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RETTA había olvidado la belleza de su tierra natal. Mientras subían el estrecho paso de montaña en dirección al hotel donde ella y Francesca iban a alojarse, los recuerdos la asaltaron. A pesar de que tenía los ojos abiertos, Retta podía ver esa tierra tal y como había sido cuando no había cables eléctricos ni edificios modernos, cuando no había carreteras, sino sucios caminos transitados por caballos que atravesaban el paisaje valaco de camino a Bucarest o a otros pueblos.
Dios, cómo echaba de menos las montañas de su infancia. De joven había pasado horas contemplándolas desde la ventana del convento. Fuera cual fuese la estación del año, siempre se veían imponentes, como si un trozo de cielo hubiera caído sobre la tierra. Nunca había dejado de estimular su imaginación y fantaseaba acerca de cómo debía de ser poder volar por encima de esas montañas y explorar esas distantes regiones.
Por supuesto, en su tiempo de vida como ser humano, ése había sido un sueño imposible. Pero desde su muerte, ella había viajado por todo el globo intentando escapar de la crueldad de Velkan.
Pasaron en taxi por delante de varias casas de tejado de paja que parecían pertenecer a otro tiempo. Retta habría jurado que algunas de ellas se encontraban allí desde hacía quinientos años, cuando ella había abandonado esta tierra para escapar de su marido.
Esa misma noche había jurado que nunca volvería.
Pero allí estaba. Y ahora se sentía tan poco segura como se había sentido entonces. Su futuro estaba igual de poco claro. La única cosa que la mantenía era la amistad de Francesca. Francesca se había unido a ella mientras Retta se dirigía desde Valaquia a París. Se habían encontrado en una pequeña pensión donde Retta se había detenido para comer algo.
Era una noche sacudida por una tormenta terrible y el chófer se negó a continuar hasta que amainara. A causa de ello no quedaban habitaciones libres. Francesca había tenido la amabilidad de compartir su habitación con Retta.
Desde esa noche, habían sido virtualmente inseparables. No había nada que hubiera apreciado más durante esos siglos que la lealtad y la inteligencia de Francesca.
—¿Estás bien? —preguntó Francesca.
—Estoy pensando.
Francesca asintió con la cabeza y miró por la ventana.
—¿Está como lo recordabas?
Retta no dijo nada porque se dio cuenta de que el conductor las estaba observando por el espejo retrovisor.
—¡Una cabra! —gritó Retta en rumano al ver que el animal se interponía en la carretera delante de ellos.
El conductor pisó los frenos y Retta y Francesca se vieron impulsadas hacia delante. Las dos soltaron una exclamación en cuanto se golpearon con el respaldo de los asientos delanteros y se quedaron sin respiración. Se miraron la una a la otra, enojadas, y volvieron a instalarse en sus respectivos sitios.
Francesca se abrochó el cinturón de seguridad.
El conductor les sonrió por el espejo retrovisor.
—¿Es usted una de los nuestros, eh? —dijo en rumano—. Me pareció que tenía el aspecto de ser hija natural de aquí.
Retta no contestó. ¿Cómo podía hacerlo? Ese hombre hubiera dado la vida por saber la hija natural que era: después de todo, había sido su padre quien había convertido ese rincón del mundo en el rincón turístico que era.
Esa idea le dolió, porque le hizo recordar la turbulencia de esos años mortales. Esa tierra se había visto bañada en sangre, pues se había luchado batalla tras batalla entre rumanos y turcos. También había luchado su familia contra la de su esposo, puesto que ambas buscaban el poder político. Ella había sido tan tonta de creer que casarse con Velkan podía suavizar esa hostilidad entre las familias y hacer que se concentraran contra los invasores externos de su tierra.
Ese error, así como la bien conocida tragedia en su vida durante el siglo XV fue lo que condujo a un hombre llamado William Shakespeare a escribir Romeo y Julieta unos cien años más tarde. Al igual que a esa pareja, su matrimonio secreto les había conducido a ambos a la muerte.
Pero en su caso, había sido la brujería negra de su marido lo que les había conducido a la resurrección y a la inmortalidad. ¡Mierda! Ni siquiera después de tantos siglos podía ella perdonarle. Además, las pocas veces que ella se había mostrado débil, él había hecho algo que había renovado su enojo.
Apartó esos pensamientos a un lado al ver que llegaban al hotel. Retta salió del taxi primero mientras el chófer sacaba las maletas del portaequipajes. Retta levantó la mirada hacia el pintoresco hotel de techo arqueado y bordes oscuros. Tomó la maleta que le ofrecía el hombre y le pagó. Estaba anocheciendo.
—Gracias —dijo él.
Retta inclinó la cabeza y ella y Francesca subieron las escaleras de madera oscura del hotel.
Francesca frunció el ceño al ver un anuncio que había en un panel justo debajo de ellas. Era idéntico a los demás excepto por el hecho de que estaba escrito en inglés.
—¿Has visto eso? La gira turística de Drácula empieza dentro de una hora desde la iglesia.
Retta estaba furiosa.
—¡Que pille la sífilis en los dos testículos!
Francesca se rió al oírla.
—Eso es muy duro.
—Sí, lo es. Pero él se merece cosas mucho peores. El muy cabrón.
—¿Puedo ayudarlas con la maletas?
Retta se sobresaltó al oír esa profunda voz de acento fuerte que había hablado de repente. ¿De dónde diablos venía? Se dio la vuelta y se encontró con la mirada de un hombre guapo que rozaba la treintena y que estaba de pie justo delante de ella. Ese hombre se parecía bastante a Francesca, tanto que podría haber sido su hermano: tanto en el pelo color avellana oscuro como en los brillantes ojos azules.
—¿Es usted del hotel?
—Sí, señora. Me llamo Andrei y estoy aquí para servirla de la forma en que usted desee.
Francesca se rió, pero Retta tuvo la sospecha de que ese doble sentido no tenía nada que ver con que estuviera intentando hablar otro idioma. Ese hombre sabía qué estaba ofreciendo.
—Gracias, Andrei —dijo en tono frío mientras le ofrecía la maleta—. Tenemos que ir a recepción.
—Como desee…, ¿señora?
—Ella es señora, yo soy señorita —dijo Francesca, dándole también la maleta.
—Sabía que tenía que haberte dejado en Chicago —le dijo Retta entre dientes mientras Francesca le guiñaba un ojo al guapo rumano. A pesar de todo no estaba flirteando con él, lo cual, para Francesca, siempre era lo primero.
—Estoy seguro de que las dos van a disfrutar mucho de su estancia aquí en el hotel… —hizo una pausa dramática para pronunciar con auténtico acento rumano—: Drácula. Esta noche hay un menú especial. Filete con salsa de frambuesa ácida y puré de patatas con ajo para mantener alejados a esos malignos vampiros. —En sus ojos se veía un brillo maligno que a Retta no le pareció ni atractivo ni divertido.
Más bien, la sacaba de quicio.
—Supongo que el ajo va a mantener alejado a algo más que a los vampiros, ¿verdad, Andrei? —dijo ella con sarcasmo.
Él no dijo nada mientras las conducía escaleras arriba hasta la puerta del hotel. Había una cabeza de vampiro clásica encima de cada una de las puertas que daba al vestíbulo, de un color rojo sangre. También había fotos que mostraban a Drácula en distintas representaciones de Hollywood, así como esbozos y pinturas del padre de Retta.
Su «favorita» era la copa de oro que se encontraba en una caja, con una inscripción que decía que era la que su padre había colocado en la plaza central de Tirgoviste. Él había proclamado sus tierras libres de crimen, así que la colocó allí para tentar a los ladrones. Aterrorizados como estaban, ninguno se atrevió a tocarla. La copa permaneció en la plaza durante todo su reinado.
Justo al lado de la copa, había algo que parecía una estaca llena de sangre seca cuya placa afirmaba que era una estaca que su padre había utilizado para empalar a un monje que le había mentido. Retta sintió la bilis en la garganta.
—¿Alguna vez has sentido que acababas de entrar en una pesadilla? —le preguntó a Francesca.
—Oh, venga, disfrútalo.
Sí, claro. Lo único de lo que podría disfrutar sería de darle una patada en las pelotas a Velkan con tanta fuerza que le salieran por la nariz. Bueno… quizá sí era hija de su padre, después de todo. De repente, comprendió la necesidad de su padre de torturar a sus enemigos.
Andrei las condujo a través del vestíbulo.
—¿Quieren unas entradas para la gira de esta noche?
Retta respondió sin pensárselo dos veces.
—Y también otro agujero en la cabeza.
Él la miró con el ceño fruncido.
—Eso significa «no, gracias» en inglés norteamericano —dijo Francesca rápidamente.
—Qué extraño. Cuando estuve en Nueva York, eso significaba «y una mierda».
—¿Estuvo usted en Nueva York? ¿Cuándo? —preguntó Francesca con tono sorprendido.
—Hace un año. Fue… interesante.
Algo extraño pasó entre ellos.
Retta meneó la cabeza.
—Debió de ser un choque cultural para usted.
—Hizo falta acostumbrarse un poco, pero me lo pasé bien allí.
—¿Qué le hizo volver? —preguntó Retta.
Él la miró a los ojos como si supiera qué y quién era ella.
—Si uno lleva Transilvania en la sangre, eso nunca le abandona.
Retta lo pasó por alto.
—Dígame, Andrei. ¿Conoce usted a un tal Viktor Petcu?
Él arqueó una ceja.
—¿Y por qué quiere usted hablar con él?
—Soy una vieja amiga.
—Lo dudo, puesto que yo conozco a todos sus viejos amigos y recordaría si él hubiera tenido a una mujer tan guapa en su pasado.
Alguien llamó.
Retta se dio la vuelta hacia el mostrador y vio a una mujer que se colocaba delante del libro de contabilidad que había encima de él. Parecía tener alrededor de cuarenta años e iba vestida con la tradicional camisa y falda de campesina rumana. Era alta y llamaba la atención: era una persona a quien hacía quinientos años que Retta no había visto.
No era posible…
—No es a Viktor a quien quiere ver, Andrei —dijo la mujer, indicando a Retta con un gesto de cabeza—. Ha venido por el príncipe Velkan.
—¿Raluca? —Retta miró con asombro a la mujer.
Ella la saludó con un gesto de cabeza.
—Me alegro de que hayas vuelto a casa, princesa. Bienvenida.
Con la boca abierta, Retta se acercó despacio hacia la mujer para poder estudiar los rasgos de su cara. Parecía solamente un poco mayor de cuando Retta la había visto por última vez. Entonces, Raluca era una sirviente en el castillo del padre de Retta.
—¿Cómo es posible?
La mujer miró a Andrei antes de contestar.
—Soy una cazadora de hombres, princesa.
Cazadora de hombres. Eran parecidos a los vampiros o a los demonios que su esposo había creado para matar. Los demonios habían sido una vez seres mortales que habían cometido un delito contra el dios Apolo. Un grupo de ellos asesinó a la amante del dios y a su hijo. Como consecuencia, Apolo les maldijo a que necesitaran beber sangre humana para vivir y a que todos ellos murieran a la tierna edad de veintisiete años. La única manera que tenían de vivir más tiempo consistía en robar almas humanas. Los cazadores de la oscuridad habían sido creados por la hermana de Apolo, Artemisa, para matar a los demonios y liberar a las almas de los seres humanos antes de que murieran.
Varios miles de años después de eso, un antiguo rey se casó, sin saberlo, con un miembro de esa raza maldita. Cuando su esposa murió en su vigesimoséptimo cumpleaños, él se dio cuenta de que sus amados hijos correrían la misma suerte que su madre. Para salvarles, utilizó la magia para mezclar alma de algunos animales con su raza hasta que encontró la forma de salvarles. Así fueron creados los cazadores de hombres. Los mutantes, capaces de desafiar las leyes de la física y poseedores de unas grandes capacidades psíquicas, vivían durante siglos.
Pero era muy extraño que un cazador de hombres estuviera cerca de un cazador de la oscuridad, por no hablar del hecho de que pudiera servirle. Dado que los cazadores de la oscuridad fueron creados para matar a sus primos los demonios, la mayoría de los cazadores de hombres los evitaban.
La mayoría.
Retta miró por encima del hombro en dirección a Francesca, que se mostraba incómoda y tuvo una mala sensación al recordar que se habían hecho amigas solamente unas semanas después de que ella hubiera abandonado Rumania. Francesca le confesó la verdad de su existencia cuando ya hacía casi quince años que se conocían.
Ahora Retta tenía una sospecha que la hacía sentir muy mal.
—¿Licántropo? —preguntó Retta a Raluca. Ésa era la palabra que hacía referencia a la rama lobuna de los cazadores de hombres.
—Raluca es mi madre —dijo Francesca en voz baja—. Andrei y Viktor son mis hermanos: por eso nunca utilicé un apellido. No quería que supieras que yo era uno de la familia.
Retta no podía respirar: se quedó de pie, luchando contra la tempestad de sus emociones. Rabia, dolor, sentimiento de traición. Sentía todo eso y por cada uno de esos motivos quería enfrentarse a Raluca y a Francesca, pero por encima de todo, lo que quería era castigar a su esposo.
—Comprendo.
—Por favor, princesa —dijo Raluca, mirándola con unos intensos y brillantes ojos azules—. Estamos aquí solamente para ayudarte.
—Entonces llamad a otro taxi y llevadme al aeropuerto ahora mismo.
Francesca negó con la cabeza:
—No podemos hacer eso.
Retta la miró.
—Muy bien. Entonces lo haré yo misma. —Se acercó al teléfono que había encima del mostrador, pero Raluca lo apartó.
Retta percibió una expresión de compasión en los ojos de Raluca mientras ésta sujetaba el teléfono contra el pecho.
—Lo siento mucho, pero no puedes irte, princesa.
—Oh, sí, por supuesto que puedo y lo voy a hacer.
Retta se dirigió hacia la puerta, pero Andrei le cortó el paso.
—Estás en peligro, princesa.
Ella le miró con los ojos entrecerrados.
—Yo no, amigo. Pero tú sí lo estás si no te apartas de mi camino.
Francesca dio un paso hacia ella.
—Escúchale, Retta, por favor.
Ella se volvió hacia Francesca y le espetó:
—No te atrevas. Pensé que eras mi amiga.
—Soy tu amiga.
—Una mierda. Me has mentido. Me has engañado. Sabías lo que yo sentía por Velkan y, a pesar de ello, no me dijiste que tú estabas a su servicio.
Francesca le clavó la mirada.
—Sí, Retta, el príncipe Velkan me mandó para que te vigilara porque estaba preocupado de que te quedaras sola. Tal y como has dicho durante todos estos siglos, tú eras joven e inocente. Te pasaste toda tu vida detrás de los muros de un convento. Lo último que él quería era que sufrieras algún daño, así que se me encargó que cuidara de ti. ¿Es esto un crimen después de todo lo que hemos vivido juntas?
—Yo no necesitaba una niñera. ¿Cómo pudiste jugar en ambos bandos sabiendo cuánto le odiaba?
Los ojos azules de Francesca la miraron con una intensa sinceridad.
—Nunca jugué contigo. De acuerdo, al principio no mencioné que él me había enviado para que me quedara contigo. ¿Y qué? Nosotras somos amigas.
—Ajá. Las amigas no se mienten las unas a las otras.
—¿Qué mentiras?
—Me dijiste que no le conocías.
—Ella no le conoce —dijo Raluca en voz baja—. Yo soy quien mandó a mi hija contigo a petición del príncipe. Ella era quien se encontraba más cerca de tu zona cuando te fuiste. Pero Francesca no ha conocido nunca a su alteza. Nunca.
Eso hizo sentir mejor a Retta, mejor de lo que le hubiera gustado admitir, pero a pesar de ello no rectificó en nada lo que había dicho. Todos ellos la habían engañado y estaba cansada de seguir jugando a ese juego.
—No importa. Me voy a casa.
Andrei le impidió el paso otra vez.
—Estás en casa, princesa.
—Y una mierda.
Intentó pasar por la derecha y luego por la izquierda, sin éxito. Él la atrapó entre los brazos antes de que ella pudiera llegar a la puerta.
—No quiero hacerte daño, Andrei, pero si no puedo evitarlo, lo haré.
Antes de que él hiciera nada, Francesca fue hasta la puerta y la cerró con llave.
—No vas a marcharte.
—¡Maldita seas!
—Mira, escúpeme todo lo que quieras, pero tienes que saber por qué te he traído aquí.
Retta cruzó los brazos sobre el pecho.
—Déjame que lo adivine. Velkan quiere verme.
—No —dijo Raluca, uniéndose a la conversación—. La única cosa que su alteza desea con respecto a ti, princesa, es que te destripen.
Eso la sorprendió.
—¿Desde cuándo?
Fue Andrei quien respondió.
—Más o menos desde mediados del siglo XVI, cuando quedó claro que no tenías intención de volver. Él ha estado maldiciendo tu nombre desde ese momento. En voz alta, además, debo añadir.
Raluca asintió, convencida.
Por algún motivo, Retta no quería pensar en ello: era algo que le hería los sentimientos de verdad. Ella había dado por sentado que los intentos de él por mancillar el nombre y la reputación de su padre eran una manera de hacer que ella se pusiera en contacto con él. Por supuesto, ella no tenía ninguna intención de hacerlo, puesto que todavía no estaba convencida de que él no hubiera intentado matarla la noche en que le dio la poción para dormir.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
Andrei respiró profundamente antes de responder.
—A causa de Stephen Corwin.
Ella se sintió desconcertada al oír ese nombre. ¿De qué forma cuadraba él en esa locura?
—¿El agente inversor?
—Entre otras cosas —dijo Francesca—. ¿Recuerdas que te dije que tenía un presentimiento extraño con él?
—Tú tienes presentimientos extraños todo el rato. Nueve de cada diez veces y tienen que ver tanto con la pizza como con la cerveza caducada.
Francesca la miró sin ningún humor.
—Sí, está bien. ¿Recuerdas que te dije que algo me olía mal? ¿Y que no podía ubicarlo? Bueno, pues resulta que es miembro de la Orden del Dragón. ¿Te resulta familiar?
Retta levantó la vista al cielo. Tanto su padre como su abuelo habían sido miembros. Sus epitafios de Drácul y Drácula venían de esa relación.
—Esa orden dejó de existir no mucho después de que Velkan matara a mi padre.
Raluca negó con la cabeza.
—No, princesa, no es así. Simplemente continuaron en la clandestinidad y quisieron que todo el mundo creyera que habían dejado de existir. Un primo de Mathias Corvinus perdió a su mujer a causa de un demonio. Horrorizado por ese demonio que reclamaba la vida y el alma de ella, él volvió a establecer la orden para limpiar el mundo de los no muertos. Se dispusieron a realizar una matanza de demonios y él llamó a sus hermanos para que le ayudaran. Pero no se detuvieron ahí. Mataron a nuestra gente y a innumerables cazadores de la oscuridad, también. No distinguen quién es quién entre nosotros. Para ellos cualquier ser sobrenatural es igual que otro, y creen que todos nosotros deberíamos ser exterminados. Incluso hoy en día, siglos después, nos persiguen sin distinción y matan brutalmente a los que encuentran.
A Retta le pareció terrible todo eso, pero continuaba sin saber por qué ellos querían que ella se quedara allí.
—¿Qué tiene esto que ver conmigo?
Francesca respiró profundamente antes de responder.
—Creo que mandaron a Stephen para que te matara.
Retta miró a su amiga con el ceño fruncido.
—¿Estás loca? No es posible.
—¿Recuerdas el tatuaje de su brazo del que me hablaste? ¿El del dragón enroscado alrededor de una cruz? Es su emblema. Es uno de ellos, Ret, créeme.
—¿Qué te crea? ¿Después de todos estos siglos en que me has mentido? Piénsalo bien. Stephen no me haría daño. Ha tenido ocasiones de sobra para hacerlo.
Francesca la miró larga y profundamente.
—¿Estás segura?