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LA REINA MARGARET

El Vagabundo del Espacio había estado pensando en irse. No había aquí mucho para él. Los shaltonianos no tenían siquiera una palabra para filosofía, sin contar la ontología, la epistemología y la cosmología. Sus intereses estaban en otro lado.

Cuando descubrió lo de la rotación de antepasados, sin embargo, decidió quedarse un poco más. Tenía curiosidad sobre la forma en que ese fenómeno único moldeaba la estructura extraña y compleja de la sociedad de Shaltoon. Además, para ser sincero, tenía una razón egoísta para no querer irse. Le gustaba ser agasajado, y el planeta siguiente podría tener críticos menos admirativos.

Lo primero que Simón descubrió en sus investigaciones fue que la rotación de antepasados provocaba una gran resistencia al cambio. Esto no sólo era inevitable sino también necesario. La sociedad tenía que funcionar de un día al siguiente, las cosechas debían ser cultivadas, cosechadas y transportadas, la administración del gobierno y de los negocios debía ser cumplida, el manejo de escuelas, hospitales y cortes debía continuar. Para que eso fuera posible, una familia conservaba la misma línea de trabajo o de profesión. Si un antepasado de mil generaciones atrás era cavador de pozos, uno también lo era. No existía la confusión de que un herrero fuera reemplazado un día por un juez y otro por un basurero.

El gran problema para manejar este tipo de sociedad era el deseo de todo antepasado de vivirlo en su día de posesión. Naturalmente, él o ella no quería perder su tiempo trabajando cuando podía estar comiendo, bebiendo o copulando. Pero todos entendían que si se le dejaba conducirse de acuerdo a sus deseos, la sociedad se vendría abajo y los portadores se morirían de hambre en poco tiempo. Así que, a regañadientes, todos hacían un día de trabajo de ocho horas y después de salir se volcaban a la orgía. Casi todos lo hacían. Alguien tenía que cuidar a las criaturas recién nacidas y a los niños y alguien tenía que trabajar en las granjas el resto del día.

La única forma de manejar esto era que los esclavos se ocupasen de los niños y finalizaran con la labranza y las tareas del campo. En Shaltoon, la ley decía que ser una vez esclavo era serlo para siempre. Y sin embargo, ¿cómo se consigue que un esclavo ancestral trabaje todo el día en el único día, en quinientos años, en que le toca hacerse cargo de un portador? Para empezar, ¿quién habrá de supervisarlo? Ningún hombre libre querría invertir su precioso tiempo en supervisar a los ilotas. Y un esclavo que no fuera vigilado habría de zafarse.

¿Cómo se castiga a un esclavo si posterga el trabajo para disfrutar? Si es colgado, se mata también a miles de inocentes. Y además se reduce el número de esclavos, de los cuales, para empezar, no había suficientes. Si se le castiga, se castiga también a un inocente. Al día siguiente de los azotes el hombre o mujer culpable se quedaría en su celda, inutilizado por el dolor. El pobre diablo siguiente sería el que sufriría. Se quejaría de ser castigado por algo que no había hecho y su moral se vendría al suelo.

Las autoridades reconocían que ésta era una situación peligrosa. Si una cantidad suficiente de esclavos se enojara lo suficiente como para rebelarse, podrían hacerse cargo fácilmente del poder mientras sus amos estuvieran borrachos en medio de una orgía nocturna. La única forma de impedirlo era duplicar la cantidad de esclavos. De esta manera, un esclavo utilizaría cuatro horas hasta el segundo turno, y después iría a divertirse mientras otro esclavo tomaba su lugar. Esto tenía sus inconvenientes. El esclavo que se hiciera cargo de las últimas cuatro horas habría estado divirtiéndose en su tiempo libre y no estaría en condiciones de trabajar con eficacia. Pero esto no podía ser evitado.

Los esclavos adicionales necesarios tenían que ser conseguidos entre los hombres libres. Así las autoridades dictaron leyes por las que un hombre podía ser esclavizado si escupía en la acera o si estacionaba mal su caballo y coche. Hubo protestas y manifestaciones contra esta legislación, desde luego. El gobierno las esperaba y hasta confiaba en ellas. Arrestaron a los rebeldes y los convirtieron en esclavos. La sentencia se hizo retroactiva: todos los antepasados se convirtieron también en esclavos.

Simón habló con una cantidad de esclavos y descubrió que era cierto lo que había sospechado. Casi todos los esclavos recientemente creados provenían de las clases pobres. Los pocos de las clases superiores habían sido liberados. De una manera u otra, los policías nunca vieron que un banquero, un juez o un hombre de negocios escupieran en la acera.

Simón quedó preocupado cuando descubrió esto. Había muchas leyes que él ignoraba y podía ser esclavizado si cometía algo indebido en presencia de un policía. Le aseguraron, sin embargo, que él no estaba sujeto a esas leyes.

—No, mientras se vaya en un par de semanas —le dijo su informante—. No le querríamos como esclavo. Tiene muchas ideas extrañas. Si se quedara mucho tiempo, podría difundirlas y contagiar a demasiada gente.

Simón no formuló comentarios. La analogía entre nuevas ideas y enfermedades mortales no era nueva para él.

Uno de los escritores favoritos de Simón era un autor de ciencia ficción que se llamaba Jonathan Swift Somers III. Había escrito un relato sobre el paralelo entre enfermedades e ideas. En su cuento Quarantine! (Cuarentena) un terrestre había desembarcado en un planeta desconocido. Estaba ansioso por estudiar a esos seres extraños, pero no le dejaban salir de su nave espacial hasta hacerle un examen médico. Al principio, pensó que sospechaban que pudiera traer gérmenes que ellos no estuvieran en condiciones de combatir. Después que aprendió su lenguaje, le dijeron que no era así. Los extraños seres habían perfeccionado mucho tiempo antes una panacea contra las enfermedades de la carne. Pero estaban preocupados porque él pudiera perturbar su sociedad, quizá destruirla, con pensamientos mortíferos.

Los funcionarios aduaneros, utilizando corazas mentales de plomo, interrogaron al terrestre minuciosamente durante dos semanas. Él transpiraba mientras hablaba, porque el método local de prevención de enfermedades, eficaz en un cien por ciento, era matar a la persona enferma. Su cuerpo sería quemado y las cenizas enterradas en una tumba sin marcas.

Después de dos semanas de tormento, el oficial principal dijo, sonriendo:

—Ahora puede circular entre nuestra gente.

—¿Quiere usted decir que tengo una célula de salud limpia? —preguntó el terrestre.

—Nada de preocuparse —dijo el oficial—. Hemos escuchado todas sus ideas. No hay una sola en la que no hubiéramos pensado hace diez mil años. Usted debe provenir de un mundo muy primitivo.

Jonathan Swift Somers III, como la mayoría de los grandes escritores americanos, había nacido en el Medio Oeste. Su padre había sido un poeta ambicioso, cuya obra épica inconclusa no había sido impresa hasta mucho después de su muerte. Simón hizo una vez un peregrinaje hasta Petersburg, Illinois, donde el gran hombre estaba enterrado. El monumento era una silla de ruedas, hecha de granito y con alas. Debajo estaba el epitafio.

JONATHAN SWIFT SOMERS III

1910-2001

No necesitaba piernas

Somers había estado paralizado desde los diez años de edad. En aquellos días no existía una vacuna contra la polio. Somers nunca dejó la silla de ruedas en su, aldea natal, pero su mente viajaba por el universo. Escribió cuarenta novelas y doscientos cuentos cortos, la mayoría sobre aventuras espaciales.

Sus libros sobre la Luna y sobre Marte eran leídos mucho después de que los viajes hasta allí fueran ya aburridos. No importaba que Somers estuviera totalmente equivocado sobre esos sitios. Sus libros eran poéticos y dramáticos; la gente que retrataba yendo allí parecía más real que la que realmente iba. Al menos, parecía más interesante.

Somers pertenecía a la misma escuela literaria que el gran novelista francés Balzac. Este sostenía que podía escribir mejor sobre un sitio si no sabía nada sobre él. Invariablemente, cuando llegaba a un sitio que él hubiera descrito en un libro, quedaba desencantado.

Simón estaba preocupado de que él también pudiera inquietar a los shaltonianos. Es cierto que nunca les propuso nuevas ideas. Todo lo que hizo fue formular preguntas. Pero a menudo éstas podían ser más peligrosas que la propaganda. Llevaban a nuevos pensamientos.

Parecía, sin embargo, que no habría de colocar ninguna novedad en las mentes de los shaltonianos. Los adultos nunca andaban cerca por más de un día. Los jóvenes estaban demasiado ocupados, jugando y educándose para el día en que les dieran posesión de sus cuerpos.

Hacia el final de su visita, en una espléndida mañana soleada, Simón dejó la nave para visitar el Templo de Shaltoon. Intentaba pasar el día estudiando los ritos que se cumplían allí. Shaltoon era la diosa principal del planeta, cuyo equivalente terrestre más cercano era Venus o Afrodita. Caminó por las calles, que encontró curiosamente vacías. Se estaba preguntando qué pasaría cuando fue sacudido por un grito salvaje. Corrió a la casa de donde provenía y abrió la puerta. Un hombre y una mujer se peleaban a muerte en la habitación delantera. Simón tenía como regla no interferir en una disputa entre marido y mujer. Era una buena regla, pero ningún humanitario podría cumplirla. En un minuto más, uno u otro en esa pareja sangrante y golpeada podría estar muerto. Saltó en medio de ellos y después saltó afuera para salvarse y corrió para cuidar su vida. Ambos se habían volcado contra él, lo que era de esperar.

Como era seguido por la calle, siguió corriendo. A medida que corría, escuchaba gritos y quejidos en las casas por las que pasaba. Al girar en una esquina, chocó contra una multitud vociferante, cada uno de cuyos integrantes parecía dispuesto a matar a quien estuviera a su alcance con puños, cuchillos, lanzas, espadas y hachas. Simón se dio la vuelta y corrió hacia la nave. Cuando la puerta estuvo cerrada tras él, se arrastró hasta la enfermería —«Anubis» lo seguía con gemidos y lamidas—, donde se vendó sus diversas heridas y cortes.

Al día siguiente se aventuró afuera con cautela. La ciudad era un revoltijo. Cadáveres y heridos cubrían las calles, mientras los bomberos estaban apagando todavía los fuegos que habían comenzado el día anterior. Sin embargo, nadie parecía beligerante, así que paró a un ciudadano y le preguntó por la debacle del día anterior.

—Era el Día Shag, tonto —comunicó el ciudadano, que siguió su camino.

Simón no estaba muy afectado por la grosería. Muy pocos de los nativos parecían de buen humor cuando estaban sobrios. Esto se debía a que el cuerpo del portador era continuamente maltratado por los antepasados rotativos. Cada uno tenía que conseguir todo el disfrute posible en el tiempo autorizado entre el silbato de partida y la campana de cierro. El resultado era que lo primero que sentía el antepasado cuando tomaba turno era un terrible dolor de cabeza. Esto duraba todo día, haciéndole cansado e irritable hasta que tenía la posibilidad de matar el dolor con bebida.

De vez en cuando, el cuerpo caía en un colapso y era llevado a un hospital por ambulancias con asistentes borrachos y atendido allí por médicos y enfermeras que también estaban borrachos. El pobre diablo que tenía la posesión de ese día estaba demasiado enfermo para hacer otra cosa que yacer en cama, gruñendo y maldiciendo. La idea de que desperdiciaba su precioso y escaso día con la convalecencia de otro le ponía aún más enfermo.

Así que el Vagabundo del Espacio no se extrañó del mal humor del ciudadano. Siguió caminando y encontró a una mujer, sumamente vendada, pero excepcionalmente amable.

—Todos, si uno retrocede algunos miles de años, tenían los mismos antepasados —dijo—. Así que, cada mil años, más o menos, llega un día en que un mismo antepasado entra en posesión de muchos portadores. Esto les ocurre habitualmente a sólo unos pocos, y podemos arreglárnoslas con la mayor parte de esas coincidencias. Pero hace unos cinco mil años, Shag, una poderosa personalidad nacida en la Vieja Edad de Piedra, se hizo cargo de más de la mitad de le población en un día determinado. Como era un hombre extremadamente autoritario y violento que se odiaba a sí mismo, el primer Día Shag terminó con que una cuarta parte de la gente se mataba entre sí.

—¿Y qué pasó con el Día Shag de ayer? —preguntó Simón.

—Ese ha sido el tercero. Batió un récord. Las bajas llegaron a casi una mitad de la población.

Simón decidió abreviar su viaje. Se iría al día siguiente. ]Pero esa noche, mientras leía el Shaltoon Times, descubrió que la persona más sabia que hubiera vivido se haría cargo del cuerpo de la reina. Eso le excitó. Si alguien podía tener la verdad, sería esa mujer. Había tenido más turnos de rotación que nadie y combinaba la mayor inteligencia con la experiencia más larga.

El motivo de que todos supieran qué personalidad le tocaba a la Reina Margaret era la carta de rotación. Esta ya había sido elaborada para cada persona. Generalmente se la colgaba en la puerta del baño para estudiarla mientras no había otra cosa que ocupara la mente.

Simón envió una solicitud de audiencia. Obtuvo respuesta el mismo día. La reina estaría encantada de cenar con él. La ropa protocolaria era obligatoria.

Resplandeciente en el uniforme de gala del capitán del Hwang Ho, un traje azul marino con hombreras anchas, galones de oro, grandes botones de cobre y veinte medallas a la Buena Conducta, Simón apareció en la puerta principal del palacio. Fue conducido por un lord del cortejo real y por seis guardias, a través de magníficos corredores de mármol, y después por una puerta flanqueada por dos guardias que hicieron sonar largas trompetas de plata cuando él pasó. Simón apreció el honor, aunque lo dejó sordo por un minuto. Estaba aún confuso cuando le introdujeron en una habitación pequeña, pero adornada, ante una gran mesa de madera oscura lustrada. Estaba puesta con dos cubiertos y dos copas llenas de vino y gran cantidad de platos humeantes. Detrás de ella estaba sentada una mujer cuya belleza le hizo fluir la adrenalina, aunque ella no fuera estrictamente humana. A decir verdad, Simón ya se había acostumbrado tanto a las orejas puntiagudas, a las pupilas alargadas y a los dientes afilados, que su propia cara le asustaba cuando se miraba en un espejo.

Simón no escuchó la presentación porque el sentido del oído no le había vuelto aún. Se inclinó ante la reina cuando los labios oficiales dejaron de moverse, y ante un ademán se sentó a la mesa frente a ella. La cena transcurrió en forma bastante agradable. Hablaron del tiempo, un tema que Simón descubriría que rompe el hielo en cualquier planeta. Después discutieron los horrores del Día Shag. Simón se fue embriagando a medida que la cena avanzaba. Estaba en el protocolo vaciar un vaso de vino cada vez que la reina lo hacía, y ella parecía estar muy sedienta. No la culpaba. Habían pasado trescientos años desde su última copa.

Simón le contó su vida cuando ella lo pidió. Quedó horrorizada, pero también complacida.

—Nuestra religión sostiene que las estrellas, los planetas y las lunas son seres vivos —dijo—. Estas son las únicas formas de vida lo bastante grandes y complejas como para interesar a la Creatrix. La vida biológica es un derivado accidental. Podría decirse que es una enfermedad que infecta a los planetas. La vida vegetal y la animal son formas soportables de la enfermedad, como el acné o el pie de atleta. Pero cuando se desarrolla la vida inteligente y evolucionan seres con conciencia, se convierten en una suerte de microbio mortal. Los shaltonianos somos lo bastante sabios como para saberlo. Así que, en lugar de ser parásitos, nos convertimos en simbióticos. Vivimos de la tierra, pero procuramos no arruinarla. Por eso nos hemos mantenido en una sociedad agrícola. Hacemos cultivos, pero alimentamos a la tierra con excrementos. Y cada vez que echamos un árbol abajo, lo reponemos. Los terrestres, en cambio, parecen haber sido parásitos que enfermaban a su planeta. Aunque lamento mucho decirlo, fue bueno que los Hoonhors limpiaran la Tierra. Sólo tienen que echar un vistazo a Shaltoon, sin embargo, para advertir que hemos mantenido a nuestro mundo en gran forma. Estamos a salvo de ellos.

Simón no creía que la sociedad de Shaltoon estuviera más allá de todo reproche, pero creyó más diplomático estar callado.

—Dices, Vagabundo del Espacio, que proyectas viajar por todos lados hasta que encuentres respuestas a tus preguntas. Supongo que quieres conocer el sentido de la vida.

Se inclinó hacia adelante, sus ojos de un verde cálido con pupilas negras verticales que se notaban a la luz del candelabro. Su vestido quedaba abierto y Simón vio los montes de suave crema con sus puntas grandes y rojas como cerezas.

—Bien, supongo que así se podría decir —admitió.

Ella se levantó de pronto, tirando su silla contra el piso, y dio una palmada. Los mayordomos y el guardia se fueron inmediatamente y cerraron las puertas tras ellos. Simón comenzó a transpirar. El cuarto se había hecho muy cálido, y el olor a gata en celo era tan pesado que ya casi era visible.

La reina Margaret del planeta Shaltoon dejó caer su vestido al suelo. Debajo no tenía otra ropa. Su busto alto y firme era orgulloso y rosado. Sus caderas y muslos eran como una lira de puro alabastro. Brillaban con tanta blancura como si tuvieran una luz en su interior.

—Tus viajes han terminado, Vagabundo del Espacio —susurró, su voz espesa con la lujuria—. No busques más, porque ya has encontrado. La respuesta está en mis brazos.

Él no contestó. Ella dio la vuelta alrededor de la mesa hasta él, en lugar de ordenarle, como era su derecho real, venir hacia ella.

—Es una gloriosa respuesta, reina Margaret, Dios lo sabe —replicó. Sus manos transpiraban profusamente—. Habré de aceptarlo con agradecimiento. Pero debo decir, si es que puedo ser totalmente honesto, que tendré que estar mañana en camino.

—¡Pero has encontrado tu respuesta, has encontrado tu respuesta! —sollozó ella, mientras atraía su cabeza entre sus senos jóvenes y perfumados.

Él dijo algo. Ella lo mantuvo a la distancia de un brazo.

—¿Qué has dicho?

—He dicho, reina Margaret, que lo que ofreces es una respuesta tremendamente buena. Ocurre que no es exactamente la que estoy buscando en forma primordial.

La aurora se abrió como una ventana golpeada por ladrillo de oro. Simón entró en la nave espacial. Era un rollo humano empapado en cansancio, saciado, con una pungencia de gatos en celo. «Anubis» olisqueó y refunfuñó. Simón estiró una mano privada de hormonas para acariciarlo.

«Anubis» la mordió.