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ABIERTO de brazos y de piernas encima del capó del coche patrulla, José apretaba las mandíbulas mientras le cacheaban todo el cuerpo en busca de un arma. La carta del ayuntamiento hubiera podido ser papel higiénico, para lo que le había servido. La rabia, mezclada con la pintura en spray, los humos del motor, la gasolina y el olor a sudor de los policías le hicieron desear lanzarse contra ellos. Pero era demasiado sensato como para pelear con la policía de Los Angeles en los barrios. Ir a prisión era lo que menos le preocupaba. Que le metieran un tiro y lo tumbaran era lo más probable.

Pero allí, en la calle, a oscuras, el olor a algo le hacía sentir escalofríos en la nuca. Le pareció ver una sombra por el rabillo del ojo, y en un acto reflejo levantó la cabeza. Lo único que consiguió fue que se la hicieran bajar otra vez con un golpe.

—¿Te resistes a la autoridad, gamberro? —le preguntó un fornido policía.

—No, tío —dijo José con las mandíbulas apretadas—. Me pareció ver alguna cosa por el rabillo del ojo.

Los policías se miraron el uno al otro.

—Será mejor que lo comprobemos —dijo el más delgado y más alto—. Quizá haya otros por ahí que vayan con éste. Siempre trabajan en grupo.

—Llama y pide refuerzos —le aconsejó el poli gordo y de pecho como un barril.

—Dame un minuto. Tú quédate aquí con este gamberro. Voy a hacer un rápido reconocimiento; luego le meteremos entre rejas.

Le incorporaron tirándole de la camisa.

—Métete en el coche.

El policía que estaba con él había abierto la puerta y había quitado el seguro de su revólver. Estaba empezando a empujarle para que se metiera dentro del vehículo cuando todos lo vieron. El edificio cobró vida, la oscuridad empezó a verterse desde las ventanas, a colarse por las rendijas de las puertas cerradas. Los dos polis retrocedieron y los tres hombres se quedaron paralizados por el terror un segundo.

Parecía que el rezumar de esa negrura hubiera creado una noche más negra que la noche, y entonces, después de unos segundos, cuando el alma humana podía empezar a tener una reacción normal, esa oscuridad surrealista se partió, alzó el vuelo y cientos de murciélagos se esparcieron en el aire.

—¡Oh, mierda! —gritó el policía corpulento en cuanto los pequeños animales le rodearon en una nube giratoria.

El policía empezó a chillar y a disparar. José, más temeroso de lo que veía que de recibir un tiro por la espalda, corrió hasta la moto. Se colocó el casco de inmediato para impedir que esas criaturas voladoras le atacaran en la cabeza.

Se volvió para mirar por encima del hombro y vio que una nube se arremolinaba alrededor del otro policía y se convertía en una enorme entidad que tomaba la forma de un hombre calvo y pálido, vestido con un traje negro y con unas uñas como garras, unos ojos rojos y brillantes, y colmillos. Salió disparado.

Dándole con fuerza al gas de la moto, pasó por debajo de la autopista, cerca del edificio con el andamio, en dirección a unas calles más abiertas y amplias, pobladas por algo que tuviera algún sentido; por gente. De repente, tuvo una borrosa visión de algo de tela roja en la acera. Un grito agudo de mujer le resonó en la cabeza y adoptó el tono penetrante de los chillidos de esas cosas voladoras.

Él pasó y volvió la cabeza para mirar mientas conducía la motocicleta con el cuerpo agachado para mantener el control. Una nube del tono del azufre lo cubría todo excepto los ojos marrones de terror de esa mujer. Oyó unos gemidos guturales, y luego olió sangre. Escupió al viento mientras continuaba por el centro de la desierta calle. No pensaba detenerse por tonterías.

—¡Oh, Dios mío! ¡Ayúdeme!

Oyó la voz de la mujer detrás de él. Un olor que le resultaba familiar le hizo frenar la moto de repente y derrapar hasta dar la vuelta en dirección contraria. Dos bestias la habían arrinconado contra un edificio vacío, y se apretaban contra ella. Él llevó una mano hasta la maleta y encontró el bote de spray. La moto se convirtió en un arma: se precipitó por la curva y aceleró acera abajo, haciéndose el valiente con lo desconocido. Algo aterrizó en el asiento, detrás de él, con un golpe fuerte, pero la Harley formaba parte de su cuerpo y José se volvió al instante y llenó esos ojos brillantes de pintura. El invasor cayó al suelo, chillando y llevándose las manos hasta su horrible rostro.

La mujer se cubría la cabeza, daba patadas y chillaba, encorvada sobre sí misma. Pero esa cosa levantó la mirada demasiado tarde y no pudo esquivar las ruedas de la Harley que levantaban chispas a ciento treinta kilómetros por hora. José se preparó para el golpe, esperando que el choque le hiciera salir disparado de la moto. En lugar de eso, la entidad se disolvió en una extraña nube de materia sulfúrica que le mojó el casco, el pecho y toda la acera.

—¡Sube! —gritó José—. ¡Sube ahora o te dejo aquí!

La mujer se puso en pie e inmediatamente subió a la moto. En segundos se alejaron, atravesaron el tráfico en zigzag, y José levantó la rueda delantera de la moto en cuanto llegaron a un cruce transitado para que todos se detuvieran y les dejaran paso.

El corazón le latía con fuerza, el sudor le cegaba la vista y los restos de sustancia de ese demonio le cubrían el casco. Tuvo que quitárselo y tirarlo a la calle. Unas manos se agarraban a su pecho con urgencia, aterrorizadas, y un rostro femenino se apretaba contra su espalda. Él corrió con el viento de la noche sin dejar de oler esa sustancia sulfúrica que se aproximaba.

¿Tenía que conducir esa masa de demonios hasta la casa de su madre? Imposible. ¿Dejar de correr? No podía ser. ¿Hablar con esa chica que iba detrás de la moto y buscar la manera de dejar a esa pasajera inesperada por el camino? No. ¿Oh, sí, quedarse por ahí y tener que explicar que él no había destrozado a dos policías? Un suicidio. ¿Detenerse? Oh, diablos, no. No hasta que se quedara sin gasolina. No hasta que hubiera llegado a algún lugar seguro. No hasta que su corazón hubiera dejado de aporrearle el pecho. No hasta que llegara al único lugar del mundo donde conocía a personas que creían en ese tipo de cosas y pudieran hacer algo al respecto: a casa de su abuelo.

Se detuvieron en una vieja y polvorienta carretera que llevaba hasta la reserva. Un hombre viejo estaba sentado en un porche y mascaba la boquilla de una gastada pipa de maíz seca mientras sonreía.

El abuelo de José se puso en pie con esfuerzo. La camisa roja y gris se movía con la brisa previa al atardecer. Se acercó al extremo de la barandilla del porche y esperó con las manos metidas en los bolsillos del pantalón de pana marrón. Los coyotes aullaron y el hombre asintió con la cabeza. La luz de la luna le bañó el pelo plateado, recogido en dos largas trenzas que le caían sobre el pecho.

—Los pájaros del trueno te han enviado —murmuró el abuelo de José mientras miraba hacia la luna—. ¿Les has olido?

José apoyó la cabeza sobre el manillar de la moto, demasiado agotado para responder de inmediato.

—Estoy asustado, abuelo. No estoy para adivinanzas ahora.

—Yo estaba en el autobús —sollozó la chica que se abrazaba a él—. Estaba… estaba… entonces el autobús se detuvo al llegar al final del recorrido. ¡Salí! —dijo, en un tono cada vez más agudo e histérico—. Todo estaba desierto y tenía miedo, así que me dirigí hacia unas luces de policía que vi a lo lejos y entonces… entonces… oh, santa madre de Dios… —Apretó el rostro contra la espalda de José y lloró.

—Lo sabemos —dijo el hombre viejo en tono tranquilo—. El consejo de los viejos tuvo una visión. Es la época de estas cosas.

José notó que la mujer que se encontraba detrás de él se encogía, pero levantaba la cabeza. Él miró a su abuelo con una expresión severa.

—¡No eran lagartas, abuelo! ¿La época? ¡La maldita época! ¿Sabes lo que les hicieron a los dos policías? ¿Tienes idea de qué…

—Sí —respondió su abuelo en tono tranquilo—. Tu entrenamiento para vigilar a los seres inocentes ha comenzado con una dura lección, porque tú tótem es el pájaro del trueno. Tú eres un sensor. Tu don es como el del lobo, un rastreador, pero vuelas como el viento de la noche, y auguras la lluvia del cambio. —Suspiró con calma y satisfacción—. Entrad en la casa, lavaos y comed algo. Las mujeres tienen ropa para ella. Yo tengo ropa para ti. Os hemos estado esperando a los dos durante mucho tiempo.

José miró a su abuelo entrar en la casa con una dignidad silenciosa. Esa aceptación serena de su historia resultaba tanto tranquilizante como enervante. José intentó reunir los fragmentos de realidad que todavía existían en su mente y se volvió hacia la mujer que se encontraba en la parte trasera de la motocicleta.

—Mira, amiga… éste no es un buen lugar para quedarse. Siento no haberte dejado en Los Ángeles, pero, mierda…

Se pasó las manos por el rostro y puso el pie de cabra de la moto para bajar. Ella todavía tenía el rostro cubierto con las manos y respiraba tan despacio que parecía que estuviera conteniendo un grito. Él sabía perfectamente qué le sucedía: estaba aterrorizada.

En lugar de bajar de la moto, se volvió hacia ella y le acarició el pelo revuelto.

—¿Cómo te llamas?

Ella no contestó, continuó inhalando y exhalando como si estuviera a punto de tener un ataque de asma.

—Lo vi todo en un sueño —susurró—. El mismo que he tenido casi cada noche. Nunca le vi la cara… la del hombre de la moto. Pero los demonios, la calle… los policías muertos… ¡lo había visto todo!

—Eh, eh, eh. —José la agarró por ambos brazos—. ¿Vuelve a decirlo? ¡Cuéntame el sueño! —le gritó.

Cuando ella levantó la cabeza lentamente de las manos, él se encontró con los mismos ojos que noche tras noche le habían perseguido en sueños. Al fin, su hermoso rostro ovalado quedó completamente expuesto. El terror y las lágrimas le habían dibujado ojeras, y le habían derretido el maquillaje. Pero era ella. Él recorrió su torso con la mirada. Oh, sí… era ella. El perfume de violetas, el olor a jabón y las feromonas se volatilizaron desde la piel de ella y le atacaron los sentidos con los recuerdos del sueño. Ese olor se le metía en la piel y le provocaba retortijones en el estómago.

—No vi nunca su cara —murmuró ella—, porque él llevaba un casco negro. —Ella bajó la mirada hacia el torso de José—. Pero estaba empapado de sudor. Y conozco la moto… —Se interrumpió y le miró las manos—. Conozco esas manos —añadió, despacio—. La misma forma de sujetar.

José la soltó despacio y luego la dejó que se apartara.

—Tu familia… tienes que llamar a casa y decirles que estás bien.

—De acuerdo… pero a mi madre no le importa. Me dijo que yo estaba muerta para ella.

Él la observó mientras a ella se le llenaban los ojos de lágrimas y alguna cosa dentro de él que no comprendió le obligó a secarle esas bonitas mejillas encendidas con los dedos.

—Llámala igualmente —dijo con voz amable—. Yo también tengo que avisar a mi madre.

Ella asintió con la cabeza y se ajustó la tira del top, sintiéndose expuesta de repente. Tenía que ser esa locura de terror lo que le hacía sentir cosquillas en el estómago. Levantó la barbilla; no importaba lo que su madre le hubiera dicho, ella no era una cualquiera. Pero esos ojos intensos, amables y tranquilos y ese contacto fuerte de la mano le cortaban la respiración. Observó la línea de la sólida mandíbula y dejó que sus ojos recorrieran los anchos hombros y los esbeltos y bien dibujados brazos que la habían sujetado con fuerza sobre la moto para salvarle la vida.

—Volviste por mí. Que recibas todas las bendiciones del cielo.

—No podía dejarte allí de esa manera sin intentar…

Ella levantó la mirada hasta él y tragó saliva con dificultad.

—Te hubieran podido matar.

Él medio sonrió.

—Pero no me han matado, ni a ti tampoco.

Ella llevó un dedo hasta los labios de él.

—Gracias. No digas nada más. Déjame que lo piense solamente un minuto.

Él ni se movió ni parpadeó mientras la observaba procesar todo lo que había sucedido. Ella era como una naturaleza muerta, sus manos ansiaban inmortalizarla con pintura, carboncillo, lápiz, con cualquier medio que pudiera retener esa imagen. Había cierta aceptación serena detrás de su estado de conmoción. A la luz de la luna, incluso con el maquillaje arruinado y el pelo revuelto, ella era la mujer más hermosa que había estado cerca de él. Fue por un gesto reflejo que su mano fue a acariciarle el cabello y que la abrazó. El porqué se sentía así en un momento como ése era mucho más que una locura.

Pero la sensación de ese pelo sedoso en la palma de la mano y la manera en que su aliento entraba y salía de la boca de ella y le calentaba el pecho estaba más allá de cualquier explicación. La urgencia de besar esos labios desafiaba cualquier lógica, de la misma manera en que lo que acababan de experimentar era surrealista. Para no ponerla más nerviosa de lo que ya debía de estar, él se limitó a abrazarla y a acariciarle con la nariz la coronilla de la cabeza.

—Aquí estás a salvo esta noche. Puedes llamar a casa, darte una ducha, tomarte un té, hacer cualquier cosa que te permita relajarte… y descansar un poco. Mi abuelo tiene una actitud extraña, pero es un hombre decente. Muy enrollado.

Ella asintió con la cabeza y se deshizo de su abrazo. Le miró.

—¿Te quedarás en la casa conmigo… quiero decir… no te irás muy lejos?

—Sí —dijo él, intentando que no se le quebrara la voz. ¿Ella quería que él se quedara cerca de ella? ¿Pensaba en él como en una especie de protector o algo… un héroe? Sí, eso era.

Si no se movía, la besaría, así que bajó de la moto y la ayudó a bajar. Por algún motivo, ella se quedó muy cerca de él y, por algún motivo, el brazo de él le rodeó la cintura. Entraron en la casa prácticamente abrazados. La esposa navaja de su abuelo levantó la mirada, sonrió y les ofreció un montón de toallas y de ropa. Le dio unos golpecitos a la joven en la mejilla y miró a José esperando a ser presentada. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que ni siquiera sabía cuál era su nombre.

—Oh, nos acabamos de conocer y…

—Me llamo Juanita —dijo la joven a su lado con gesto tímido.

—Ah, sí, yo soy José —dijo él a la mujer a quien había salvado, y entonces miró a su abuela pidiéndole disculpas con los ojos.

La mujer no dijo nada, se limitó a ofrecerle el montón de toallas y de ropa a Juanita, a besarles a ambos, les dio un ligero apretón en el rostro, salió de la casa y se quedó en el porche.

El abuelo de José la miró y asintió con la cabeza.

—Mi esposa se reunirá con las mujeres para preparar una fuerte medicina para daros, pero especialmente para ella, la que tiene los ojos de la noche.

José estaba muy, muy quieto. Conocía alguna cosa, lo que la memoria le traía, sobre los viejos hábitos de los chamanes y nada de ello le hacía sentir lo más mínimamente cómodo. Si se iba a celebrar un cónclave femenino nocturno para preparar una importante medicina antes del amanecer, entonces los hombres iban a realizar un potente ritual en la tienda de sudar. Él y su abuelo se dirigieron una mirada de reconocimiento.

—No te preocupes —dijo su abuelo, apretando la mandíbula mientras bajaba el sombrero de fieltro gris con la pluma de águila en un lateral—. Has superado la primera prueba: ella no está muerta y tú también vives sin ninguna marca de las bestias. Las sombras no pueden penetrar en esta casa. La medicina ayudará a mantener el camino despejado y esta casa intacta. —Se dirigió a la puerta sin inmutarse—. Además, el hombre de buen corazón que tocaba la guitarra te enseñó a disparar con el rifle. Es un buen maestro. Hay un rifle con cartuchos especiales en la chimenea.

José asintió con la cabeza. Jack Rider le había enseñado a disparar, a montar y a tocar un guitarra pequeña. Esa referencia a la presencia de su antiguo mentor en la casa le trajo buenos recuerdos. Pero, a pesar de ello, José deseó que su abuelo hubiera decidido quedarse cerca de la casa. Él no era ningún gamberro, pero, joder. ¿Iban a dejarles a él y a Juanita allí solos? ¿Y si alguna otra cosa extraña sucedía? Aprender a disparar un rifle años antes con un loco guitarrista que bebía Jack Daniel’s y que iba por ahí en moto no era precisamente un entrenamiento militar.

José miró la chimenea y luego a Juanita. Ella estaba de pie, inmóvil, como un ciervo paralizado bajo la mirilla del fusil de un cazador. Sujetaba el montón de ropa contra el pecho con tanta fuerza que los nudillos de las manos se le habían puesto blancos. La chica parecía a punto de desmayarse, y él no podía culparla de ello.

—Eh, mira… ¿por qué no llamas a tu mamá y le dices que estás bien? Yo llamaré a la mía. Luego te das una ducha y yo me quedo por aquí y miro a ver qué hay en la nevera.

—¿Sabes disparar esa arma? —Ella dirigió la mirada hacia la chimenea y luego otra vez hacia él.

—Sí, lo hago bien.

Ella meneó la cabeza lentamente y con expresión aterrorizada.

—No puedo ir al baño sola… tiene una ventana, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Ajá. No —susurró, con un tono de pánico en la voz—. Por favor, no me dejes sola en ninguna de las habitaciones en ningún momento.

—Pero ¿y si tienes que hacer pipí? —dijo él, intentando no sonreír.

—¡Bueno! —Empezó a caminar en un pequeño círculo—. Puedes traer el arma ahí, quedarte al lado de la ventana, de espaldas a mí, y luego, cuando te avise de que estoy visible, podrás darte la vuelta.

—El baño no es tan grande, Nita. —Él se rió y se pasó la mano por el pelo.

Ella levantó la mirada hacia él con ojos suplicantes.

—¿Cómo me has llamado?

—Nita. ¿Por qué?

Ella apartó la mirada, el rostro encendido.

—Es un viejo apodo. Sólo la gente que me conoce de verdad me llama de esa forma.

Él se encogió de hombros y una tensión nueva le invadió mientras miraba ese rostro hermoso y asombrado.

—Bueno, tiene cierto sentido que nos conozcamos tan rápido, si es que vamos a escuchar como hacemos pipí, ¿no te parece?

Ella se limitó a mirarle un segundo y luego se puso a reír. El sonido de su voz le recorrió todo el cuerpo y le hizo sentir los músculos de la espalda tensos.

—Me alegro de ver que al final te estás relajando. —Bajó la vista hasta sus ropas grises y manchadas—. Ya asaltaré la nevera después de lavarme, ahora que lo pienso mejor.

—Todavía vas a venir conmigo al baño, con el rifle, ¿verdad? —Los ojos de ella le escrutaron el rostro buscando un compromiso.

—Sí. No hay problema —dijo él, sintiendo una rara mezcla de nervios y excitación. Esa mujer confiaba en que él no era ningún bicho raro. Iba a permitir que la vigilara, desnuda bajo la ducha, y confiaba en que no iba a violarla. José fue hasta la chimenea y se volvió hacia ella. Percibió que los hombros de ella bajaban un centímetro en un gesto de relajación y de alivio.