10

ANNE se había dormido, y Merrick la despertó. Se metió en el lecho desnudo. Ella había empezado a temer que él no iba a volver. Había estado yendo a ver a los caballos, atados en un prado cercano, para asegurarse de que el semental continuaba al lado de la yegua. Anne había comido, había limpiado el campamento, y había hecho todo lo que se le había ocurrido para pasar el tiempo; luego, como no tenía nada que hacer, le había entrado sueño.

—Anne —le dijo él en voz baja, atrayéndola hacia sí. Ella se acercó a él y se acurrucó en su calidez. Tenía el pelo húmedo: era evidente que había encontrado un riachuelo y se había bañado, y ella deseaba hacer lo mismo. Sólo había podido lavarse lo mejor que había podido, con el agua de las botellas.

—¿Sabes que tu olor atraviesa el bosque y me encuentra esté donde esté? —le preguntó él, mordisqueándole el cuello con ternura—. Tu olor siempre me va a hacer volver a ti. No me puedo resistir.

Las manos de ella le acariciaron como si ella no tuviera ningún poder sobre ellas. ¿Era posible que ella y Merrick hubieran estado soñando la otra noche? ¿Era posible que dos personas, unidas en cuerpo, alma y corazón, compartieran la misma pesadilla?

Más que otra cosa, Anne deseaba creer que podían, que, de hecho, eso era lo que había sucedido. Sus manos, acariciando su piel cálida y suave, le hacían evidente que él era sólo un hombre. Él se apretó contra ella y ella notó su deseo. Se le aceleró el pulso. Anne cerró los ojos y se negó a pensar en lo que había pasado la otra noche. Con los ojos cerrados no podía ver si los ojos le brillaban con un tono azul en la noche.

—Bésame —le susurró ella.

Él lo hizo, con gran suavidad, lo cual casi le rompió el corazón. A él le temblaba el cuerpo de deseo por ella y, a pesar de ello, sus labios eran tiernos. En ese instante ella supo que nunca debía temerle. No importaba si habían compartido una pesadilla o si la pesadilla había sido real: Merrick no podía hacerle daño. Fuera quien fuera, fuese lo que fuese, ella le amaba.

Enredó sus dedos entre su cabello y le colocó los labios contra los de él, los abrió y le invitó a entrar en ellos. Él lo hizo. La ternura desapareció con una pasión apabullante. De repente, él empezó a tirar de sus ropas, y ella hizo todo lo posible por ayudarle. Entre besos, su respiración era cada vez más agitada. Las manos de él corrieron por todo el cuerpo de ella, por sus pechos, por su estómago, por entre sus muslos.

Ella ya estaba húmeda para él cuando sus dedos empezaron a acariciarla. Él gimió con sus labios fusionados con los de ella y le abrió las piernas con las rodillas. Él se había mostrado suave al entrar la noche anterior. Esa noche embistió directamente, penetrándola con un suave empujón que la obligó a contener el aliento.

—Rodéame con las piernas, Anne —le ordenó.

Sin dudarlo, ella le obedeció. Él la sujetó por las caderas y la penetró con fuerza otra vez, y otra y otra y otra hasta que ella tembló y arqueó la espalda tanto por placer como por dolor, sujetándose a él mientras él les conducía a ambos hasta el límite de la cordura. Él se volvió primitivo, le mordía el cuello, pero no con la suficiente fuerza para hacerle sangre, y ella, a su vez, le clavó las uñas en la espalda, le animó a que siguiera, se volvió tan primitiva como él. La tensión aumentó en su cuerpo, creció hasta que explotó. Arqueó el cuerpo hacia él y pronunció su nombre en un grito. Él embistió con fuerza una vez y se sintió latir dentro de ella, sintió que había derramado su semilla.

Ella se quedó sujeta a él, ambos respirando con dificultad y sus corazones latiendo salvajemente el uno contra el otro… entonces el primer espasmo de dolor le asaltó. Merrick se apartó de ella bruscamente.

—La pistola, Anne —gruñó—. ¡Toma la pistola! Ella se sentó, se cubrió los pechos desnudos con la sábana y le miró. Le brillaban los ojos con un tono azul, pero incluso en la oscuridad pudo ver que los tenía llenos de lágrimas.

—Por favor, Anne —se esforzó él—. Me moriría si te hiciera daño. Te amo.

Ella alargó la mano y le tocó el pelo, se lo apartó del rostro.

—Confío en ti, Merrick. Ahora tú debes encontrar la fuerza de confiar en ti mismo.

—¡Maldita seas, Anne! —gritó él—. Tu corazón confiado te va a matar.

Otro espasmo, más fuerte, le asaltó. Anne se apartó de él. Se colocó contra el árbol al que le había dicho que treparía si se sentía amenazada, pero no se dispuso a hacerlo. La pistola se encontraba en una bolsa que había colocado en la base del árbol. Con manos temblorosas, metió la mano y sacó el arma.

Delante de ella, encima de la sábana en que acababan de hacer el amor, Merrick realizó la danza del lobo. Su cuerpo se retorció. Primero fue una espesa capa de pelo la que cubrió su cuerpo, luego aparecieron los dientes, los colmillos, su cuerpo disminuyó de tamaño y desapareció. El lobo se puso en pie rápidamente.

A pesar de lo que ella le había dicho a Merrick, su primer instinto fue agarrar con fuerza la pistola, levantarla y apuntar a la bestia. El animal la miró directamente a los ojos. Eran los ojos de Merrick que la miraban desde la cabeza de un lobo. Anne bajó la pistola.

—Si quieres matarme, adelante —dijo, con suavidad—. Pero el hombre que hay en ti se enojará mucho.

El lobo inclinó la cabeza a un lado. Al cabo de un momento se dio la vuelta y desapareció en la noche. Anne exhaló el aire que había estado reteniendo. Dejó la pistola a su lado y se apretó la sábana alrededor de su cuerpo. Esperaría a la mañana para saber si Merrick le había dicho la verdad. Si su olor siempre iba a hacerle volver.

Anne pasó la noche entera esperando, escuchando, con la esperanza de que Merrick volvería en la forma del hombre a quien amaba. Oyó el chasquido de una rama y levantó la cabeza. Merrick estaba desnudo entre los arbustos y temblaba bajo el aire de la mañana. Anne se sujetó la sábana, se levantó y fue hasta él. Se miraron el uno al otro un momento y Anne dio un paso hacia él, abrió la sábana y le rodeó con ella a su lado. Tenía la piel helada.

—¿Por qué no hiciste lo que te dije que hicieras, Anne? —le preguntó, los labios pegados a su cabello—. Ahora los dos sabemos que no había sido un sueño que hubiéramos compartido.

—Y los dos sabemos que no me hiciste daño —replicó ella.

—Sí —gruñó él.

Ella inclinó la cabeza y le miró.

—¿Por qué tienes que creer lo peor de ti mismo, Merrick?

Él la miró a los ojos con dureza.

—¿Y cómo es posible que estés aquí conmigo, compartiendo tu calor, ahora que sabes lo que soy?

Ella apretó la sábana alrededor de ambos.

—Porque te amo —respondió ella—. Eso es el amor, Merrick. Es incondicional. ¿Es que tu amor por mí no es igual?

Él se quitó la sábana de encima y se apartó de ella. Caminó hacia el lugar donde había dejado su ropa la noche anterior y empezó a vestirse.

—Es precisamente porque te amo que debo hacer lo mejor para ti, Anne. Voy a llevarte a Londres.

Ella sintió que se le rompía el corazón.

—¿A Londres?

—Seguro que allí tienes amigos con quienes puedas instalarte. Encontrarás a un hombre adecuado, tal y como deberías haber hecho desde el principio.

Anne le miró con el ceño fruncido.

—No voy a irme. Estamos a un día a caballo de Gretna Green y tengo intención de ir allí y casarme contigo, tal y como acordamos.

Merrick se puso la camisa por la cabeza.

—No voy a casarme contigo, Anne. No ahora.

Ya estaban otra vez en lo mismo. Anne sintió que la frustración le retorcía el estómago.

—Entonces me vas a llevar a casa —dijo ella—, no a Londres.

Merrick hizo una pausa mientras se vestía y se frotó la frente.

—No puedes volver allí y tú lo sabes. No hasta que…

—No voy a casarme con otro —le interrumpió ella—. Iré a casa y haré lo mejor que pueda con mi vida, más sabia ahora con respecto a mi tía y a mi tío. Quizá con el tiempo tú vuelvas. Quizá, con el tiempo, me amarás como yo te amo.

Él soltó una palabrota y se acercó a ella con paso decidido.

—No es que no te ame, Anne. Sabes que te amo. Pero…

—Pero tu orgullo te impide tener todo lo que debería ser tuyo —le interrumpió ella otra vez.

Merrick se preguntó qué pasaba con esa chica. ¿No se daba cuenta de que era imposible que estuvieran juntos ahora? ¿De que él estaba maldito? ¿De que ella también cargaría con la maldición, a su lado? Lo hubiera sido igualmente sin tener en cuenta qué era él, solamente por quién era él. Había sido una locura por su parte el haber accedido a su propuesta de matrimonio. ¿En qué había estado pensando? ¿En que ella podía hacerle mejor de lo que era?

Ya le había hecho mejor de lo que nunca había creído que sería. Había sido amado por una mujer como ella. La idea de vengarse contra los de su clase había desaparecido ante la maravilla de su amor. Él había juzgado a todo el mundo a partir de las acciones de un solo hombre. Anne le había demostrado que todavía quedaba bondad en el mundo, que se podía encontrar amabilidad en los demás, sin importar si vivían en una gran casa o en un establo.

Gracias a ella había sentido esperanza. Esperanza de ser capaz de erigirse por encima de quién era y de convertirse en un hombre mejor. Ahora sabía que ser un hombre mejor no tenía nada que ver con en qué lugar de la sociedad nacía uno ni en dónde tenía uno su casa. Pero había aprendido esas lecciones demasiado tarde. Ahora ni siquiera era un hombre. Era otra cosa.

Merrick bajó la mirada hasta Anne, que se había quedado de pie, envuelta en la sábana, con la cabeza alta. Incluso sin sus buenas ropas y buenos modales, ella era una auténtica dama. A su madre le hubiera gustado. Y Anne tenía razón. Era su maldito orgullo lo que le hacía ser menos de lo que podía ser. Siempre había sido su orgullo.

—¿Qué quieres que haga, Anne?

Ella le miró con expresión más tierna.

—Quiero que te cases conmigo, Merrick. Quiero que vayas a ver a tus hermanastros y que hables con ellos acerca de lo que te ha ocurrido. Si ellos te invitan a compartir su vida, entonces debes aceptar y declararles tu familia. De la misma manera que haré yo.

Él respiró profundamente. Era difícil dejar a un lado el orgullo, pero por ella lo haría.

—Si ése es tu deseo, Anne. Por ti voy a renunciar a mi orgullo. Por ti haré cualquier cosa.

A Anne se le iluminó el rostro y su sonrisa estuvo a punto de dejarle ciego. Ella alargó una mano hacia él, pero de repente el dolor volvió a asaltar a Merrick. Se dobló y se llevó las manos a las rodillas, intentando respirar. La siguiente punzada de dolor le hizo caer al suelo.

—¡Merrick!

La voz de Anne le llegó como desde muy lejos. Merrick tenía la frente perlada de sudor. Esto no podía estar sucediendo. Estaban a plena luz del día, no era de noche y no había luna llena en el cielo. ¿Era posible que la maldición se hiciera más fuerte a cada día que pasaba? ¿Iba a dejar de ser un hombre muy pronto?

—¡Merrick!

Notó la mano de Anne sobre su hombro y se apartó de ella.

—No, Anne —le advirtió—. Apártate. Está sucediendo otra vez. —Miró, frenético, por el campamento—. ¡La pistola, Anne! ¿Dónde está?

—No voy a utilizarla. No la necesito —dijo ella, agachándose a su lado—. Confío en ti, Merrick. Tú todavía no has aprendido a confiar en ti mismo.

Ella era vulnerable. Ni siquiera llevaba puesta la ropa que pudiera protegerla de sus dientes, de sus garras, si él la atacaba. Era fácil tener confianza cuando él podía controlarse a sí mismo, pero cuando el animal le poseía…

—¿Dónde está la pistola? —repitió, y otra punzada de dolor le desgarró el estómago.

Ella no respondió, pero sus ojos se dirigieron hacia la bolsa que había al pie del árbol donde había extendido el lecho para pasar la noche. Merrick se puso en pie, tambaleándose, y fue hacia la bolsa. Anne le siguió y ambos tomaron la bolsa al mismo tiempo.

—¡No, Merrick! —sollozó ella.

Él la empujó a un lado, introdujo la mano en la bolsa y sacó la pistola. Sintió la pistola fría en la mano y él estaba temblando con tanta violencia que se preguntó si sería capaz de quitarle el seguro y de disparar. No estaba dispuesto a vivir su vida como un animal. Sujetó el arma con firmeza y miró el largo y brillante cañón; luego levantó la mirada hasta Anne. Los hermosos ojos de ella estaban inundados de lágrimas, y tenían una expresión suplicante y amorosa. Ella tendió una mano hacia él.

—No me hagas esto —le susurró—. Si acabas con tu vida, acaba también con la mía.

Él dudó.

—Confía en ti, Merrick —le dijo—. Confía en mí.

¿Podía hacerlo? Él nunca había confiado en nadie aparte de en su pobre madre. Y ella una vez había confiado en un hombre. En un hombre que la había dejado de lado rápidamente en cuanto supo que ella llevaba a su hijo. Merrick había aprendido que formaba parte de la naturaleza humana el tomar el camino más fácil. Y eso había hecho él… hasta ese momento. Despacio, bajó el arma.

—Por ti, prometí que haría cualquier cosa. Confiaré igual que tú confías en mí, Anne.

De repente, Merrick cayó hacia atrás, contra el árbol. Se quedó sin respiración y en cuanto abrió la boca para inhalar, de ella se desprendió una luz azul. Se le nubló la vista. Le quemaba la garganta. Le caían lágrimas por el rostro y no podía ni cerrar la boca ni respirar. Esa luz fue tomando una forma muy especial, la forma de un lobo. Y sólo cuando esa forma se hubo completado y colocado entre él y Anne, pudo Merrick inhalar. El animal le miró mientras él se esforzaba por respirar con normalidad. Merrick le devolvió la mirada.

—Fuera de aquí, lobo —le gruñó.

La forma se perdió lentamente en el bosque.

—¡Merrick! —Anne se colocó a su lado, y las manos frías le apartaron el pelo del rostro—. ¿Qué ha sucedido?

Él no estaba seguro… pero se sentía distinto en esos momentos. Distinto a como era antes. Era casi como si se hubiera vuelto ciego, sordo, pero no, simplemente era que sus habilidades se habían debilitado y se habían convertido en lo que suponía eran los sentidos normales de la gente. Levantó la vista hasta el pálido rostro de Anne.

—Creo que se ha marchado de mí —le dijo—. Los dones, la maldición, o lo que fuera. Ha desaparecido.

—¿Desaparecido? —susurró ella—. ¿Estás seguro, Merrick?

Lo estaba, y Merrick todavía no sabía cómo se sentía al respecto. Los dones habían formado parte de él; la maldición solamente había aparecido recientemente. Ahora era solamente un hombre. Pero no, era un hombre enamorado de una mujer. Una mujer que se quedaría a su lado, con o sin maldición.

—Estoy seguro —respondió.

Anne parecía bastante asombrada por lo que acababa de suceder.

—¿Qué vamos a hacer?

Sólo había una cosa que hacer. Continuar con su vida. Él tomó la mano helada de Anne y le besó los dedos.

—Pienso que deberíamos partir hacia Gretna Green. Tengo pensado casarme contigo hoy mismo, Anne.

Ella sonrió con labios temblorosos, pero era una mujer más fuerte de lo que creía. Entonces, frunció el ceño.

—Se me acaba de ocurrir que no tienes apellido para darme, Merrick.

Él pensó en eso, pero sólo un momento.

—Mi nombre es Lupus, Merrick Lupus, y estoy pensando que después de casarnos iremos a ver a mis hermanastros. Quizá necesitemos su ayuda en los días venideros.

A ella se le inundaron los ojos de lágrimas.

—¿Harías eso por mí?

Merrick la tomó entre sus brazos.

—Ya te dije que haría cualquier cosa por ti, Anne.

—¿Cualquier cosa? —preguntó ella, mirándole desde esas largas pestañas.

Ella estaba desnuda debajo de la sábana, y Merrick pensó que no iba a tardar mucho en recuperarse del hecho de ser solamente un hombre. Pensó que sabía qué era lo que quería esa señorita.

—Tenemos todo el día para ir a Gretna Green —dijo él, besándola—. ¿Qué quieres pedirme, Anne?

Ella le colocó un dedo sobre los labios para hacerle callar.

—Quiero montar tu caballo, a pelo, totalmente desnuda.

Merrick la miró desconcertado. No era el comienzo que él había imaginado para su nueva vida juntos, pero tal y como había prometido, no podía negarle nada.

—Y lo vas a hacer —le aseguró, besándola de nuevo—. Pero después de que cabalguemos juntos.

Fin