15
EL MOMENTO DE LA VERDAD

Simón contó esta historia a sus anfitriones. Mofeislop y Odiomzwak se rieron hasta caerse de la silla. Cuando el sabio secó sus lágrimas y se sonó la nariz, dijo:

—Así que ese Somers arribó por sí solo a la misma conclusión que yo. Debe de haber sido un hombre muy sabio.

—Así lo creyeron todos —contestó Simón—. Después de todo, hizo un montón de dinero.

En los cuatro días siguientes, Simón recorrió la zona con Odiomzwak como guía, éste renqueando y arrastrándose. Inspeccionó el gran jardín que cubría la parte del llano no cubierta por la casa. Bajó por la colina hasta otro llano inferior, a unos trescientos metros, un prado donde pastaban cabras y donde las abejas zumbaban alrededor de las colmenas. Odiomzwak ordeñó las cabras y juntó miel, y después los dos siguieron hasta un torrente lleno de cataratas. Aquí Odiomzwak revisó las trampas puestas y fue retribuido con media docena de roedores, grandes como conejos.

—Serán un buen agregado a la dieta —opinó el asistente—. Nos cansamos del queso de cabra y de un ocasional trozo de carne de cabra en nuestros guisos.

—Me he preguntado cómo se las arreglaban —dijo Simón—. Deben ser enteramente independientes, ya que están tan aislados. Pero parecen hacerlo bien. La comida es simple, pero adecuada.

—Oh, la variamos de vez en cuando —agregó Odiomzwak.

El sabio les esperaba en la terraza de la casa. Parte de ella había sido convertida en zona de recreo. Había una mesa de billar y una cancha donde amo y sirviente jugaban a la versión dokaliana del badminton. El gran telescopio de Mofeislop estaba montado en un trípode, sobre el lado este de la terraza, y el sabio estaba mirando por él cuando Simón subió la escalera. Simón se detuvo. Quedó confuso. El telescopio estaba girado hacia un lado, así que podía ver al maestro, arrodillado, con un ojo aplicado al instrumento. Sostenía su cola con una mano, y el extremo estaba en su boca.

Odiomzwak, que venía detrás de Simón, también se detuvo. Tosió fuerte. Mofeislop saltó hacia atrás, soltando el penacho de cola que había estado chupando. Enrojeció, aunque no tanto como Simón.

Entonces el sabio se rió y dijo:

—Es un hábito infantil, Simón. Nunca pude superarlo. ¿Y por qué habría de hacerlo? Lo encuentro confortable. Y ciertamente no es malo para la salud, como el tabaco.

—No le demos importancia —comentó Simón—. Yo no esperaba que usted fuera perfecto, por sabio que sea.

—Correcto —dijo Mofeislop—. La sabiduría consiste en saber cuándo evitar la perfección.

Mientras Simón trataba de digerir eso, fue invitado a sentarse en una gran silla mullida cerca del telescopio. Así lo hizo, mientras su corazón latía fuerte. Sentía que ése era el día, que ese momento era el momento. Mofeislop habría de revelar la Verdad.

Odiomzwak desapareció, mientras el sabio paseaba de un lado a otro, con las manos a la espalda, su cola agitada, su larga túnica bailoteando. Cuando el asistente reapareció con una botella de vino, Mofeislop se detuvo y dijo: «¡Ah!» Simón sabía que ésta debía ser una ocasión especial. En lugar del hediondo vino de cebollas, Odiomzwak había traído un licor de aguamiel, elaborado con la miel de las abejas del prado.

Odiomzwak puso la botella y tres vasos sobre la mesa. Mofeislop dijo:

—Será mejor que los animales vayan abajo. No queremos interrupciones.

El asistente jorobado procuró alcanzar a la lechuza, que estaba colocada detrás y encima de Simón. Pero en lugar de ir hacia él, «Atenea» lanzó un graznido y voló. Ascendió en espirales, más y más alto, hasta que se perdió bajo el sol.

—Ambos parecen incómodos —señaló Simón como pidiendo disculpas. En verdad, «Anubis» estaba acurrucado bajo la mesa y gruñendo suavemente.

—Los animales son muy sensibles —opinó el sabio—. Lo que les falta en inteligencia, está suplido por la percepción psíquica. Sienten que usted habrá de convertirse en otra persona muy diferente. Y no están seguros de admitirlo. Ese es el efecto de la Verdad.

—Lo llevaré abajo —dijo Simón. Pero cuando se levantó y caminó hacia «Anubis», el perro corrió desde la mesa y se refugió detrás de la estufa.

—Oh, entonces no importa —resolvió Mofeislop, agitando una mano—. Es sólo que yo no quería que usted se molestara por la lechuza agitándose en su hombro o por el ladrido del perro. Quería que pensara ordenadamente.

Odiomzwak fue nuevamente hacia abajo. El sabio miró a través del telescopio e hizo un chasquido con la lengua. Enderezándose, anunció:

—Se aproxima otra partida de buscadores de la Verdad. Los he estado observando durante tres días. Dos hombres y una mujer particularmente gorda. Me temo que perderá mucho peso antes de llegar aquí. La Verdad es larga y difícil.

—¿Tiene muchos visitantes?

—Unos setenta por año —informó Mofeislop—. Un promedio de tres cada dos semanas. Está bien. No son tantos que puedan suponer una molestia, y cada grupo es lo bastante pequeño como para que pueda ser manejado fácilmente.

—Me sorprende que alguien llegue —observó Simón— con el terreno difícil, las bestias y los salvajes.

—Sorpréndase, pues —dijo el sabio—. Hoy yo también estoy sorprendido. Esta es la primera mujer que veo en diez años. Las mujeres no vienen aquí a buscar la Verdad. Eso se debe a que creen que ya la saben. Y además, aun aquellas mujeres que alberguen dudas no habrán de atravesar los Bosques Yetgul para preguntarle a un hombre de qué se trata. Saben que la mayoría de los hombres son criaturas que inspiran piedad y que no son muy brillantes, por excelentes que puedan ser en ciencia, en tecnología o en las artes.

Simón comentó:

—Pero usted es la excepción, ¿eh?

—Correcto —accedió el sabio—. Hoy tendrá varias sorpresas.

—Confío en tener fuerzas suficientes para encararlas —dijo Simón—. Yo sé que, en lo profundo, soy como los otros. Hablo mucho sobre querer saber la Verdad, la busco, pero no estoy seguro de que cuando la encuentre no saldré corriendo.

—Otros han tratado de salir corriendo —contestó Mofeislop.

Se incorporó.

—Quizá usted se pregunte por qué me he aislado tanto. ¿Por qué hago tan difícil que la gente llegue hasta mí? Bien, si fuera más fácil, estaría rodeado, abrumado, con gente que clamaría por la Verdad noche y día. No me gusta mucho la gente en forma masiva y rara vez en forma individual. Pero aquí estoy tan solo que cuando llega un visitante le doy la bienvenida. Odiomzwak, como habrá notado, no es un conversador muy interesante. Asimismo, los que llegan hasta aquí realmente quieren verme; no los trae una frívola curiosidad. Y así, tengo mucho tiempo para meditar y suficientes visitantes para satisfacer mi necesidad de seres humanos. Y aquí soy el amo, el amo absoluto. El gobierno no se ocupa de mí.

Simón iba a contestar cuando sintió detrás de él el intenso olor de Odiomzwak, que pasaba largo tiempo sin lavarse. Volvió la cabeza para mirar detrás de la silla. Sonó un ruido. Gritó y comenzó a luchar mientras, al parecer lejos, «Anubis» ladraba con miedo.

Bandas, de acero habían emergido de los brazos del sillón y le sujetaban las muñecas.

—¡Así, hijo de perra, que has visto cómo me chupaba la cola! —gritó Mofeislop.

—¡No se lo diré a nadie! —gimió Simón—. ¡No me importa! Sólo quiero saber cuál es la Verdad.

—No se lo dirás a nadie —remedó el sabio, con mirada amenazadora—. Eso es cierto. Y no es que significara mucha diferencia que me hubieras visto o no. Pero no te preocupes. Escucharás la Verdad.

Odiomzwak apareció desde detrás de la silla, llevando varios afilados cuchillos de diversos anchos y largos. Esto ya era bastante para que Simón mojara sus pantalones, pero ver cómo Odiomzwak se relamía los labios lo hizo más seguro.

—Será una fiesta especial —dijo Odiomzwak—. Nunca habíamos tenido carne terrestre.

—No sólo especial —corrigió Mofeislop—. Será única. Deberías consultar el diccionario más a menudo, querido Odiomzwak.

—¿Qué importa? —contestó éste sombríamente.

—A mí me importa. Recuerda: «única» y no «especial». No somos bárbaros.

—Yo no estaría de acuerdo —intercaló Simón.

—Eso se debe a que usted está emocionalmente involucrado —señaló Mofeislop—. No ha conseguido aún la fría objetividad del verdadero filósofo.

Mofeislop hizo un gesto a su ayudante para que pusiera los cuchillos en la mesa. Se sentó en una silla frente a Simón y juntó las puntas de sus dedos. La forma resultante era la de un campanario de iglesia. A Simón le pareció la boca ansiosa de un tiburón.

—Supongo que usted no será un sucio ateo —dijo Mofeislop.

—¿Qué? —se sorprendió Simón. Y después—: ¡Claro que no!

—¡Bien! —exclamó Mofeislop—. He comido a muchos de ellos, y todos tenían un gusto rancio muy desagradable. La actitud de cada persona determina la composición química de su carne. ¿No lo sabía? Bueno, pues ahora lo sabe. Y me agrada comprobar que, aunque fuma, no fuma mucho. Quizás haya notado el ligero gusto a tabaco de la carne del guiso que comió el día de su llegada. Ese fue su predecesor. Era un adicto a la nicotina, aunque no un ateo, debo señalarlo con satisfacción. En ese caso habría sido casi incomible.

—Estoy al borde del vómito —dijo Simón.

—Esa parece ser la reacción habitual —señaló Mofeislop alegremente—. Pero dudo que tenga mucho éxito. He arreglado las cosas para que los alimentos estén completamente digeridos en el momento en que usted afronte la Verdad.

—¿Y qué es esa Verdad? —atinó a preguntar Simón después que su estómago intentó vaciar contenidos inexistentes.

—Después de pensarlo mucho y mucho, he salido por la misma puerta, igual que aquel poeta persa, Sufi, y borracho que usted me mencionó. De la misma puerta por la cual entré. Ahora se lo diré, y no se moleste en discutir conmigo. Mi lógica es clara e indiscutible, basada en la observación de una larga vida. Es así. El Creador ha hecho este mundo solamente para proveerse a sí mismo de un espectáculo, para entretenerse. En caso contrario, encontraría aburrida la Eternidad.

Y continuó:

—Y Él consigue tanto placer en contemplar el dolor, el sufrimiento y el crimen como el que obtiene del amor. Quizá más, ya que hay mucho más odio, avaricia y crimen que amor. Igual que lo que yo disfruto contemplando por mi telescopio las luchas de quienes pelean por llegar hasta mí, lo cual es un placer sádico, lo reconozco, así El disfruta contemplando las comedias y tragedias de los seres que Él ha creado.

—¿Eso es todo? —preguntó Simón.

—Eso es todo.

—¡Pues no es nada nuevo! —exclamó Simón—. He leído un centenar de libros que dicen lo mismo. ¿Dónde están la lógica y la sabiduría de eso?

—Una vez que uno ha admitido la premisa de que hay un Creador, ninguna persona inteligente puede llegar a otra conclusión. Ahora dígame, ¿puede usted declarar honestamente, después de todo lo que ha observado, que el Creador mire a sus criaturas, humanas o no, como otra cosa que intérpretes en un drama? Malos actores, casi todos ellos, y el gran drama es escaso. Pero hago lo que mejor puedo para suministrarle una obra interesante, aunque, debo admitirlo, por motivos puramente egoístas.

Le habló a Odiomzwak:

—Trae un hacha. Ese perro puede intentar un ataque, aunque ahora se está ocultando detrás de la estufa.

El asistente desapareció. Mofeislop agregó:

—La carne de perro también es buena. Y además es una bien venida modificación en la dieta.

—¡Caníbal! —gruñó Simón.

—Realmente no —corrigió el sabio—. El canibalismo es la actitud de comerse a alguien de la propia especie, y yo no soy de la misma especie que usted. Y ni siquiera que los otros dokalianos. Difiero de ellos, he evolucionado desde ellos, diríamos, igual que ellos evolucionaron desde los monos. Mi intelecto es tan superior al suyo que ya no se trata de un problema de grado sino de índole.

—¡Bosta! —gritó Simón—. Usted tiene la misma filosofía que la de un estudiante de liceo. Pero él la supera cuando llega a la madurez.

—Cuando envejece —corrigió Mofeislop—. Envejece y teme morir. Y entonces se ríe de lo que antes pensaba, que era realmente la Verdad. Pero su risa surge del miedo: miedo de admitir que tenía razón cuando era joven.

—No me va a hablar hasta la muerte, ¿verdad?

Mofeislop sonrió.

—Usted desearía que lo hiciera.

—Le voy a decir por qué está haciendo esto —gritó Simón—. Odia a la gente porque se burlaba de usted cuando era joven. ¡No pudo quitarse el hábito de chuparse la cola!

Mofeislop pegó un salto, con los puños apretados.

—¿Quién le ha dicho eso? —gritó finalmente—. ¿Odiomzwak?

Simón sólo lo había supuesto, pero no tenía escrúpulos en mentir si con eso podía demorar el momento inevitable.

—Sí, me lo dijo esta mañana, cuando estábamos en el prado.

—¡Mataré a ese canalla repugnante! —exclamó Mofeislop. Pero se sentó, y tras una evidente lucha consigo mismo, sonrió.

—Me está mintiendo, desde luego. De todos modos, usted no se lo contará a nadie, y a Odiomzwak lo necesito.

Simón miró más allá del parapeto, hacia las montañas y los valles, y arriba hacia el cielo. El cielo estaba tan claro como la conciencia de una criatura. Un viento suave recién surgido le acariciaba la oreja. El sol brillaba tan luminosamente como la sonrisa de una madre cariñosa.

De pronto, el azul del cielo mostró algo. Las manchas se hicieron lentamente más grandes y Simón vio que eran buitres. Debían estar a muchos kilómetros de distancia, describiendo grandes círculos, buscando. No había habido nada para ellos hasta pocos minutos antes, y aquí estaban. La frecuencia de paz y de tranquilidad se había modificado súbitamente; ingresaban a la corriente, sintonizados con la muerte.

Simón no podía evitar el pensar en términos poéticos ni siquiera en ese momento. Era una criatura de costumbres, en su mayor parte malas. Pero, por otro lado, es fácil quebrar las buenas costumbres y un infierno quebrar las malas.

El olor de Odiomzwak precedió al sonido de sus pasos. Apareció a la vista con una larga hacha afilada que apoyaba en su hombro.

—¿Mato ahora al perro?

Mofeislop asintió, y el asistente desapareció. El sabio eligió un pequeño cuchillo, curvado hacia adelante como algún bisturí de cirujano.

—¡Oiga! ¡Si me mata, morirá en una semana!

—¿Y eso por qué? —preguntó el sabio, levantando sus cejas como si fueran mortajas bajo las cuales estuviera espiando.

—¡Porque yo puse un pequeño satélite de observación antes de venir aquí! Está suspendido allí ahora, pero tan lejos que no podrá verlo. Y está captando todo lo que ocurre. Si en unos pocos días no me ve salir de aquí, se lo informará a mi compañera en la nave que está en la capital. Y ella vendrá e investigará. ¡Lo que significa que usted estará acabado!

Mofeislop miró de soslayo y dijo:

—Dudo de que me esté diciendo la verdad. Pero por si acaso… Odiomzwak, ¡ven aquí!

Simón olió de nuevo al asistente, escuchó un pequeño ruido detrás de él y las bandas de acero volvieron a entrar en los brazos del sillón. Odiomzwak quedó a su lado, con el hacha enhiesta, y Mofeislop tenía su mano puesta en el puño de una daga.

—Llame a su perro —dijo Mofeislop— y llévelo adentro. Pero muévase despacio, y nada de triquiñuelas.

Odiomzwak gimió.

—Podría saltar al lado, como hizo el último.

—Entonces irás detrás de él, como hiciste la última vez —dijo el sabio—. De cualquier manera, creo que sus corridas por la montaña lo mejoraron. Lo hicieron más tierno.

—No le servirá de nada matarme dentro —insistió Simón—. El satélite no le verá, pero informará que yo no salí de aquí.

—Oh, le verá salir de aquí y entrar en los bosques de Yetgul —dijo alegremente Mofeislop—. Yo estaré vestido con sus ropas y mi rostro estará maquillado para parecerse al suyo. Saldré del bosque con la apariencia de cualquier otro. Y le informaré a su socia que usted ha perecido en el camino de salida.

—¿Y cómo explicará que el perro no esté conmigo? —preguntó Simón.

—Será una gran desventaja —prosiguió el sabio—. Tendré que esquivar a los recién venidos y pedir a Odiomzwak que los retenga hasta que yo vuelva. Pero llevaré conmigo al perro. Puedo comérmelo bajo los árboles.

—No olvide traerme algunas chuletas —dijo Odiomzwak—. Sabe cómo me gusta la carne de perro.

—Lo haré.

—Ya nos está causando muchas molestias —continuó Odiomzwak—. Hay que hacerle pagar por ellas.

—Oh, pagará —concluyó Mofeislop.

Simón sintió como si su boca estuviera llena de hielo seco. Toda el agua le salía por los poros. Llamó a «Anubis», pero su voz chilló como la de un murciélago.

—Va a probar alguna trampa —anunció Odiomzwak—. Puedo olerlo. Si no fuera así, ¿por qué habría de informarnos sobre esa cosa, como se llame, allí en el cielo?

—Quiere demorar lo inevitable —comentó el sabio—. Igual que todos, prefiere vivir cualquier cantidad de malos momentos que morir en uno bueno.

—Sí, pero ese ojo del cielo ya lo ha visto sujeto a la silla y ha visto el hacha y los cuchillos.

—Le diré a esa socia que era una suerte de rito al que someto a todos los buscadores de la Verdad —dijo el sabio—. Una especie de fábula para retratar las posesiones del hombre en el universo. No te preocupes. De cualquier modo, no creo que haya realmente un satélite.

«Anubis» vino lenta y suspicazmente hacia Simón. Este lo palmeó en la cabeza y «Anubis» caminó detrás de él hasta la escalera. Odiomzwak iba delante para que él no pudiera fugarse. La daga del sabio le pinchaba en la espalda cuando llegaron a la escalera, lejos del imaginario observador. Odiomzwak, con el hacha pronta para cortar la cabeza de Simón, bajaba los escalones hacia atrás.

Simón pateó hacia atrás, sintió que su talón pegaba en «Anubis», que se quejó, y se lanzó contra Odiomzwak, con las manos abiertas. También Odiomzwak se quejó y comenzó a bajar el hacha. Simón se tiró hacia abajo; su cabeza pegó en la de Odiomzwak y éste, con Simón casi encima de él, cayó por los escalones.

Atónito, Simón se sentó al pie de la escalera. Sabía que debía incorporarse, pero no podía controlar sus piernas. Arriba, el sabio tiraba cuchilladas a «Anubis», que gruñía y le hacía pequeños avances. Alguien se quejó al lado de Simón y él miró hacia abajo. El jorobado yacía de costado, sus ojos fuera de foco.

Simón pudo finalmente controlar sus piernas y se incorporó lentamente. Mofeislop llamó al jorobado para que matara a Simón. Odiomzwak se sentó lentamente, apoyándose en una mano, mientras con la otra tocaba un costado de su cabeza. Corría sangre entre sus dedos.

Simón levantó el hacha cuando Odiomzwak se levantó. Los ojos del jorobado lo enfocaron repentinamente. Gritó. Simón blandió el hacha con el filo hacia un lado, para pegar al hombre con la parte chata. Incluso en su confusión y su desesperación, no quería matar a quien pudo ser su asesino. Y no movió el hacha tan fuerte como debía hacerlo. El hacha pegó en la pared de piedra, sin darle a Odiomzwak. Este saltó y se escapó hacia el camino.

Simón miró hacia arriba. «Anubis» tenía cercado al sabio y lo estaba haciendo retroceder. Corrió hacia el vestíbulo, aunque renqueando. Odiomzwak no estaba a la vista. Recorrió todo el vestíbulo y, cuando pasaba un portal, el jorobado saltó hacia él. Simón le puso un extremo del hacha en la cara; el hombre retrocedió, pero con una mano veloz asió el hacha. El doble de fuerte que Simón, Odiomzwak quitó el hacha de sus manos, Por un momento, sin embargo, el jorobado quedó medio aturdido. Simón atravesó corriendo el portal, vio su banjo en una mesa y lo levantó. Cuando Odiomzwak, gritando, pasó por el portal, Simón le partió el banjo en la cabeza.

Un crítico habría de decir, años más tarde, que ésta fue la única vez que Simón hizo buen uso de su banjo.

Odiomzwak cayó, y el hacha se le fue de las manos. Pero se levantó y amenazó otra vez a Simón con el hacha empuñada.

Simón siguió moviéndose hacia atrás mientras su aliento y el de Odiomzwak chirriaban como un arco sobre un violín desafinado. Las piernas de Simón parecían deshacerse en pedazos; estaba demasiado débil para correr. Además, no tenía hacia dónde correr. En tres pasos, su espalda daría a una ventana amplia y abierta.

Desde el vestíbulo, abajo, llegaban los gruñidos de «Anubis» y los chillidos de Mofeislop.

—Tu amo te necesita —alcanzó a decir Simón.

—Quizá algunos mordiscos le quiten la jactancia —dijo Odiomzwak—. Me ocuparé del perro apenas termine contigo.

—¡Socorro! —gritó Mofeislop.

Odiomzwak vaciló y giró a medias la cabeza. Simón saltó sobre él; el hacha brilló; Simón la sintió golpeando en algún lugar de su cara; se tiró al suelo. Un poco después —no podían haber pasado más que algunos segundos— recuperó sus sentidos. Estaba sentado en el suelo; el lado izquierdo de su cara había quedado aturdido; no podía ver con su ojo izquierdo. El otro ojo veía claramente, pero su confuso cerebro no podía entender lo que veía. O mejor, no entendía cómo había ocurrido lo que estaba viendo.

El hacha sangrienta estaba en el suelo. Odiomzwak retrocedía, gritando, con las manos en la cara y apretando un montón de plumas.

Entonces, Simón comprendió que «Atenea» había entrado volando por la ventana. Viendo a Simón en peligro, había atacado a Odiomzwak con sus patas y su pico.

«Está bien —pensó—. Me gustaría poder levantarme y ayudarla antes que le retuerza el pescuezo.»

Odiomzwak comenzó a girar y girar como si tratara de librarse de la lechuza por la fuerza centrífuga. «Atenea» continuaba pegándole con sus alas y rasgando su cara con los extremos de las patas. Giraron y giraron en penoso baile hasta que desaparecieron por un lado. En este caso, la parte de afuera del escenario era a través de la ventana.

Simón llegó a la ventana y se inclinó, justo para ver a Odiomzwak rebotando en un saliente. Un pequeño objeto se desprendía de él: era «Atenea», que hasta ese momento había estado agarrada a él con firmeza. Odiomzwak siguió cayendo y rebotando, «Atenea» voló en círculos por un momento; después sus alas recuperaron el dominio del aire y comenzó a volar hacia arriba, adonde estaba Simón.

Tres buitres entraron en la mira, apuntando en picado hacia Odiomzwak, cuya columna vertebral parecía ahora derecha. Parecía una pequeña muñeca que hubiera estado rellena de serrín rojo.

Simón se sentó en una silla. Se sentía como si no pudiera volver a moverse durante días. Unos gruñidos salvajes y algunos gritos, en el vestíbulo inferior, le informaron de que debía moverse en seguida. Y si no podía hacerlo, ya no podía moverse jamás. Lo cual, considerando cómo se sentía, parecía ya una buena idea.

Debajo de él se oyó un agitar de alas, y después el silencio. Simón giró. «Atenea» parecía salida de una máquina de lavar que hubiera estado llena de tinta roja. Se miraron por un momento; después la lechuza voló de la mesa al piso y se detuvo junto al hacha. Simón se dio la vuelta justo para verla recoger algo del suelo y tragarlo. Él tragó saliva y se sintió aún peor. Su ojo izquierdo había desaparecido en esa garganta.

No era momento para desmayarse. El sabio, un poco disminuido, había irrumpido en el salón. Detrás de él saltaba «Anubis», manchado de sangre, aunque Simón no podría determinar si era del perro o de Mofeislop o de ambos. En alguna parte de su recorrido el sabio había perdido la daga, y ahora estaba ansioso de conseguir una nueva arma.

La única a la vista era el hacha.

Simón se incorporó a cámara lenta. Mofeislop, cuyo proyector personal había acelerado su film, saltó hacia el hacha y se agachó a recogerla. «Anubis» clavó los dientes en la cola del sabio, cerca de la raíz. El sabio gritó otra vez, se enderezó con e] hacha en sus manos y, como un perro que tratara de morder su propia cola, describió una espiral en el piso. El hacha giraba, sin pegar a nada, aunque erró por muy poco a la lechuza, que se había lanzado contra su rostro.

Los tres cayeron hacia Simón. Él trató de apartarse, creyó haber tenido éxito, pero sintió que algo le pegaba en la raíz de su propia cola.