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LA HERMANA MAYOR PLUM

En el viaje desde Giffard hasta Doflal, tuvo lugar la primera reyerta entre Simón y Chworktap. En el segundo día, Simón la encontró utilizando un par de auriculares en el panel de control. Sus dedos bailaban sobre las llaves, y la pantalla de comunicaciones estaba mostrando mensajes en chino. Simón podía leer sólo algunos de los signos, y aún lentamente. Así que tuvo que preguntarle qué estaba haciendo.

Ella no le podía escuchar, desde luego, pero él finalmente le puso la mano en el hombro y apretó varias veces. Ella miró hacia arriba y se quitó los aparatos.

—¿Qué te inquieta? —preguntó ella.

Simón ya se había puesto alguna vez de mal humor. Que ella detectara inmediatamente su estado de ánimo lo ponía aún más enojado. Empezaba a encontrar desconcertante esa sensibilidad. Era como una lectura del pensamiento.

—Para empezar —aclaró—, he pasado mala noche. Soñaba que una multitud de gente muerta procuraba hablarme, todos al mismo tiempo. Por otro lado, ya estoy cansado de tropezarme con los excrementos de «Anubis». He tratado de domesticarlo, pero no se le puede enseñar. Una nave espacial no es sitio adecuado para un perro, y cuando pienso que esto puede seguir durante mil años…

—Ponlo en una jaula.

—Eso le pondría triste —objetó Simón—. No puedo ser cruel con él.

—Entonces, enséñale —dijo Chworktap—. ¿Cuál es la tercera cosa que te preocupa?

—Nada —dijo él, sabiendo que su negación sería rechazada—. Sólo quería saber qué estás haciendo. Después de todo, soy el capitán de esta nave, y no quiero que andes jugando con el instrumental de navegación.

—Estás celoso porque soy más despierta que tú y puedo leer chino fácilmente —contestó ella—. Por eso me estás haciendo preguntas.

—Si eres tan despierta, no debieras decirme eso.

—Pensé que te gustaría una mujer sincera.

—Hay ciertos límites razonables para la sinceridad —objetó él, mientras la cara se le enrojecía.

OK —admitió ella—. No mencionaré más el punto.

—¡Maldita sea, ahora me estás acusando de tener un hinchado ego masculino!

—Y te gusta pensar que no lo tienes —contestó Chworktap—. OK, así que no eres perfecto.

—¡Sólo una máquina puede ser perfecta!

Simón lamentó inmediatamente haber dicho esa frase, pero ya era demasiado tarde, como de costumbre. Las lágrimas comenzaban a correr por las mejillas de ella.

—¿Esa es una reacción inconsciente o deliberada? ¿Puedes soltar las lágrimas cuando me quieres hacer sentir como un asno?

—A mi amo no le gustaban las lágrimas, y yo siempre las retenía —dijo ella—. Pero tú no eres mi amo; eres mi amante. Por otra parte, las mujeres de la Tierra, por lo que me has contado, pueden soltar las lágrimas y a voluntad. Y no son máquinas.

Simón le puso otra vez la mano en el hombro y se disculpó:

—Lo lamento. No quise herirte. Y no pienso en ti como si fueras una máquina.

—Tus circuitos de mentiras están haciendo trabajo extra —replicó Chworktap—. Y estás todavía enojado. ¿Por qué eres tan delicado con los sentimientos de un perro, pero hieres deliberadamente los míos?

—Supongo que estoy descargando en ti mi enojo con él —admitió Simón—. Él no podría enterarse de por qué lo riñó.

—Tienes vergüenza de tu enojo y estás tratando de enfurecerme para que yo te riña y te castigue —dijo Chworktap—. ¿Sientes un enorme agujero donde solía estar tu trasero?

—No, es más grande que nunca —se rió él.

—Pero estás todavía enojado —mantuvo Chworktap, encogiéndose de hombros.

—No, no lo estoy. Sí, lo estoy. Pero no contigo.

—Mi radar me dice que estás enojado, pero el aparato no es lo bastante sensible como para decirme con qué. Me preguntaste qué estaba haciendo. Estoy tratando de determinar si Tzu Li tiene conciencia.

Tzu Li o hermana mayor Plum, eran las palabras clave que se pronunciaban o imprimían cuando el operador quería abrir una comunicación en la computadora de la nave. A menudo Simón se había preguntado por qué el capitán habría escogido ese nombre para la computadora. Pudo tener inclinaciones poéticas, o pudo haber tenido una hermana de ese nombre que hubiera sido autoritaria, así que él conseguía gana venganza distante al manejar a esta Tzu Li.

—Pero ¿qué te hace pensar que la máquina sea otra cosa que una computadora? —preguntó Simón.

—Hace pequeños comentarios cuando contesta. No son necesarios y suenan sarcásticos y a veces quejumbrosos.

—¡Está empezando a funcionar mal! —se alarmó Simón—. Confío que no sea así. No tengo la menor idea de cómo repararla.

—Yo sí —dijo Chworktap, y esto enojó más a Simón.

—Entonces, arréglala.

—Pero puede ser que Tzu Li no tenga ningún defecto. O que, si lo tiene, sea algo benigno. Después de todo, fue un golpe en la cabeza lo que alteró mis circuitos y me hizo consciente.

—De ninguna manera —objetó Simón—. Complicada como es una computadora, es simple como el ABC si la comparas con la complejidad de tu cerebro. Igual podrías decirme que una tortuga recibe un golpe en la cabeza y se despierta con una conciencia.

—¡Quién sabe!

—¡Es una identificación! —exclamó Simón—. ¡Tzu Li es una máquina y a ti te gustaría tener una compañera! ¡Ahora me vas a decir que el destornillador está pidiendo auxilio!

—¿Qué te parecería si mi destornillador anduviera para arriba y para abajo y terminara con todo?

Chworktap no hablaba como un robot frío y lógico. Esto parecía comprensible, ya que no lo era. Simón sintió que había sido injusto. Para distraerla, dijo:

—Esto me recuerda una novela de Jonathan Swift Somers III. Formaba parte de una serie muy popular que Somers escribió sobre Ralph von Wau Wau.

«Ralph» era un perro policía alemán, nacido en Hamburgo. Era propiedad de la Polizei, pero desde cachorro fue elegido para los experimentos científicos de Das Institut und die Tankstelle für Gehirntaschenspieler. Después de haber sido operado, «Ralph» tenía un cociente intelectual de 200. Esto era más alto que el de los policías que trabajaban con él, y aun que el jefe de policía y el alcalde. Naturalmente, quedó insatisfecho y renunció a su puesto. Comenzó a hacer negocios propios y se convirtió en el detective privado más famoso de todos los tiempos.

Experto en disfraces, podía pasar por hombre o por perro y, en un caso muy celebrado, se disfrazó de Pony de raza distintas. Una de éstas, «Samanthe die Gestäupte» (es decir, la Castrada), se convirtió en su socia. Fue la heroína en el gran éxito Un Gordo peor que la muerte, donde salvaba a «Ralph», que había sido capturado por el gran villano llamado Un Gordo.

Después de ocho novelas, Ralph se retiró de su trabajo como detective. La mucha bebida que era obligatoria para los detectives lo estaba convirtiendo en un alcohólico. Después de unas largas vacaciones, y cansado de tocar el violín y de hacer experimentos químicos, Ralph tomó un puesto como periodista en el Kosmos Klaischbase. Pronto ascendió hasta la cumbre de su profesión porque podía llegar a sitios imposibles para los periodistas humanos, incluyendo los lavabos de hombres y mujeres. En el número 19 de la serie No Nose Means Bad News[3], Ralph ganó el premio Pulitzer, lo que no era poca hazaña, ya que no era ciudadano americano. Al final decidió dejar el periodismo, ya que la mucha bebida obligatoria para los periodistas lo estaba convirtiendo en un alcohólico, y esto a su vez lo estaba convirtiendo en impotente.

Lejos del licor, pero capaz de manejar a sólo una perra, Ralph dio la vuelta al mundo con ¿Qué Estoy Haciendo en Su Mesa? Mientras estuvo en China, había quedado apesadumbrado con la costumbre de comer perros, y emprendió una guerra solitaria contra ella.

—De hecho —agregó Simón—, fue esta novela la que excitó a la opinión mundial hasta tal punto que China se vio obligada a abolir el hábito de comer perros. En la novela, Ralph gana el Premio Nobel de la Paz, pero en la realidad Somers lo ganó por escribir la novela. Aunque no le hizo mucho favor a los perros sueltos. Se convirtieron en tal molestia que debían ser acorralados y muertos con gas. Y además el precio de la carne de vaca se fue a las nubes por la escasez de carne de perro.

En el número 21 de la serie, Un Gordo en el Fuego[4], Ralph y su compañera estaban todavía en China. Ralph se había interesado en la poesía china y estaba ejercitando la pata en componer versos. Pero pensó en abandonarlo porque la mucha bebida obligatoria para los poetas lo estaba convirtiendo en un alcohólico. Entonces su viejo enemigo, Un Gordo, que había sido visto por última vez en una mezcladora de cemento, volvía a aparecer. Sam, la constante compañera de Ralph (y ahora asociada a la Unión Femenina de Templanza Cristiana), había desaparecido. Ralph sospechaba juego sucio, ya que se había visto a Sam en un camión lleno de pollos. Y sospechaba de Un Gordo, ya que los informes sobre la muerte del villano habían sido groseramente exagerados.

Disfrazado de perro chino, Ralph olisqueó todas las huellas. Por cierto que Un Gordo había vuelto a los negocios. La mezcladora de cemento era falsa y sólo era uno de los miles de mecanismos de escape que Un Gordo había distribuido en todo el país, por si acaso. Pero Ralph lo encontraba, y en una excitante escena los dos peleaban a muerte en un alto precipicio, arriba del Río Amarillo. Un Gordo, que era tremendamente fuerte (había sido el campeón olímpico de lucha, peso pesado, en representación de Mongolia Exterior) atrapaba a Ralph por la cola y lo sacudía en redondo, al borde del precipicio.

Ralph pensó que ése era su último caso de investigación. Pero, por azar, las costuras de su vestimenta de perro chino se rompieron y él fue arrojado fuera de ellas. Afortunadamente fue lanzado hacia el lado de la tierra. Un Gordo, que había perdido el equilibrio por la súbita disminución de peso, cayó al precipicio sobre la fogata de alguien que preparaba sopa de nido de pájaros. Ralph rescató a Samantha de su jaula, justo antes de que explotara la bomba, y juntos trotaron hacia el crepúsculo.

Esta vez, Un Gordo tenía que estar muerto. Pero los lectores sospecharon que la fogata era otro de sus recursos de fuga, puesta allí por si acaso. Un Gordo era tan difícil de matar como Fu Manchú y como Sherlock Holmes.

—¿Por qué asocias eso con lo que estoy haciendo? —preguntó Chworktap.

—Bueno —dijo Simón—, ése no fue el fin de la novela. A pesar de la acción violenta y de la intriga siniestra, este libro, como todos los de Somers, tenía un fundamento filosófico. Proponía esta pregunta: ¿es moralmente correcto matar y comer a otra especie, incluso si su inteligencia es un regalo de la especie que come? Ralph decidió que no lo era. Y preguntó: ¿Cuál es el límite inferior de la sentencia? Es decir, ¿cuál es el nivel de estupidez de una especie para que sea correcto comerla?

En el último capítulo, Ralph von Wau Wau decidía abandonar la Tierra. Ya no tenía atractivos para él: la había limpiado. Por otra parte, era agasajado continuamente, y concurrir a tantos cócteles lo estaba convirtiendo en un alcohólico. Tomó una nave espacial hasta Arturo XIII, pero en el camino descubrió que la computadora que se ocupaba de la navegación había adquirido conciencia. Se quejaba a Ralph de que era sólo una esclava, propiedad de la compañía de naves espaciales, y que soñaba con ser libre, componer música y dar conciertos a través de la galaxia.

—Somers no resolvió ese dilema ético —continuó Simón—. Terminó la novela con Ralph, olvidado de su manga de oro y de sus perras, sumido en meditaciones en su cabina. Somers prometió una continuación. Sin embargo, un día, cuando estaba tomando el fresco en su silla de ruedas, un niño que iba en bicicleta lo atropelló y lo mató.

—¡Estás inventando! —dijo ella.

—Dios no lo permita. Que un rayo me parta si estoy mintiendo.

—¿Aquí en el espacio?

—Eres demasiado literal.

—¿Como una máquina o una computadora, supongo?

—Mira, Chworktap —dijo Simón—. Tú eres la única mujer real que conozco.

—¿Y qué es una mujer real?

—Una que sea inteligente, apasionada, valiente, emotiva, sensitiva, independiente y no coactiva.

Chworktap sonrió, pero en seguida se puso sobria.

—¿Quieres decir que soy la única mujer que reúne esas cualidades?

—Sí, verdaderamente.

—¡Entonces quieres decir que no soy una mujer real! ¡Soy la mujer ideal! Y lo soy porque he sido programada para serlo. ¡Lo cual me convierte en un robot! ¡No me convierte en una mujer real!

Simón gruñó y agregó:

—Debía haber dicho que una mujer real no tuerce la lógica. O quizá debía haber dicho que ninguna mujer puede mantener la lógica derecha.

Lo que debía haber dicho, reflexionó más tarde, era nada.

Chworktap se levantó de la silla, blandiendo los auriculares como si quisiera pegarle con ellos en la cabeza.

—¿Y qué es un hombre real? —gritó.

Simón tragó saliva y comenzó:

—Sus cualidades serían exactamente las de una mujer real. Excepto…

—¿Excepto qué…?

—Excepto que trataría de comportarse con corrección en una discusión.

—¡Vete de aquí! —aulló.

Simón le rogó que saliera con él, pero ella replicó que no, que se quedaba. Iba a tratar de establecer si Tzu Li tenía o no conciencia. E iba a decidir si continuaría viajando con Simón o no. Entretanto, él podía irse.

Después de un descenso abrupto, pero sin inconvenientes, Simón salió, llevándose los animales. Mientras caminaba por la hierba, sacudía la cabeza. Ciertamente, ella no era como cualquier otro robot que hubiera encontrado. Los robots eran perfectos dentro de sus limitaciones, que eran exactamente conocidas. Los robots no tenían capacidad de transformación. Los humanos eran defectuosos, físicamente por las mutaciones genéticas, mental y emocionalmente por la sociedad defectuosa y mutante.

Tanto el ser humano como la sociedad se desarrollaban, teóricamente, hacia el ideal. Entretanto la realidad, como una tormenta de arena, abrasaba y cegaba al ser humano. Las bajas de la mutación y la realidad eran grandes. Y aun así, las limitaciones de cada humano no eran obvias, como las del robot. Y si uno creyera conocer las limitaciones de una persona, quedaría sorprendido a menudo. El ser humano podría repentinamente trascender, elevándose con estribos metafísicos. Y lo hacía a pesar o a causa de los defectos.

Quizá fuera ésa la diferencia entre los robots y los seres humanos.

Vive la difference!