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La leyenda de los Guardianes Neteru
DESPUÉS de que el ángel oscuro cayera, después de que hombre y mujer fueran engañados y expulsados del Paraíso, las legiones del mal acosaron a la humanidad con todo tipo de conflictos y dificultades para influir en sus elecciones. La Tierra se convirtió en la Zona Gris de la elección, donde el libre albedrío podía manifestarse para bien o para mal y donde un alma podía verse en peligro en ese frágil entorno donde las sombras se proyectaban en medio de la luz.
Los ángeles de las Alturas lloraban al ver el destino de la humanidad en su lucha contra las fuerzas demoníacas, meros seres de carne y hueso, al ver la esperanza de esos espíritus enviados a la Tierra aplastada por plagas, pestes, hambrunas, desastres, violencia… sin piedad. El grito de ayuda que la gente de la tierra elevó al cielo fue escuchado.
De las doce tribus dispersadas, se formaron doce Consejos de Guardianes con hombres y mujeres honorables y valientes de todos los credos y razas buenas y fueron investidos con una misión. Trabajaban como un frente unido, se movían en silencio en segundo plano y peleaban contra el mal cada una desde su propio rincón del planeta. Su equilibrio no se alteraba con facilidad. El equilibrio no era fácil de modificar; su lucha era vigilante. Pero de la misma manera que las fuerzas del mal tenían a sus ayudantes humanos que reforzaban las esferas negativas que ejercían un influjo desmoralizador, las fuerzas del bien tenían a los Guardianes: aquellos que continuaban la tarea sin importar cuántos desafíos les retaran. No estaban dispuestos a permitir que la Luz se extinguiera.
Y de esas doce tribus provenía la Alianza, formada por un representante de cada uno de los Consejos de Guardianes, doce miembros en total, los más valientes de entre los valientes, los más sabios de entre los sabios, los vigilantes de la fe y del conocimiento que se encuentra más allá de las palabras.
Solamente la Alianza podía predecir la llegada de Neteru, aunque no podían saber si ese ser mortal superior lo haría en forma de hombre o de mujer. Lo único que podían hacer era preparar un Grupo Especial Neteru mientras buscaban al ser de la profecía.
Esta élite de guerreros investida con la misión divina de proteger a Neteru fue elegida para que rodearan a su protegido, otorgándole una conciencia extrasensorial superior, una fuerza física e interna más elevada y unas habilidades sin parangón. Estas cualidades no sólo protegían sino que reforzaban el proceso de aprendizaje de Neteru y el desarrollo de su vida de preparación en aras a su peligrosa misión.
La maestría de cada uno de los Guardianes había sido ganada en solitario y con esfuerzo, a fuego y después de haber sido bautizados con grandes dificultades, hasta que su fe se hizo inmune a la duda. Ellos proceden de la plebe, de las multitudes apretadas, de entre los pobres, los cansados, los oprimidos, los sin nombre, los sin rostro, los oscuros. Pero son poderosos, porque al último día «… los primeros serán los últimos, y los últimos, los primeros».
Este de Los Ángeles, 1990
Volvía a tener el mismo sueño. Olía el sulfuro, veía las horribles nubes de humo girando e hinchándose. Casi parecía que esa masa amenazante estuviera viva cuando se envolvía alrededor de él y de la más preciosa mujer con quien él había estado en toda su vida. Su rostro estaba oculto por el humo denso, pero siempre tenía esa extraña sensación de que la conocía.
Con todo lo atemorizante que ese sueño era, ésa era siempre la mejor parte… la parte en que escapaban de la nube montados en su bicicleta y en que luego se desnudaban. Era extraño, pero el rostro de ella siempre estaba oscuro en esos momentos también. Fueran sombras o la media luna, él no podía verle la cara. Pero su cuerpo era innegablemente hermoso. Intentó dirigir el sueño hacia esa parte del mismo.
Por Dios, ella era preciosa. Él sólo había pillado algún trasero unas cuantas veces durante el instituto porque no era uno de esos ligones que consiguen a todas las mujeres. Si uno no era un atleta o un traficante, ya podía olvidarse de ello. Ahora que ya no estaba en el instituto, que estaba arruinado, y que sólo tenía una motocicleta, la compañía femenina que encontraba en los clubes era un hábito caro que no se podía permitir… así que se hundió más entre las almohadas sin tener ni siquiera miedo de la escena infernal que se desarrollaba en sus sueños.
Su cuerpo estaba listo para lanzarse a esa piel suave… los impresionantes, firmes pechos que le dejaban sin respiración, con unos pezones del color del café. Jesús… un hermoso y prieto trasero y unas largas piernas que le rodeaban por la cintura allí, en medio del desierto. Oír su nombre gritado al viento. Sentir el pelo sedoso y oscuro en las manos. A la mierda los demonios de sus sueños: había atravesado el humo y el fuego de los infiernos para llegar a todo eso. Se dio la vuelta, incómodo, soñando: le mataba la fuerte erección. Vamos, ¿dónde estaba la chica esta vez?
—¡José!
Voz incorrecta. La realidad le despertó bruscamente como un jarro de agua fría. Incluso antes de abrir los ojos, José olió el olor de los productos de limpieza del hotel prendidos en la piel de su madre, a pesar de que ésta se encontraba en la puerta de su habitación. Oh, mierda… Quizá si fingía que todavía estaba dormido ella se iría, «por favor»…
La lucha iba a ser la misma. Siempre lo era. Al final, abrió los ojos y miró a la mujer. El sueño había desaparecido, al igual que su excitación. Si fuera posible morir de vergüenza, lo hubiera hecho. Su madre le miró de arriba abajo con ojos enojados y chasqueó la lengua con disgusto. ¿Cómo era posible que el tiempo consiguiera que quien una vez había sido una hermosa mujer de treinta y siete años pareciera una vieja en tan poco tiempo?, se preguntó mientras se preparaba para lo inevitable.
—¡José, esto tiene que terminar! —dijo su madre, cruzando los brazos por encima del pecho y aplastando el uniforme de criada—. ¡Son casi las seis de la tarde! ¿Qué has estado haciendo durante todo el día, eh? ¿Estás tomando esas drogas o estás fumando esos cigarros de la risa? Tienes casi veintidós años y todavía vives como un vago. Bueno, ¡pues no lo vas a hacer bajo mi techo! Yo no puedo mantener a un hijo ya mayor que no quiere conseguir un trabajo. Ya fue bastante malo que tu padre me abandonara y que luego muriera. Ahora tú te pasas todo el día durmiendo y luego sales con esas bandas callejeras por la noche… y cuando yo vuelvo a casa no hay ni un plato lavado, no hay nada que se haya limpiado. ¡Estoy cansada de esto!
José se sentó en la cama despacio, se rascó la cabeza y buscó las palabras adecuadas.
—Mira, mamá…
—¡No, escúchame, José! ¡Me vas a escuchar por una vez! Ya hace tres años que saliste del instituto, ¿y qué has hecho por tu vida? ¿Dónde está tu ambición?
Él dejó escapar un suspiro de cansancio.
—Cada semana traigo dinero para ayudar a mantener la casa y…
—¡Yo no quiero el dinero de la droga! —chilló ella mientras entraba en la habitación y se colocaba delante de él.
Él se había levantado.
—¡No es dinero de la droga! —gritó, deseando que pudiera hacer que ella lo comprendiera—. ¡Dibujo para ellos, pinto sus chaquetas y los detalles de sus coches! Me pagan para que haga mi arte, mamá.
—El arte —cortó ella, incrédula—, es para los ricos. Igual que todas esas tonterías acerca de que algún día tocarás en algún absurdo grupo. Instrumentos, motocicletas del dinero de las drogas, sin duda, están por todas partes. Además, no necesitas hacer emblemas para las bandas callejeras. Es una pérdida de tiempo tan ridícula…
Él estaba en pie mirándola, sin saber por dónde empezar. Los ojos de ella le recorrieron todo el cuerpo como si le quisiera escupir a la cara por el simple hecho de existir. No había forma de hablar en esos momentos: ella ya había tomado una decisión y se había cerrado en banda. Él miró a su madre mientras ella cruzaba los brazos sobre el pecho e inspeccionaba la habitación con la nariz arrugada.
—No soy un vago, mamá —susurró él—. Un día, conseguiré que nos mudemos…
—Oh, deja de soñar —dijo ella con un gesto de mano—. ¿Cómo lo harás sin trabajo, José?
—Tengo un trabajo. Dibujar.
—No me digas —le cortó—. Debes de estar colocado.
Ella empezó a rondar por la habitación, inspeccionando, con gestos entrecortados y nerviosos.
Lo único que él fue capaz de hacer fue observarla mientras ella iba por toda la habitación recogiendo ropa del suelo y colocándola en sillas, violando su paraíso. ¿Colocado? ¿Él? Sólo el olor de marihuana, o cualquier otra cosa por el estilo, le ponía enfermo… sus chicos siempre le tomaban el pelo por ello. ¿Cómo era posible que ella le hubiera hecho nacer y que no le conociera en absoluto?
Si ella le hubiera escuchado, él le hubiera dicho que dibujar para esos hombres era mejor que tener que traficar con droga, ir a prisión o morir. Ser el artista local era como ser su mascota. Era una forma de estar entre dos mundos en un lugar donde había pocas opciones. Tragó saliva con dificultad y contuvo el dolor que los ojos enojados de ella le habían causado. Ella no lo comprendía. Durante todo el tiempo en el instituto nadie la tomó con él, nadie le provocó, y nadie le obligó a demostrar su virilidad o lealtad a la banda tumbando a alguien. Todo porque podía diseñar los más malos de los emblemas… porque podía convertir una chaqueta de piel o un coche destrozado en una pieza de trabajo personalizado.
Eso había llevado comida a casa cuando el poco dinero de ella no se podía estirar más. Esa supuesta locura suya había incluso ayudado a pagar el alquiler de vez en cuando. ¿Tenía idea ella de cuántas fachadas tenían su firma? Tiendas de comestibles y pequeños comercios se libraban de los graffiti porque sus diseños únicos las marcaban como intocables. Los garitos de arte corporal le llamaban por su nombre. ¡Él no era un vagabundo! No era un mal hijo.
Pero ahora, viendo la expresión exhausta de su madre, no era capaz de decirle todo eso porque hacerlo hubiera sido como abofetearla en la cara. Los ojos de su madre brillaban con lágrimas de frustración, y él sabía que venía de otra cosa aparte de esa habitación desordenada.
¿Quién le había robado la risa, la belleza, la ternura, los abrazos? Llevaba el pelo recogido en un severo moño y envuelto en una redecilla negra. Los ojos marrones se veían abatidos y sin vida, al igual que la piel. Su silueta acumulaba michelines y era todavía tan joven. Nadie había estado con ella desde su padre. No, como hijo, él era tanto el hombre de la casa como un miembro de la especie enemiga. A esas alturas, estaba acostumbrado a los ataques.
Por eso, decirle lo que él había hecho para mantenerse a sí mismo desde que tenía uso de razón hubiera sido como clavarle un cuchillo en el corazón. Al ser el único hombre que todavía la amaba, no podía decirle esas cosas. Él era su hijo. Ella era su madre. La madonna vestida en un uniforme sucio de limpiadora de casas. Decirle la verdad hubiera sido tan brutal como decirle que era una mala madre, que había tenido a su hijo demasiado pronto, que había hecho un matrimonio relámpago, que era una mujer niña que había hecho malas elecciones y que por eso su vida había resultado ser tal como era, a causa de sus decisiones. Si lo hacía, ella tendría derecho a pegarle y a gritarle, y a decirle que si ella hubiera abortado, su vida habría sido distinta y mucho mejor de lo que lo era. Quizá sí lo hubiera sido. Ésa era la parte que más le torturaba.
—Estoy intentando reunir el dinero necesario para ir a la escuela de arte, mamá —dijo él al final en voz baja mientras empezaba a ordenar la habitación para que ella se calmara un poco—. Quizá cuando me haya graduado consiga un buen trabajo y tú puedas retirarte de limpiar habitaciones y yo podré mantenernos a los dos y tú podrás descansar. Yo…
Ella desvió la atención del suelo, se incorporó lentamente e hizo un ovillo con una toalla sucia que tenía entre las manos.
—¿Escuela de arte? ¿Escuela de arte? Tienes que conseguir un trabajo de verdad, aceptar un oficio, hacer un programa de formación profesional que sea sensato y dejar de soñar… igual que tu padre. No puedo continuar con esto.
—Tengo un trabajo para dibujar un mural, mamá. Estaba esperando a que llegaras a casa para decírtelo. —Un sentimiento de derrota absoluta le asoló. ¿Cómo podía decirle que se volvería loco en una fábrica, que allí su alma se marchitaría y que moriría? Él no quería trabajar en hoteles ni limpiar los patios de los ricos. Sentía la llamada de algo mucho más importante, pero en ese momento no podía decírselo y esperar su aprobación.
—Tienes dos opciones —dijo ella en un tono de amenaza—. O te apuntas a un programa de formación profesional mañana o haces las maletas y te vas a vivir a la reserva de Arizona con tu abuelo. Quizá la familia de tu padre te acepte y te permita ser «un artista» allí.
Se quedaron mirando el uno al otro, madre e hijo enzarzados en una silenciosa y urgente batalla. No había ninguna maldita posibilidad de que él se fuera a Arizona, a vivir con un viejo y supersticioso chamán dentro de los indios creek y su mujer, de la tribu de los navajo. Había estado allí y vivido allí cuando era un niño pequeño. Su madre le había dejado allí una vez, cuando ella y su padre se estaban separando. ¿Y ahora quería enviarle allí otra vez? ¿Con esa gente loca? El único con quien había conectado de verdad era con el loco motorista que se hacía pasar por… guitarrista. Si Jack Rider estaba allí, podría estar bien. José lo recordaba como si hubiera sido ayer. Los veranos en que su madre había insistido en apartarle de las calles durante las vacaciones escolares, él y Rider habían hecho sus juergas juntos. Pero ¿quién sabía dónde estaba Rider ahora? Ese tipo era como el viento… algo que él también quería ser. Libre.
—Entonces, ¿qué vas a hacer, José? —Su madre le miraba con ojos inquisidores y ese ultimátum era como un grueso muro entre ambos.
—Voy a pintar el mural, conseguiré el dinero para apuntarme al primer semestre de clases de arte en el instituto de Santa Mónica y…
—Si atraviesas mi puerta esta noche, jovencito, tus maletas estarán preparadas y en la puerta cuando vuelvas.
Él pasó al lado de su madre sin decir ni una palabra y se dirigió hacia el baño del pequeño apartamento. Si tenía que dormir en las calles para seguir su sueño, ¡que así fuera! Él no era un mal hijo.
José levantó la mirada hacia el edificio de apartamentos vacío cercano a la autopista 405. Era la tela más bonita que había visto en su vida. Un programa del ayuntamiento le había escogido de entre la lista de grafiteros más apreciados y le había ofrecido esa joya en lugar de un premio. ¡Dios bendijera a Estados Unidos!
Rápidamente aparcó su Harley plateada y negra y se sacó el casco para poder ver mejor el edificio. Respiró profundamente, permitiendo que el aire le penetrara en los pulmones y le llenara el espíritu. Allí, con el casco bajo el brazo y mirando el edificio, sintió que la adrenalina le recorría todo el cuerpo. Habían construido el andamio en su honor. Le habían dado pinceles y le habían dicho que le proporcionarían la pintura, pero él prefería los envases de spray. Lo que le gustaba era sentir la presión con que salía la pintura, la textura de las paredes del edificio que iba a cubrir.
Una lata de pintura blanca para empezar el boceto pareció que le susurrara desde la maleta de la moto. El ayuntamiento quería en esas paredes un mensaje antidrogas… o alguna cosa positiva y que reforzara el sentimiento comunitario. Los hombres del vecindario que se habían enterado de la suerte que había tenido querían que sus signos territoriales de banda callejera y los nombres de sus soldados muertos aparecieran en el lateral del edificio que daba a la autopista. Pero él tenía esa imagen en la cabeza, la imagen de su sueño, y no se la podía quitar de encima. Era una parte de ese sueño repetitivo.
Ella era impresionante… todo curvas… unos grandes ojos marrones le perseguían con una expresión de miedo… si pudiera hacer que el resto de su cara apareciera entre el humo.
A su alrededor había monstruos y demonios. Ella se alejaba corriendo en dirección a un gran pájaro del trueno que se cernía desde lo alto. Unos chamanes nativos americanos realizaban sus danzas de guerra mientras los fantasmas de sus antepasados chicanos blandían las espadas de los conquistadores muertos y cabalgaban sobre unos horribles caballos fantasmas en dirección a los demonios voladores.
José cerró los ojos y el mural cobró vida en su mente. Un hombre joven en pie apuntaba un revólver brillante hacia los monstruos y salpicaba todo de sangre, igual que los espíritus de los ancestros. Les diría a los del ayuntamiento que ésa era la interpretación artística de cómo los jóvenes se perdían y se sentían acosados por las fuerzas demoníacas de las drogas y de la violencia en las calles, y que su única esperanza era el pasado espiritual de sus antepasados. Sonrió. Una estupidez absoluta, pero podía funcionar.
Y luego les diría a los hermanos de la banda que ese tipo con la pistola era uno de ellos: lo único que tenía que hacer era pintar el color adecuado al pañuelo de la cabeza del hombre para que funcionara. Además se inventaría algo acerca de que los demonios y demás eran «el hombre» y de que la chica corría hacia el tipo guay porque era una chica como tenía que ser, al igual que las mujeres que ellos tenían. Sí… pintaría la pistola de forma realista para que les diera buen rollo. José se rió en silencio. Ser un artista con habilidad daba ciertos privilegios, el mayor de los cuales era que todo el mundo esperaba que uno estuviera loco y nadie desafiaba la interpretación del artista.
Inspirado, dejó el casco encima del asiento de la moto y rápidamente sacó dos latas de pintura en spray de la maleta de la moto. Se las metió en los bolsillos de la chaqueta gris, corrió hacia el andamio y empezó a subir.
La noche era suya. La amaba como si se tratara de una mujer. Le resultaba provocadora, libre, apasionada, oscura… los sonidos que tenía eran tan distintos… y los olores cambiaban cuando el sol se ponía. Con lo caótico que era ese barrio, la oscuridad ofrecía cierta paz y tranquilidad para el alma.
José subió hasta la parte superior del andamio, de tres pisos de altura, y se quedó de pie delante de esa hermosa tela en blanco, sintiéndose, de repente, el amo del mundo. Los olores de los ladrillos y del mortero le invitaron a poner las palmas sobre la pared y a acariciar con suavidad la superficie del muro mientras estudiaba por dónde empezar.
Una sombra se movió por encima de una de las ventanas oscuras y rotas y le dio un susto. Pero dado el tiempo que hacía que ese edificio estaba abandonado, los gatos, las ratas, los adictos al crack, los sin techo, cualquier cosa o cualquiera, debían habitar ese garito. José tenía que concentrarse y no pensaba permitir que un gato callejero le despistara. Exhaló con fuerza, nervioso, y se pasó la mano por el pelo, decidido.
Una vez hubiera trazado el esbozo del dibujo, todo estaría bien. La gente ya podría detenerse a mirar, los hombres podrían ponerse a fumar canutos abajo mientras le gritaban. Eso era lo único que no le gustaba de trabajar en el exterior, de hacer trabajos murales. No había intimidad. Un artista necesitaba un estudio, un lugar donde entrar en íntima comunión con su trabajo sin tener que aguantar los comentarios del estúpido público callejero. Por eso, robar un trozo de noche mientras los hermanos pasaban droga, iban de clubes o se colocaban era lo mejor para pensar en el trabajo hasta que tuviera la imagen concretada.
Metió la mano en el bolsillo y agitó la lata de spray, concentrado en la pared, sin ver nada excepto la visión que la cubriría. Entonces empezó a trabajar. Al cabo de poco rato tuvo la espalda, el pecho y las axilas empapados. Sentía el aire frío de la noche en la cabeza a través del cabello mojado. Imágenes gloriosas le pasaban por la cabeza y le impulsaban a realizar movimientos repentinos y apasionados con el brazo extendido, a doblar y balancear todo el cuerpo en unión coreográfica con su arte. Al cabo de un instante, unas luces azules y rojas se esparcieron por la pared y la familiar sirena de un coche de policía le hizo detener la danza, interrumpir la divina meditación, incorporarse y levantar las manos.
—¡Baja del andamio! —le gritó una voz enojada a través de un altavoz.
José se dio la vuelta despacio.
—Soy un artista que ha sido…
—Abajo. ¡Ahora, amigo!
Dos policías salieron del coche patrulla.
—Estamos hartos de que los capullos como tú destrocen la propiedad privada —gritó uno de los policías—. ¡Una mierda, un artista!
José cerró los ojos y mantuvo los brazos en el aire.
—Tío, tengo una carta del ayuntamiento en el bolsillo que dice…
Oyó el chasquido de las fundas de las armas. Abrió los ojos rápidamente y se quedó tan quieto como le fue posible.
—¡Necesito las manos para bajar, amigo!
—¿Adonde vas?
La madre de Juanita le bloqueó la puerta y la miró con dureza.
—Sólo voy a salir con mi hermano, mamá. Quiere que conozca a un amigo suyo, y hay una fiesta…
Su madre se hizo el signo de la cruz en el pecho.
—Tu hermano mayor me rompe el corazón con esos amigos. Todos son traficantes y…
—No sabes lo que dices, mamá —le dijo Juanita en tono de súplica—. Me he quedado en casa después del trabajo y vigilé…
—Eso está bien, ¡tienes que quedarte en casa y vigilar a tu hermanito después del trabajo! ¿Qué otra cosa más importante tienes tú que hacer? Yo trabajo dieciséis horas al día para alimentaros a todos. ¿Y ahora tengo que sentirme culpable por querer que mi hija se quede aquí, para que no esté por esas calles que me han quitado a mi hijo mayor?
—Tengo casi veinte años, mamá. Actúas como…
—¿Actúo como qué? ¿Quién es ese amigo?
Juanita midió las palabras. ¿Qué podía decirle a su madre cuando se encontraba en ese estado? Esa mujer no se comportaba de forma sensata. En el vecindario había chicas que tenían dieciséis años y que tenían más libertad que ella. Desde que su padre murió, ella hizo todo lo posible para quedarse al lado de su madre, para ayudarla tanto como pudiera. ¡Pero parecía que su vida no le perteneciera!
—El amigo de Juan es un primo de los Rivera y es sólo un poco mayor, además es…
—¡Madre de Dios! Los hombres de esa familia han sido concebidos por el mismo diablo. ¡Lucifer! ¿Cuántas mujeres jóvenes han caído presa de su lujuria? —Su madre le recorrió todo el cuerpo con la mirada—. Mírate, ¡vestida como una golfa! Top rojo con toda la espalda al aire, vaqueros, sandalias a la moda, el pelo suelto, y maquillada como una puta. Y si te piensas que me voy a creer que ese Rivera o quien sea, primo de Satán, es una especie de santo…
—¡Es el amigo de Juan! —chilló Juanita—. ¡Por tu culpa, y porque Juan ha jurado con disparar a quien se me acerque, nunca nadie me ha pedido para bailar! ¡Nadie se ha atrevido nunca a poner un pie en esta casa para venir a verme! ¡Nadie! —Se dio la vuelta dándole la espalda a su madre; empezaban a caérsele las lágrimas y a arruinarle el maquillaje. Su madre la hizo darse la vuelta con un fuerte tirón y la abofeteó con tanta fuerza que le hizo ver las estrellas.
—¡No te atrevas a hablarle a tu madre con esta falta de respeto! ¿Quién te da de comer? ¿Quién te viste? ¿Quién te ha puesto un techo en la cabeza? ¿Quién te ha bañado, ha evitado que te quedases preñada y que te echaras a perder igual que todas tus amigas? ¡Yo! ¡Tú madre, que te quería y que se merece un respeto! —Se pasó las manos por encima de la bata de flores—. ¿Y ahora, porque estoy gorda, soy vieja y mi cabello ya no es bonito… porque tengo arrugas en la cara a causa de preocuparme por mis hijos, resulta que no sé nada del mundo? ¿No merezco que me escuches?
La culpa y la vergüenza chocaron con la ofensa con tanta fuerza que Juanita no podía respirar. Ella sólo quería ser normal, divertirse, y no malgastarse quedándose encerrada con una madre que no dejaba de rezar, con una abuela que cada vez era más vieja, y acabar convertida en una solterona.
Miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas y se llevó una mano a la mejilla.
—Has dicho «te quería», no «te quiere» —susurró Juanita.
Los ojos enojados de su madre adoptaron una expresión maligna.
—¿Quién podría amar a una hija tan desagradecida? Juré que si los míos me trataban de esa forma, les daría por muertos. —Su madre se dio media vuelta, sorbió con fuerza por la nariz, se secó los ojos y se dirigió a la cocina—. ¡Sácate esa ropa de ramera y ve a lavarte la cara! —le gritó, sin volverse.
Juanita se quedó clavada en el mismo sitio. ¿Su propia madre le había dicho esas cosas, y lo había hecho en serio? ¿Su propia madre? Se llevó una mano a la boca y amortiguó un sollozo. ¿Cómo podía haberlo hecho? ¿No se había graduado ella en el instituto, había conseguido un trabajo y había ido a trabajar a la farmacia de la esquina sin quejarse nunca de que su sueño de estudiar empresariales era un sueño pospuesto, porque nadie había previsto su educación? Ella era una buena hija que comprendía que nadie hubiera pensado en el futuro cuando la concibieron. Hasta ahora, había aceptado que nadie se hubiera preocupado por el hecho de que ella fuera la niñera, la sirvienta, la cocinera, la persona que llevaba la casa mientras su madre trabajaba hasta la extenuación día y noche.
Se suponía que su hermano Juan era el hombre de la casa, pero estaba destrozando la casa. Y a pesar de ello, a pesar de todas las malas palabras hacia Juan, su mamá continuaba adorándole, a pesar de saber de dónde venía su dinero. Él nunca había tenido que hacer nada de la casa porque era un hombre. ¿Es que su madre no sabía que ella era la estable, ella era en quien se podía confiar? Por supuesto que no había tenido niños tan pronto: había visto lo que significaba cuidar a un bebé a causa de que había vigilado constantemente a su hermano pequeño. Sabía qué era trabajo. Sabía lo que significaba llevar una casa entera. Era trabajo. ¡Ella era la criada! Su apellido era Trabajo, su segundo apellido era Dedicación. ¿Y había recibido una bofetada por el crimen de salir con un guapo amigo de su hermano?
Ya era suficiente. Las batallas habían terminado. No importaba cuánto se empeñara en que su madre se diera cuenta, la mujer continuaba ciega. ¿Una puta? ¿Una ramera? Todavía no había estado con un hombre, a su edad, ¿y su madre le dirigía esos terribles insultos?
Con el corazón roto, Juanita caminó hacia la puerta. Una sensación de marginación y de derrota la ayudaron a salir en silencio de la casa. No iba a esperar a que Juan llegara a casa para recogerla. Ya no quería conocer a ese estupendo amigo que tenía un chanchullo callejero. Ya no quería llevar el peso de la frustración de su madre, ni de su furia ni de su amargura. No podía soportar las supersticiones de su madre acerca de los demonios y de los sueños. Ya no. No podía quedarse allí y ver que pasaba otro año de esperanzas y deseos mientras esperaba la aprobación o un cambio.
La rabia por esa doble moral le hizo correr hasta el final de la manzana: su hermano podía ser un putero, beber, vender drogas o hacer cualquier cosa, y a ella le habían dado una bofetada por querer ir a una fiesta… por esperar que ese amigo de Juan bailara con ella, que flirteara con ella… que quizá incluso la besara algún día. Unas lágrimas de amargura le cayeron por las mejillas mientras corría, sin ver nada, en medio de la noche, esquivando a los vecinos, a los coches y a los peatones desconocidos.
Siguió la ruta del autobús y recorrió muchas manzanas sin tener miedo. No pensaba volver a casa, nunca más volvería a atravesar esa puerta. ¡Era mayor! ¡Era una buena hija! Tenía un trabajo y encontraría un hogar propio, de alguna manera.
Un autobús pasó por su lado y redujo la velocidad al llegar a la esquina. Juanita subió en él y, nerviosa, rebuscó en los bolsillos hasta que se le cayeron las monedas al suelo. Unos ojos inexpresivos y marchitos la siguieron mientras se dirigía a la parte trasera del vehículo y se sujetaba a una de las barras con los ojos cerrados.
«Dios, sólo sácame de aquí.» A cualquier parte excepto a casa de su madre. Que se la llevara lejos de las agresiones y los insultos, los azotes verbales, las constantes sospechas y acusaciones. Tenía que existir algún lugar donde la belleza hubiera reemplazado a la fealdad en el alma humana… donde el aire fuera transparente y limpio, donde no existiera el hedor de la basura. Un lugar donde hubiera árboles, flores, y una belleza silenciosa… un lugar donde alguien la quisiera por lo que ella era, no por lo que pensaban que era. Echaba de menos a su padre, sus cálidos abrazos y la manera en que la llamaba princesa y la hacía sentir como si fuera justamente eso, la niña de sus ojos.
Su padre era el único que no creía que sus sueños fueran absurdos y el único que la tranquilizaba en esas noches de terror en que soñaba con monstruos… su madre creía que ella estaba poseída cuando veía esas cosas. Su madre le decía que esas visiones procedían del mal que ella llevaba dentro.
Bendita virgen María, madre de Dios, ten piedad de ella y guíala hasta unos brazos que la protejan de la noche fría y mortal.