5

EN cuanto oyó la voz de José que la llamaba, se dio cuenta de que había estado completamente sola en la despensa, al lado de la lavadora y de la secadora, haciendo la colada, durante quince minutos completos. Sola. ¿Cómo era posible? ¿El deseo de estar con él era tan fuerte que le había hecho olvidarse de esas cosas que les habían perseguido? ¡Eso era de locos!

Juanita corrió hacia esa voz que se había convertido en sinónimo de seguridad. No era capaz de saber por qué José, o esa casa, o la luz del día, habían disipado los terrores y las imágenes que lo que hubieran debido provocarle era una crisis nerviosa. Lo único que tenía claro era que la presencia de ese hombre hacía que todo pareciera normal. En cuanto le vio, la expresión excitada de su rostro le hizo sonreír a pesar del pánico que sentía. Él ni siquiera llevaba el rifle con él. La única arma que llevaba, y cuyo impacto sintió inmediatamente, era su deslumbrante sonrisa.

Se quedó de pie delante de él en el vestíbulo, ahora ya a punto de romper en carcajadas, al ver que él no dejaba de cambiar el peso del cuerpo de un pie a otro, igual que un niño emocionado por tener un secreto.

—Han cambiado mi habitación, la han convertido en el cuarto de invitados. Pero no han tirado mis dibujos viejos. ¿Quieres verlos?

¿Cómo podía rechazar una oferta como ésa? La sonrisa de Juanita se hizo más amplia.

—¿Me vas a dejar ver tu arte?

—Sí. Vamos —dijo él, arrastrándola del brazo por el pasillo—. Había olvidado esos papeles. De niño tenía unas imágenes delirantes en la cabeza, y siempre iba por ahí con ese chico mayor, Rider, y practicábamos el tiro al blanco con latas… entonces yo veía cosas, casi las olía. —Se dio la vuelta hacia ella en cuanto hubieron entrado en la habitación—. Tengo la sensación de que, es como si… si los dos hemos tenido el mismo sueño, y nos sentimos como si nos conociéramos desde hace años, quizá algunas cosas de las que dibujé te digan algo… te ayuden a recordar tus sueños también.

—De acuerdo —dijo ella, un tanto nerviosa, sin estar segura de si tendría la visión especial que él buscaba. Se sentiría mejor si fuera a ver su trabajo solamente con la intención de conocerle mejor.

Él inhaló con fuerza y se dirigió hasta su vieja mesa de trabajo.

—Bien —dijo, dubitativo—. La mayoría de estas cosas son esbozos. —Se pasó una mano por la mejilla, repentinamente tímido—. Ahora soy mucho más bueno, pero entonces no sabía cómo aplicar la sombra de forma adecuada, ni sabía cómo conseguir la sensación de profundidad para que las cosas sobresalieran de la página con sensación de tres dimensiones, y…

—José —dijo ella, poniéndose las manos a las caderas y sonriendo—. ¿Me los vas a enseñar o qué?

El hecho de que él se hubiera puesto tímido por enseñarle su trabajo hacía que ella sintiera más cariño hacia él. La humildad que le había asaltado y que le había hecho apartar la mirada, además de los calificativos y disculpas, le habían provocado ganas de abrazarle. Sentía muchas ganas, así como un gran respeto, por el hecho de que él le permitiera tener esa visión tan íntima de él.

—Sí, lo único que pasa es que sólo le he enseñado a la gente los trabajos buenos —dijo él en voz baja, mientras se acercaba a unos cuantos dibujos a lápiz que estaban colgados en la pared—. Me sentí muy emocionado cuando pensé en ello, y quizá he hablado demasiado pronto. Nunca he dejado que nadie viera mis libretas ni mis cuadernos de dibujo, porque solamente eran pruebas. —Dio la espalda a la mesa y se apoyó en el armario—. Supongo que no tienen importancia. Solamente son pesadillas infantiles… no creo que te interese ver eso. Lo más seguro es que en cuanto los veas te marches. O que pienses que estoy tocado, o loco. Y te reirás de mí.

Ella se acercó a él y le puso la palma de la mano en el centro del pecho con un gesto amable.

—Nunca me reiría de nada que provenga de dentro de ti, José. —Levantó la mirada hacia él—. Hace un ratito me has pedido que confíe en ti, y yo lo he hecho. Nunca he dejado que nadie estuviera tan cerca de mí, ni me he abierto tanto con nadie.

Él puso su mano encima de la de ella, asintió con la cabeza, inhaló con fuerza y sacó el aire por la nariz, despacio.

—De acuerdo. Pero prométeme que no te vas a reír y que no vas a salir chillando a la carretera con intención de hacer dedo para huir de aquí.

Ella le dio un beso en la mejilla.

—Déjame ver qué hay ahí dentro.

Despacio, él se apartó del armario y se acercó a la mesa, de donde sacó unos cuantos cuadernos grandes de dibujo. Ella se sentó en la cama y esperó a que él fuera a sentarse a su lado.

—Éstos los hice cuando estaba en el instituto y venía aquí durante el verano —murmuró él, sin mirarla, mientras abría la primera libreta sobre su regazo—. Aquí no había gran cosa más que hacer; no hay discotecas, y yo era demasiado joven para ir al único bar que hay en el pueblo. Así que me entretenía solo, además de ayudar al abuelo. Nada especial.

Ella se había quedado sin habla, pero acariciaba con los dedos las líneas de esos dibujos exquisitamente detallados. Lo único que fue capaz de ofrecerle fue una callada exclamación de admiración mientras iba pasando despacio las páginas.

—Son buenísimos.

Todas las imágenes eran una serie de hábiles composiciones de puntos y líneas si se miraban de cerca. Pero en cuanto apartaba la imagen, al momento, esas imágenes se convertían en unas imágenes épicas de demonios y ángeles en furiosas batallas, fuego, humo, y unos vigorosos y altos guerreros portando unas armas impresionantes, colocados en primera línea delante de sus compañeras guerreras, plantando cara al mal. Juanita se acercó el dibujo para observar de qué forma él había colocado con paciencia cada uno de los trazos hasta componer un completo sueño viviente en una única página.

—Oh, Dios mío, José —susurró ella con actitud reverente—. ¿Cuánto tardaste en hacer uno de éstos, por no decir, cuánto tardaste en hacer todos éstos? —Ni siquiera levantó la mirada hacia él. No podía levantar los ojos. La pregunta había salido de sus labios en un tono de verdadero respeto. Cada una de las páginas era un fresco viviente que le estimulaba los recuerdos y le despertaba imágenes que pertenecían a su propia memoria y que se correspondían con éstas.

—No lo sé —dijo él, encogiéndose de hombros—. Pierdo la noción del tiempo cuando trabajo. Me quedo pillado, y eso siempre me provocaba problemas en casa… y en la escuela —dijo él con una risa burlona hacia sí mismo—. Mi madre cree que soy un vago. Quizá tenga razón. Uno no puede hacer dinero con cosas como éstas.

—¿Estás loco? —susurró Juanita sin dejar de pasar las páginas, absorbida por el libro.

Ella levantó la vista hacia él.

—No. No es eso lo que quiero decir. —Le aguantó la mirada—. Eres un gran artista, José. ¿Por qué no estás en una escuela de arte, o no expones en alguna galería? ¿Un vago? ¿Estás tonto?

Él apartó la mirada de ella y la dirigió hacia la ventana.

—No pude conseguir la matrícula, y…

—¿Alguna vez pediste una beca y mandaste tu porfolio? —Ella se había colocado de pie y tenía el cuaderno de dibujo abierto—. Con un trabajo como éste, podrías ir a cualquier parte, amigo.

—Nunca la solicité… No sabía que me podían aceptar si no pagaba al contado. No quería hacerme ilusiones con algo que no iba a funcionar de todos modos. —Se quedó con los ojos fijos en ella.

—¿Enseñaste alguna vez esto a algún asesor del instituto? —Indignada, dejó la libreta al lado de las demás encima de la cama y le miró—. ¿Es que ninguno de esos malditos tipos que están para hablar con los chicos acerca de su futuro, porque ése es su trabajo, te dijo nunca «José, chico, tienes talento. Voy a ayudarte a presentar una solicitud para alguna universidad importante»?

Él no supo qué responderle. Nadie se había enojado nunca por el hecho de que él no utilizara su arte para mejorar su vida. Nunca nadie le había mirado con ojos encendidos por no haber perseguido su sueño ni haber utilizado su pasión para buscar mejores oportunidades. Pero esa mujer impresionante casi tenía lágrimas en los ojos, y allí, con las manos en las caderas, le miraba como si estuviera a punto de luchar contra el mundo entero por su causa.

—¿Es que no te dijeron que podías trabajar como dibujante de cómic, o que quizá podrías ser un gran animador de cine, o que incluso podías llegar a ser un genio de esos videojuegos y trabajar para grandes empresas? ¡Oh, José, Dios mío! —exclamó, mientras empezaba a dar vueltas por la habitación—. Esto es una farsa. ¿Un vago? ¿Tu mamá te llamó vago? ¿Tienes idea de que podrías diseñar vídeos para la industria musical?, o, o… o… ¡Virgen María, ayúdame!

Juanita se había llevado las manos a la cabeza y ahora miraba por la ventana. Solamente el hecho de verla tan preocupada porque nadie hubiera comprendido ese talento suyo, le hacía explotar la cabeza.

—Todos me decían que dejara de soñar…, que hiciera los estudios básicos. Me decían que mis notas eran penosas. Decían que malgastaba el tiempo haciendo garabatos en las libretas y que…

—¿No vieron nunca tu trabajo? —Bajó las manos de la cabeza y las dejó colgando a ambos lados del cuerpo—. Nunca vieron al genio que había en ti, un chico pobre de los barrios. —Hablaba en un susurro furioso—. ¿No pensaron nunca que tus sueños valieran la pena? Lo conozco. He pasado por eso.

—La manera en que has hablado de esas empresas y de esas oportunidades… podrías ser una mujer de negocios —dijo él, apartándose del armario y recogiendo las libretas para volver a guardarlas. Eso era demasiado intenso, y había sido una mala idea.

La indignación de ella le ponía nervioso; no estaba acostumbrado a que nadie se preocupara de forma tan profunda por él.

—Deberías estar asesorando a los chicos, dándoles esperanza y mostrándoles su camino —dijo él, sintiendo una repentina tristeza—. Muchos padres no tienen ni idea de qué hay por el mundo, en cuanto a las diferentes carreras y cosas así, y sólo quieren que sus hijos tomen un camino seguro y claro… como una formación profesional. No les culpo. —Tiró las libretas dentro de un cajón y miró los dibujos enmarcados que colgaban de la pared—. Tú podrías ser una agente artística, también —dijo él, riendo con expresión triste al pensar en la oportunidad que había perdido de pintar el mural—. Nita, iban a pagarme mucho dinero para pintar esa pared, yo iba a clavarlo, iba a hacer que esa niña fuera tan bonita que iban a haber accidentes en la 405 solamente porque la gente no podría evitar mirarla. —José dejó escapar una exhalación con fuerza y se volvió para mirarla.

Ella tenía los ojos llenos de lágrimas y tragó saliva con dificultad.

—¿Cómo lo supiste?

—¿Saber qué? —Él no había tenido intención de molestarla con esa salida.

—Que yo quería ser una mujer de negocios, no una cajera de farmacia.

—Pensé que era un trabajo a tiempo parcial, hasta que hicieras lo tuyo. —Recorrió el espacio que les separaba—. Con tu cabeza… la manera en que has diseccionado mi trabajo, cómo lo has analizado y cómo has dado con soluciones que yo había sido incapaz de imaginar. Venga, niña, sé seria.

—¡Sé serio tú! —dijo ella, levantando la barbilla—. ¿Formación profesional? ¿Tú? No me importa quién te lo dijo. Es una tontería.

—Solamente dibujo, pero parece que tú hayas sido una estudiante de sobresaliente y de notable. Realmente inteligente.

Ella se apartó de él y se fue hasta la ventana.

—Sí, yo sacaba sobresalientes. Pero, para lo que me sirvió… Cuando llegó el momento de solicitar el ingreso en la universidad me dijeron que sacar sobresalientes en un instituto malo de la ciudad no era tan bueno como venir de un instituto privado o un instituto de buena reputación. Además, mi mamá necesitaba ayuda en casa y nadie iba a ayudarme a conseguir una beca. Aprendí todas esas cosas acerca de las carreras y las becas de pasada, cuando los clientes venían a comprar lo que necesitaban para irse fuera a estudiar… Yo deseaba tanto ser uno de ellos, José, no te puedes ni imaginar hasta qué punto; los escuchaba y charlaba con ellos para que me contaran adonde iban y cómo lo habían conseguido, solamente para soñar. Luego me iba a escondidas a la biblioteca e intentaba averiguar qué significaba lo que me habían contado. Pero yo ya había perdido mi oportunidad en ese momento.

—Nunca es tarde —dijo él, acercándose hasta ella y dándole un abrazo por la espalda. Le dio un beso en la cabeza—. Todavía puedes ir, si lo deseas; lo único que tienes que hacer es intentarlo.

Ella se dio la vuelta entre sus brazos y le dio un beso en el cuello, debajo de la mandíbula.

—Seguiré tu consejo, si tú quieres. ¿De acuerdo?

Él asintió y se encogió de hombros.

—De acuerdo… pero deberías ir.

—Tú también deberías ir —repuso ella con una sonrisa. Le acarició los labios con los dedos, sin dejar de recorrer con los ojos el camino que dibujaba con ellos—. José, tú tienes tanto talento, tienes tanto que ofrecer al mundo con tu visión interna. Prométeme que, pase lo que pase, no vas a terminar en algún absurdo trabajo que te mate el espíritu. —Le dio un beso en los labios y se apartó de él—. Haz la pared, niño. El mural. Hazlo en papel, si no puedes tener la pared ahora mismo. Vuélcalo todo ahí, como lo hubieras hecho encima del andamio. Por favor, querido Dios, hagas lo que hagas, no malgastes ese don.

La manera en que los ojos de ella buscaban los suyos y la calidez interna que le provocaban sus palabras le hicieron sentirse rendido y con la boca seca. Nunca en toda su vida nadie había luchado por él, nunca le habían dado un empujón tan fuerte y con tanta ternura. Si él no podía darse por completo, hoy en día, a su arte, sí podría por lo menos darse por completo a ella.

—Sólo con una condición —susurró él.

—¿Cuál? —murmuró ella mientras le pasaba los dedos por el pelo.

—Qué vayas a la universidad conmigo y que nunca dejes de mirarme de esta manera cuando te muestre mi trabajo.

—¿Cómo podría dejar de mirarte de esta manera, si tú y tu trabajo me hacen saber que todavía hay esperanza, amor y belleza en el mundo? —Le dio un beso en los labios y meneó la cabeza—. José, tú también me haces sentir que no estoy loca por soñar… Yo he visto esas mismas imágenes antes. Empezaba a verlas cada vez que cerraba los ojos por la noche, como unos pequeños puntitos encendidos por unas luces traseras… luego la imagen se hacía más clara, porque mi cuerpo se elevaba por encima de ella y obtenía una imagen aérea. Y así es exactamente como tú has dibujado esas imágenes, punto por punto.

—¿Hablas en serio? —susurró él, sintiendo que las palabras se le atragantaban.

—Lo juro —repuso ella, mirándole sin parpadear—. Lo que no puedo comprender es… ¿cómo podía conocerte?

Ella se deshizo de su abrazo y se abrazó a sí misma.

—Tengo que decirlo, porque no se me va de la cabeza.

Él asintió y le dejó espacio para que continuara.

—Nunca en mi vida he tenido tanto miedo. —Sus ojos buscaron los de él para obtener confirmación y la encontró—. Yo no te conocía, nunca te había visto, no tenía ningún motivo para confiar en ti. —Apartó la mirada: una expresión de vergüenza había aparecido en sus ojos, bañados por la luz del sol—. No acostumbro a conocer hombres por las calles, a subirme en sus motocicletas y a hacer esta locura en el baño de la casa de sus abuelos, precisamente, por Dios. —Se cubrió el rostro con las manos y respiró con fuerza—. Yo no soy así, José. Tengo orgullo y soy decente, no importa lo que puedas pensar. Y a pesar de ello, aquí estoy, con un camisón prestado y medio desnuda. Incluso le he ofrecido mi cuerpo a un hombre por primera vez, y ni siquiera sé cuál es su apellido.

Él se acercó deprisa a ella y la abrazó.

—Ciponte. Mi apellido es Ciponte. Y sé qué tú nunca has estado con un chico de esta manera, sé que debes de estar nerviosa y que nunca lo has hecho antes. Por eso yo estaba tan enojado conmigo por haberlo hecho allí contigo; tú no eres el tipo de… quiero decir…

—No lo soy —dijo ella mientras le caían unas lágrimas grandes de los ojos—. Tengo que vestirme e irme a casa con mamá.

—Lo sé, niña. Nos vestiremos y te llevaré a casa. Pero no quiero que creas que todo esto es la norma para mí, tampoco lo es. Hace de verdad mucho tiempo que tuve lo que se puede llamar una novia, o algo. Años, de verdad. —Se pasó la mano por el pelo y la miró a los ojos, obligándola a no apartar la mirada—. Te juro por la tumba de mi padre que nunca he tenido una experiencia como la que hemos compartido. Así que no la conviertas en algo sucio. Fue pasión pura, desde mi punto de vista.

Ella apartó la cara, pero él llevó un dedo a su barbilla y la obligó a volver a mirarle.

—No, mírame, directamente a los ojos para que puedas ver si miento o si digo la verdad. —Dejó escapar un largo suspiro lleno de emoción—. Nita… Nunca nadie ha creído en mí, me ha tratado como si yo fuera su héroe, nadie se me ha dado sin jueguecitos. ¿Crees que no tengo sentimientos? ¿Crees que nosotros no soñamos con encontrar a la única mujer?

Él la soltó y volvió a su mesa de dibujo, abrió un cajón y eligió un cuaderno.

—Mira éste —dijo, mientras le daba la libreta—. En todas las páginas está mi amante secreta.

Ella tomó la libreta con cautela y él se acercó un poco a ella.

—Mírala —dijo él, en un tono estridente al ver la extraña similitud que había entre la mujer que se encontraba en la habitación y la que se veía dibujada en cada página.

Cada vez más nervioso por ese descubrimiento, condujo a Juanita hasta un espejo que colgaba en el armario y tomó el cuaderno para colocarlo al lado del rostro de ella.

—El mismo cuerpo, el mismo pelo. Todas las poses son tuyas. Los mismos ojos. No pude ver el resto de la cara. El héroe, de pie delante de ella, el arma preparada, manteniendo a raya a los demonios. —José pasó otra página y la obligó a mirarse mejor en el espejo—. La hace subir a su moto, y la saca del infierno.

Él pasó otra página con gesto rápido, cada vez más ansioso de que ella supiera lo que tenía en el corazón.

—Luego, él se sintió tan agradecido de estar vivo que le hizo el amor en un ataque de pasión en medio de la niebla: el lugar sin determinar, desconocido.

Cerró la libreta con un golpe seco y apoyó ambas manos en el armario, una a cada lado de ella.

Los dos se quedaron mirando su reflejo mutuo en el espejo.

—Las palabras son: él hizo el amor con ella, no se la folló —murmuró José sin apartar los ojos del espejo—. Moriría por ella, se dejaría disparar por ella, presentaría batalla a la oscuridad, solamente por ella. Se enamoraría de ella en algún lugar en medio de la bruma, supongo que perdería la cabeza. No sé cuándo sucedió esto, ni por qué. Yo soy solamente el artista que los dibuja. Lo único que sé es que, durante años, él no podía esperar a irse a la cama para encontrarse con ella en sueños. Años deseando que alguien viera que él albergaba a un héroe dentro, y de saber que alguien era suyo, alguien que le respaldara, alguien que se diera cuenta de que él tenía una visión. Artista de día, súper héroe por la noche… Años, Nita, tanto tiempo esperando a que ella atravesara la puerta del sueño y se convirtiera en alguien de carne y hueso, en alguien real.

Ella asintió con la cabeza, las lágrimas le caían por el rostro mientras miraba su cara inundada por una expresión de dolor.

—Años corriendo a través de la oscuridad en sueños —susurró ella—. Años de sentirse diferente, y de saber que ella era… años esperando oír esa voz que tan bien conocía en su corazón. Años esperando esos ojos que vieran que ella era algo más, algo más que una chica ligera de cascos que se podía utilizar y luego tirar… esperando, creyendo, sabiendo que sólo había un hombre en el mundo que podía ahuyentar a esos demonios. Sólo uno que podía hacerla sentir especial, como una princesa… alguien que haría que su cuerpo muriera de deseo y que se consumiera y que lo diera todo… y que luego la haría sentir tan tonta que se mordería el labio para no decirle que se había enamorado de él en el mismo momento en que él la había poseído en medio del vaho, en el suelo del baño.

Él le dio un beso ardiente en un costado del cuello y ella sintió un fuerte estremecimiento. Las manos de él recorrieron sus brazos y ella soltó una exclamación.

—No soy capaz de explicar esto —dijo él con un susurro ardiente, frotándole fuertemente el cuello con la nariz—. No soy capaz de decir qué es lo que vimos ahí fuera, ni por qué siento esto con tanta fuerza ahora que todo lo demás se ha hundido. —La besó con pasión a lo largo de la mandíbula y en el hombro—. No puedo explicar por qué no puedo quitarte las manos de encima, ni por qué soy capaz de pensar así después de todo por lo que hemos pasado. —Levantó la cabeza sin dejar de frotarle el cuello con la nariz y apretó los ojos con fuerza, respirando su olor—. Te llevaré a casa, si es que quieres irte allí. Pero no me pidas que deje de sentir esto por ti, ¿de acuerdo?

—Yo tampoco lo puedo explicar —dijo ella, pronunciando esas palabras con una exhalación entrecortada. Él frotó su cuerpo contra el de ella y a ella se le estranguló la voz al intentar hablar—: No tiene sentido. Después de lo que hemos visto deberíamos estar tan destrozados ahora mismo que… no tiene sentido.

—¿Tiene que tenerlo? —dijo él precipitadamente y en voz baja mientras le ponía las manos sobre los pechos. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de ella y la acarició con suavidad mientras le apretaba los pezones con los dedos índice y pulgar—. Lo único que sé es que viste mis dibujos de la misma manera en que viste mi alma, Nita.

Se le ahogaba la voz. Empezó a empujar su pelvis contra ella por encima del camisón.

—Lo único que sé es que parece que procedas de alguna parte de mi mente, como si hubiera tenido una extraña experiencia extrasensorial —murmuró él, e inmediatamente emitió un sensual gemido—. Y, niña, si tú has cobrado vida desde mis dibujos, no estoy dispuesto a que desaparezcas tan pronto… no puedo soportar la idea de que vuelvas a ser en blanco y negro y de dos dimensiones otra vez. —Le dio un beso en la nuca y ella inclinó la cabeza hacia delante y apoyó las manos en el armario—. Joder, te necesito en tres dimensiones ahora mismo.

Incapaz de soportar ese apasionamiento, el sentido común la abandonó y alargó la mano hacia atrás para bajarle los pantalones un poco. Ambos levantaron la cabeza hacia el espejo al mismo tiempo.

—Adelante —dijo ella en voz baja—. Yo también he estado esperando a que salieras de mis sueños y te convirtieras en alguien real.

Por un momento, él no se movió y ella tampoco se movió. Luego, de repente, él pasó ambas manos por los costados de su cuerpo y le levantó el camisón. Sin apartar los ojos del reflejo de ella, penetró en su tierno y húmedo valle con fuerza, clavándose en ella con un gemido de agonía. Ella empezó a mover las caderas dejándose invadir por la sensación mientras se sujetaba con fuerza en el armario. Vio que él cerraba los ojos con una expresión torturada.

—Oh, Jesús, si no llego a ese cajón de arriba ahora mismo… Hoy te voy a dejar embarazada.

Sin pronunciar ni una palabra, la sujetó por la cintura con una mano y con la otra fue a abrir el cajón. A ella no le importaba qué era lo que estaba haciendo ni qué era lo que iba a tomar de allí dentro, siempre y cuando continuara estando dentro de ella.

Con los ojos medio cerrados, le observó pelearse con una bolsita marrón, luego con una caja y luego romper el celofán como un loco sin dejar de moverse dentro de ella con embestidas incontrolables y empujándola sin cesar contra el armario. Ella sintió un placer como nunca había sentido antes. Le miró mientras él se esforzaba con el pequeño envoltorio y se quedó esperando, los brazos extendidos hacia el armario y la cabeza agachada, respirando.

El sonido gutural que él dejó escapar desde lo más profundo de su garganta se mezcló con el aire frío que sentía en la espalda. Al borde de las lágrimas, ahora que le volvía a sentir dentro, arqueó la espalda y le tomó, enfundado en el látex. Al instante, unos fuertes brazos la sujetaron por la cintura y la mejilla caliente de él se colocó sobre la suya. Esa nueva sensación la arrasaba, y parecía que las piernas no podrían aguantarla mientras él no dejaba de provocar placer en ese punto que había desflorado previamente.

El pelo de ella cayó encima del mueble, y se movía hacia delante y hacia atrás como un plumero del polvo enloquecido. Las lágrimas, producidas por el éxtasis, le bajaban por las mejillas manchando la madera. Su voz no parecía la de ella y se mezclaba con los gemidos y exhalaciones roncas de él en un canto al unísono hasta que las uñas de ella marcaron la madera y casi la hicieron astillas. Si así era como tenía que ser, que no parara. Si éste era el siguiente paso, ¡adelante! Si eso era sólo el principio, por Dios, ella moriría y no le importaría.

—Niña, te amo —dijo José con un fuerte estremecimiento antes de que unos fuertes espasmos le hicieran convulsionarse enloquecidamente.

El cuerpo de ella fue contra el armario mientras el viento levantó sus palabras:

—¡José!

Y entonces una oleada tras otra de profundos temblores la consumió, y le hizo ver manchas de colores con los ojos cerrados.

Se quedaron apoyados contra el armario, casi sin respiración. Ella sentía los besos de él en la espalda, entre los omoplatos. Él todavía estaba duro como una roca dentro de ella y ella notó que le embargaba un sollozo y lloró. ¿Qué era esa dulce locura? Nadie nunca le había dicho que podía ser de esa manera. Había perdido toda noción de realidad. Unos brazos fuertes la estaban sujetando; sintió que José salía de dentro de su cuerpo, rompiendo la conexión con esa locura divina. Con un gesto reflejo, le clavó las uñas en las caderas.

—No te muevas —susurró sin aliento—. Todavía no.

Él asintió con la cabeza sobre su espalda, intentando respirar.

—Dime cuándo. ¿Te he hecho daño?

—No… es que es tan agradable. No la saques.

—Jesús —dijo él contra su hombro—. Voy a tener que ponerme otro.

Se miraron el uno al otro en el espejo.

—¿A qué hora van a llegar a casa?

Ella miró hacia la cama y luego su mirada volvió a buscar la de él en el espejo.

—Dentro de tres días —dijo él, tragando saliva con fuerza sin dejar de esforzarse por respirar.

—¿Estás seguro?

Él asintió con la cabeza y le acarició el pelo.

—¿Quieres que nos tumbemos en la cama?

Ella asintió con la cabeza, pero no se podía mover.

Todas esas noches frustradas en que había deseado que sus sueños se hicieran realidad, ahora que la tenía de carne y hueso tomaban vida. Cada caricia que ella le hacía le volvía loco… igual que su voz, su olor, ver sus ojos mientras la luz del sol empezaba a bajar. Se habían metido debajo de la manta india y se abrazaron hasta que el sudor empapó las sábanas y el viento árido del desierto les secó los pulmones. Lo que quedó en la cama era la humedad del amor. Los pantalones del chándal de él se convirtieron en una bola arrugada encima de una silla vacía, al igual que el camisón de ella era un ovillo húmedo en el suelo. El olor a sexo impregnaba la habitación y se hacía más denso a cada encuentro.

La noción del tiempo se perdió. Las horas de las comidas se pasaron. Sin importar cuántas veces se habían poseído el uno al otro, sus cuerpos seguían deseando más. La necesidad de hacer el amor parecía infinita, pero la caja de condones tenía un número limitado y entraron en pánico.

—Sólo una vez más —murmuró él, con los dedos introducidos con firmeza dentro del cuerpo de ella. El olor de ella en las sábanas, en el pelo, en su piel, le hacía delirar incluso en esa hora en que el sol ya bajaba. Parecía que estuviera viviendo sus últimas veinticuatro horas sobre la tierra antes de morir. Pero no le importaba siempre y cuando ella se sentara a horcajadas encima de él, buscando besos en su encantador montículo y bajara su cuerpo encima de él y le hiciera ver las estrellas.

El látex no amortiguaba la sensación de la lengua de ella. Ninguna barrera que le impidiera sentir la humedad del interior de su boca. No debía prepararse para salir repentinamente de entre sus labios. No había nada en este mundo que le preparara a sentir el contacto de su mano en la base de su miembro. No había forma de no ahogarse con sus dulces jugos mientras la lamía. No quedó nada sensato en él mientras ella le succionaba con mayor insistencia. Imposible detener la lenta y fuerte implosión que le hizo sentarse y arquear la espalda, y le obligó a abrirle con más fuerza el culo para que recibiera su lengua.

Si había algo ahí entre las sombras que iba a por él, entonces sería mejor que le matara deprisa. Si su gente venía pronto a casa, que así fuera; ya les pediría perdón más adelante. Porque en ese preciso momento, lo único en que podía pensar era en su lengua, en el escalofrío que sentía por toda la espalda, en los espasmos que recorrían sus piernas y su ingle.

Cerca de la histeria, sollozó casi frente a su punto húmedo, respirando su olor y casi ahogándose en su olor húmedo. Se corrió con tanta fuerza que le pareció que se moría.

Lo único que pudo hacer fue dejarse caer con el cuerpo de ella encima del suyo. Desorientado durante unos momentos, tuvo que obligarse a recordar dónde se encontraba, qué hora era, y acariciar ese soberbio trasero para saber que todo eso había sido real.

—¿Quieres un poco de agua? —susurró ella contra su muslo.

Él abrió la boca, pero no tuvo fuerzas para responder. Le frotó la cadera con la mano por toda respuesta.

—En un minuto —dijo, con los ojos cerrados.

—Tendríamos que levantarnos y darnos una ducha —dijo ella, con el aliento entrecortado y medio riéndose—. Me da miedo esa habitación. Tiene algo muy potente.

—Nuestras ropas están secas: la secadora se ha parado hace horas.

—¿Quieres que vayamos al pueblo antes de que cierran las farmacias, o quizá que nos paremos en un bar para comer? —La idea de quedarse en la casa con ella dos días enteros y sin poder hacerle el amor le hacía recuperar el sentido común.

Ella le dio un beso en el muslo, al lado de los testículos.

—Me da igual que vayamos al bar, pero tenemos que ir a la farmacia antes de que caiga la noche.

Notar el aliento caliente de ella contra su muslo interno le obligó a sentarse y a concentrarse en lo que tenían que hacer.