6

LA única cosa sensata que podía hacer para conseguir salir de la casa era dejar que la mujer se fuera al baño sola.

—Abre la ventana —le dijo él mientras recorría el pasillo con el rifle—. Todavía no es oscuro, tenemos unas cuantas horas, y voy a mirar cómo está la moto, a ver cuánta gasolina queda para llegar al pueblo.

No esperó a que ella discutiera. Él tenía una misión. Tenía que comprar condones de la misma forma que un yonqui necesita conseguir crack.

Salió por la puerta de atrás, bajó las escaleras, fue hasta su moto y soltó un gruñido. ¡Mierda! Su belleza negra estaba seca. Está bien, necesitaba un nuevo plan. El cuarto de herramientas le llamó la atención. Quizá, sólo quizá, si había piedad en los cielos, su abuelo debería tener una vieja lata roja con gasolina.

José atravesó corriendo el patio trasero, espantando a las gallinas enojadas. Dejó el rifle contra la pared exterior de la destrozada estructura y empujó la puerta oxidada con ambas manos. Esperó un momento a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad, y buscó el interruptor de la luz. Pero pronto la luz del final de la tarde y la puerta abierta le permitieron mirar el interior. Lo que vio allí dentro le hizo detenerse en seco.

Era un verdadero cuarto de artillería. Ruedas curativas y amuletos con plumas de águila cubrían las paredes, así como estacas de plata, ballestas y cuchillos con hojas de muy distintas longitudes. Entró movido por la curiosidad. En el centro de la habitación había unos extraños círculos y símbolos, como si fueran maleficios o conjuros contra el mal.

La vista se le fue hasta un cubo de basura lleno de conchas y de desechos al final de la mesa de madera, al lado de la ventana. José se acercó con cuidado, mirando las brillantes balas de plata y la tierra negra que tenía una fragancia a incienso. Unas jarras de agua, con pinturas de guerra talladas hacía mucho tiempo, se encontraban al lado de las conchas. Levantó la vista hacia las ballestas y las largas estacas adornadas con plumas de águila.

Lo sabían. No solamente simpatizaban o creían, lo sabían.

José observó con mayor detenimiento las paredes mientras las motas de polvo bailaban en el aire bañado por la luz del sol. El interior del cuarto había sido pintado con pintura de guerra. El olor de artemisa impregnaba el aire y se le metía por la nariz. Una sensación de calma, de seguridad, como de estar en una fortaleza espiritual, manaba de todo aquello que había a su alrededor. Artemisa y plata, sangre de pollo y madera quemada, todo eso le produjo una extraña sensación de conocimiento. Se encontraba en medio de un refugio armado espiritual. ¿Si su gente había construido eso, qué era lo que se estaba aproximando?

De repente, ir al pueblo tuvo una urgencia menor. Pero encontrar la gasolina para hacer frente a lo inesperado era algo importante. José recorrió el cuarto con un sentimiento reverente, pero se sintió desilusionado. Tomó el rifle y volvió corriendo a la moto, decidido a quitar la sustancia de los demonios antes de que Juanita lo viera.

Se dio prisa en realizar la tarea: fue a buscar la manguera del patio y limpió toda la suciedad, esta vez teniendo cuidado con el agua, pues ésta era escasa allí donde vivían sus abuelos. Mientras dejaba la manguera y corría escaleras arriba le embargó un sentimiento de respeto por ellos, por lo que ellos sabían, por lo que aceptaban con tanta calma y por lo que habían construido.

Pasó al lado de Juanita en el pasillo.

—Voy a estar entrando y saliendo unos momentos. —Sabía que hablaba con un tono de pánico; sentía pánico. Pero no hacía falta que ella supiera por qué.

Cuando salió de la ducha y fue a la habitación, ella tenía puestos los vaqueros y los zapatos de tacón, y se cubría los pechos con los brazos.

—¿Puedo ponerme una de tus camisetas? —Le miró y se mordió el labio—. Mi madre dijo que un top rojo me hacía parecer una puta… y no quiero parecer eso si estoy contigo.

—A mí no me pareces eso, lleves lo que lleves puesto.

Él se puso los vaqueros e hizo un gesto de cabeza en dirección al armario.

—Puedes ponerte una de mis camisetas, y la abuela también te ha dejado unos vestidos en el armario.

—¿Cómo sabía ella que yo vendría, José?

Los dos dejaron de vestirse y se quedaron mirando.

—Es una vidente —dijo en voz baja—. No me preguntes cómo lo hacen, lo único que sé es lo que ella es. La abuela sabe las cosas. Igual que el abuelo.

—Yo a veces también sé cosas —dijo Juanita mientras se acercaba al armario para sacar una camiseta—. Por eso sé que no quiero ponerme ese top rojo ahora.

Él la miró un momento, luego encontró sus zapatillas y su camiseta. Ella empezó a peinarse.

—Cuando vayamos a la farmacia te compraré un cepillo también, y unos cepillos de dientes… necesito una cuchilla de afeitar —dijo, pasándose la mano por la barbilla mientras intentaba distraerse de la extraña sensación que le había embargado—. Pero algo es seguro, tenemos que encontrar unas chanclas para ti, o algo hasta que podamos conseguirte unas zapatillas deportivas.

Juanita se agachó, sin responder, y abrió el cajón de abajo. Despacio, se puso de cuclillas y acarició los vestidos.

—Hay unos mocasines ahí, con el vestido.

José corrió a su lado y se detuvo para mirar dentro del armario. Luego la miró a los ojos.

—Un traje ceremonial completo… ¿cómo supiste que estaba aquí? Porque te aseguro que yo no lo sabía.

Juanita se encogió de hombros.

—¿Puedo ponerme los zapatos hasta que consiga unas chanclas?

Él asintió con la cabeza y caminó hasta la puerta del dormitorio.

—Vamos a hacer un viaje rápido. Creo que tendríamos que quedarnos por la casa hasta que mi gente vuelva.

Un sentimiento de preocupación le atenazaba. Juanita se agarraba a él por la cintura. El polvo le picaba en los ojos y en la nariz mientras corrían por la desierta carretera. Él le dijo que apretara la cara contra su espalda para protegerla del polvo del aire.

El pelo húmedo de ella le daba contra el cuello, y el tono rosado y anaranjado del sol poniente le obligaba a poner la moto al límite. Tenía dinero suficiente para poner un par de litros en el depósito, comprarle unas chanclas, quizá un par de hamburguesas, una combinación… pero lo principal era conseguir condones. Si hubiera sabido que iba a hacer un viaje como ése por carretera, habría… habría qué. Estaba sin blanca.

Llegaron a la gasolinera de la carretera y el hombre se negó a cobrarles. José estuvo a punto de gritar de alegría. Él y Juanita se cruzaron una mirada y José caminó hasta la mecedora donde el propietario de la gasolinera se encontraba cómodamente sentado con su bastón. Incluso a pesar de que estaba casi sin nada de dinero, José sabía que la gente del pueblo era más pobre todavía. Dirigió una mirada respetuosa al hombre mayor de pelo plateado, que se encontraba sentado bajo el calor del desierto con una camiseta blanca sin mangas y un pantalón de mecánico que escondía unas gastadas zapatillas de deporte de piel.

—Señor, está bien —dijo José, ofreciéndole un billete de cinco dólares.

—Tu abuelo y yo hace mucho que nos conocemos. Tú eres de la familia. —El hombre miró a Juanita y continuó hurgando con el palo en el suelo—. Hemos tenido una reunión, joven Pájaro del trueno. Aquello que está dentro está a punto de salir fuera. Necesitas todo lo que tienes. Los espíritus antiguos están bailando.

José dobló el billete y se lo metió en el bolsillo de los vaqueros. No tenía ni idea de qué era lo que el viejo tipo había querido decir, pero tenía claro que cuando los mayores empezaban a hablar con adivinanzas, no tenía sentido discutir con ellos.

—Gracias —dijo José, y se dirigió rápidamente hacia la motocicleta y subió para que Juanita pudiera sentarse detrás de él.

Se marcharon.

Intentó recordar el plano del pueblo. Las calles estaban casi desiertas. Algunas tiendas ya habían bajado las persianas. No sería del todo oscuro hasta las ocho y media y, a juzgar por la altura del sol, todavía no eran las seis. Detuvo la motocicleta en la esquina de una calle de tiendas. ¿Cómo podía saber qué hora era? Se estaba poniendo nervioso y tenía que controlarse.

Recorrió con la mirada la hilera de tiendas y, cuando vio la vieja farmacia, puso el caballete de la moto.

—Podemos ir a pie, ¿de acuerdo?

Juanita bajó de la moto y sonrió.

—Aquí es como en el viejo Oeste, igual que se ve en las películas.

Él se rió y le puso el brazo por encima de los hombros mientras caminaban.

—Niña, este lugar no ha cambiado desde esos tiempos, créeme. Por eso yo ya tenía bastante con pasar aquí el verano.

Ahora, el reto. Fue muy sencillo encontrar un par de sandalias de goma baratas, una cuchilla de afeitar de plástico desechable, un peine, un par de cepillos de dientes, pero no estaban en ninguna cadena comercial impersonal donde nadie sabía el nombre de uno. El verdadero objetivo de la misión se encontraba en el estante de arriba del mostrador, y la vieja señora que estaba sentada ante la caja registradora abanicándose solamente hablaba navajo. ¿Cómo diablos iba a pedirle a esa abuela dos paquetes de seis unidades de Durex?

Juanita se alejó de la caja registradora. Oh, eso no iba bien.

José depositó el montón de artículos de aseo encima del mostrador y la vieja mujer le sonrió con una sonrisa sin dientes mientras empezaba a contar las compras. Él se dio cuenta de que Juanita le observaba por el rabillo del ojo. De acuerdo. Guay. Levantó la barbilla. Él era mayor, era un hombre. ¿Y qué si la vieja señora se lo contaba a su abuela? El abuelo ya le había dejado un montón de ellos de todas formas.

—Y, esto… dos cajas —dijo, señalando hacia el estante que había detrás de la vieja matrona. ¿Cuál era la palabra, cuál era la palabra? Mierda, nunca aprendía a hablar de forma apropiada.

La mujer frunció el ceño, tomó dos cajas de aspirinas y se dispuso a contarlas en la registradora.

—No, esto… esto no.

Ella se detuvo y le miró. Luego, lentamente, volvió a dejar las cajas de aspirinas en su sitio y señaló los caramelos mentolados.

Esa mujer le estaba provocando la muerte mil veces. Señaló con el dedo pulgar el estante de más arriba.

Ella dudó un momento, luego miró a Juanita, que se había colocado al lado de la puerta, y luego volvió a mirarle a él. Con gesto lento, la vieja mujer se llevó una mano a la boca, rió, asintió con la cabeza y bajó del taburete para ir a buscar unas pinzas largas para tomar objetos de los estantes superiores. José dirigió la mirada hacia un estante de al lado. Las cajas que la dependienta bajó tenían tanto polvo que hubiera podido escribir su nombre en ellas. ¿Ahora tenía que buscar la fecha de caducidad, también, mientras esa abuela le observaba?

Un tanto reticente, señaló la fecha sin pronunciar ni una palabra e intentando mantener la dignidad y actuar de forma despreocupada y fría, como si ese asunto no tuviera ninguna importancia. La tímida sonrisa de Juanita bañada por la luz del sol le ayudó a soportar la situación mientras la vieja señora iba a buscar unas cajas con una fecha más reciente.

Al volver le dijo algo en navajo que él no comprendió del todo. Algo acerca de traer una nueva vida al mundo. Pero él no tenía ninguna intención de quedarse más rato para acabar de escucharla. Pagó sus compras, tomó la bolsa, le dio las gracias rápidamente y salió por la puerta por delante de Juanita.

Ella subió a la motocicleta detrás de él, riendo.

—Oh, Dios mío.

—Sí —repuso él, aunque le resultaba difícil reír—. Como te dije, esto no es Los Ángeles.

De repente, el estómago le rugió con tanta fuerza que le pareció que había sido la moto.

—¿Tienes hambre? —le preguntó él mientras arrancaba la moto con el pedal de arranque, dándose cuenta de lo hambriento que se sentía.

—¿Podemos comprar un par de hamburguesas y llevarlas a la casa?

—Sí, pero por aquí no hay nada parecido a la comida rápida. Podemos comprar unas hamburguesas en el bar y hacer que nos las envuelvan para llevar.

—Entonces, vamos —dijo ella, abrazándose a él y riendo.

A él le encantaba notar la vibración de su voz sobre la piel.

El estomago se le retorcía ante el olor de comida cocinada, batidos de leche y café. Estaban sentados en la parte de fuera de la barra de metal para escapar de los ventiladores del interior que lo único que conseguían era que circulara el calor mientras esperaban el pedido, que estaba tardando en llegar. A pesar de que allí solamente había algunos camioneros tomando café, el proceso de conseguir un par de gaseosas, dos hamburguesas y unas patatas fritas parecía tardar una eternidad. Pero, por alguna extraña razón, cuando él estaba con ella, riendo y charlando, el tiempo no importaba mucho.

—Si no hubiera perdido el bolso en Los Ángeles, hubiera podido contribuir en la tienda —dijo en tono alegre, mientras hacía oscilar las piernas hacia delante y hacia atrás.

—No pasa nada —dijo José, disfrutando de la sonrisa de ella—. Estamos juntos en esta aventura, y yo lo hubiera hecho de todas maneras aunque tú hubieras tenido tu bolso.

—Sí, pero tú tienes que mantener tu moto —dijo ella, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la motocicleta—. Es muy bonita.

—No es mía —admitió José, alejándose de la barra para pasar la mano por encima del brillante manillar—. La he alquilado.

—¿Quién te ha alquilado una moto como ésta? Quiero decir…

—Ahora hablas como mi madre —dijo él, riendo.

—Mira, no intentaba hablar así, pero una moto como ésta, José… No me gustaría que te vieras metido en…

—No pasa nada, y me gusta que te preocupes por mí.

—Mi hermano… él trafica, ¿de acuerdo? Y sus amigos también lo hacen. Yo nunca subí a ninguno de sus coches ni fui a ninguna parte con ellos porque… porque no. No me gustan esas cosas.

Él observó su rostro bajo la última luz del día, y sintió que le encantaba cada una de las palabras que pronunciaba. El tono rosado y anaranjado le daba un toque hermoso a su piel. Le encantaba que el viento le revolviera el pelo y que ella se lo apartara constantemente de la cara y se pasara la lengua por los labios cuando se ponía nerviosa. Si ella tuviera la más mínima idea de lo que había provocado en él su cautela…

—¿Recuerdas ese viejo guitarrista de quien te hablé?

Ella asintió con la cabeza, pero no le miró al hacerlo.

—Mi gente le hizo un favor, hace mucho, mucho tiempo… quizá cuando yo tenía cinco años o así.

Juanita levantó la mirada.

—Llegó al pueblo con esta máquina, con una señorita montada detrás, casi muerta a causa de la mordedura de un demonio… según cuenta la leyenda. —José se incorporó y caminó alrededor de la moto, pasando la mano por encima de ella con una suave caricia, como si se encontrara al lado de un altar—. Ella era el amor de su vida, y él la llevó a su abuela, que más tarde se casó con mi abuelo y se convirtió en mi abuela por matrimonio.

—¿Qué le pasó? —dijo Juanita, absorta en la historia.

—El abuelo y la abuela hicieron una buena magia, pero ella cruzó la puerta y se convirtió en un espíritu.

Juanita se cubrió la boca con la mano.

—Oh, no, ¿murió?

José asintió con la cabeza.

—Dejó muy jodido a mi mentor, ¿sabes? Rider me hizo más o menos de padre, ya que el mío murió muy joven. —La miró mientras pasaba la mano por encima del asiento de la moto—. El tipo se quedó aquí, se perdió en la botella durante un tiempo para lamentar la pérdida y luego, poco a poco, una vez al año, empezó a venir para que mi abuela le curara. Al cabo de unos cuantos días, nos íbamos por ahí y él se confiaba conmigo… me contaba cosas acerca de que yo tenía una nariz como la suya… una buena napia, decía. —José levantó la mirada, con la esperanza de que ella lo comprendiera—. Dijo que yo era un rastreador, y que tenía que aprender a disparar. Luego se ponía muy raro hablando de leyendas y cosas así, hablando de mi destino… empezaba a hablar como el abuelo.

—Debió de haber sufrido mucho.

José asintió con la cabeza, con la vista clavada en la triste mirada de ella.

—Hasta que te conocí a ti, no pude comprender la profundidad de su dolor. —Se encogió de hombros y miró a lo lejos—. Un día dijo que no iba a volver durante un tiempo. El año en que yo me gradué en el instituto… me dijo que mantuviera linda a su chica, refiriéndose a esta preciosidad plateada y negra que ronronea entre tus piernas. Dijo que al lugar a donde iba no necesitaba ninguna moto. —Ese triste recuerdo le puso un nudo en el estómago, y José inspiró, tembloroso, para deshacerlo—. Hace años de eso… y no he sabido ni he oído nada de él. Mantengo la moto limpia, brillante, con la esperanza de que él no haya hecho ninguna locura, como meterse una bala en la cabeza. Dijo que iba a unirse a una banda, a una especie de guerreros o algo. —José dejó escapar un fuerte suspiro—. ¿Quién sabe?

Juanita se alejó de la barra y se puso a su lado. Le tomó el antebrazo con la mano.

—Sigue guardando y limpiándole la moto, ¿de acuerdo? Él va a volver.

—No pasa nada —repuso José, dando una patada a una piedrecita que había al lado de la rueda—. Pero me alegro de que me creas y no pienses que voy por ahí traficando con drogas, como mi madre. Ella la llevaría a la chatarra. —José dio la vuelta a la moto, acariciándola con los dedos—. Es una Harley personalizada que él mismo diseñó.

—Es muy bonita —murmuró ella, sin saber qué decir mientras veía que él se encerraba en sí mismo de dolor.

—Es como una huella dactilar, una obra de arte única. Está en todos los dibujos que hago. Respeto —dijo, atrapando los ojos de ella con los suyos repentinamente—. Él me contó la historia de que había recorrido medio país con esa mujer sentada detrás y sangrando por la herida del ataque de los demonios. Hasta el momento en que nosotros vimos lo que vimos, yo no lo había creído. Creía que era culpa de la botella y que eran bravuconadas. Pero esa noche, la otra noche, cuando tú estabas en la parte de atrás de la moto, lo único que yo hice fue rezarle a Dios. «Déjame volar con el viento de la noche, déjame salir de ésta y que ninguno de estos seres le haga daño a mi mujer.» Ésta era mi oración. «Que no se caiga de la moto en ninguna de las curvas.»

—No me caí de la moto, y no me pasó nada, José —dijo ella casi en un susurro.

Él levantó la vista hacia el sol que ya se desvanecía y luego la miró.

—Si algo así te sucediera alguna vez, yo acabaría destrozado, igual que él. Y él me contó algunas cosas que parecían locas y que nunca he contado a nadie… dijo que cuando yo estuviera preparado, él me compraría una moto para mí para ir a cazar demonios juntos. —José se pasó una mano por el pelo—. Dijo que yo tendría unos poderes especiales, que aprendería a rastrear un olor igual que un sabueso. Que me uniría a un grupo clandestino de guerreros que tenían que proteger a una tipa llamada Neteru, o algo así, sea eso lo que sea. Luego el abuelo no deja de decir que el pájaro del trueno está en mí, signifique eso lo que signifique. Lo único que sé es que desde la otra noche, tengo la nariz… es como si pudiera decir qué hora del día es sin mirar, como si pudiera distinguir los olores como un maldito sabueso. No sé exactamente qué quiero decir con todo esto, pero las hamburguesas y las patatas están listas, ¡y yo no debería saberlo!

—Vamos a buscar la comida y vayamos a casa —dijo ella con tanta calma como le fue posible. Utilizó la voz como una amable invitación, sin acabar de comprender por completo la angustia de José, pero sintiendo todo lo que éste había dicho en lo más hondo.

Le vio tan trastornado que se limitó a pasarle el brazo por la cintura y a apoyar la cabeza en su hombro mientras caminaban hacia el bar. Mientras estaban de pie delante de la máquina registradora y esperaban a que les metieran la comida en una bolsa, ella se vio reflejada en los brillantes paneles de aluminio que había encima de la ventanita de la cocina.

Unos ojos mucho más viejos que los suyos le devolvieron la mirada, detenidos en el tiempo. Un par de manos masculinas y sensuales le acariciaron los brazos, pero ella no podía verle la cara… no podía ver nada en la brillante superficie. Pero sí podía sentirlo. Algo muy suave le acarició el cuello y le provocó un estremecimiento de rechazo pero también de deseo. De repente se sintió somnolienta, como drogada. A pesar de ello, una parte suya estaba tan excitada que estuvo a punto de gritar en medio del bar.

Juanita se frotó el cuello con la mano para quitarse la sensación de que algo la había tocado en ese punto. Buscó los ojos de José, pero él estaba mirando por la ventana y tenía los ojos fijos en el vacío de la zona de aparcamiento. Se le veía el rostro tenso, y la sien le latía. Mientras le miraba, fijó la atención en los poros de su piel y, de repente, vio su cara formada por miles de puntitos negros. La oscuridad la tragó por completo mientras estaba allí de pie en el bar, al lado de la caja registradora. Quiso chillar, quiso gritar algo, pero tenía las cuerdas vocales paralizadas, igual que las piernas; casi no podía ni respirar a causa del peso que sentía en los pulmones.

Desde algún punto muy alejado de su mente, se veía a sí misma de pie, con José, en el bar, veía a la gente moverse en cámara lenta a su alrededor y a la camarera ofrecerles la bolsa con la comida. Pero no se podía mover. En su interior se libraba una guerra, y luchaba por librarse de los puntos negros que empezaban a ocultar la luz del sol que había a su alrededor. La intuición le decía que se quedara en la luz, que no permitiera que su alma se viera cubierta por la oscuridad. Entonces, la vista le quedó atrapada en una explosión negra, y entonces fue cuando los vio. Los devoradores.

El grito estuvo a punto de rasgarle los pulmones y, a pesar de ello, no fue capaz de emitirlo en voz alta. Observaba a las criaturas con colmillos arrodilladas ante su víctima inerte y seca, las cabezas gachas, los ojos protuberantes, enrojecidos y brillantes, las bocas manchadas de rojo sangre. Habían contagiado a las víctimas, se habían apareado con los muertos, los unos con los otros, en una frenética orgía carnal. Por todas partes había cuerpos retorcidos. Una de esas criaturas levantó el cuello ceniciento de una mujer, luego la miró y volvió la cara de la víctima para que ella pudiera verla.

Los ojos de Juanita se quedaron fijos en esa extraña versión de sí misma mientras ese ente desnudo y con colmillos sonreía y clavaba sus colmillos en la yugular de la víctima. Juanita se quedó sin respiración, con el grito todavía encallado en el pecho. Sintió la espalda empapada de sudor. Se clavó las uñas en las palmas de las manos. Se oía el latido de su propio corazón y notaba un fuerte dolor en el pecho. Derrame cerebral, infarto, alguna de esas cosas o ninguna, pero empezaba a perder la conciencia y luchaba por permanecer despierta. Sabía que si se desmayaba, ellos la atraparían.

—Cariño, ¿estás bien? ¿Quieres un poco de agua? —dijo la camarera, acercándose a la caja registradora—. Los jóvenes tenéis que tener más cuidado e ir más tranquilos con este calor.

Juanita se tambaleó y José se dio cuenta justo a tiempo para sujetarla y evitar que cayera al suelo.

—No tiene buen aspecto —dijo la mujer de la caja registradora mientras acudía rápidamente con un vaso de agua.

—Diría que o bien está preñada o colocada —dijo el cocinero con un gruñido, y volvió a concentrarse en la freidora.

Juanita se agarró a la camiseta de José mientras él la ayudaba a sentarse en el taburete del mostrador y a tomarse el agua.

—Tenemos que salir de aquí —dijo ella con voz ronca, mientras bebía el agua y se secaba el sudor que le caía desde las sienes.

—¿Puedes subir a la moto? —le preguntó José con expresión preocupada y sin dejar de mirar por la ventana hacia el sol poniente.

—¿Cuándo comiste por última vez, cariño? —preguntó la camarera mientras dejaba las bolsas con la comida en la barra.

—Eso es lo que le pasa —dijo José mientras tomaba las bolsas y ayudaba a bajar a Juanita del taburete—. Necesita ponerse algo en el estómago.

En cuanto José y Juanita estuvieron fuera y solos, ambos empezaron a hablar al mismo tiempo mientras se apresuraban hacia la motocicleta y ella tomaba las grasientas bolsas.

—Lo sé, lo sé, ha sido muy raro ahí dentro —dijo él, con los nervios en punta.

—¡No podía moverme, José! Estaba allí de pie, y entonces empecé a ver esas cosas horribles y la oscuridad empezaba a rodearme y yo me atraganté con…

—Sulfuro —dijo José, acabando la frase.

—¿Tú también lo viste? —Sujetó las bolsas contra su cintura en cuanto subió a la moto detrás de él.

—No lo vi, lo olí —dijo él, y accionó el pedal para encender la moto.