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EL ÁRBOL DE LA FAMILIA SE CONOCE POR SUS FRUTOS

Las cañerías del dolor chirriaban mientras sus antepasados bailaban.

A través de sus sufrimientos, su padre y madre y miles de abuelos y de abuelas giraban y giraban en su derredor. Cada noche se acercaban más y más en su torbellino, como si fueran indios que rodeaban a los débiles defensores de una caravana de carretas.

Una vez, en un momento consciente, había susurrado a Chworktap: «¿Puedes creerlo? Los indios Crazy Horse y Sitting Bull están entre ellos. Sin hablar de Hiawatha y de Quetzalcoatl.»

Chworktap, con un aire desconcertado, le dio otro calmante.

Simón entendió oscuramente que ella había llegado justo a tiempo para evitar que se desangrara hasta la muerte. Había descendido de la nave espacial pocos minutos después de que Mofeislop cortara la cola de Simón. El sabio estaba agonizando, con su propia cola cortada de un mordisco, sus ojos vaciados por «Atenea», su garganta rasgada. Sus últimas palabras, dichas en un jadeo de Chworktap, fueron: «Solamente trataba de hacerle un favor.»

«¿Y eso qué significa?», había pensado Simón. Más tarde, comprendió que el sabio creía que era mejor no haber nacido. Después de eso, lo mejor era morir joven.

Chworktap había volado desde la capital para recoger a Simón porque su nave le había advertido que otra nave extraña se aproximaba a Dokal. Podía ser o no un Hoonhor, pero ella no quiso correr riesgos. Y ahora Simón estaba en convalecencia mientras Hwang Ho navegaba a una velocidad de 69 X, sin ningún destino definido.

Chworktap había amputado los pocos centímetros de cola que restaban a Simón. Pero él no había sido el resto de su vida, no pudo sentarse sin dolor.

Su mejilla izquierda había sido excavada por el hacha, pero el gran parche que cubría su cuenca vacía también ocultaba eso.

En un esfuerzo por alegrarlo, Chworktap había confeccionado parches de varios formatos.

—Y también son de diferentes colores —agregó—. Si te pones un traje color de pulga, por ejemplo, tendrás un parche que hará juego. Y te hice un banjo nuevo.

—Piensas en todo —agradeció Simón—. Y de paso, ¿cómo te fue con la computadora?

—Se hace la tonta —contestó Chworktap—. Estoy segura de que tiene conciencia, pero no quiere admitirlo. Por algún motivo, tiene miedo de los seres humanos.

—Pues debe ser muy despierta, además —agregó Simón.

Eso le recordó una novela de Somers. Se llamaba ¡Impriman! y formaba parte de la serie del héroe encajonado, John Clayter. Este había construido una nueva computadora en su nave espacial para reemplazar a la destruida en una aventura previa, Adiós a las armas. Al introducirle varias mejoras, Clayter, inconscientemente, dio conciencia a la computadora. Lo primero que vio la computadora al ser activada fue a Clayter. Igual que un patito recién nacido, la computadora se enamoró del primer objeto móvil que cruzó la pantalla. Pudo haber sido una pelota de baloncesto o un ratón. Pero era el mismo Clayter.

Clayter lo descubrió cuando dejó la nave al desembarcar en el planeta Raproshma. La nave lo siguió y se apoyó sobre el edificio de aduanas donde él había entrado. Su peso destrozó el edificio y todo lo que había en él excepto a Clayter. Este escapó utilizando los propulsores de su traje espacial. En el resto de la novela, volaba por aquí y por allá sobre el planeta mientras la nave destrozaba involuntariamente sus ciudades y la mayor parte de la gente que había en ellas.

Clayter entonces se encontraba asediado por la nave y también por los iracundos sobrevivientes. Al final, se le terminaba el combustible de sus expulsores y quedaba sitiado en un campo barroso. La nave, tratando de acurrucarse junto a él, lo hundía en el barro. Pensando que lo había matado, la nave moría después con el corazón destrozado. En este caso, el corazón era un panel de circuitos que reventaba bajo un exceso de presión piezoeléctrica.

Un cristal piezoeléctrico es un cristal que, al ser doblado, emite electricidad o, cuando se le conecta con electricidad, se dobla. Ese panel de circuitos estalla lleno de cristales, y las emociones de la computadora fueron excesivas para él.

Clayter pudo haber perecido bajo el barro. Pero un perro, que buscaba un sitio para enterrar el hueso, lo descubrió.

Chworktap quedó abatida por un rato. Simón le dijo que no sufriera tanto.

—Después de todo —citó a Confucio—, quien compra la sabiduría debe pagar un precio.

—¡Vaya sabiduría! ¡Vaya precio! —comentó ella—. Tú te puedes arreglar sin cola, pero tener un ojo de menos no es ninguna diversión. ¿Qué conseguiste a cambio? ¡Nada! ¡Absolutamente nada!

Hizo una pausa y preguntó:

—¿O te creíste las tonterías de ese farsante?

—No —contestó Simón—. Filosóficamente, necesita un cambio de pañales. O creo que lo necesita. Después de todo, no hay forma de probar que él estuviera equivocado. Por otro lado, él no probó tener razón. No dejaré de formular preguntas hasta que alguien demuestre que sus respuestas son correctas.

—Ya es bastante difícil conseguir respuestas, y no digamos ya pruebas —observó ella.

A medida que los días pasaban, el dolor disminuía. Pero las pesadillas se hacían peores.

—Es una cosa extraña —comentó a Chworktap—. Esa gente no parece gente verdadera. Quiero decir, no es tridimensional, como suele serlo la gente en los sueños. Parecen actores en una película. De hecho, están iluminados como si fueran imágenes salidas de un proyector cinematográfico. A veces desaparecen como si el film se hubiera roto. Y a veces van al revés; sus parlamentos van también al revés.

—¿Son en color o en blanco y negro? —preguntó Chworktap.

—En color.

—¿Y pasan anuncios comerciales, también?

—¿Te estás burlando? —se quejó Simón—. Esto es serio; me muero por tener el descanso de una noche. No, no me pasan anuncios comerciales. Pero esa gente está tratando de venderme algo. No son desodorantes ni purgantes. Tratan de venderse a sí mismos.

Sus padres tenían casi el monopolio en los mejores momentos, explicó.

—¿Qué dicen?

—No lo sé. Hablan como el pato Donald.

Simón rasgaba su banjo mientras pensaba. A los pocos minutos se detuvo en medio de un acorde.

—¡Mira, Chworktap, lo tengo!

—Me preguntaba cuándo lo tendrías.

—¿Quieres decirme que ya sabes?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque te molestas cuando soy más despierta que tú, lo que ocurre durante la mayor parte del tiempo. Así que decidí que lo elaboraras por ti mismo y quedarme silenciosa. De esa manera, tu ego masculino no quedaría lesionado.

—No se trata de mi ego masculino —protestó Simón—. Es que mi madre nos decía siempre, a mi padre y a mí, lo tontos que éramos. Así que aborrezco tener cerca tina mujer más despierta que yo. Por otro lado, tampoco puedo tener cerca una mujer más tonta. Pero superaré ambas actitudes.

—De cualquier manera —continuó—, esto es lo que ha pasado, según yo lo veo. Tú sabes que los shaltonianos llevaban memorias ancestrales en sus células. Ya te conté cómo tenían que concederles tiempo. Bien, pensé que los shaltonianos eran únicos. Eran, supuse, la única gente en el mundo que llevaba tales células. Pero me equivoqué. La gente de la Tierra también las lleva. La diferencia entre nosotros y los shaltonianos es que ellos lo saben. ¡Vaya, quizá eso explique muchas cosas! De vez en cuando algún antepasado asoma y el portador cree que se trata de una reencarnación.

—Mis sueños comenzaron —recordó— después de que la reina Margaret me dio el elixir. Me dijo que prolongaría mi juventud. Pero no me dijo que tendría efectos secundarios. La sustancia disolvió también las barreras existentes entre mi persona y mis antepasados. El golpe de perder un ojo y la cola probablemente aceleró el proceso. Así que ahora deben de estar pidiendo también su tiempo.

Simón tenía razón. Hasta que el elixir derribó los portales, cada antepasado estaba preso en una celda. Pero éstas tenían como ventanas de un solo sentido. O como aparatos de televisión conectados a un solo canal. No habían podido conectarse con su descendiente, excepto por trasmisiones de pesadillas o de ideas sueltas, en su mayor parte malas, de vez en cuando. Pero podían ver sus pensamientos y ver a través de sus ojos. Todo lo que él había hecho o pensado era visto por ellos en una pantalla. Así que, aunque estaban en reclusión solitaria, no habían estado privados de entretenimiento.

Simón se sonrojó cuando se dio cuenta. Más tarde se puso furioso por esa invasión de su vida privada. Pero no podía hacer nada al respecto.

Chworktap también se enojó. Cuando él le hacía el amor, Simón se ponía tan cohibido que no podía conseguir una erección.

—¿Cómo te sentirías si estuvieras fornicando en el Coliseo Romano y estuviera tan lleno que sólo hubiera sitio para público de pie? —preguntó a Chworktap—. ¿Y especialmente sí tu padre y tu madre tuvieran los asientos preferenciales?

—No tengo padres —replicó ella—. Fui hecha en el laboratorio. Y por otra parte, si así fuera, no me importaría un bledo.

A Simón no le servía cerrar los ojos. Los espectadores no veían más que él, pero sus pantallas mostraban sus sentimientos. Estos eran como «fantasmas» de televisión, dobles imágenes borrosas.

El elixir había disuelto algo de la resistencia natural en el sistema nervioso de Simón para comunicarse con sus antepasados. Para decirlo de otra manera, el elixir había hecho girar las antenas para que Simón consiguiera una mejor recepción. Aun así, los antepasados sólo habían podido al principio atravesar el inconsciente. Esto había ocurrido cuando el elixir penetró en Simón. Pero el trauma de las heridas había abierto más el camino.

Otra analogía fue la de que los orificios para proyectar sus films personales se habían ampliado grandemente. Así, aunque sólo una pequeña parte del film de Simón se había proyectado al principio, tres cuartas partes surgían ahora.

La diferencia entre un film real y el de Simón fue que él podía hablar a los actores de la pantalla. O a los del canal de su televisión, si se prefiere.

Simón no lo deseaba, pero no tenía mucha elección.

Había alguna gente interesante y realmente admirable en esa multitud de avaros, hipócritas, pelmas, egoístas, pervertidos, calculadores y etcétera. En general, sin embargo, sus antepasados eran una basura. Los peores habían sido sus padres. Cuando él era una criatura, sus padres no le habían prestado atención excepto cuando uno quería volcarlo contra el otro. Ahora le estaban pidiendo su atención total.

—Durante el día, soy un explorador del espacio exterior —le decía a Chworktap—. Por las noches soy un explorador del espacio interno. Eso ya es bastante malo. Pero lo que me asusta es que están al borde de quebrarme durante el día.

—Míralo así —contestó Chworktap—. Cada persona es la suma de sus antepasados. Tú eres lo que ellos eran. Encontrándolos cara a cara, puedes determinar tu identidad.

—Yo sé quién soy —replicó Simón—. No estoy interesado en mi identidad personal. Lo que quiero saber es la identidad del universo.