17
LUZ EN LA TABERNA
—¿Dónde está el centro del universo? —preguntó Simón a la Hermana Mayor Plum.
—Donde uno esté —respondió la computadora.
—No lo digo en un sentido personal —corrigió Simón—. Quiero decir, si tomara el volumen del universo en su conjunto, considerándolo una esfera, ¿dónde está el centro?
—Donde uno esté —repitió la Hermana Mayor Plum—. El universo es una infinidad cerrada en continua expansión. Su centro sólo puede ser hipotético, y así el observador, hipotético o no, es su centro. Todas las cosas irradian por igual, en masa o en espacio-tiempo, desde él, desde, ella o desde donde corresponda. ¿Por qué querías saberlo?
—En todo sitio donde fui, excepto en mi propia galaxia, he encontrado las torres de Clerun-Gowph —dijo Simón—. Al parecer sus constructores estaban en esos planetas antes de que hubiera allí otra vida. No sé por qué mi galaxia no tenía ninguna. Pero sospecho que los Clerun-Gowph decidieron que ya habían hecho bastante antes de llegar a mi galaxia. Así que se volvieron al sitio del cual habían partido, su planeta original. Me parece que ellos, los más antiguos de los pueblos, vinieron de un planeta que está en el centro del universo. Así que, si yo pudiera encontrar el centro, los encontraría a ellos. Y ellos, que fueron la primera especie en el mundo, sabrían la respuesta.
—Buena idea, pero no bastante buena —replicó la computadora—. También pudieron haberse originado en un borde del mundo. Si hubiera algún borde, claro. Pero no lo hay.
Después de este diálogo, Simón vio la primera gran burbuja azul. Se precipitaba hacia él a una velocidad superior que la de la nave. Y cubría casi todo el universo que se mostraba delante. Al pasar por las estrellas y las galaxias, las manchaba.
Simón saltó, llamando a Chworktap. Ella vino corriendo a su lado. Simón señaló lo que veía con un dedo tembloroso. Ella dijo:
—¡Ah, eso!
Entonces la burbuja explotó. Parches de un azul tembloroso, más grandes que mil galaxias juntas, se expandieron en todas direcciones, se fragmentaron, se convirtieron en manchas pequeñas y luego se esfumaron. Algunas de ellas pegaron en la nave, o la nave pegó en ellas, pero Simón no vio ningún signo de ello en la pantalla.
—Vienen regularmente a mi galaxia —dijo Chworktap—. Siempre han venido. Pero hay que estar en una nave a 69 X de velocidad para verlas. No me preguntes qué son. Nadie lo sabe. Aparentemente, las pequeñas burbujas, las piezas menores, siguen camino por el resto del universo. Tu Tierra se lleva las burbujas pequeñas.
Simón tenía una pregunta más para agregar a su lista.
Pocos días después, la nave Hwang Ho descendió en el planeta Goolgeas. Su gente se parecía mucho a la de la Tierra excepto por sus orejas alargadas, la calvicie total menos las cejas espesas, un anillo rojizo alrededor del ombligo y los huesos delgados.
Los goolgeases poseían un gobierno mundial y nana tecnología muy afines a los de la Tierra a principios del siglo XX. Deberían haber avanzado más rápidamente, ya que otra gente de planetas científicamente más adelantados había efectuado visitas. Una de las razones del retraso local era su religión. Esta aducía que si uno tomaba bastante alcohol o droga, podía ver el rostro de Dios. Otros motivos eran su alto promedio de criminalidad y las medidas tornadas para reducirla.
Simón no lo sabía al principio. Debido a la cuarentena, tuvo que pasar sus primeros meses en el pequeño pueblo construido junto al aeropuerto espacial. Su colgadero favorito era una taberna que se llamaba justamente El Colgadero. Aquí la gente de todo el espacio se mezclaba con los pobladores, sacerdotes, funcionarios, haraganes, periodistas, prostitutas y hombres de ciencia. A Simón le gustaba estar en el bar, todo el día y la mitad de la noche, hablando con cualquiera que entrara. Ninguno de ellos tenía respuesta a su pregunta fundamental, pero eran gente interesante, especialmente si él ya había tornado unas copas. Y sus interpretaciones con el banjo habían sido tan bien recibidas que terminó siendo contratado por el propietario. Desde la hora de la cena hasta las diez, Simón cantaba y tocaba canciones de la Tierra y otras que había aprendido durante sus expediciones. A la multitud le gustaban especialmente las letras que Bruga había escrito para algunas canciones, lo que no era sorprendente. Bruga había sido un alcohólico, y sus poemas atraían a los goolgeases.
Chworktap se mantuvo sobria. Los dos animales no. Los parroquianos insistían en invitarlos con copas gratis, como lo hacían con su amo. Sus ojos estaban siempre inyectados en sangre, y al despertarse por la mañana había que quitarse de encima algunos pelos del perro. Chworktap formuló objeciones a esa vida. Simón contestó que, aunque se trataba de bestias, tenían libre albedrío. Nadie los estaba forzando a meterse las bebidas en la garganta. Por otra parte, la religión de los goolgeases aducía que los animales también tenían alma. Sí tomaban bastante alcohol como para disolver las barreras de la carne, también podrían ver a su Creador. ¿Por qué negarles esa experiencia esencial?
—¡No me digas que te has convertido a la religión!
—Fui convertido la otra noche —contestó Simón con un aire digno—. Este predicador, Rangadang, tú lo conociste, un gran tipo, me mostró la luz hace pocas noches.
—¡Vaya luz! —replicó Chworktap—. Pero el alcohol se quema, ¿no?
—Hoy estás abrumadora, hermosa —dijo Simón.
Y lo estaba. Su largo cabello ondulado, su rostro de trazos armoniosos, con su ancha frente, largas pestañas, grandes ojos oscuros, grises y azulados, labios rojos y llenos, su cuerpo de buenos pechos, esbelto, con piernas largas, con una piel que parecía relucir de salud, hacía sufrir a todo hombre por poseerla.
—Volvamos a la nave y en seguida a la cama —propuso Simón.
Estaba lo bastante ebrio como para que no le importara ser visto por miles de antepasados por encima de su hombro, Lamentablemente, cuando llegaba a ese punto, también quedaba impotente. Chworktap se lo recordó.
—No se puede derrotar a la autoridad. O al equilibrio de la naturaleza —reflexionó Simón—. Pero vayamos igual. Por lo menos, nos podremos abrazar. Y no he perdido mis capacidades digitales.
Simón dijo eso porque había estado estudiando los circuitos de la computadora.
—Muy bien —accedió ella—. Apóyate en mí. De otro modo, no llegarás a la nave.
Dejaron la taberna. «Anubis» trotaba tras ellos, con su cabeza vacilante, sacando la lengua. «Atenea» viajaba sobre el perro, la cabeza escondida bajo un ala, roncando. A mitad de camino se cayó cuando «Anubis» tropezó, pero nadie se dio cuenta.
—Oye, Simón —comenzó Chworktap—. A mí no me engañas. Toda esa charla sobre emborracharte para ver a Dios y perder tus inhibiciones es un simulacro. La verdad es que te estás cansando de tu búsqueda. También tienes miedo de lo que vas a encontrar si hallas la respuesta a tu pregunta esencial. Puede que no seas capaz de afrontar la verdad. ¿Correcto?
—¡Equivocado! —exclamó Simón—. Bueno, quizá sea así. Sí, tienes razón. En cierto sentido. Pero no tengo miedo de escuchar la respuesta. Quizá porque no creo que la haya. Me perdido la fe, Chworktap. Y cuando uno pierde la fe en una religión, adopta otra.
—Oye, Simón, cuando lleguemos a la nave, le diré a Plum que partimos. ¡Ahora! Vayámonos de aquí, para que te pongas sobrio y olvides todo este absurdo sobre la religión embotellada. Retorna a tu búsqueda. Conviértete de nuevo en un hombre y no en esa ruina patética, desagradable y vacilante.
—Pero siempre me dijiste que mi búsqueda era ridícula —protestó Simón—. Ahora quieres que la reanude. ¿No hay nada que te venga bien?
—No quiero que hagas algo sólo porque a mí me guste —dijo ella—. De cualquier modo, yo era más feliz cuando tú tenías un objetivo, quiero decir un objetivo valioso. No pensé, y sigo sin pensarlo, que puedas llegar. Pero eras feliz tratando de llegar. Y yo era feliz porque tú lo eras. O tan feliz como se pueda serlo en este mundo. Sea como sea, me gusta viajar y te quiero.
—Yo también te quiero —dijo Simón, rompiendo a llorar. Después de restregar sus ojos y sonarse la nariz, continuó—: OK, lo haré. Y dejaré de beber para siempre.
—Hazme ese juramento cuando estés sobrio —precisó ella—. Vamos. Salgamos de este chiquero.