevará directamente allí.
—Gracias —dijo Simón—. ¿Han estado ustedes allí?
—No hemos estado y no estaremos —manifestó el capitán—. Está fuera de los límites, es tabú, está prohibido. Hace muchos milenios una nave nuestra desembarcó allí. No sé bien lo que ocurrió, porque la información es reservada. Pero después de que la nave rindió su informe, las autoridades ordenaron que todas las otras naves se mantuvieran apartadas de ese sector del espacio. He escuchado algunos curiosos rumores sobre lo que hallaron los exploradores, pero, ciertos o no, son suficientes para convencerme de que suprima mi curiosidad.
—¿Muy malos? —preguntó Simón.
—Muy malos.
—Quizá lo horrible sea que los Clerun-Gowphs tengan la respuesta a la Pregunta Especial.
—Dejaré que usted lo averigüe —concluyó el capitán.